El nacimiento de la imaginación literaria

Bebés que experimentan con los sonidos de lenguaje, niñitos que montados a un palo saltan por toda la habitación como si cabalgaran en un veloz corcel, chicos que construyen castillos rodeados de fosos en la arena, preescolares que lanzan misiles a Marte, escolares que se disfrazan de monstruos terribles o de encantadoras princesas: estas son las materias primas de la imaginación infantil, los mundos que inventan los niños pequeños. Nadie que haya estado en contacto con chicos discutiría la existencia de estos fenómenos (y de muchos otros que se podrían agregar a la lista), pero estos juegos infantiles prueban ser no menos difíciles de explicar que de justificar. Quizá por este motivo, esas actividades histriónicas e imaginativas de los niños han intrigado a médicos, artistas, psicólogos, maestros y, en igual medida, a progenitores y pares. Con todo, es muy poco lo que sabemos acerca de la índole de estas actividades imaginativas tempranas: de las razones de su existencia y, lo que es igualmente misterioso, del motivo por el cual se manifiestan plenamente en algunos chicos mientras que se diluyen en tantos otros.

Se pueden distinguir dos puntos de vista contrarios respecto de la imaginación del niño: Un grupo de autores la encuentra disfrutable, entusiasmante y hasta irresistible. Por ejemplo, el escritor ruso de libros infantiles, Kornei Chukovsky, habla de un período de «genialidad» infantil en el lenguaje, durante el cual todo niño pequeño es un poeta talentoso. El educador neoyorkino Richard Lewis colecciona poemas que recitan o escriben los chicos y los presenta al mundo como ejemplos infantiles de arte. Y muchos estudiosos del comportamiento infantil sostienen que el niño obtiene un profundo sustento de su contacto con obras de imaginación literaria, tales como los cuentos de hadas. En efecto, una autoridad en la materia, nada menos que el psicoanalista Bruno Bettelheim, afirma en su libro The Uses of Enchantment que los niños aprecian los cuentos de hadas en un nivel muy profundo, si bien inconsciente. Según este autor, dichos cuentos son de inestimable valor en los momentos en que los chicos enfrentan conflictos fundamentales en sus vidas. Pero también se pueden escuchar voces más escépticas que cuestionan: ¿Cómo es posible atribuir al niño poderes imaginativos si todavía no tiene un sentido bien articulado de la realidad? Por cierto, se puede ver a los niños como criaturas investigadoras, como experimentadores juguetones, pero no como poseedores de auténticas imaginaciones creativas. Porque, alegan estos críticos, la actividad imaginativa presupone el control, la intención deliberada y la capacidad de seleccionar entre distintas alternativas; y son precisamente estas «funciones ejecutivas» las que el niño pequeño no tiene ni puede tener. Desde este punto de vista, es más acertado considerar a las actividades aparentemente imaginativas de los chicos como meros accidentes afortunados. Quienes sostienen este criterio sin duda aplaudirían la respuesta que dio Piaget cuando se le preguntó si el niño, al jugar, es consciente de estar funcionando sólo en el nivel de la simulación. Piaget comentó sagazmente, que al niño jamás se le ocurriría hacerse esa pregunta. Un modo de reemplazar estas especulaciones por datos comprobados radica en observar específicamente el desarrollo natural de la imaginación literaria infantil, en adoptar la óptica del especialista en el estudio del carácter y en obtener una historia natural de lo que los niños hacen, dicen y piensan en la esfera de la imaginación literaria. En este ensayo buscaremos pruebas pertinentes en los primeros juegos figurados del niño con objetos domésticos, juguetes y personas. Observaremos esa decisiva transición por la que la imaginación pasa a ser cada vez más inherente a las palabras que a las acciones, mientras escuchamos a escondidas los primeros intentos del niño de contar una historia. Contemplaremos con admiración el gradual florecimiento de la narrativa que se produce aproximadamente al comenzar la etapa escolar. Y, por último, verificaremos si las aptitudes literarias de los niños se reflejan en su comprensión de obras literarias procedentes de la comunidad en la que viven. Mediante este análisis, podremos tener una perspectiva más clara con respecto al dilema de si se debe considerar que la imaginación está presente desde la primera etapa del desarrollo humano, o si constituye una etapa superior de éste; veremos si la imaginación podría considerarse una «diferencia individual» que caracteriza a algunos niños más que a otros. Sin duda, encontraremos algo de verdad en cada una de estas caracterizaciones. Pero en última instancia, es más productivo tratar a la imaginación como un factor de todas las fases del desarrollo, que adopta formas particulares en cada etapa del crecimiento intelectual y afectivo del niño pero que se toma frágil en ciertos puntos claves de la vida infantil. Nuestra primera clase de datos proviene de los juegos que practican los niños durante su segundo año de vida. En esta época, el chico comienza a imitar las acciones simples de los adultos; por ejemplo, va detrás de la madre mientras ella barre la casa, o la acompaña a la cocina cuando prepara la cena. Los niños comienzan por representar el papel de «agente» cuando empujan la escoba o revuelven la sopa. Pero muy pronto pueden usar otros implementos, tales como muñecas, ya sea como receptores de sus acciones, como cuando le sirven la cena a la muñeca, o bien como agentes por derecho propio, como sucede cuando tratan a la muñeca como si fuera la madre, una maestra o el propio niño. Este tipo de proceder, en niños que todavía usan pañales, resulta realmente encantador. No es de extrañar que muchos adultos confieran ya a estas actividades el título de juego imaginativo. Pero un examen imparcial revela que estas primeras representaciones son simples, prosaicas y en extremo realistas. El chico está desempeñando nuestras actividades lo mejor que puede, tal como las observa, con escasa ampliación o modificación, y mucho menos con inventiva. El juego de ir a tomar el té se desarrolla del mismo modo estereotipado cada vez, al igual que las escenas del doctor y la enfermera, o la de hacer dormir al bebé. Lo que tenemos es una imitación selectiva, y no imaginación creativa. Esto no significa negar el asombroso poder de construcción que implican dichas actividades. A diferencia de los animales, y de los bebés durante el primer año de vida, el niño de dos años sin duda ha ingresado en el dominio de la actividad simbólica. Ya no ejecuta una acción (como por ejemplo la de alimentarse) sólo con fines prácticos, sino que puede emplear otros objetos o elementos, incluido él mismo, para representar diferentes roles, producir diversas acciones y obtener distintas consecuencias. Puede comer simbólicamente, usando gestos simulados y alimentos imaginarios. Lo que es más, estas actuaciones simbólicas no parecen tener otra finalidad que el mero placer que le produce la actividad de representar. No hay ningún motivo ulterior, a menos que se quieran contar el de conocer mejor al mundo y el de comunicarse con éste con mayor eficacia. Demás está decir que la adquisición de la actividad simbólica constituye un logro enorme: en cierto sentido, es el salto imaginativo más grande de todos. A partir de ella se construirán todas las formas de juego posteriores, incluyendo la de la imaginación literaria. Sin embargo, sería erróneo caracterizar a esta actividad como imaginativa en el sentido habitual del término, pues sólo implica la representación y reiteración de esquemas o guiones elementales. Pero muy pronto los juegos del niño comienzan a apartarse cada vez más de la realidad terrena. Este proceso se observa con claridad en el juego del chico con objetos físicos. Sólo en un primer momento se limita el niño a jugar con materiales que se asemejan mucho a los objetos reales usados por sus mayores. Como lo señaló Greta Fein, de la Universidad de Maryland, en poco tiempo los chicos se vuelven capaces de aceptar una amplia gama de substitutos de dichos objetos, que se desvían según pautas previsibles de las meras réplicas. Fein distingue cuatro hitos simbólicos, o transformaciones, que ocurren durante el segundo y el tercer año de vida. Por la primera de estas transformaciones, el chico adquiere la capacidad de la descontextualización: puede imitar una secuencia de acciones en un contexto diferente de aquel en que habitualmente tiene lugar dicha secuencia. Por ejemplo, su actividad de barrer la casa ya no sucede exclusivamente a la hora en que la madre se dedica a la limpieza, sino que el niño puede arrastrar una escoba de juguete, o algún subtítulo apropiado, en cualquier momento en que detecte (o deposite) alguna mota de polvo imaginario. La segunda transformación implica la substitución de objetos. Alrededor de los dos años y medio o los tres años, los chicos adquieren la capacidad de utilizar una amplia gama de objetos, o bloques de madera, para representar otro objeto que esté ausente; por ejemplo, un palo, un lápiz o cualquier otro objeto alargado le servirán igualmente bien como escoba. Y unos seis meses más tarde, podrá usar objetos que no guarden ninguna semejanza física aparente con el elemento que representan (un camioncito como escoba, por ejemplo), o incluso objetos puramente imaginarios. También se producen transformaciones respecto de los actores individuales. A través de las transformaciones de sí mismo y otros, el niño adquiere en primer término la capacidad de utilizar objetos realistas (por ejemplo, muñecas) para representar el rol de agente. Pronto puede usar como agente un objeto no realista: el bloque de madera se puede convertir tanto en la muñeca que alimenta como en la que es alimentada. Y así, alrededor de los tres o cuatro años el chico puede emplear casi cualquier elemento para simbolizar casi cualquier agente o receptor en casi cualquier situación. Esto nos lleva a la última transformación, la de la simbolización colectiva. En este caso, un conjunto de objetos puede representar elementos diferentes. El único requisito previo es que todos los participantes en el juego comprendan las substituciones, los roles y los temas en cuestión, y se pongan de acuerdo en cuanto a las disposiciones necesarias. Tendremos así una serie de objetos -o un grupo de niños— que representarán a los miembros de una familia mientras preparan una comida, hacen un viaje o se reconcilian tras una disputa. Hemos recorrido un largo trecho desde la época en que el bebé hacía como que tomaba leche en brazos de la madre. A esta convincente secuencia del desarrollo debemos agregarle una «diferencia individual» igualmente instructiva. Según lo documentaron recientemente Dennie Wolf y Sharon Grollman, en el Proyecto Cero, los niños pequeños manifiestan reveladoras diferencias en cuanto al grado en que están dispuestos a aceptar diversos substitutos de los objetos con que juegan. Algunos chicos, considerados «dependientes de los objetos», prestan suma atención a los atributos físicos de los objetos e insisten en tenerlos continuamente a su alcance durante el juego. Si quieren representar un pastel, usarán un objeto redondo; si desean lanzar un cohete espacial, buscarán un elemento alargado. Otros niños han sido catalogados como «independientes de los objetos». Estos chicos no tienen inconvenientes, desde muy temprano, en utilizar prácticamente cualquier objeto para representar lo que quieren sugerir, y conceden escasa importancia a las semejanzas físicas. Lo que es más significativo es que suelen limitarse a emplear el objeto como punto de partida, y luego proceden a conferirle una serie de significados o a dejarlo totalmente de lado, mientras continúan creando entidades en su mente. A la luz de nuestro análisis anterior, esta aparente «diferencia individual» puede parecer una «diferencia cripto-evolutiva». Quizá los niños «independientes de los objetos» sean simplemente más inteligentes; quizá lo que sucede es que han superado la etapa en que los objetos deben asemejarse a sus referentes y han pasado a otra posterior, en que los substitutos se aceptan sin reparos. Wolf y Grollman confrontaron esta hipótesis con los datos que habían obtenido y no la encontraron satisfactoria. Es cierto que al aumentar de edad todos los niños tienden a aceptar de mejor grado diversos tipos de objetos como substitutos de determinados referentes. Sin embargo, durante toda la primera infancia continúan manifestándose diferencias entre los chicos en cuanto a su relativa disposición a pasar por alto las propiedades físicas visibles de los objetos. Ya sea que se observe a niños de un año en sus primeras formas de juego simbólico, o a chicos de cuatro con sus complejas secuencias de juego, es previsible encontrar un grupo relativamente dependiente de la existencia y los rasgos físicos de los objetos, y otro grupo al que tienen relativamente sin cuidado estos objetos. Es muy posible que los adultos de nuestra sociedad se inclinen a considerar «verdaderamente imaginativos» a los chicos capaces de pasar por alto las dimensiones físicas de los objetos. Pero este juicio depende de la óptica de quien lo emite, pues si se examina la complejidad estructural de las secuencias de juego de uno y otro grupo se comprueba que en este aspecto los niños dependientes y los independientes de los objetos no se distinguen entre sí. Hay otro aspecto de este juego temprano de representaciones que debe destacarse. Si bien los chicos entran y salen con facilidad de la situación del juego, y pasan rápidamente de un tema a otro, no son totalmente inconscientes de lo que están haciendo. Si un adulto insiste en tomarse demasiado en serio la simulación – por ejemplo, fingiendo comer un alimento imaginario, o quedándose tendido en el suelo tras recibir un supuesto balazo-, el niño puede llegar a sentirse muy molesto. Es evidente, al menos en un nivel, que el niño respeta las diferencias entre el juego y la realidad. Mientras que la imaginación se desarrolla con gran rapidez durante la infancia, la actividad en que ella se manifiesta sufre un cambio revelador y decisivo durante el tercero o el cuarto año de vida. A comienzos de este período la imaginación se concreta casi exclusivamente en el juego de representaciones con objetos y con otros individuos. Los niños necesitan contar con estos «elementos de utilería» del mundo real como punto de apoyo de sus fantasías. Hacia el cuarto año, en cambio, gran parte de la «acción» del juego es recogida por el lenguaje. En efecto, en la actividad imaginativa de los niños de cuatro y cinco años, es el lenguaje narrativo el que predomina, y no los objetos ni las personas. Así es que la imaginación pasa a ser, textualmente, imaginación literaria, convirtiéndose las palabras en las protagonistas de las secuencias imaginarias, en las entidades encargadas de que sucedan cosas. El pasaje de la acción lúdica al juego lingüístico va acompañado de otro proceso igualmente fundamental: el descubrimiento y la realización de las estructuras narrativas. Las primeras secuencias de juego de los niños no son más que eso: conjuntos de acciones que pueden (o no) sucederse una a otra en la vida cotidiana, pero que en ningún caso constituyen una narración o una historia. Lo que está ausente en estas secuencias es el aspecto esencial del cuento: la característica que lo identifica, o sea, alguna clase de problema o conflicto que enfrenta el protagonista y que a su debido momento encuentra algún tipo de resolución, preferentemente satisfactoria. Tal reconocimiento de los conflictos y las resoluciones narrativos constituye el núcleo de la ficción, al menos en Occidente. Relatar una historia no es tarea fácil. El niño debe «controlar» uno o más personajes en trance de enfrentar y abordar algún problema cardinal. En el Proyecto Cero, los investigadores Dennie Wolf, Shelley Rubin, George Scarlett y Sharon Grollman trataron de descubrir y rastrear este proceso mediante el procedimiento de plantear a los niños el esquema de un problema narrativo y observar cómo ellos intentaban resolverlo, primero con acciones y palabras y luego recurriendo cada vez más al uso exclusivo de palabras. Por ejemplo, en un problema típico una niñita ha sido atrapada por un feroz león, del que quiere escapar. Los chicos de tres años captan la importancia de este tipo de problemas y la necesidad de encontrarles solución. Pero a esta edad, los niños no cuentan con el suficiente dominio de los recursos narrativos como para resolver el problema dentro de los límites propios del relato (como sería, por ejemplo, proponer que el león cambiara de sentimientos). En consecuencia, tienden a apelar a soluciones del tipo deus ex machina. Al verse ante la niña atrapada por el león, el chico de tres años se limitará a alzarla y llevarla lejos de la fiera, declarando que «ahora está a salvo». Otro niño de la misma edad, o un poco mayor, que se apoye más en el uso exclusivo de palabras, expresará esta solución en un nivel puramente verbal; dirá, simplemente: «La niña se fue a casa. Ya está a salvo». La formidable tarea que enfrenta el chico es la de reconocer que, en efecto, la niña debe ser rescatada, pero que únicamente algunas soluciones son aceptables dentro de un relato. Sólo a principios de la edad escolar llega a darse cuenta de que tiene el poder de derrotar al león transformándolo en una criatura diferente o confiriendo nuevos poderes a la niña, si bien esos poderes deberán ser coherentes con los demás aspectos implícitos en este relato en particular. En un principio, la frontera entre el mundo ficticio y el real es sumamente (y excesivamente) permeable. El chico de tres años no muestra reparos en invadir sin más trámite la zona del problema con acciones o palabras y proponer una solución sobre esta base. En una etapa intermedia, el niño se da cuenta de que lo mejor sería solucionar el problema dentro del marco de la historia, pero no sabe bien cómo hacerlo, por lo que tiende a inventar resoluciones poco convincentes: formula la idea del cambio de sentimientos por parte del león, o la de la adquisición de nuevos poderes por parte de la niña, pero no es capaz de otorgarles la suficiente motivación. Sólo en la etapa escolar tiene el niño bastante dominio de los recursos narrativos como para poder resolver en forma adecuada el problema implícito en el cuento. Sólo entonces podrá tomar en cuenta los verdaderos poderes y limitaciones de los personajes principales y de la situación en que ellos se encuentran. El impulso de expresar la solución con palabras, en vez de gestos o acciones sobre objetos, acarrea toda una ristra de problemas adicionales. A falta de materiales y gestos, que son más accesibles (y menos abstractos), el niño debe elegir palabras que capten el significado que quiere transmitir, que resulten apropiadas para cada uno de los personajes, que ejerzan el efecto deseado sobre los demás personajes y que logren una comunicación eficaz con los auditores. Estos cometidos distan mucho de ser fáciles de cumplir. Para complicar aún más las cosas, el niño debe respetar las normas que rigen lo que está permitido en una narración verbal: ¿cuándo hay que decir: «dijo él»? ¿cómo se dice «mientras tanto»? ¿cómo se hace para que la voz del narrador se diferencie de la del protagonista? Gran parte del problema, y por lo tanto del desarrollo, de la competencia narrativa en los años preescolares entraña el conocimiento de lo que se puede y lo que no se puede decir con palabras, y de cómo hacer cosas con las palabras: cómo describir personajes; cómo relatar secuencias de actividades; cómo plantear un problema; cómo anticipar lo que va a suceder y describir lo que ha sucedido; cómo manejar los diálogos, la narración, el conocimiento del auditorio, y demás. Lo menos que podemos decir es que se trata de una tarea tremenda, que los investigadores apenas estamos aprendiendo a describir, y que falta mucho para que podamos explicarla satisfactoriamente. Para desempeñarse en este terreno, el niño cuenta con la gran ayuda que le brinda su conocimiento, recién adquirido, de determinados géneros literarios. En lugar de limitarse a tratar las actividades comunes de la vida cotidiana, el chico es ahora capaz de extraer ciertos esquemas, o modelos convencionales, del reino de la narrativa. Está el modelo del monstruo, por ejemplo, en el que una víctima es perseguida tenazmente por un monstruo despiadado (aunque a veces grotesco); o el argumento del cuento de hadas, en que intervienen fuerzas sobrenaturales para convertir a un personaje hasta entonces desdichado en un ser que ha de vivir felizmente por toda la eternidad. El conocimiento de estos marcos de referencia es una enorme ayuda para el chico, pues le permite contar con fórmulas para resolver toda una serie de problemas. Claro está que dominar el género lleva tiempo, y que aprender a aplicarlo oportunamente significa una nueva dificultad para el niño. En cierta medida, el chico que está asimilando estos géneros se asemeja al niño mucho menor que imita a la madre: suele repetir frases aprendidas de memoria («y vivieron felices por los siglos de los siglos» o «te venceré») sin comprenderlas del todo. Pero también efectúa simplificaciones y distorsiones muy reveladoras. Así es que cuando un chico no logra dar una motivación adecuada a la nueva libertad que ha concedido a algún personaje aprisionado, sabemos que estamos ante un caso de insensibilidad al cambio de rol. Y si el niño permite que el monstruo extermine a sus víctimas, en lugar de hacer que reciba el castigo merecido, habremos detectado una incapacidad de movilizar recursos. Algunas veces, las mismas dificultades que tiene el niño para respetar el límite de la ficción o para adaptar un marco narrativo contribuyen a realzar el encanto de las actividades imaginativas infantiles. Después de todo, si la versión fuera perfecta apenas llamaría la atención. Pero cuando el niño, librado a sus propios recursos, confunde el argumento del monstruo con el del cuento de hadas (y hace que el monstruo viva feliz por los siglos de los siglos) o adopta una solución física cuando correspondería una psicológica (haciendo que el príncipe termine volviéndose más alto, en lugar de más feliz), puede llegar a producir un cuento más novedoso y así parecerá ser más imaginativo a juicio de quienes estamos en busca de encanto y originalidad. Sin embargo, resulta claro que no es lo mismo llegar a este tipo de solución arbitraria cuando en realidad se está intentando formular la adecuada, que proponerla a propósito, para lograr determinado efecto. Así como el niño va captando cada vez más los problemas «nucleares» de la narración, también su conocimiento de la estructura narrativa experimenta un importante avance. A los dos años, o a los dos y medio, el chico no puede manejar más que un único episodio: un agente ejecuta una sola acción, como por ejemplo, la enfermera le da una inyección a un paciente. El niño de tres años ya puede enlazar un par de episodios, por lo general en el orden correcto.

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