EL OTRO EN LÉVINAS: El Otro como infinito

EL OTRO EN LÉVINAS: Una salida a la encrucijada sujeto–objeto y su pertinencia en las ciencias sociales
(Juan Carlos Aguirre García – Luis Guillermo Jaramillo Echeverri)

IV. El Otro como infinito
Los apartados precedentes han permitido acercarnos a algunas tesis de Lévinas que, en
la medida en que cuestionan la totalidad caracterizan el concepto de Infinito, permitiendo
que la experiencia adquiera un nuevo estatus y que el Otro desborde toda tematización. Sin
embargo, aún falta por examinar en la propuesta levinasiana, el modo de acceso al Otro y,
si es posible, su comprensión.
En primer lugar, es preciso resaltar que Otro, para Lévinas, no es algo que se da a
nuestra conciencia y en ella quede atrapado; si en algo es enfático el autor es en proclamar
que la relación del Otro al Mismo no se da en términos de identidad, como diciendo A = A,
o como románticamente lo expresan los defensores de los Derechos Humanos: “todos
somos iguales”. Para Lévinas “el Otro es el Otro. El Otro en tanto que otro, tal y como se
expresó antes, se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento —glorioso
abatimiento—; tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano y, a la vez,
del señor llamado a investir y a justificar mi libertad” (Lévinas, 1977, p. 262).
En segundo lugar, brota de la misma cita mencionada una consideración preponderante:
la relación con el Otro no puede vivirse en el anonimato; exige que tanto yo como el Otro
nos enfrentemos existencialmente, más allá de un tercero, que lo único que haría sería
abarcarnos como espectador y, en esa medida, sólo daría fe de nuestro encuentro, hasta no
verse implicado él mismo en la experiencia originaria de ese encuentro.
De lo anterior aparece como conclusión que, al ser la relación Yo–Otro un encuentro
que se testifica en la experiencia, no hay posibilidad de abstraer a ninguno de los
participantes; por el contrario, la relación original es constatada en el cara-a-cara mismo
que la constituye. Ateniéndonos a los anteriores enunciados, este apartado final reflexionará
sobre la importancia del Rostro en el encuentro con el Otro, el saber que de la epifanía del
Rostro brota la modificación que del discurso debe hacerse en tanto revaluación del
lenguaje.
4.1 El Otro, la mirada, la luz
Hay múltiples imágenes que nos arroban (aunque cada vez estén pasando más
inadvertidas): el mar que supera los alcances de nuestros ojos, la tarde que muere abrigada
con variados y extraños colores, el verde intenso de los prados en las mañanas despejadas…
Estos espectáculos han ido transitando por nuestra mirada con tanta frecuencia que se nos
han vuelto ordinarios y, en esa medida, ni siquiera les dedicamos un segundo de
admiración.
De igual forma, pasan frente a nosotros cantidades de rostros de todos los tonos, formas
y expresiones; se ofrecen a nuestra mirada e, igualmente, nuestra actitud natural ha hecho
que pierdan toda novedad, no importando si es un compañero de trabajo, alguien que nos
presta un servicio e, incluso, los seres que más amamos. Los rostros se han vuelto tan
habituales como los demás seres (por no decir “objetos”) que conforman nuestro cuadro
perceptivo. Es precisamente esto lo que ha permitido totalizar aquello que se presenta a los
sentidos; volverlo objeto de estudio; incluso lo humano.
La pregunta muy puntual de Lévinas es: “¿en qué señala la epifanía como rostro, una
relación diferente de aquella que caracteriza a toda nuestra experiencia sensible?” (Ibíd.,
p. 201). Como en las preguntas complejas, ésta encierra un supuesto: el rostro del Otro
exige una mirada distinta de aquella con la cual se mira el árbol, la casa o el pájaro que se
desplaza en el firmamento. En la sola pregunta que lanza Lévinas se encierra toda su
postura vital.
Lo primero que señala Lévinas, como buen fenomenólogo, es que nuestra conciencia
está volcada hacia los objetos que se muestran a la conciencia. ¿Círculo vicioso? No,
intencionalidad: “nos encontramos siempre ante las cosas, el color es siempre extensión y
objetivo, color de un vestido, de una hierba, de una pared, el sonido es ruido del coche que
pasa, o voz del hombre que habla” (Ibíd.). A tal sensibilidad, Lévinas agrega un elemento
nuevo: el “gozo”. Este concepto le sirve para diferenciar la objetivación, con la que
generalmente se mira al mundo, de aquello que corresponde a una mirada afectiva: “la
sensación recobra una «realidad» cuando se ve en ella, no el correlato subjetivo de
cualidades objetivas, sino un gozo «anterior» a la cristalización de la conciencia” (Ibíd., p.
202). Por ende, sólo en la mirada afectiva se nos manifiesta gozoso el ser del otro.
Aunque creamos que en la visión sólo dos elementos entran en juego: ojo y cosa,
Lévinas agrega otro elemento recurrido de la poesía platónica: la luz. No podríamos ver el
objeto a secas; lo que vemos es al objeto en la luz. Lo más curioso es que al mirar el objeto,
no miramos la luz; ésta aparece como el espacio vacío donde los objetos se dan. Sin
embargo, la luz no es una “nada”; aun en el vacío, en la ausencia de todo objeto particular,
hay el vacío mismo. La luz a la que aquí se refiere Lévinas es aquella que otorga una
significación; en otras palabras, la visión se abre en una perspectiva y, de esa manera, se
vuelve horizonte. Así pues, la luz condiciona las relaciones entre datos. No puede
pretenderse, entonces, ver de frente y totalmente los objetos, pues éstos sólo se dan
lateralmente al Mismo. Cuando se olvida el hay (espacio iluminado que asegura la
condición de la significación de las cosas en el Mismo), la visión se satisface en lo finito en
desmedro de lo infinito.
Si retornamos a la crítica que hace Lévinas de la totalidad, tenemos a ésta como la
mirada que se da a la fachada de un monumental edificio. La perspectiva físico-matemática
no toma su sentido del horizonte en el que recibe los objetos, sino de etapas que parten de
lo sensible. Por tal motivo, las ciencias que brotan de esta perspectiva se centran sólo en la
forma del edificio, a sabiendas de que éste guarda en su interior un silencio. Tal metáfora
lleva a comprender que la alteridad no se da en la forma, porque si “bajo la forma, las
cosas se ocultan” (Ibíd., p. 206), cuanto más el Otro, en su infinitud, trasciende toda
fachada.
En conclusión, nuestra relación con el Otro no se da de un modo abstracto sino que nos
compromete existencialmente; nuestra mirada hacia el Otro exige estar en un plano
trascendente, donde la sensibilidad no sea la determinante, sino donde el Otro se muestre a
la mirada pero no se revele en ella, donde su Rostro no nos deja indiferentes.
4.2 Rostro y palabra: la manifestación del infinito
Tal y como terminó el párrafo anterior, podríamos empezar reafirmando lo dicho: “el
rostro está presente en su negación a ser contenido” (Ibíd., p. 207). La postura de Lévinas
es muy radical: podría suponerse que al Otro no lo reconozco como Otro, en tanto
singularidad, aunque me sería lícito englobarlo por pertenecer a la misma comunidad de
género que el Mismo; pero no. La alteridad del Otro, si quiere conservarse como tal, debe
darse en la trascendencia, que no es más que la visión del Otro como infinitamente
extranjero (4).
El rostro del Otro juega en todos los casos un papel preponderante en el acercamiento.
Por un lado, está el rostro que me exige una mirada distinta, más cercana a la
contemplación; por otro lado, en el rostro aparece, se manifiesta, se expone el Otro. El
concepto que utiliza Lévinas para nominar este desnudarse es: “epifanía” (5).
Podría sospechar alguien que, si bien el Otro se expone, ¿no se corre el riesgo de ser
visto por nuestros ojos?; en otras palabras, ¿podemos ver del Otro algo más allá de lo que
nuestros ojos ponen en él? Ha quedado confirmado a lo largo de los distintos fracasos de las
ciencias objetivas, que la supuesta neutralidad teórica fue una ilusión. N. R. Hanson,
Filósofo de la Ciencia, por ejemplo, sostiene que: “los receptores de señales ópticas, no
importa lo sensibles y exactos que sean, no pueden proporcionar todo lo que se necesita
para observar la resistencia eléctrica. Se presupone también un conocimiento: la
observación científica es, por tanto, una actividad «cargada de teoría»” (Hanson, 1977,
p.13). En tal caso, ¿es posible ver al otro como infinitamente Otro?
Una salida no extraña a la filosofía podría servirnos para romper esta aporía solipsista
(en el sentido de que no vería al Otro sino que el otro sería un reflejo del Mismo); se
trataría simplemente de decir: “tenemos que situarnos en un plano distinto, en el plano de la
trascendencia”. Pero, ¿acaso no está cansada la sociedad de tantas elucubraciones? El
camino elegido por Lévinas, si bien exige situarnos en el campo de lo trascendente,
involucra un elemento que sirve de puente entre éste y lo inmanente: el lenguaje.
El lenguaje es lo único que permite establecer la diferencia absoluta; o sea, en el
lenguaje el Otro puede manifestarse como infinitamente Otro. ¿Cómo caracteriza Lévinas
el lenguaje? En primer lugar, “el lenguaje es una relación entre términos separados”; en
segundo lugar, aunque la palabra del Otro aparezca frente a mí como tema, su presencia no
se reabsorbe en su jerarquía de tema; en tercer lugar, al no poderse tematizar al Otro en su
discurso, el Otro “surge inevitablemente detrás de lo dicho”; finalmente, palabra no
significa necesariamente ruido: “la palabra se pronuncia aun en el silencio” (Lévinas, op.
cit, p. 208).
De la concepción del Otro en tanto manifestado en el Rostro y el lenguaje pueden
extraerse importantes reflexiones:
a. El rostro impele a una respuesta, nos cuestiona, exige no pasar inadvertido.
Si bien la palabra que sale del Otro permite la relación con el Mismo, ésta no queda
englobada en la esfera del Mismo; la presencia del Otro desborda cualquier afán
tematizador: instaura su jerarquía de infinito.
b. Pero, de inmediato, esta relación Yo–Otro, generada en la visión del rostro,
sólo es posible desplegarla en su autenticidad sobre un terreno ético. En cuanto infinito,
el “rostro se niega a la posesión, a mis poderes” (Ibíd., p. 211). El primer movimiento
que surge de ver al otro es el interés por descifrarlo; por tanto, el reconocer al Otro
como no-tematizable, no es una debilidad; es, por el contrario, un desafío a nuestro
poder. Frente a este desafío, el Yo puede pensar en la aniquilación del otro, “El Otro es
el único ser al que yo puedo querer matar” (Ibíd., p. 212).
En esta instancia definitiva, cuando el cañón apunta al Rostro, éste, en medio de su
“desnudez y miseria”, grita la imposibilidad del acto y “me opone no una fuerza mayor
—una energía evaluable y que se presenta a la conciencia como si fuese parte de un
todo— sino la trascendencia misma de su ser con relación a este todo; no un
superlativo de poder, sino precisamente lo infinito de la trascendencia” (Ibíd.). En este
contexto, toda violencia fracasa pues ni en el homicidio podemos dominar al Otro: la
tortura desgarra, pero el rostro débil hace entender al verdugo que, más allá del dolor,
ha triunfado en su absoluta Trascendencia.
c. Finito e infinito no se oponen como si fueran polos de una relación: “Lo
infinito supone lo finito que amplifica infinitamente” (Ibíd., p. 209). Las viejas disputas
sobre el objeto o el sujeto de la ciencia —en especial de las ciencias sociales— tienden
a romperse mediante el “recibimiento del rostro”. El Otro, en la epifanía del rostro, nos
señala la idea de lo Infinito; nuestro pensamiento, atado a lo finito, es desbordado en su
capacidad. No es que Yo y Otro se opongan y, en la contradicción, surja una síntesis.
En la relación, el Yo aprende del Otro sin ser contrariado, por lo que el recibimiento se
da en la socialización.
Lo anterior nos ha permitido mostrar, tangencialmente, cómo en Lévinas el término
Infinito no se convierte en un pretexto ideológico para defender la inagotable existencia de
una entidad; por el contrario, es un esfuerzo honesto por situarlo en el ser de carne y hueso,
con un rostro que demanda una respuesta, una voz que no se agota en lo dicho y una
responsabilidad en la acogida. Queda finalmente reflexionar sobre si, en estas condiciones,
es posible un conocimiento del Otro o, por el contrario, estamos condenados a la
incertidumbre. De la respuesta de este interrogante dependerá la adopción de distintas
posturas epistémicas en las ciencias sociales.
4.3 Rostro y significación
Para Lévinas, la expresión del rostro del Otro se distancia de aquellas manifestaciones
cuyo interés es presentarse a una conciencia que tendría como fin unir los términos “entre
sí para establecer, a través de la distancia, las partes adyacentes en una totalidad, en la
que los términos que se confrontan reciben ya su sentido de la situación creada por su
comunidad, la cual, a su vez, debe la suya a los términos reunidos” (Ibíd. p. 215). A este
tipo de práctica la denomina “círculo de la comprensión” y, agrega, no es el acontecimiento
original de la lógica del ser.
¿Cómo sustenta Lévinas este planteamiento? En primer lugar, el hecho de recurrir al
rostro precisamente excluye la necesidad de un rostro que debe interpretarse. La expresión
del rostro da testimonio de sí mismo y, a su vez, valida este testimonio. La inteligibilidad
no depende, entonces, de quien acoge el rostro; el rostro en su epifanía da el inicio, el
principado, la soberanía real “que manda incondicionalmente”. Más aún, si no se diera la
expresión, el lenguaje quedaría reducido a un análisis mental, a un juego de conceptos que
carecería de solidez, de su fuente originaria. Si se entiende el lenguaje como cambio de
ideas sobre el mundo, como lugar que alberga las vicisitudes de la sinceridad y la mentira,
puede entenderse cómo éste sólo es posible cuando “la palabra renuncia precisamente a
esa función de acto y entonces vuelve a su esencia de expresión” (Ibíd. p. 215).
En segundo lugar, Lévinas deja claro que si bien el lenguaje nos permite un más allá de
la apariencia, éste no nos da la interioridad del otro. Sería iluso pensar que a través del
diálogo podemos aprehender la infinitud de una persona; si así fuera, el Otro no tendría
opción de mentir; sin embargo, precisamente, la mendacidad es posible porque la libertad
del Otro se conserva en el lenguaje. Pero, y esto es lo valioso del encuentro con el rostro, la
“mentira y veracidad suponen ya la autenticidad absoluta del rostro, hecho privilegiado de
la presentación del ser extraño a la alternativa de la verdad y no-verdad, que desbarata la
ambigüedad de lo verdadero y lo falso” (Ibíd.). En este contexto, la epifanía del rostro es
una “palabra de honor” que bloquea toda sospecha en tanto que todo signo verbal está
puesto en un lugar privilegiado, allí donde alguien significa algo a algún otro.
En tercer lugar, se ha dejado de lado —cuando no aparentemente recriminado— la
participación del Mismo en el encuentro. Nada menos alejado del pensamiento de Lévinas
que una aniquilación del Mismo en la relación; nadie más contundente que él en propender
por la identidad tranquila del Mismo, la cual implica llenura, libertad, independencia. No es
que el Otro violente al Mismo, no es que para contemplar su infinitud el Mismo tenga que
negarse, como si el Otro se situara en un plano de autoridad o como si fuese un ser
sobrenatural al que habría que subyugarse. En la relación, el Otro “permanece al nivel de
quien lo recibe, sigue siendo terrestre. Esta presentación es la no-violencia por excelencia,
porque, en lugar de herir mi libertad, la llama a la responsabilidad y la instaura” (Ibíd. p.
216).
Los tres argumentos planteados permiten concluir que, a diferencia de lo que
tradicionalmente se cree: “que el signo nos lleva a la significación”, es la significación la
que hace posible todo signo. Significación aquí no está tomada en sentido lejano, es ni más
ni menos que el cara-a-cara, el encuentro original. En la relación cara-a-cara no hay que
buscar un sentido, pues “el sentido es el rostro del otro y todo recurso a la palabra se
coloca ya en el interior del cara-a-cara original del lenguaje” (Ibíd., p. 220). Ya no es la
subjetividad trascendental la que tiene el privilegio de constituir el sentido del Otro, pues al
ser Infinito le queda imposible. De lo que se trata entonces es de romper con su hegemonía
totalizadora, descentrarla, abrir la posibilidad de fundar estructuras partiendo de la
sociedad, de “la humanidad en los ojos que me miran” (Ibíd., p. 222). La razón única,
fuerte y neutra, queda iluminada, y en esa luz retrocede para dar paso al pluralismo como
condición esencial de la razón.
Pero no podemos terminar este último apartado sin dar respuesta al interrogante con el
que finalizó el anterior: la cuestión de la posibilidad de un acercamiento al Otro. Frente al
idealismo de la totalidad, Lévinas asegura que el Otro no puede plantearse nunca como un
concepto. Bastante ha insistido en que el Otro se manifiesta en el rostro que enuncia la
exterioridad inviolable. Todo idealismo, toda conceptualización del Otro no es más que
universalizarlo, volverlo algo tan abstracto que se pierda en él todo rasgo diverso. El
idealismo, por tanto, elimina el lenguaje en la medida en que los interlocutores renuncian a
su unicidad, no al desearse uno al otro, sino al desear lo universal:
“El lenguaje equivaldría a la constitución de instituciones razonables en las cuales
lleva a ser objetiva y efectiva una razón impersonal que ya se abre en las personas
que habla y sostiene ya su efectiva realidad: cada ser se coloca aparte de todos los
demás, pero la voluntad de cada uno o la ipseidad, consiste, desde el comienzo, en
querer lo universal o lo razonable, es decir, en negar su particularidad misma”
(Lévinas, p. 230).
¿Estamos, pues, destinados a considerar al Otro en las vías meramente especulativas? El
planteamiento de Lévinas, si bien desenmascara el idealismo, no deja el terreno abonado
para todo tipo de palabrería. Pocas líneas más allá afirma que “la protesta contra la
identificación de la voluntad en la razón no se complace en lo arbitrario” (Ibíd. p. 231); en
otras palabras, no basta una negación del sistema y la razón, como si hubiera que recibir al
Otro en una actitud diferente a la que somos en tanto hombres. La alteridad tiene la certeza
de la excedencia que, aunque lleva a cabo la infinitud de lo infinito, testimonia que previa a
toda polarización está originariamente una subjetividad volcada a los otros; si la
subjetividad se establece como ser separado en relación con otro absolutamente Otro, es en
el rostro donde encuentra toda significación y donde se da el surgir mismo de la
racionalidad.
El pensamiento de Lévinas es una protesta frente a aquellos afanes idealizadores, ya que no pueden servir como patrones ontológicos a la vida, al devenir, al Deseo, a la sociedad.
La vida del Otro no se puede agotar en la categoría del ser ontológico; es, como lo dirá
magistralmente en una obra posterior, titulada De otro modo que ser, o más allá de la
esencia6; es decir, una superación de todo reduccionismo. La epifanía del rostro, el
encuentro cara-a-cara, no son ningún escándalo para la razón; por el contrario, son los actos
originarios de toda razón, aquellos que legitiman el lenguaje y, en ese sentido, los
significantes primarios de todo conocimiento, en especial, del conocimiento de lo humano.

Notas:
4- Para comprender mejor el concepto que Lévinas maneja de extranjero, presentamos in extenso la siguiente cita: “Lo absolutamente Otro es el Otro. No se enumera conmigo. La colectividad en la que digo ‘tú’ o ‘nosotros’ no es un plural del ‘yo’. Yo, tú, no son aquí individuos de un concepto común. Ni la posesión, ni la unidad del número, ni la unidad del concepto, me incorporan al Otro. Ausencia de patria común que hace del Otro el extranjero; el extranjero que perturba el «en nuestra casa». Pero extranjero quiere decir también libre. Sobre él no puedo poder. Escapa a mi aprehensión es un aspecto esencial, aún si dispongo de él. No está de lleno en mi lugar” (p. 63)
5- Este término podría entenderse, atendiendo a su etimología, a la presentificación del Otro como “manifestación”. El término ha adquirido matices sagrados; por lo que la “epifanía” Lévinasiana podría definirse como la revelación del Otro, entendido este como dotado de “santidad” o absoluta separación.

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Notas:
6- Obra posterior a Totalidad e Infinito donde se aborda principalmente las temáticas del lenguaje, la sensibilidad, la sustitución y la subjetividad.