EL NIÑO ES EL PADRE DE LA METÁFORA

En colaboración con Ellen Winner No hace mucho, uno de nosotros estaba conduciendo un Seder, que es la cena ritual judía para conmemorar la huida del pueblo hebreo de Egipto. Al relatar a un grupo de niños, reunidos alrededor de la mesa, los acontecimientos que culminaron en el Éxodo, contó que tras una de las plagas el corazón del faraón se había vuelto duro como la piedra. Notando cierta expresión de perplejidad en los rostros de varios de los chicos, el narrador asumió por un momento su rol de psicólogo del desarrollo y preguntó a los niños qué les parecía que quena decir eso. Un chiquito de cinco años respondió de inmediato que Dios había descendido y «transformó en una piedra el corazón del faraón». Otro niño de la misma edad declaró que no había sido Dios sino una bruja quien había convertido el corazón en una piedra. Un chico de seis años discrepó con estas dos interpretaciones «mágicas», sosteniendo que los corazones no pueden ser transformados en piedra, y que en realidad «el faraón debe haber vivido en un castillo hecho de piedras muy duras». «No me parece», manifestó su hermana de ocho años. «Creo que quiere decir que el faraón tenía músculos muy fuertes, que eran duros como una roca». A su debido tiempo, un adulto señaló que era el carácter del faraón lo que había cambiado, no su corazón o sus músculos. Algunos de los chicos de ocho y nueve años parecieron entender. Pero era evidente que la figura retórica por la cual el proceso psicológico de tornarse inflexible se describe en términos de la petrificación física, no resultaba clara para los niños. Por otra parte, éstos demostraron tener una enorme inventiva para elaborar sus propias interpretaciones de esa figura retórica y para resistirse a admitir los tipos de explicación que los adultos proponen en forma casi automática. En nuestros estudios, descubrimos que esos errores de interpretación constituyen un fenómeno general. Siguiendo una línea de investigación iniciada en 1960 por el psicólogo social Solomon Asch, entrevistamos a varios cientos de niños de diferentes edades y clases sociales, para pedirles que interpretaran figuras retóricas de este tipo. Pese a la variación observada en cuanto a contenido y forma de expresión, encontramos una pauta sorprendentemente regular. Consideremos lo que sucede cuando se presenta a los niños una metáfora basada en la misma relación que vimos en la referencia bíblica al faraón: Tras muchos años de trabajar en la prisión, el carcelero se había tornado una dura roca, a la que nada podía conmover. Aquí se establece un vínculo entre el universo físico (las rocas) y el universo de los rasgos psicológicos (la persistente falta de sentimientos). Para encontrarle el sentido a la oración, es necesario percibir la similitud entre la inflexibilidad física y la psicológica. Pero esta capacidad está lejos del alcance de los niños más pequeños, que tienden a proponer explicaciones mágicas para este tipo de metáforas. Cuando se les pide que expliquen una afirmación literalmente imposible, se limitan a mencionar algún poder superior como «principal causante», diciendo, por ejemplo, que vino un rey y convirtió al carcelero en una roca. Lo más frecuente, sin embargo, en los niños de entre cinco y siete años, es resolver el problema por vía de alterar la relación entre los dos términos de la metáfora. En lugar de equiparar los dos elementos, cosa que para ellos no tiene sentido, los asocian (por ejemplo, dicen que el carcelero se pasaba el día apilando rocas muy duras). A veces, los chicos de esa edad se dan cuenta de que la afirmación no se puede interpretar literalmente, y que también es incorrecto alterar la relación entre los dos términos, pasando de la de «igualación» (carcelero-es-roca) a la de asociación (carcelero-actúa-sobre-rocas). Así es que tratan de encontrar algún modo en que una persona podría ser como una roca. Pero debido a que no son capaces de comprender cómo podría una roca dura guardar alguna semejanza con una condición psicológica, explican la figura retórica en términos físicos, diciendo, por ejemplo, que el carcelero tenía músculos muy duros. Aunque los chicos de cinco a siete años poseen el vocabulario requerido para referirse a estados psicológicos, evitan todo entrecruzamiento de los dominios físico y psicológico. Sólo a mediados de la etapa escolar, entre los ocho y los nueve años de edad, comienzan a percibir los niños que se está hablando de un proceso psicológico. A esta altura, ya han dado un salto decisivo: reconocen la intención básica detrás de la figura retórica. Pero sus paráfrasis pueden seguir siendo incorrectas, porque no captan cuál es la dimensión psicológica en cuestión. Y así es como nos dicen que el carcelero está enojado, que es estúpido o que es muy exigente, descripciones éstas que conservan la connotación intencionalmente negativa de la metáfora, pero que no aciertan en cuanto a la exacta condición psicológica de que se trata. Sólo al aproximarse a la adolescencia pueden los chicos brindar una explicación coherente y acertada de los faraones y carceleros con corazón de piedra. Estas constataciones indican que es muy posible que los niños no comprendan el verdadero sentido de gran parte de la prosa y la poesía con que toman contacto. Al parecer, hemos encontrado en el dominio del lenguaje metafórico o poético otra progresión más del desarrollo: el mismo tipo de serie ordenada de etapas que Jean Piaget descubrió en muchas esferas del desarrollo mental y que Erik Erikson detectó en el campo de la personalidad. No es una novedad que el desempeño de los niños ante una tarea artística mejora con la edad. Lo que hace tan fascinante el estudio del lenguje metafórico, sin embargo, es que cuando se observan las clases de metáforas que producen los niños resulta evidente que éstas no van mejorando con la edad. En efecto, el examen atento de las figuras retóricas producidas por niños muy pequeños -esas frases que fluyen «de boca del bebé»— revela que ellas suelen contener una asombrosa inventiva. No es preciso buscar demasiado para descubrir metáforas tempranas que deleitan al oído adulto. Todo padre, todo maestro y todo psicólogo que haya escuchado hablar a los niños puede proporcionar ejemplos al respecto. Una de las hijas de Piaget, a los tres años y medio, vio en la playa unas olas suaves que empujaban la arena hacia adelante y hacia atrás, formando pequeños surcos, y observó: «Es como el cabello de una niñita, cuando lo peinan». A los cuatro años y medio, la misma chiquita comparó una ramita quebrada con «una máquina de cargar nafta». Kornei Chukovsky, un escritor de cuentos ruso, recopiló cientos de metáforas infantiles espontáneas de este tipo. Un chico describió a un hombre calvo diciendo que tenía la cabeza «descalza»; otro, al ver por primera vez un elefante, expresó: «Esto no es un elefante, es una máscara antigás». Chukovsky llamó a la etapa que va de los dos a los cinco años el período de la genialidad lingüística. En el curso de nuestro propio trabajo, escuchamos a un niño de dos años llamarle «choclo» a un bate de béisbol de plástico amarillo, y a otro de tres años denominar «sombrero de vaquero» a una papa frita doblada al medio, y «chupetín» a un cartel redondo de tránsito, de colores blanco y rojo. Los estudios efectuados por el psicólogo Richard Billow muestran que los preescolares son especialmente propensos a producir figuras retóricas imaginativas. Después de los seis años, aproximadamente, ese empleo novedoso de las palabras parece declinar en el habla espontánea. Debemos detenernos a advertir, sin embargo, que esas figuras retóricas no incluyen comparaciones de todos los tipos. Casi todas las metáforas tempranas se basan en la semejanza física entre distintos elementos, y no en algún vínculo conceptual, expresivo o psicológico. Pero las metáforas a menudo son tan llamativas y novedosas como las creadas por adultos, incluyendo a los poetas de talento. Nos encontramos así ante una paradoja que merece ser examinada con más atención. Cuando sólo se pide a los niños que interpreten o parafraseen metáforas, su desempeño al principio es mediocre y va mejorando gradualmente a medida que aumentan de edad. Pero cuando se observan sus propias pautas verbales, el cuadro que se descubre es prácticamente el opuesto. Es en los primeros años de vida en los que se encuentran las más llamativas figuras retóricas; y es durante los mismos años en que mejora su capacidad de comprender las metáforas de otras personas cuando la producción espontánea de los niños parece declinar. Recientemente, hemos procurado profundizar en esta paradoja para determinar si es más aparente que real. En nuestras investigaciones, examinamos con sumo cuidado lo que dicen los chicos y lo que aparentemente quieren significar cuando lo dicen. Pero la recopilación de datos, por sí sola, no basta para responder el interrogante de la significación de las primeras metáforas infantiles. Para poder evaluar la significación de una comparación efectuada por un niño, es necesario haber determinado antes qué es una metáfora —y qué no lo es—, y cuáles criterios se han de aplicar para dictaminar si el niño ha creado o no una metáfora. La metáfora como figura retórica ha interesado e intrigado a muchos pensadores durante cientos de años. Aristóteles consideraba que la metáfora era señal de genialidad, y que el individuo capaz de establecer asociaciones inusuales tenía dotes especiales. De esa antigua tradición ha surgido una definición práctica de la metáfora: la capacidad de percibir una semejanza entre elementos procedentes de dos dominios o esferas de la experiencia distintos, y de vincularlos entre sí en forma Lingüística. No se trata de juntar dos elementos distintos cualesquiera. Cuando el poeta T. S. Eliot comparó el anochecer extendido contra el cielo con «un paciente eterizado sobre la camilla», creó una poderosa metáfora por vía de vincular dos elementos totalmente diferentes. Pero sí hubiera escrito que las estrellas en el cielo eran como el paciente anestesiado, la metáfora habría fracasado. Sólo en el primer caso existe un fundamento convincente para vincular momentáneamente a los dos términos; en el segundo ejemplo, no se puede detectar ninguna semejanza notoria entre ambos elementos. ¿Cuándo, entonces, consideramos que un niño ha producido una metáfora? Si el chico traspasa los límites de un dominio sin darse cuenta, no tiene sentido atribuirle el mérito de haber creado una metáfora. Del mismo modo, si un niño de tres años realiza una pintura que nos parece artísticamente agradable, debemos preguntarnos si esa obra fue un accidente afortunado (pero irrepetible) o una creación intencional. Supongamos que el chico que dijo que el hombre calvo tenía la cabeza «descalza» creyera que «descalza» sólo quería decir «descubierta», o que el que llamó «choclo» al bate de béisbol pensara que la palabra «choclo» era aplicable por igual a todos los objetos cilindricos. En esos casos, no podríamos decir, legítimamente, que los chicos crearon metáforas. Si, en cambio, el niño tuviera aproximadamente la misma idea del significado de «descalza» y «choclo» que tiene el adulto, y sobre todo si conociera las palabras literalmente apropiadas («calvo» y «bate») pero eligiera no usarlas, entonces tendría sentido hablar de la verdadera creación de una metáfora. Con este planteo, no buscamos negar, ni siquiera minimizar, las diferencias entre la capacidad metafórica del niño y la del adulto. Porque equiparar un bate de béisbol amarillo con el choclo, una papa frita con el sombrero de un vaquero, o la cabeza y la trompa del elefante con una máscara antigás, no representa el nivel más elevado de la creación metafórica. Shakespeare comparó su amor con un día estival, y con ello enriqueció nuestras concepciones de ambos fenómenos; las metáforas de los chicos se limitan a las comparaciones físicas y consisten simplemente en atribuir nuevos nombres a determinados objetos físicos. Pero si la esencia de la metáfora radica en darle a una cosa el nombre de otra, las expresiones de los niños ciertamente cumplen el requisito. Sin embargo, subsiste el interrogante fundamental: esas instancias de denominación no convencional, ¿son meros errores disfrazados de metáforas, o representan traspasos intencionales de ciertas fronteras? Un modo de abordar este interrogante consiste en examinar con mucho detenimiento las palabras, frases y acciones producidas por los niños pequeños mientras hablan o juegan en forma espontánea. Es un procedimiento lento, que requiere que se graben las conversaciones de los chicos durante un período de días, meses y hasta años. Afortunadamente para nosotros, el psicolingüista Roger Brown realizó la tarea de recopilar muestras de habla espontánea (recogidas durante un período de tres años, a intervalos de dos semanas) producida por tres niños de entre dos y cinco años. Examinamos las grabaciones correspondientes a un varon-cito llamado Adán, para comprobar si podríamos encontrar verdaderos ejemplos de creación de metáforas. El problema que se nos planteaba al realizar este análisis era el de evitar atribuir a Adán haber creado metáforas cuando se trataba de denominaciones que sólo eran extensiones o usos incorrectos de palabras, y al mismo tiempo reconocer los casos en que había elaborado metáforas auténticas. En consecuencia, cuando Adán, mirando la fotografía de un tren, dijo que el quitapiedras de la parte delantera de la locomotora era una «escoba para barrer», consideramos que no había creado una metáfora porque no teníamos pruebas de que conociera la palabra «quitapiedras»; era muy posible que el niño creyera que el nombre » escoba para barrer» fuera Literalmente correcto. Pero cuando Adán le llamó «manzana» a un globo rojo, sí le otorgamos el mérito de haber formulado una metáfora, porque anteriormente había empleado correctamente la palabra «globo». Del mismo modo, cuando Adán sostuvo un lápiz en la mano como si fuera un choclo y fingió comerlo, llamándolo «choclo», también consideramos que estábamos ante una metáfora, pues el chico había usado lápices en la forma apropiada antes y porque la nueva denominación iba acompañada de un gesto no literal. Nuestro estudio arrojó resultados sorprendentemente claros y sistemáticos. Entre los dos y los cinco años de edad, Adán produjo 185 frases que catalogamos como metáforas auténticas. Casi todas ellas eran nuevas denominaciones para objetos comunes de su medio. Las semejanzas que motivaron los nuevos nombres no derivaban, al principio, tan sólo de los objetos por sí mismos, sino que eran construidas a partir de la acción simulada del juego simbólico, como en el ejemplo del «choclo» antes mencionado. Así, Adán introdujo un lápiz en la ranura del manubrio de un carrito y dijo que estaba «echando al correo» una carta; metió el pie en un cesto de papeles y lo llamó «bota»; y poniéndose un yo-yo en el mentón, pidió que admiráramos su «barba». Si bien estas metáforas pueden estar basadas en las propiedades perceptibles de los objetos, su aspecto crítico es que la transformación se produce tanto en el nivel verbal como en el gestual. De hecho, la palabra hablada muchas veces parece limitarse a acompañar el gesto simbólico. Estas metáforas basadas en la acción declinaron marcadamente, cediendo su lugar a una clase diferente de metáfora, que se basaba únicamente en las propiedades físicas de los objetos. Por ejemplo, Adán comparó una rueda con la letra «Q», y el cabello de su madre con un «bosque obscuro». Para la época en que cumplió cuatro años, el tipo de metáfora predominante en el habla de Adán ya no se nutría de la transformación gestual de un objeto sino que se sostenía sin apoyo de ninguna acción. Pero a todas las edades consideradas, las metáforas de Adán se fundaban ya fuera en el modo de manipular un objeto, en la forma de éste o en ambos factores. Ni una sola de sus metáforas fue conceptual o expresiva; nunca se le escuchó decir que un lápiz roto estuviera «triste», «enojado» o «derrotado». A partir del registro del habla de Adán, resulta evidente que al menos un niño es perfectamente capaz de producir metáforas y de exhibir procesos de pensamiento metafóricos. Pero el estudio de un solo chico constituye una base de información demasiado riesgosa como para efectuar generalizaciones sobre la creación temprana de metáforas. Por lo tanto, y en la esperanza de corroborar nuestras constataciones iniciales, emprendimos dos tareas adicionales. Lo primero que hicimos fue examinar las transcripciones del habla de otros dos chicos durante sus juegos espontáneos, efectuados a lo largo de un período similar. Estos dos niños también produjeron frecuentes metáforas, pero manifestaron una notoria diferencia en cuanto al tipo de éstas. Mientras que casi todas las metáforas producidas por uno de ellos se fundaban en gestos, las del otro estaban basadas en similitudes perceptibles, en gran medida independientes de todo apoyo gestual. Esta constatación sugiere que los dos tipos diferentes de metaforas que se encuentran en el lenguaje temprano pueden ser resultado de diferencias individuales (ya sea de capacidad o de inclinación) más que producto de una determinada etapa del desarrollo mental. Además, tenemos motivos para creer que las pautas diferentes para elaborar metáforas pueden reflejar modos radicalmente distintos de procesar información. Es posible que los niños que basan sus metáforas en semejanzas visuales enfoquen sus experiencias principalmente en términos de las cualidades físicas de los objetos. Por su parte, los que fundan sus metáforas en secuencias de acción pueden tener un enfoque del mundo basado en el modo en que se desenvuelven los acontecimientos a través del tiempo. Creemos que esta diferencia puede prolongarse a la edad adulta, dando origen a distintos estilos de crear y apreciar formas artísticas. Aún nos quedaban unos cuantos interrogantes por responder. Nos preguntábamos, por ejemplo, si aparecerían nuevas diferencias al emplear un conjunto más numeroso de sujetos, representativos de una gama de edades rnás amplia. ¿Pueden los niños producir metáforas cuando no están jugando o cuando no se les permite tocar ningún objeto? ¿Son más factibles las denominaciones metafóricas en el caso de objetos con funciones convencionalmente definidas y nombres claros (tazas, lápices) o en el de aquellos con funciones más flexibles y nombres más vagos (bloques de madera, formas recortadas en papel)? En este último caso, con este tipo de objetos «abstractos», la metáfora del niño no tiene que contradecir funciones establecidas, por lo que la atribución de un nombre nuevo puede resultar más fácil. A efectos de buscar respuesta a estos interrogantes, llevamos a cabo, en colaboración con nuestra colega Margaret McCarthy, un estudio transversal y a gran escala con niños preescolares. En lugar de considerar el habla espontánea de los chicos durante sus juegos, les aplicamos a todos ellos el mismo test, de modo de poder comparar los resultados obtenidos. Puesto que es imposible pedirle simplemente a un chico que produzca una metáfora, confeccionamos un juego con títeres en el que el niño y el experimentador se turnaban para dar nombres «supuestos» a una serie de objetos tales como un pisapapas o una flor artificial. En ciertas ocasiones se permitió a los setenta y siete niños participantes manipular los objetos. En otras oportunidades se les hizo observar al experimentador mientras empleaba el objeto de un modo que sugería una identidad supuesta —usando una taza como un sombrero, por ejemplo- pero no se les permitió tocarlo, o bien se les pidió que dieran nuevos nombres a objetos estáticos. En general, este estudio a gran escala corroboró los resultados de nuestros estudios longitudinales más intensivos. La mayoría de los niños de tres años y casi todos los de cuatro y cinco años tuvieron pocas dificultades para encontrar metáforas apropiadas para los objetos. Una vez más, sus metáforas se basaban primordialmeiite en el aspecto exterior, en especial en la forma, de los objetos. A los más pequeños les resultó un poco más fácil la prueba en la que el experimentador manipulaba los objetos, pero en general todos los chicos mostraron una asombrosa aptitud para producir denominaciones metafóricas (y para seleccionar las correctas en los tests de opciones múltiples) aun en los casos en que debían hacerlo sin ninguna ayuda del experimentador. Al igual que en los estudios anteriores, las metáforas producidas por los niños mostraron ciertas limitaciones. Las denominaciones metafóricas casi nunca explotaban las posibilidades psicológicas o expresivas, sino que en ellas siempre predominaban las cualidades físicas del objeto en cuestión. Pero cuando se aplicó el mismo test a niños en edad escolar y a adultos, éstos también se centraron en lo físico. Aunque no se encontró una marcada propensión a la metáfora entre los niños de más edad y los adultos —en realidad, la competencia de nivel adulto en esta actividad parece alcanzarse en la infancia— tampoco descubrimos que se produjera ninguna disminución con la edad. Esto nos sorprendió, pues en estudios anteriores se habían manifestado fuertes indicios de la presencia de una etapa literal a mediados de la infancia: una época durante los primeros años escolares en que los niños producen pocas metáforas propias y en que parecen molestarlos y provocarles un activo rechazo las figuras retóricas ajenas. Nuestra opinión es que existe, efectivamente, una declinación en la incidencia espontánea de la metáfora durante la etapa escolar. Esta declinación puede deberse a dos factores: en primer lugar, una vez que el niño ha llegado a dominar un vocabulario básico, se ve menos presionado a forzar los recursos del lenguaje para expresar significados nuevos; en segundo lugar, su tendencia general a la conformidad y a la conducta guiada por normas hace que el niño se resista a violar esas fronteras entre categorías que acaba de construir. Esta visión literal del lenguaje nos recuerda el fuerte deseo, por parte de los chicos de ese grupo de edad, de producir dibujos altamente realistas, así como su desprecio por las obras de arte abstractas. Sin embargo, parecen conservar su potencialidad de producir metáforas corno parte de un juego, o como parte de las reglas. ¿Qué panorama de la competencia metafórica de los niños surge de estos estudios? Por un lado, parece que la producción y la comprensión de metáforas reflejan distintas corrientes del desarrollo. Los datos obtenidos indican que, en el caso de la producción, la metáfora constituye una capacidad básica. Se la puede detectar en el juego y en el habla del preescolar, e incluso puede declinar un tanto con el advenimiento de la conducta convencionalizada y gobernada por reglas. Al mismo tiempo, tenemos pruebas de que la comprensión se va desarrollando lentamente en el transcurso de la infancia, de que a comienzos del período escolar el niño siente incertidumbre respecto del significado de ciertas figuras retóricas simples, y de que sólo en los años de la preadolescencia llegan los chicos a tener una comprensión cabal de la atmósfera. En esta esfera del desarrollo, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las demás, parecería que la producción aventaja a la comprensión. Pero un examen más detenido de nuestros datos sugiere un punto de vista más coherente de los orígenes del pensamiento metafórico. Al parecer, la diferencia entre los distintos grupos de edad deriva menos del tipo de capacidad metafórica que de la clase de metáfora de que se trate. Los preescolares no sólo son capaces de producir metáforas basadas en fundamentos físicos, sino que también demuestran estar comenzando a comprender las metáforas de este tipo, por ejemplo cuando se les pide que elijan la metáfora correcta de un grupo de opciones. Para los niños, la principal dificultad radica en abordar metáforas basadas más en lo psíquico que en lo físico. Sabemos que a los chicos les cuesta mucho hablar o pensar acerca de propiedades emocionales o psicológicas. Lo que es más, aun cuando son capaces de describir rasgos psicológicos en términos literales, igualmente les resulta difícil introducir lo físico en el dominio psicológico. Así es que resulta lógico que la competencia metafórica que requiere esta aptitud normalmente no surja antes de la preadolescencia. A medida que proseguimos nuestras investigaciones sobre el lenguaje figurado, nos vamos convenciendo cada vez más de la importancia que tienen los procesos metafóricos en la vida del individuo. Podemos detectar metáforas en las primeras formas de aprendizaje, por las que el niño busca los aspectos en común de objetos o situaciones que sabe son diferentes, y luego procede a actuar de un modo similar respecto de elementos comparables. También encontramos metáforas en los puntos más altos de la creatividad, cuando alguien articula una teoría científica o describe un sutil estado de ánimo. Ambas situaciones suponen la percepción de una semejanza entre elementos (así como la conciencia de que esos elementos pertenecen a dominios distintos), lo que constituye la marca distintiva de todo pensamiento metafórico genuino. Y vemos en forma reiterada el importante papel que cumplen el pensamiento metafórico y los ejemplos metafóricos en el empeño del docente por transmitir un concepto nuevo a sus alumnos. Se podría realizar un esfuerzo educativo tendiente a desarrollar las aptitudes metafóricas que comienzan a manifestarse a edad temprana. Por ejemplo, los padres de escolares literalmente orientados, podrían tratar de emplear con mayor frecuencia figuras retóricas al referirse a temas de interés para el niño, como al describir jugadores de béisbol, naves espaciales o programas de televisión, O los maestros, al trabajar con chicos a quienes les resulta difícil producir metáforas expresivas, podrían suministrarles ciertos marcos lingüísticos estimulantes, como por ejemplo, cláusulas para completar del tipo: «El traje de vivos colores era tan alegre como…» La urgencia de implementar una enseñanza especial de la metáfora se nos hizo dramáticamente evidente cuando tropezamos con una nueva «traducción» de las obras de Shakespeare, preparada especialmente para estudiantes de la escuela secundaria. Entre las reformulaciones incluidas en esta «Serie de textos paralelos de Shakespeare» se cuentan las siguientes: Original Traducción Detente y revélate Quédate quieto y dime quién eres Prestadme oídos Escuchadme Mañana, y mañana, y mañana Mañana sigue a mañana y es seguida por mañana El móvil de esta versión resulta evidente. Los docentes temen que sus alumnos no comprendan el lenguaje figurado, por lo cual, antes que renunciar por entero a enseñar las obras de Shakespeare, han procurado darles más claridad, aun al precio de la pobreza expresiva. Y en esto nuestros estudios resultan bastante oportunos. Si, como hemos mostrado, los estudiantes de esta edad tienen el potencial necesario para abordar metáforas complejas, no hay ninguna necesidad de reescribir las obras de Shakespeare. Pero en vista de que el clamor por estas capacidades básicas continúa elevándose, parece que ya es tiempo de que la retórica, como materia, regrese a las aulas.