El nacimiento de la imaginación literaria (segunda parte)

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Hacia los cuatro años, la mayoría de los chicos tiene pleno dominio sobre un conjunto de episodios: puede combinarlos en series y ordenarlos de diversos modos para lograr efectos opuestos. El chico particularmente hábil también puede avanzar y retroceder en el tiempo de la narración, anticipando lo que va a suceder y volviendo sobre lo que ya ocurrió. En un tono de voz adecuadamente neutral, es capaz de efectuar comentarios, de un modo esmerado y «metalingüístico», acerca del rol del narrador o de los personajes del relato. En verdad, parece justificado afirmar que el niño de cinco años ha adquirido ya un «proyecto inicial» de conocimiento del dominio literario. Comprende la importancia de los problemas planteados en los cuentos y por lo general los resuelve, al menos los más sencillos, explotando los recursos del propio relato. Tampoco está constreñido a repetir el mismo argumento, o par de argumentos, de siempre. Ahora tiene suficientes conocimientos del mundo real, bastante familiaridad con distintos géneros y adecuado control de los recursos lingüísticos de la narración como para poder producir una diversidad de interesantes relatos literarios. Posiblemente sea ésta la edad en que con más propiedad se puede hablar de un «florecimiento» de la imaginación literaria. El niño puede ahora elaborar cuentos largos y complejos, con una cantidad de personajes que llevan a cabo diferentes secuencias de conducta, a veces coherentes y otras veces incoherentes entre sí, pero siempre plenas de vigor y vitalidad. He denominado a esta fase el período picaresco, la época en que los personajes creados por el niño, al igual que los protagonistas de las novelas dieciochescas, se embarcan en una interminable serie de aventuras, y en que la diversión radica en seguir cada una de estas aventuras, más que en buscar alguna moraleja o conclusión en el relato. Considérense, por ejemplo, los matices reminiscentes a la novela Tom Jones que contiene el siguiente extracto de un trabajo mucho más largo, realizado por un chico de cinco años: Había una vez un Zorrino y no tenía casa. Y se hizo una casa y fue a visitar a alguien y alguien le rompió la casa. Y fue y llamó a la policía y ¿sabes qué hizo la policía? La policía mató al oso porque el oso se comió la casa porque estaba hecha de miel. Y de pronto el oso —había otro oso— y él hizo una casa para el zorrino. Después salió a pasear y vino un caballo y puso una bolsa con comida frente a la puerta, Y después el zorrino volvió y se comió toda la comida. Se fue a dormir y después fue y cortó leña para el fuego. Y tomó una manguera y llenó un balde de agua. Y puso un soporte en la chimenea y después salió a pasear. Entonces se llevó una cuerda larga y una vez tiró de la cuerda y de pronto toda el agua se salió del balde con el soporte y apagó el fuego. Entonces se encontró con un amigo y se fueron a pasear y cenaron en un restaurante chiquito… (Pitcher y Prelinger). No se debe llegar a la conclusión, sin embargo, de que el niño no es capaz de elaborar un relato más redondo. Muchos chicos de esta edad pueden crear cuentos que evidencian un auténtico sentido de la composición, en vez de limitarse a encadenar fragmentos dispersos. Veamos la historia que contó Lila, una niña de cuatro años. Había una vez una pececita que se llamaba Flor. Se sumergió en el agua y dijo: «Oh, mi Dios, ¿dónde está mi amado? «Fue abajo del sótano donde está mi casa. Vio a un papá pescado grandote que tenía una espada en la nariz. Se escapó de la casa y se escondió en otra casa. Subió por el agua y aleteó para salir a la superficie. Se alejó nadando. Fue a otra casa en un río muy, muy hondo. Vio su propio hogar, en el que estaba su amado. Se dieron un beso. Los cinco años de edad marcan una línea divisoria en el desarrollo de la imaginación literaria. Como hemos advertido con respecto a la habilidad para el dibujo, la imaginación literaria también señala múltiples tendencias de crecimiento durante los años escolares. Algunos chicos relatan muy pocos cuentos y tienen escasa participación en juegos imaginativos. Otros continúan contando historias, pero se van ciñendo cada vez más a las normas: sólo les gusta narrar cuentos que respeten estrictamente las reglas del género correspondiente. Como el escolar que adopta un lenguaje literal y menosprecia las metáforas, a muchos niños de ocho o diez años les gusta relatar cuentos, pero sólo los que se ajusten con fidelidad a los modelos de la cultura. Los chicos también se diferencian entre sí en cuanto a si los cuentos que narran tienden a ser realistas e históricos, o si sus relatos, aunque fieles al género, son de un estilo más fantástico, como los de ciencia ficción, los de aventuras o los que plantean todo un mundo de fantasía, del tipo de Oz o Narnia. Con frecuencia, el niño de esta edad se siente atraído hacia los «‘cuentos con fórmula» que difunden los medios de comunicación. A los siete años, dos de mis hijos se enamoraron de los relatos de la «Enciclopedia Brown» (una versión infantil de «Sherlock Holmes», en la que se invita al lector a resolver por sí mismo el misterio antes de descubrir la solución propuesta por el autor). Y a los diez años, mi hijo varón se apasionó por la serie «Elige tu propia aventura», en la que el lector tiene la oportunidad de ordenar y reordenar partes de un cuento de modo de construir una infinita cantidad de variaciones de los mismos componentes arguméntales. Pero sólo al Llegar a la preadolescencia tienen los chicos el suficiente dominio de los géneros como para poder elaborar parodias, o sea, desviaciones deliberadas de los géneros establecidos, tendientes a provocar una reacción humorística en el auditorio. Los chicos de doce o trece años pueden pergeñar una versión en broma de un relato de la «Enciclopedia Brown» o de un cuento de hadas, y también saben apreciar las parodias, las ironías, y otros experimentos literarios que impliquen una vuelta de tuerca respecto del género establecido. Sabemos más acerca de los cuentos que relatan los niños que acerca de los cuentos que entienden. Esto se debe a que es más fácil recopilar relatos creados por chicos que verificar su comprensión. Pero si queremos comprobar si es cierto, como sugiere Bettelheim, que los niños responden en un nivel inconsciente a muchos temas latentes en la literatura infantil, debemos tratar de determinar cómo aprehenden realmente esos cuentos. Nuestros estudios, así como los de otros investigadores, indican que las capacidades atribuidas por Bettelheim a los preescolares son exageradas. Sin ninguna duda, a los chicos les gustan los cuentos y les divierten los juegos de palabras tanto como los personajes extravagantes y las acciones exóticas. El doctor Seuss sin duda habría aumentado de popularidad en muchas culturas durante muchas eras. Además, los niños perciben con claridad las luchas entre el bien y el mal contenidas en el cuento. Como sabían muy bien los creadores de La guerra de las galaxias, hasta el niño más pequeño se da cuenta de cuáles personajes son los buenos y cuáles los malos. Con todo, hay evidentes limitaciones. Los preescolares no captan la posibilidad de que los personajes puedan cambiar: los ven como entidades inmutables. No tienen plena conciencia de que si dos personajes se enfrentan, sólo uno de ellos podrá salirse con la suya. También tienden a prestar mucha mayor atención a los aspectos exteriores (lo que los personajes usan, visten, poseen y quieren adquirir) que a las motivaciones y propósitos interiores (lo que sienten y lo que persiguen). Es verdad que cuando a los cuentos se los reduce a sus componentes esenciales, despojándolos de todos esos elementos distorsionantes, los chicos demuestran tener cierta percepción del propósito y la motivación de los personajes. Pero la mayor parte de las historias de la vida real no es objeto de tal despojamiento, por lo que incluye muchos aspectos superficiales engañosos, que pueden atrapar y aun dominar la atención del niño. Para corroborar esta caracterización, quiero mencionar un estudio que hace unos cuantos años realizamos Shelley Rubin, Jane Hanenberg y yo. Nuestra finalidad era comprobar si, al escuchar historias conocidas como las de los cuentos de hadas, los niños captaban las motivaciones y los objetivos de los personajes, o sea, las razones que llevaban a los malvados a comportarse como lo hacían, la lucha entre el bien y el mal, y la oportuna resolución del conflicto a favor del representante del bien. De seguir nuestras inclinaciones, habríamos formulado directamente estas preguntas a los niños, basándonos en cuentos que ya hubieran escuchado varias veces. Pero dotados, como estábamos, del severo superyó propio del psicólogo experimental, sabíamos que nuestras conclusiones sólo serían válidas si utilizábamos materiales que los chicos no conocieran y si evaluábamos su comprensión por medio de métodos de interrogación menos directos pero más confiables. Nuestro razonamiento fue el siguiente. Si un niño comprende genuinamente la motivación contenida en un cuento de hadas típico, estará a la espera de encontrarla, y si por alguna razón la motivación apropiada está ausente, será capaz de encontrar algún modo de transportarla o introducirla al relato. En consecuencia, ideamos una historia inédita, pero que en muchos aspectos era similar a los numerosos cuentos de hadas que conocen todos los niños en nuestra cultura. En este caso en particular, les narramos «La princesa y la reina», un cuento acerca de un rey cuya bondadosa esposa había muerto, dejándole una hija hermosa e inteligente a la que él amaba entrañablemente. Pero el rey se volvió a casar con una reina malvada que estaba locamente celosa de la bella princesa que rivalizaba con ella por el afecto de su nuevo marido. La reina le dijo a la joven que debía resolver tres tareas muy difíciles, y que de no lograrlo perdería la vida. De los niños que estudiamos, la mitad en cada uno de los varios grupos de edad escuchó una versión simple y objetiva del cuento, a la que no se incorporó ninguna motivación; la otra mitad de los chicos escuchó el cuento con todas las motivaciones (celos, amor) gráficamente explicitadas. Todos los niños escucharon el relato sin el final. Su tarea era terminar el cuento, contestar diversas preguntas acerca del mismo y regresar algunos días más tarde para volver a relatarnos la historia. Como habíamos previsto, este cuento de hadas desconocido planteó serias dificultades a los escolares de primero a tercer grado. Incluso ante la versión en la que las motivaciones estaban claramente descriptas, los chicos parecían ser incapaces de captar exactamente qué era lo que incitaba a los diversos personajes, cuál era la índole de sus objetivos y en qué medida la reina y la princesa estaban entregadas a una lucha irreconciliable. A los chicos de tercer grado, la nefasta reina llegaba a inmovilizarlos por entero. Los poderes que detentaba ¡es parecían tan abrumadores que no encontraban ningún modo de vencerla. Y así, contrariamente a los dictados del género de los cuentos de hadas, se limitaban a suponer que la reina sería la triunfadora: hacían que la princesa fracasara en la última tarea y desapareciera para siempre. Los escolares de sexto grado brindaron un cuadro muy diferente e instructivo. Pudieron dar al cuento un final apropiado al género: la princesa cumplía la última y más difícil de las tareas, era rescatada por un Príncipe Azul, y la reina se enfurecía tanto que giraba como un torbellino (al estilo Disney) hasta perderse en la noche. Además, los chicos de esta edad nos demostraron, en las versiones que nos relataron algunos días más tarde, que habían llegado a dominar el género de los cuentos de hadas. Los que habían escuchado el relato sin ninguna motivación pudieron fundamentar en forma apreciable las acciones de los personajes. Y cuanto mayor era el tiempo transcurrido entre el relato original y la nueva versión, tanto más se introducía la motivación en el argumento. Esta constatación nos indicó que los niños de sexto grado, a diferencia de los de menor edad, comprenden a fondo el funcionamiento de los cuentos de hadas. Al repetir la historia, incorporaban al argumento (deliberada o inconscientemente) los sentimientos y móviles que la harían inteligible a los demás y a ellos mismos. Como para confirmar este punto, los chicos de sexto grado demostraron ser los únicos sujetos con suficiente dominio del género de los cuentos de hadas como para poder, si así lo querían, elaborar parodias, ya fuera al completar o al repetir el relato. En verdad, los resultados de este estudio dan pie a una interpretación conservadora. Es muy posible que los niños de menor edad tengan una mayor percepción de la motivación que la que puso en evidencia esta difícil tarea, y que normalmente obtengan más información de los cuentos de hadas consabidos que la que extrajeron al escuchar por primera vez «La princesa y la reina». Con todo, incluso si nuestras estimaciones por edad estuvieran equivocadas, el estudio al menos nos lleva a detenernos antes de aceptar la tesis de que el niño pequeño percibe los temas latentes en las obras literarias. Aunque a estos niños les guste mucho escuchar cuentos de hadas y los atraigan los dramáticos enfrentamientos que en ellos se relatan, parecen ser incapaces de comprender las motivaciones de los distintos personajes y los modos en que éstos interactúan en el argumento. Esta falta de percepción de los aspectos psicológicos de una narración también ha sido detectada en otras varias investigaciones de la imaginación literaria. En nuestros estudios de la capacidad del niño para comprender metáforas, descriptos en el ensayo anterior, encontramos que cuando la metáfora se basaba estrictamente en similitudes superficiales (por ejemplo, «el carcelero era como un alto árbol»), los chicos podían entenderla con facilidad. En este caso, lo único que se requería era reconocer similitudes perceptibles, y los chicos tienen gran habilidad para discernir esos puntos de comparación. Pero cuando la caracterización metafórica exigía una comprensión psicológica («el carcelero era como una dura roca»), la relación esencial no era captada por los niños menores de siete años. Del mismo modo, cuando interrogábamos a los chicos acerca del carácter real o ficticio de los personajes de la televisión, podían analizar esta cuestión en términos de los rasgos superficiales: consideraban si el personaje podría volar o desviar las balas, y tomaban muy en cuenta si lo personificaba un actor de carne y hueso o si era un dibujo animado. Lo que los niños no alcanzaban a percibir era la realidad psicológica, la personalidad del personaje. Así es que a veces sostenían que Superman era más real que Charlie Brown. En este caso, el factor dominante era el tipo de dibujo: el chico pasaba totalmente por alto el hecho de que, como individuo, Charlie Brown exhibe rasgos psicológicos plausibles, mientras que Superman es «de otro mundo». En cada una de las fases del desarrollo literario, por lo tanto, ciertos aspectos de la imaginación pasan al primer plano mientras otros permanecen relativamente latentes. Pero más allá de esta secuencia evolutiva, que posiblemente caracterice a todos los niños normales de nuestra sociedad, debemos tomar en cuenta ciertas reveladoras diferencias individuales. Hemos observado que desde un principio los niños difieren entre sí en cuanto al grado en que se introducen en el dominio de la ficción y en cuanto a su predisposición a dejar de lado las dimensiones de los objetos físicos. Tenemos buenas razones para suponer —aunque aún no hemos reunido las pruebas necesarias para demostrarlo- que esas diferencias individuales se mantienen durante toda la infancia. Y nos inclinamos a prever que aquellos niños que desde muy temprano son relativamente independientes de los objetos tendrán más propensión a emprender actividades fantasiosas o imaginativas en el dominio literario que los que manifiestan una fuerte dependencia respecto de los objetos. (No es raro que muchos adultos creativos recuerden que durante su niñez inventaron amigos imaginarios o aun mundos ficticios). En cuanto a los chicos que parecen estar más atados a los objetos de la realidad física, podríamos pronosticar que mostrarán preferencia por las formas más puramente narrativas, como la historia o el periodismo, o incluso que se mantendrán al margen del dominio literario. Es muy posible que estas diferencias individuales deriven de ciertas diferencias psicológicas profundas entre los niños, tales como su distinta propensión a manifestarse libremente en el juego, a no sujetar sus impulsos, a correr riesgos en su interacción con otros individuos. Pero estas diferencias individuales no deben confundirse con diferencias en el desarrollo: ya hemos señalado que la complejidad estructural de los relatos creados por niños dependientes de los objetos probó ser comparable a la de los chicos independientes de los objetos. Hay otros factores que también caracterizan la producción imaginativa del niño. Un componente muy claro es la motivación: el grado en que el niño tiene el impulso de ensayar cosas nuevas, de embarcarse en la exploración literaria, de jugar con palabras y con escenas, y de crear mundos ficticios. Algunas veces esta motivación es positiva, como en el caso del niño que se procura un considerable placer creando y explorando mundos imaginarios. Pero este poder de inventiva también puede tener un origen más defensivo. En este caso, lo que puede suceder es que el niño esté tan insatisfecho con su propia experiencia, que se vea obligado a recurrir a invenciones, a amigos imaginarías y a mundos ficticios a efectos de sentirse más reconfortado y conservar el equilibrio. El ambiente también influye. Los chicos que crecen en hogares donde se fomenta el juego de la imaginación, donde los padres acostumbran relatar cuentos que ellos mismos inventan, tendrán una tendencia mucho mayor a considerar a estos juegos como actividades «aprobadas», y a practicarlos, que los niños criados en medios en los que dicha fantasía está ausente o es reprimida, quizá por considerársela contraria a ciertos valores personales, preceptos religiosos o criterios estéticos. Aun dados la motivación, el estilo personal y el ambiente propicios, el advenimiento y la maduración de la imaginación literaria no constituyen una conclusión segura. Así como la comprensión lógica del mundo que tiene el niño es producto de un proceso de construcción, también su capacidad para embarcarse en representaciones y fantasías debe ser construida. Es muy posible que exista una inclinación natural hacia esta actividad, pero para poder llevarla a cabo en forma comprehensiva y con el adecuado control, el chico debe alcanzar antes un considerable grado de perfeccionamiento. Esta caracterización «constructiva» es corroborada tanto por las dificultades recurrentes que tienen los niños para mantener al reino de la ficción apartado del resto de sus vidas, como por los problemas que le plantea incluso a los adultos más experimentados la suspensión deliberada de su incredulidad. El carácter constructivo de la imaginación literaria también se ve confirmado por datos procedentes de una población totalmente distinta. Actualmente contamos con numerosas pruebas de que, como consecuencia de una lesión cerebral en el hemisferio derecho, los individuos pierden la capacidad (laboriosamente construida durante la infancia) de respetar las convenciones del dominio de la ficción. Al igual que los preescolares, no logran captar las normas implícitas en determinado guión o relato: intervienen y se inmiscuyen ellos mismos a voluntad y contradicen las premisas del cuento. En su comportamiento con materiales narrativos ponen de manifiesto su imposibilidad de comprender el hecho de que un dominio separado de la experiencia ha sido construido, con sus propios principios y fronteras. En otras poblaciones patológicas —por ejemplo, los alcohólicos que sufren del mal de Korsakoff— se observa una serie de síntomas distintos: incapacidad de dejar de confabular, tendencia inveterada a crear narraciones; es como si se diera luz verde a la «facultad de fabular». Si continuamos estudiando el desarrollo natural de la imaginación literaria en la actividad lúdica y narrativa de los niños, sin duda aprendemos algo más respecto de nuestro enigma inicial: el grado en que es válido considerar a] niño pequeño como a un genio creativo o bien como a un individuo inmaduro que ignora esta actividad y que, en consecuencia, no merece el título de imaginador Literario. Con todo, hay un misterio fundamental que probablemente no sea aclarado. Independientemente de su estilo individual o su medio cultural, a casi todos los niños les resulta natural y placentero jugar con arena, personificar ladrones y policías, embarcarse en juegos verbales, escuchar las historias que les cuentan los padres o que aparecen por televisión. Estos aspectos de la imaginación literaria parecen universales. Pero una cosa muy distinta es determinar quiénes, entre los millones de chicos que realizan estas actividades, se sentirán de algún modo impulsados, más adelante en su vida, a volver a crear mundos nuevos, a inventar reinos ficticios que resulten atractivos y convincentes a otras personas, como en el pasado lo fueron los mundos de un Charles Dickens, un Marcel Proust o un William Faulkner. Todos podemos inventar nuestro propio cuento y muchos podemos incluso llevar al papel la historia de nuestra vida, pero muy pocos tendemos a crear mundos nuevos que tengan poder de convicción para otros y para nosotros mismos. Los rasgos que distinguen a Faulkner o a Dickens del resto de nosotros se encuentran en algún punto del desarrollo individual de cada niño. Pero cuál es exactamente ese punto, así como si es posible fomentar el desarrollo de esos rasgos en los individuos, son interrogantes que hasta ahora han escapado al análisis científico.