ENAMORAMIENTO E HIPNOSIS

ENAMORAMIENTO E HIPNOSIS

El lenguaje usual permanece siempre fiel a una realidad cualquiera, incluso en sus caprichos. Así, designa con el nombre de «amor» muy diversas relaciones afectivas, que también nosotros reunimos teóricamente bajo tal concepto; pero dejando en duda si este amor es el genuino y verdadero, señala toda una escala de posibilidades dentro de los fenómenos amorosos, escala que no ha de sernos difícil descubrir.
En un cierto número de casos, el enamoramiento no es sino un revestimiento de objeto por parte de los instintos sexuales, revestimiento encaminado a lograr una satisfacción sexual directa y que desaparece con la consecución de este fin. Esto es lo que conocemos como amor corriente o sensual. Pero sabemos muy bien, que la situación libidinosa no presenta siempre esta carencia de complicación. La certidumbre de que la necesidad recién satisfecha no había de tardar en resurgir, hubo de ser el motivo inmediato de la persistencia del revestimiento del objeto sexual aun en los intervalos en los que el sujeto no sentía la necesidad de «amar».
La singular evolución de la vida erótica humana nos ofrece un segundo factor. El niño encontró, durante la primera fase de su vida, fase que se extiende hasta los cinco años, su primer objeto erótico en su madre (la niña en su padre), y sobre este primer objeto erótico se concentraron todos sus instintos sexuales que aspiraban a hallar satisfacción. La represión ulterior impuso el renunciamiento a la mayoría de estos fines sexuales infantiles y dejó tras de sí una profunda modificación de las relaciones del niño con sus padres. El niño permanece en adelante ligado a sus padres, pero con instintos a los que podemos calificar de «coartados en sus fines». Los sentimientos que desde este punto experimenta hacia tales personas amadas, son calificados de «tiernos». Sabido es que las tendencias «sexuales» anteriores quedan conservadas con mayor o menor intensidad en lo inconsciente, de manera que la corriente total primitiva perdura en un cierto sentido.
Con la pubertad, surgen nuevas tendencias muy intensas, orientadas hacia los fines sexuales directos. En los casos menos favorables perduran separadas de las direcciones sentimentales «tiernas», permanentes, en calidad de corriente sensual. Obtenemos, entonces, aquel cuadro cuyos dos aspectos han sido tan frecuentemente idealizados por determinadas orientaciones literarias. El hombre muestra apasionada inclinación hacia mujeres que le inspiran un alto respeto, pero que no le incitan al comercio amoroso, y en cambio, sólo es potente con otras mujeres a las que no «ama», estima en poco o incluso desprecia. Pero lo más frecuente es que el joven consiga realizar, en una cierta medida, la síntesis del amor espiritual y asexual con el amor sexual terreno, apareciendo caracterizada su actitud con respecto al objeto sexual, por la acción conjunta de instintos libres e instintos coartados en su fin. Por la parte correspondiente a los instintos de ternura coartados en su fin, puede medirse el grado del enamoramiento en oposición al del simple deseo sensual.
Dentro de este enamoramiento, nos ha interesado desde un principio el fenómeno de la «superestimación sexual», esto es, el hecho de que el objeto amado queda substraído en cierto modo a la crítica, siendo estimadas todas sus cualidades en un más alto valor que cuando aún no era amado o que las de personas indiferentes. Dada una represión o retención algo eficaz de las tendencias sensuales, surge la ilusión de que el objeto es amado también sensualmente a causa de sus excelencias psíquicas, cuando, por lo contrario, es la influencia del placer sensual lo que nos ha llevado a atribuirles tales excelencias.
Lo que aquí falsea el juicio es la tendencia a la idealización. Pero este mismo hecho contribuye a orientarnos. Reconocemos, en efecto, que el objeto es tratado como el propio Yo del sujeto y que en el enamoramiento pasa al objeto una parte considerable de libido narcisista. En algunas formas de la elección amorosa, llega incluso a evidenciarse que el objeto sirve para sustituir un ideal propio y no alcanzado del Yo. Amamos al objeto a causa de las perfecciones a las que hemos aspirado para nuestro propio Yo y que quisiéramos ahora procurarnos por este rodeo, para satisfacción de nuestro narcisismo.
A medida que la superestimación sexual y el enamoramiento se van acentuando, va haciéndose cada vez más fácil la interpretación del cuadro. Las tendencias que aspiran a la satisfacción sexual directa pueden sufrir una represión total, como sucede, por ejemplo, casi siempre, en el apasionado amor del adolescente; el Yo se hace cada vez menos exigente y más modesto, y en cambio, el objeto deviene cada vez más magnífico y precioso, hasta apoderarse de todo el amor que el Yo sentía por sí mismo, proceso que lleva naturalmente, al sacrificio voluntario y completo del Yo. Puede decirse que el objeto ha devorado al Yo. En todo enamoramiento, hallamos rasgos de humildad, una limitación del narcisismo y la tendencia a la propia minoración, rasgos que se nos muestran intensificados en los casos extremos, hasta dominar sin competencia alguna el cuadro entero, por la desaparición de las exigencias sensuales.
Esto se observa más particularmente en el amor desgraciado, no correspondido, pues en el amor compartido cada satisfacción sexual es seguida de una disminución de la superestimación del objeto. Simultáneamente a este «abandono» del Yo al objeto, que no se diferencia ya del abandono sublimado a una idea abstracta, desaparecen por completo las funciones adscritas al ideal del Yo. La crítica ejercida por esta instancia enmudece, y todo lo que el objeto hace o exige es bueno e irreprochable. La conciencia moral cesa de intervenir en cuanto se trata de algo que puede ser favorable al objeto, y en la ceguedad amorosa, se llega hasta el crimen sin remordimiento. Toda la situación puede ser resumida en la siguiente fórmula: el objeto ha ocupado el lugar del ideal del Yo.
La diferencia entre la identificación y el enamoramiento en sus desarrollos más elevados, conocidos con los nombres de fascinación y servidumbre amorosa, resulta fácil de describir. En el primer caso, el Yo se enriquece con las cualidades del objeto, se lo «introyecta» según la expresión de Ferenczi; en el segundo, se empobrece, dándose por entero al objeto y sustituyendo por él su más importante componente. De todos modos, un detenido examen nos lleva a comprobar que esta descripción muestra oposiciones inexistentes en realidad. Desde el punto de vista económico no se trata ni de enriquecimiento ni empobrecimiento, pues incluso el estado amoroso más extremo puede ser descrito diciendo que el Yo se ha «introyectado» el objeto. La distinción siguiente recaerá, quizá, sobre puntos más esenciales: en el caso de la identificación, el objeto desaparece o queda abandonado, y es reconstruído luego en el Yo, que se modifica parcialmente conforme al modelo del objeto perdido. En el otro caso, el objeto subsiste, pero es dotado de todas las cualidades por el Yo y a costa del Yo. Mas tampoco esta distinción queda libre de objeciones. ¿Es acaso indudable que la identificación presupone la cesación del revestimiento de objeto? ¿No puede muy bien haber identificación conservándose el objeto? Mas antes de entrar en la discución de estas espinosas cuestiones, presentimos ya, que la esencia de la situación entraña otra alternativa, la de que el objeto sea situado en el lugar del Yo o en el del ideal del Yo.
Del enamoramiento a la hipnosis no hay gran distancia, siendo evidentes sus coincidencias. El hipnotizado da, con respecto al hipnotizador, las mismas pruebas de humilde sumisión, docilidad y ausencia de crítica, que el enamorado con respecto al objeto de su amor. Compruébase asimismo, en ambos, el mismo renunciamiento a toda iniciativa personal. Es indudable que el hipnotizador se ha situado en el lugar del ideal del Yo. La única diferencia es que en la hipnosis, se nos muestran todas estas particularidades con mayor claridad y relieve, de manera que parecerá más indicado explicar el enamoramiento por la hipnosis y no ésta por aquél. El hipnotizador es para el hipnotizado el único objeto digno de atención; todo lo demás se borra ante él. El hecho de que el Yo experimente como en un sueño todo lo que el hipnotizador exige y afirma, nos advierte que hemos omitido mencionar, entre las funciones del ideal del Yo, el ejercicio de la prueba de la realidad. No es de extrañar que el Yo considere como real una percepción cuando la instancia psíquica encargada de la prueba de la realidad se pronuncia por la realidad de la misma. La total ausencia de tendencias con fines sexuales no coartados, contribuye a garantizar la extrema pureza de los fenómenos. La relación hipnótica es un abandono amoroso total con exclusión de toda satisfacción sexual, mientras que en el enamoramiento, dicha satisfacción no se halla sino temporalmente excluída y perdura en segundo término, a título de posible fin ulterior.
Por otra parte, podemos también decir, que la relación hipnótica es -si se nos permite la expresión- una formación colectiva constituída por dos personas. La hipnosis se presta mal a la comparación con la formación colectiva, por ser más bien idéntica a ella. Nos presenta aislado un elemento de la complicada estructura de la masa: la actitud del individuo de la misma con respecto al caudillo. Por tal limitación del número se distingue la hipnosis de la formación colectiva, como se distingue del enamoramiento por la ausencia de tendencias sexuales directas. De este modo, viene a ocupar un lugar intermedio entre ambos estados.
Es muy interesante observar, que precisamente las tendencias sexuales coartadas en su fin son las que crean entre los hombres lazos más duraderos. Pero esto se explica fácilmente por el hecho de que no son susceptibles de una satisfacción completa, mientras que las tendencias sexuales libres experimentan una debilitación extraordinaria por la descarga que tiene efecto cada vez que el fin sexual es alcanzado. El amor sensual está destinado a extinguirse en la satisfacción. Para poder durar, tiene que hallarse asociado desde un principio a componentes puramente tiernos, esto es, coartados en sus fines, o experimentar en un momento dado, una transposición de este género.
La hipnosis nos revelaría fácilmente el enigma de la constitución libidinosa de una multitud si no entrañase también, por su parte, rasgos que escapan a la explicación racional intentada hasta aquí, según la cual constituiría un enamoramiento carente de tendencias sexuales directas. En la hipnosis hay aún, en efecto, mucha parte incomprendida y de carácter místico. Una de sus particularidades consiste en una especie de parálisis resultante de la influencia ejercida por una persona omnipotente sobre un sujeto impotente y sin defensa, particularidad que nos aproxima a la hipnosis provocada en los animales por el terror. El modo de provocar la hipnosis y su relación con el sueño no son nada transparentes, y la enigmática selección de las personas apropiadas para ella, mientras que otras se muestran totalmente refractarias, nos permite suponer que en la hipnosis se encuentra realizada una condición aún desconocida, esencial para la pureza de las actitudes libidinosas. También es muy atendible el hecho de que la conciencia moral de las personas hipnotizadas puede oponer una intensa resistencia, simultánea a una completa docilidad sugestiva de la persona hipnotizada. Pero esto proviene, quizá, de que en la hipnosis, tal y como habitualmente se practica, continúa el sujeto dándose cuenta de que no se trata sino de un juego, de una reproducción ficticia de otra situación de importancia vital mucho mayor.
Las consideraciones que anteceden nos permiten, de todos modos, establecer la fórmula de la constitución libidinosa de una masa, por lo menos de aquella que hasta ahora venimos examinando, o sea de la masa que posee un caudillo y no ha adquirido aún, por una «organización» demasiado perfecta, las cualidades de un individuo. Una tal masa primaria es una reunión de individuos, que han reemplazado su ideal del Yo por un mismo objeto, a consecuencia de lo cual se ha establecido entre ellos una general y recíproca identificación del Yo.