El segundo sueño

El segundo sueño

 

Pocas semanas después del primer sueño sobrevino el segundo, con cuya solución terminó el
análisis. No se lo puede hacer tan trasparente como al primero. No obstante, aportó una
deseada corroboración a una hipótesis que necesariamente habíamos debido formular acerca
del estado anímico de la paciente, llenó una laguna de su memoria y permitió obtener una
profunda visión de la génesis de otro de sus síntomas.
Contó Dora: Ando paseando por una ciudad a la que no conozco, veo calles y plazas que me
son extrañas. Después llego a una casa donde yo vivo, voy a mi habitación y
hallo una carta de mi mamá tirada ahí. Escribe que, puesto que yo me he ido de casa sin
conocimiento de los padres, ella no quiso escribirme que papá ha enfermado. «Ahora ha
muerto, y si tú quieres, puedes venir». Entonces me encamino hacia la estación ferroviaria
[Bahnhof] y pregunto unas cien veces: «¿Dónde está la estación?». Todas las veces recibo
esta respuesta: «Cinco minutos». Veo después frente a mí un bosque denso; penetro en él, y
ahí pregunto a un hombre a quien encuentro. Me dice: «Todavía dos horas y media». Me pide que lo deje acompañarme. Lo rechazo, y marcho sola. Veo frente a mí la
estación y no puedo alcanzarla. Ahí me sobreviene el sentimiento de angustia usual cuando uno
en el sueño no puede seguir adelante. Después yo estoy en casa; entretanto tengo que haber
viajado, pero no sé nada de eso. . . . Me llego a la portería y pregunto al portero por nuestra
vivienda. La muchacha de servicio me abre y responde: «La mamá y los otros ya están en el
cementerio {Friedhof }».
La interpretación de este sueño no avanzó sin tropiezos. A raíz de las peculiares circunstancias
en las cuales interrumpimos el análisis -circunstancias enlazadas con su contenido-, no todo
quedó aclarado. A ello se debe, por otra parte, que no haya conservado en mi recuerdo con
igual seguridad en todos los puntos el orden en que se hicieron los descubrimientos. Empezaré
por mencionar el tema que sometíamos a análisis cuando vino a mezclarse el sueño. Desde
hacía algún tiempo, la propia Dora planteaba preguntas acerca de la conexión de sus acciones
con los motivos que podían conjeturarse. Una de esas preguntas era: «¿Por qué durante los
primeros días que sucedieron a la escena del lago no dije nada acerca de ella?». La segunda:
«¿Por qué se lo conté repentinamente a mis padres?». Yo consideraba que todavía no se había
explicado en absoluto qué la había llevado a sentirse tan gravemente afrentada por el cortejo del
señor K., tanto más cuanto que empezaba a ver que para el señor K. el cortejo a Dora no había
sido un frívolo intento de seducción. En cuanto al hecho de que pusiera a sus padres en
conocimiento de lo sucedido, yo lo explicitaba como una acción que ya se encontraba bajo la
influencia de una manía patológica de venganza. Una muchacha normal, pensaba yo, habría
resuelto por sí sola unos asuntos de esa clase.
Por tanto, expondré el material que acudió para el análisis de este sueño en el orden bastante
entreverado que se ofrece a mí reproducción.
Ella deambula sola por una ciudad extraña, ve calles y plazas.Aseguró que no era B., en la que
yo había pensado primero, sino una ciudad en la que nunca había estado. Proseguí, como era
natural: «Usted puede haber visto cuadros o fotografías de las que tomó las imágenes del
sueño». Tras esta observación sobrevino el agregado del monumento en la plaza, e
inmediatamente después el conocimiento de su origen. Para Navidad(96) le habían enviado un
álbum con postales de una ciudad alemana de descanso, y justamente ayer lo había buscado
para mostrárselo a unos parientes que estaban de visita en su casa. Estaba en una cajita de
postales que no aparecía, y preguntó a su mamá: «¿Dónde está la cajita?». Una de las
imágenes mostraba una plaza con un monumento. Ahora bien, el remitente era un joven
ingeniero a quien Dora había conocido una vez de pasada en la ciudad fabril. El joven había
aceptado un puesto en Alemania para independizarse más rápido; aprovechaba cuanta
oportunidad se le ofrecía para que Dora mantuviese vivo su recuerdo, y era fácil colegir que se
proponía en su momento, cuando su posición mejorase, aparecérsele con un requerimiento
amoroso. Pero todavía no era tiempo, había que esperar.
El deambular por una ciudad extraña estaba sobredeterminado. Llevó a una de las ocasiones
diurnas. Para las fiestas había recibido la visita de un primito a quien debió mostrar la ciudad de
Viena. Esta ocasión diurna era, claro está, indiferente en grado sumo. Pero el primo le trajo a la
memoria una breve estadía en Dresde. Esa vez deambuló como extranjera, pero desde luego
no dejó de visitar la famosa galería. Otro primo que estaba con ellos y conocía Dresde quiso
hacer de guía en la recorrida por la galería. Pero ella lo rechazó y fue sola, deteniéndose ante
las imágenes que le gustaban. Permaneció dos horas frente a la Sixtina, en una ensoñación
calma y admirada. Cuando se le preguntó qué le había gustado tanto en el cuadro, no supo
responder nada claro. Al final dijo: «La Madonna».
De cualquier manera, es indudable que estas ocurrencias pertenecen realmente al material
formador del sueño. Incluyen componentes que reencontramos sin cambios en el contenido del
sueño (ella lo rechaza y va sola; dos horas). Hago notar desde ahora que «imágenes»
corresponde a un punto nodal en la trama de los pensamientos oníricos (las imágenes del
álbum; las imágenes de Dresde). También destacaría para una ulterior pesquisa el tema de la
Madonna, de la madre virgen. Pero ante todo veo que en esta primera parte del sueño ella se
identifica con un joven. El deambula por el extranjero, se afana por alcanzar una meta, pero se
ve demorado, hace falta paciencia, hay que esperar. Si ella tenía en su mente al ingeniero, condeciría muy bien que esa meta fuera la posesión de una mujer, de su propia persona. En
vez de eso era una … estación ferroviaria, que por lo demás nos es lícito sustituir por una
cajita(99), según la correspondencia de la pregunta del sueño con la pregunta realmente
formulada. Una cajita y una mujer, eso ya se compadece mejor.
Pregunta unas cien veces. . . Esto lleva a otra ocasión del sueño, menos indiferente. Ayer a la
noche, tras la tertulia, el padre le pidió que le buscase coñac; no puede dormir si antes no ha
bebido coñac. Dora pidió a su madre la llave del bargueño, pero ella estaba enzarzada en una
conversación y no le dio respuesta alguna, hasta que Dora le espetó, con la exageración propia
de la impaciencia: «Te he preguntado ya cien veces dónde está la llave». En realidad, la
pregunta se había repetido, desde luego, sólo unas cinco veces.
«¿Dónde está la llave?» me parece el correspondiente masculino de la pregunta «¿Dónde está
la cajita?». Por tanto, son preguntas … por los genitales.
En la misma reunión familiar, alguien había brindado por el papá de Dora, haciendo votos por
que durante muchos años más, en buena salud, etc. Entretanto el padre dejaba ver un rictus de
fatiga, y ella había comprendido los pensamientos que él debió sofocar. ¡El pobre enfermo!
¡Quién podía saber cuántos años de vida le quedaban todavía!
Con ello hemos llegado al contenido de la carta que aparece en el sueño. El padre ha muerto,
ella se había ido arbitrariamente de la casa. A raíz de la carta del sueño, yo le recordé enseguida
la carta de despedida que había escrito a sus padres, o al menos se la había dejado a su
alcance. Esa carta estaba destinada a horrorizar al padre para que renunciase a la señora K., o
a vengarse de él si no era posible moverlo a que lo hiciese. Llegamos así al tema de la muerte
de ella y de la muerte de su padre (cementerio, más adelante en el sueño). ¿Nos equivocamos
si suponemos que la situación que constituye la fachada del sueño corresponde a una fantasía
de venganza contra el padre? Los pensamientos compasivos del día anterior armonizarían muy
bien con ello. Ahora bien, la fantasía rezaba: «Ella se iba de casa, al extranjero, y la cuita del
padre, la nostalgia que sentía por ella, le partió el corazón». Entonces estaría vengada. Ella
comprendía muy bien lo que le hacía falta al padre, quien ahora no podía dormir sin coñac.
Anotemos la manía de venganza como un nuevo elemento para una posterior síntesis de los
pensamientos oníricos.
Ahora bien, el contenido de la carta no podía menos que admitir una determinación más vasta.
¿De dónde venía la frase «Si tú quieres»? Acerca de ella se le ocurrió a Dora el agregado de
que tras la palabra «quieres» había colocado un signo de interrogación, y entonces la
individualizó también como cita de la carta de la señora K. que contenía la invitación a L. (el
paraje junto al lago). En esta, de manera muy llamativa, tras la intercalación «si tú quieres venir»
había un signo de interrogación en medio de la oración.
Esto nos llevaría de nuevo, entonces, a la escena junto al lago y a los enigmas que se anudaban
a ella. Le pedí que me la contara con detalle. Al principio no aportó muchas cosas nuevas. El
señor K. había comenzado un introito en alguna medida serio; pero ella no lo dejó terminar. Tan
pronto comprendió de qué se trataba, le dio una bofetada en el rostro y escapó. Yo quería saber
las palabras empleadas por él; ella sólo recuerda que alegó: «Usted sabe, no me importa nada
de mí mujer». En ese momento, para no toparse más con él, ella quiso regresar
a L. bordeando el lago a pie, y preguntó a un hombre a quien encontró qué distancia había. Ante
su respuesta «dos horas y media», abandonó ese propósito y volvió en busca de la
embarcación, que partió poco después. El señor K. estaba de nuevo ahí, se le acercó, le pidió
que lo disculpara y no contara nada de lo sucedido. Pero ella no le respondió. . . . justamente, el
bosque del sueño era en un todo parecido al bosque de la orilla del lago, en el que se había
desarrollado la escena que acababa de describirme. Y precisamente a ese mismo bosque
denso lo había visto ayer en un cuadro de la exposición secesionista. En el trasfondo de la
imagen se veían ninfas.
En ese momento una sospecha se me hizo certeza. Bahnhof {estación ferroviaria;
literalmente, «patio de vías»I y Friedhof {cementerio; literalmente, «patio de paz»], en lugar de
los genitales femeninos, eran algo bastante llamativo; pero habían aguzado mi atención
dirigiéndola a la palabra formada de modo similar «Vorhof» vestíbulo; literalmente, «patio
anterior»}, término anatómico para designar una determinada región de los genitales femeninos.
Aún podía tratarse de un exceso de ingenio. Cuando se agregaron las «ninfas» que se veían en
el trasfondo del «bosque denso», ya no cabían dudas. ¡Era una geografía sexual, simbólica!
Como lo saben los médicos, pero no los legos (aunque entre aquellos tampoco es muy
corriente), se llama «ninfas» a los labios menores que se hallan en el fondo del denso bosque
del vello pubiano. Pero si alguien usa nombres técnicos como «vestíbulo» y «ninfas», tiene que
haber extraído su conocimiento de los libros, y no por cierto de libros populares, sino de
manuales de anatomía o de una enciclopedia, el habitual refugio de los jóvenes devorados por la
curiosidad sexual. Entonces, :si esta interpretación era correcta, tras la primera situación del
sueño se oculta un fantasía de desfloración: un hombre se esfuerza por penetrar en los
genitales femeninos.
Comuniqué a Dora mis conclusiones, Tienen que haberle provocado una impresión rotunda,
pues enseguida emergió un pequeño fragmento olvidado del sueño: Ella se va tranquila(108) a
su habitación y ahí lee un gran libro que yace sobre su escritorio. El acento recae aquí sobre los
dos detalles: «tranquila», y «grande», referido al libro. Pregunté: «¿Tenía el formato de una
enciclopedia?». Ella dijo que sí. Ahora bien, los niños nunca leen tranquilos sobre materias
prohibidas en una enciclopedia. Lo hacen temblando de miedo, y avizoran con angustia para ver
si viene alguien. Los padres se interponen mucho en tales lecturas. Pero la fuerza cumplidora
de deseo había mejorado radicalmente en el sueño la molesta situación. El padre había muerto
y los otros ya habían viajado al cementerio. Ella podía leer tranquila lo que quisiese. ¿No querría
decir esto que una de sus razones para la venganza era también la sublevación contra la
coerción que le imponían los padres? Si el padre había muerto, ella podía leer o amar como
quisiese. Y bien; primero no quiso acordarse de haber leído alguna vez una enciclopedia;
después admitió que un recuerdo de esa clase emergía en ella, si bien su contenido era
inocente. En la época en que aquella tía suya a quien tanto quería estaba gravísima y ya se
había decidido el viaje de Dora a Viena, llegó una carta de otro tío, anunciando que ellos, por su
parte, no podían viajar a Viena, pues su hijo (vale decir, un primo de Dora) había contraído una
apendicitis peligrosa. Entonces Dora buscó en la enciclopedia para averiguar los síntomas de
una apendicitis. De lo que leyó, recuerda todavía el característico dolor localizado en el vientre.
Entonces recordé que poco después de la muerte de su tía, Dora había tenido en Viena una supuesta apendicitis. Hasta entonces yo no me había atrevido a incluir esa enfermedad entre
sus productos histéricos. Contó que los primeros días tuvo mucha fiebre y sintió en el bajo
vientre ese mismo dolor sobre el cual había leído en la enciclopedia. Le pusieron compresas
frías, pero ella no las soportaba; al segundo día le vinieron fuertes dolores, anunciadores del
período, que desde su enfermedad se había vuelto muy irregular. Por esa época había padecido
constantemente de obstrucción intestinal.
No parecía correcto concebir ese estado como puramente histérico. Es común, sin duda, que
se presente una fiebre histérica; pero parecía arbitrario atribuir la fiebre de esta dudosa
enfermedad a la histeria, y no a una causa orgánica, eficaz en ese momento. Yo estaba a punto
de abandonar esa pista, cuando ella misma vino en mi ayuda aportando el último agregado al
sueño: Con particular nitidez, ella se ve subir por la escalera.
Desde luego, pedí una determinación especial de ello. Dora objetó que no podía menos que
subir por la escalera si quería llegar a su vivienda, situada en un piso alto. Pude desechar
fácilmente esa objeción (que quizás ella no había hecho en serio) señalándole que si en el
sueño pudo viajar desde aquella ciudad extranjera hasta Viena omitiendo todo el viaje en
ferrocarril, también podría haber dejado de lado la subida de las escaleras. Siguió contando
entonces: Tras la apendicitis había tenido dificultades para caminar, pues arrastraba el pie
derecho. Así le ocurrió durante mucho tiempo, y por eso de buena gana evitaba las escaleras.
Todavía hoy el pie se le quedaba rezagado muchas veces. Los médicos a quienes consultó a
pedido de su padre se habían asombrado mucho ante esta insólita secuela de una apendicitis,
en particular por el hecho de que el dolor en el vientre no volvió a aparecer y en modo alguno
acompañaba al arrastrar del pie.
Era, entonces, un genuino síntoma histérico. Por más que la fiebre obedeciera en ese momento
a una causa orgánica -acaso uno de los tan frecuentes procesos de influenza sin localización
particular-, quedaba demostrado que la neurosis se había apropiado del ataque para usarlo
como una de sus manifestaciones. Por tanto, ella se había procurado una enfermedad sobre la
cual había leído en la enciclopedia, y se había castigado por esa lectura; pero debió reconocer
que el castigo no pudo referirse en absoluto a la lectura de ese artículo inocente, sino que se
produjo por un desplazamiento, después que a esa lectura siguió otra, más culpable, que hoy
se ocultaba en el recuerdo tras la contemporánea lectura inocente. Quizás aún
podían explorarse los temas sobre los cuales había leído en aquella oportunidad.
¿Qué significaba entonces aquel estado que quería imitar una peritiflitis? La secuela de la
afección, el arrastrar una pierna, en modo alguno era compatible con una peritiflitis; no podía
sino convenir mejor al significado secreto, acaso sexual, del cuadro patológico, y a su vez, si se
lograba esclarecerlo, podía echar luz sobre este significado buscado. Traté de hallar una vía de
acceso hacia este enigma. En el sueño habían aparecido precisiones temporales; y en verdad,
estas no son indiferentes en el acontecer biológico. Pregunté entonces cuándo aconteció la
apendicitis, si antes o después de la escena junto al lago. Y la inmediata respuesta, que
solucionaba de pronto todas las dificultades, fue: nueve meses después. Este lapso es bien
característico. La supuesta apendicitis había realizado entonces la fantasía de un parto con los
modestos recursos a disposición de la paciente, los dolores y el flujo menstrual.
Desde luego, ella conocía el significado de ese plazo, y no pudo poner en entredicho la
probabilidad de que en aquel momento leyese en la enciclopedia acerca del embarazo y el
nacimiento. Pero, ¿y la pierna que se arrastraba? Yo estaba autorizado a ensayar una
conjetura. Uno camina así cuando se ha torcido un pie. Por tanto, ella había, dado un «mal
paso», y era totalmente lógico que pudiera parir nueve meses después de la escena junto al
lago. Sólo que yo no podía dejar de plantear una nueva exigencia. Es mi convicción que tales
síntomas sólo se forman cuando se tiene un modelo infantil para ellos. Por las experiencias que
llevo hechas basta ahora, debo sostener con firmeza que los recuerdos que uno tiene de
épocas posteriores no poseen la fuerza requerida para imponerse como síntomas. No esperaba
tener la suerte de que se me brindase el material infantil deseado -pues en realidad no puedo
afirmar la validez universal de la tesis expuesta, a pesar de que me inclinaría a sostenerla-; pero
la confirmación llegó enseguida. Sí; de niña se había torcido ese mismo pie. En B., al bajar las
escaleras, resbaló sobre un escalón; el pie, que sin ninguna duda era el mismo que después
arrastraba, se le hinchó, debió ser vendado y ella guardó reposo durante algunas semanas. Fue
poco tiempo antes del asma nerviosa que le sobrevino en su octavo año de vida.
En este punto era preciso utilizar la prueba de esa fantasía. Señalé, pues, a Dora: «Si nueve
meses después de la escena del lago usted pasó por un parto y hasta el día de hoy ha debido
soportar las consecuencias del mal paso, ello prueba que en el inconciente usted lamentó el
Desenlace de la escena. La corrigió entonces en su pensamiento inconciente. La premisa de su
fantasía de parto es, sin duda, que esa vez ocurrió algo, que usted vivenció y experimentó
todo lo que más tarde tuvo que tomar de la enciclopedia. Como usted ve, su amor por el señor
K. no terminó con aquella escena, sino que, como lo he sostenido, prosiguió hasta el día de hoy
-al menos en su inconciente-». Ella ya no contradijo.
Estos trabajos para el esclarecimiento del segundo sueño habían requerido dos sesiones.
Cuando al concluir la segunda expresé mi satisfacción por lo logrado, ella respondió
desdeñosamente: «¿Acaso ha salido mucho?». Me predispuso así a recibir ulteriores
revelaciones.
Dora inició la tercera sesión con estas palabras:
-«¿Sabe usted, doctor, que hoy es la última vez que vengo aquí?».
-No puedo saberlo, pues usted nada me ha dicho.
-«Sí; me propuse aguantar hasta Año Nuevo; pero no quiero esperar más tiempo la
curación»,
-Usted sabe que tiene siempre la libertad de retirarse. Pero hoy trabajaremos todavía. ¿Cuándo
tomó usted la decisión?
-«Hace 14 días, creo».
-Suena como si se tratase de una muchacha de servicio, de una gobernanta; un preaviso de 14
días.
-«Una gobernanta que dio preaviso había también en casa de los K. cuando los visité en L., junto al lago».
-¿Ah sí? Nunca me contó usted nada de ella. Por favor, cuénteme.
-«Pues bien; en la casa había una muchacha joven como gobernanta de los niños, que
mostraba una conducta enteramente asombrosa hacia el señor K. No lo saludaba, no le daba
respuesta alguna, no le alcanzaba nada cuando él, estando a la mesa, le pedía algo; en suma,
lo trataba como al aíre. El, por lo demás, tampoco era muy cortés con ella. Uno o dos días antes
de la escena junto al lago la muchacha me llamó aparte; tenía algo que contarme. Me dijo
entonces que el señor K. se le había acercado en una época en que su mujer se encontraba
ausente por varias semanas, la había requerido de amores vivamente, pidiéndole que gustase
de él; le dijo que nada le importaba de su mujer, etc.».
-Son las mismas palabras que usó cuando la requirió a usted, y a raíz de las cuales usted le dio
la bofetada en el rostro.
-«Sí. Ella cedió, pero al poco tiempo él ya no le hizo caso, y desde entonces ella lo odiaba».
-¿Y esta gobernanta había dado preaviso?
-«No; estaba a punto de hacerlo. Me dijo que enseguida, cuando se sintió abandonada, contó lo
sucedido a sus padres, que son gente decente y viven en algún lugar de Alemania. Los padres
le exigieron que abandonase al instante la casa, y le escribieron que si no lo hacía no querían
saber nada más de ella, no la autorizarían nunca más a regresar a casa».
-¿Y por qué no se fue?
-«Dijo que quería esperar todavía un poco para ver si el señor K. cambiaba de proceder. No
aguantaba vivir así. Si no veía cambio alguno, daría preaviso y se iría».
-¿Y qué se hizo de la muchacha?
-«Sólo sé que se ha ido».
-¿No tuvo un hijo de esa aventura?
-«No».
En mitad del análisis había salido entonces a la luz -en un todo de acuerdo con las reglas, por lo
demás- un fragmento de material fáctico que ayudaba a solucionar problemas antes
planteados. Pude decir a Dora:
-Ahora conozco el motivo de aquella bofetada con que usted respondió al cortejo. No fue la
afrenta por el atrevimiento de él, sino la venganza por celos. Cuando la señorita le contó su
historia, usted echó mano de su arte para desechar todo cuanto no convenía a sus
sentimientos. Pero en el momento en que el señor K. usó las palabras «Nada me importa de mi
mujer», que había dicho también a la señorita, nuevas mociones se despertaron en usted y la
balanza’ se inclinó. Usted se dijo: ¿Cómo se atreve a tratarme como a una gobernanta, a una
persona de servicio? A esta afrenta al amor propio se sumaron los celos y los motivos de
sensatez concientes: en definitiva, era demasiado. Como prueba de la gran
impresión que le ha causado la historia de la señorita, le aduzco sus repetidas identificaciones
con ella en su sueño y en su propia conducta. Usted se lo dice a sus padres, cosa que hasta
aquí no habíamos entendido, tal como la señorita se lo escribió a los suyos. Usted se despide
de mí como una gobernanta, con un preaviso de 14 días. La carta del sueño, que le permite a
usted regresar a casa, es un correspondiente de la carta de los padres de la señorita, donde le
prohibían hacerlo.
-«¿Y por qué entonces no se lo conté enseguida a mis padres?».
-¿Qué tiempo dejó pasar antes de hacerlo?
-«La escena ocurrió el último día de junio; se lo conté a mi madre el 14 de julio».
-¡Entonces otra vez 14 días, el plazo característico para una persona de servicio! Ahora puedo
responder a su pregunta. Usted comprendió muy bien a la pobre muchacha. Ella no quería irse
enseguida porque todavía tenía esperanzas, porque aguardaba a que el señor K. le volviera a
dar su ternura. Ese mismo tiene que haber sido su motivo: aguardó a que expirara el plazo para
ver si él renovaría su cortejo; de ahí habría inferido que él la tomaba en serio, y que no quería
jugar con usted como con la gobernanta.
-«En los primeros días que siguieron a mi partida él me envió aún una tarjeta postal».
-Sí, pero como no vino nada más, usted dio libre curso a su venganza. Puedo imaginar incluso
que en esa época usted abrigaba un propósito colateral: el de moverlo, mediante la acusación, a
viajar al lugar donde usted residía.
_«. . Eso es lo primero que ofreció hacer» -interrumpió Dora.
-Entonces la nostalgia que usted sentía por él se hubiera apaciguado -aquí ella movió la cabeza
en señal de asentimiento, cosa que yo no había esperado- y él habría podido darle la
satisfacción que usted pedía.
-«¿Qué satisfacción?».
-Es que empiezo a sospechar que usted tomó su relación con el señor K. mucho más en serio
de lo que ha dejado traslucir hasta aquí. ¿No se hablaba a menudo de divorcio entre los K.?
-«Sin duda; primero ella no quería, por los niños; ahora ella quiere, pero él no quiere más».
-¿No ha pensado en que él quería divorciarse de su mujer para casarse con usted? ¿Y que
ahora ya no quiere hacerlo, porque no tiene ninguna sustituta? Dos años atrás, es cierto, era
usted muy joven; pero usted me ha contado que su mamá se comprometió teniendo 17 años y
después esperó dos años a su marido. La historia amorosa de la madre suele convertirse en el modelo para la hija. Por eso usted también lo esperaría, y suponía que él sólo esperaba hasta
que usted fuera bastante madura para convertirse en su mujer. Imagino que ese
era en usted un plan de vida muy serio. Ni siquiera le queda el derecho de sostener que
semejante propósito estaba excluido para el señor K.; me ha contado de él bastantes cosas que
apuntan directamente a un propósito así. Tampoco contradice esto la conducta
de él en L. Usted no lo dejó terminar y no sabe lo que quería decirle. Además, el plan no habría
sido de ejecución tan imposible. Las relaciones entre su papá y la señora K., que usted
probablemente apoyó tanto tiempo sólo por eso, le daban la seguridad de que se obtendría la
aquiescencia de la mujer para el divorcio, y de :su papá consigue usted lo que quiere. En
verdad, si la tentación de L. hubiera tenido otro desenlace, esa habría sido la única solución
posible para todas las partes. Creo también que por eso lamentó usted tanto el otro desenlace,
y lo corrigió en la fantasía que se presentó como apendicitis. Tiene que haber sido, entonces, un
serio desengaño para usted que en vez de un renovado cortejo, sus acusaciones tuvieran por
resultado la negativa y las calumnias de parte del señor K. Usted confiesa que nada la enfurece
más que se crea que imaginó la -escena del lago. Ahora sé qué es lo que no quiere que le
recuerden: que usted imaginó que el cortejo iba en serio y el señor K. no cejaría hasta que usted
se casara con él.
Ella había escuchado sin contradecirme como otras veces. Parecía conmovida; se despidió de
la manera más amable, con cálidos deseos para el próximo año y … no regresó. El padre, que
me visitó todavía algunas veces, aseguraba que volvería; se la notaba nostalgiosa de proseguir
el tratamiento. Pero él no era del todo sincero. Apoyó la cura mientras pudo alentar la esperanza
de que yo «disuadiría» a Dora de la idea de que entre él y la señora K. había otra cosa que
amistad. Su interés se desvaneció al notar que no estaba en mis propósitos conseguir tal
resultado. Yo sabía que ella no regresaría. Fue un inequívoco acto de venganza el que ella, en el
momento en que mis expectativas de feliz culminación de la cura. habían alcanzado su apogeo,
aniquilase de manera tan inopinada esas esperanzas. También su tendencia a dañarse a sí
misma contribuyó a ese proceder. Quien, como yo, convoca los más malignos demonios que
moran, apenas contenidos, en un pecho humano, y los combate, tiene que estar preparado para
la eventualidad de no salir indemne de esta lucha. ¿Habría conservado a la muchacha para el
tratamiento sí yo mismo hubiera representado un papel, exagerando el valor que su
permanencia tenía para mí y testimoniándole un cálido interés que, por más que mi posición de
médico lo atemperase, no habría podido menos que resultar un sustituto de la ternura que ella
anhelaba? No lo sé. Puesto que en todos los casos permanecen ignotos una parte de los
factores que nos salen al paso en calidad de resistencia, he evitado siempre asumir papeles y
me he contentado con un arte psicológico más modesto. A despecho de todo interés teórico y
de todo afán médico por curar, tengo bien presente que la influencia psíquica necesariamente
tiene sus límites, y respeto como tales también la voluntad y la inteligencia del paciente.
Tampoco sé si el señor K. habría logrado más de haber descubierto que aquella bofetada en
modo alguno significaba un «no» definitivo, sino que respondía a los celos que últimamente
habían despertado en Dora, mientras que las mociones más potentes de su vida anímica aún
tomaban partido en favor de él. Si no hubiera hecho caso de este primer «no» y hubiese
proseguido su cortejo con pasión convincente, el resultado habría podido ser fácilmente otro:
que la inclinación de la muchacha se abriese paso en medio de todos los escollos interiores.
Pero opino que, con igual facilidad, habría podido estimularla así a satisfacer en él su manía de
venganza con mayor intensidad aún. Nunca puede calcularse el desenlace de la lucha entre los
motivos: si se cancelará la represión o se la reforzará. La incapacidad para cumplir la demanda
real de amor es uno de los rasgos de carácter más esenciales de la neurosis; los enfermos
están dominados por la oposición entre la realidad y la fantasía. Lo que anhelan con máxima
intensidad en sus fantasías es justamente aquello de lo que huyen cuando la realidad se los
presenta; y se abandonan a sus fantasías con tanto mayor gusto cuando ya no es de temer que
se realicen. Cierto es que las barreras erigidas por la represión pueden caer bajo el asalto de
excitaciones violentas, ocasionadas por la realidad; la neurosis puede todavía ser derrotada por
esta última. Pero, en general, no podemos calcular en quién sería posible esta curación, ni por
cuál medio.