Escritos de Lacan: Acerca de la causalidad psíquica (Los efectos psíquicos del modo imaginario)

La historia del sujeto se desarrolla en una serie mas o menos típica de identificaciones ideales, que representan a los mas puros de los fenómenos psíquicos por el hecho de revelar, esencialmente, la función de la imago. Y no concebimos al Yo de otra manera que como un sistema central de esas formaciones, sistema al que hay que comprender, de la misma forma que a ellas, en su estructura imaginaria y en su valor libidinal.
Sin demorarnos, pues, en aquellos que hasta en la ciencia confunden tranquilamente al Yo con el ser del sujeto, podemos desde ahora ver dónde nos separamos de la concepción más común, que identifica al Yo con la síntesis de las funciones de relación del organismo, una concepción que debemos calificar de bastarda por la circunstancia de definirse en ella una síntesis subjetiva en términos objetivos.
Ahí se reconoce la posición de Henri Ey tal cual se expresa en el pasaje que ya hemos destacado más arriba, en la fórmula según la cual la afección del Yo se confunde en último análisis con la noción de disolución funcional.
¿Es dable reprochársela, cuando el prejuicio paralelista es tan fuerte que hasta Freud mismo, en contra de todo el movimiento de su investigación, siguió siendo prisionero de él y cuando, por lo demás, atentar contra él en la época de Freud habría tal vez equivalido a excluirse de la comunicabilidad científica?
Se sabe, en efecto, que Freud identifica el Yo con el "sistema percepción-conciencia", que constituye la suma de los aparatos gracias a la cual el organismo se adapta al "principio de realidad".
Si se reflexiona en el papel que desempeña la noción de error dentro de la concepción de Ey, se advierte el vínculo que une a la ilusión organicista con una metapsicología realista. Esto no nos acerca, pese a todo, a una psicología concreta.
Así, pues, aun cuando los mejores espíritus en psicoanálisis requieren ávidamente, si hemos de creerla, una teoría del Yo, hay pocas probabilidades de que su lugar se advierta por otra cosa que no sea un agujero hiante mientras no se resuelvan a considerar caducos lo que en efecto lo está en la obra de un maestro sin par.
La obra de Merleau-Ponty demuestra sin embargo de manera decisiva que toda fenomenología sana, como por ejemplo la de la percepción, gobierna lo que se considera experiencia vivida antes que toda objetivación con la experiencia. Me explico: la menor ilusión visual manifiesta que se impone a la experiencia antes que la observación de la figura, parte por parte, la corrija, gracias a lo cual se vuelve objetiva la forma denominada real. Cuando la reflexión nos haya hecho reconocer en esta forma la categoría a priori de la extensión, cuya propiedad consiste, justamente, en presentarse partes extra partes, no será por ello menos cierto que es la ilusión misma quien nos da la acción de Gestalt, que es en este caso el objeto propio de la psicología.
Por eso, pues, ni aun todas las consideraciones sobre la síntesis del Yo nos eximirán de considerar su fenómeno en el sujeto, a saber: todo lo que el sujeto comprende con este término y que no es precisamente sintético ni está solo exento de contradicción, como se lo sabe de Montaigne acá; más aún, desde que la experiencia freudiana designa en él el lugar mismo de la Verneinung, es decir, del fenómeno por el que el sujeto revela uno de sus movimientos mediante la denegación misma que aporta a él y en el momento mismo en que la aporta. Subrayo que no se trata de una retractación de pertenencia, sino de una negación formal: en otros términos, de un fenómeno típico de desconocimiento y con la forma invertida acerca de la cual hemos insistido, forma cuya mas habitual expresión -"No vaya usted a creer que…"- ya nos entrega la profunda relación con el otro en su condición de tal y que valoraremos en el Yo.
De manera, pues, que la experiencia no nos muestra a simplísima vista que nada separa al Yo de sus formas ideales (Ich Ideal, donde Freud recupera sus derechos) y que todo lo limita por el lado del ser al que representa, ya que escapa a él casi toda la vida del organismo, no solo porque con suma normalidad a ésta se la desconoce, sino también porque en su mayor parte no tiene el Yo que conocerla.
En cuanto a la psicología genética del Yo, los resultados que ha obtenido nos parecen tanto mas válidos cuanto que los despoja de todo postulado de integración funcional.
También yo he dado prueba de ello en mi estudio de los fenómenos característicos de lo que he denominado momentos fecundos del delirio. Proseguido de acuerdo con el método fenomenológico, que aquí preconizo, mi estudio me ha conducido a análisis de los que se ha desprendido mi concepción del Yo en un progreso que han podido seguir los oyentes de las conferencias y lecciones que he dictado por años tanto en l’Évolution psychiatrique como en la Clínica de la Facultad y en el Instituto de psicoanálisis y que no por haber permanecido, por mi decisión, inéditas han dejado de promover el término, destinado a sorprender, de conocimiento paranoico.
Al comprender con este término una estructura fundamental de tales fenómenos, he querido designar, si no su equivalencia, por lo menos su parentesco con una forma de relación con el mundo de un alcance particularísimo. Se trata de la reacción que, reconocida por los psiquiatras, se ha generalizado en psicología con el nombre de transitivismo. Esta reacción, como nunca se elimina por completo del mundo del hombre en sus formas más ligadas (en las relaciones de rivalidad, por ejemplo), se manifiesta ante todo como la matriz del Urbild del Yo.
Se la comprueba, en efecto, como si dominara de manera significativa la fase primordial en la que el niño toma conciencia de su individuo, al que su lenguaje traduce, como sabéis, en tercera persona antes de hacerlo en primera. Charlotte Bühler, por no citar más que a ella, observando el comportamiento del niño con su compañero de juego ha reconocido ese transitivismo en la forma asombrosa de una verdadera captación por la imagen del otro.
De ese modo puede participar, en un trance cabal, en la caída de su compañero, o imputarle asimismo, sin que se trate de mentira alguna, el hecho de recibir el golpe que éI le asesta. Prescindo por ahora de la serie de fenómenos tales, que van desde la identificación espectacular hasta la sugestión mimética y la seducción de prestancia. Todos han sido comprendidos por esta autora en la dialéctica que va desde los celos (esos celos cuyo valor iniciador entreveía ya san Agustín de manera fulgurante) hasta las primeras formas de la simpatía. Se inscriben en una ambivalencia primordial, que se nos presenta, como ya lo he señalado, en espejo, en el sentido de que el sujeto se identifica en su sentimiento de sí con la imagen del otro, y la imagen del otro viene a cautivar en éI este sentimiento.
Ahora bien, solo bajo una condición se produce reacción tal, y ella es la de que, la diferencia de edad entre los compañeros permanezca por debajo de cierto límite, que al comienzo de la fase estudiada no puede superar un año de diferencia.
Allí se pone ya de manifiesto un rasgo esencial de la imago: los efectos observables de una forma en el más amplio sentido, que sólo se puede definir en términos de parecido genético, o sea que implica como primitivo cierto reconocimiento.
Sabido es que sus efectos se manifiestan con respecto al rostro humano desde el décimo día posterior al nacimiento, es decir, apenas aparecidas las primeras reacciones visuales y previamente a cualquier otra experiencia que no sea la de una succión ciega.
Conque, punto esencial, el primer efecto de la imago que aparece en el ser humano es un efecto de alienación del sujeto. En el otro se identifica el sujeto, y hasta se experimenta en primer término, fenómeno que nos parecerá menos sorprendente si nos acordamos de las condiciones sociales fundamentales del Umwelt humano, y si evocamos la intuición que domina a toda la especulación de Hegel.
El deseo mismo del hombre se constituye, nos dice, bajo el signo de la mediación; es deseo de hacer reconocer su deseo. Tiene por objeto un deseo, el del otro, en el sentido de que el hombre no tiene objeto que se constituya para su deseo sin alguna mediación, lo cual aparece en sus más primitivas necesidades, como por ejemplo en la circunstancia de que hasta su alimento debe ser preparado, y que se vuelve a encontrar en todo el desarrollo de su satisfacción a partir del conflicto entre el amo y el esclavo mediante toda la dialéctica del trabajo.
Esta dialéctica, que es la del ser mismo del hombre, debe realizar en una serie de crisis la síntesis de su particularidad y de su universalidad, llegando a universalizar esa particularidad misma.
Lo que quiere decir que en este movimiento que lleva al hombre a una conciencia cada vez más adecuada de si mismo, su libertad se confunde con el desarrollo de su servidumbre.
¿Tiene, por tanto, la imago la función de instaurar en el ser una relación fundamental de su realidad con su organismo? ¿Nos muestra en otras formas la vida psíquica del hombre un fenómeno semejante?
Ninguna experiencia como la del psicoanálisis habrá contribuido a manifestarlo, y esa necesidad de repetición que muestra como efecto del complejo -aunque la doctrina la exprese en la noción, inerte e impensable, del inconsciente- habla con suficiente claridad.
La costumbre y el olvido son los signos de la integración en el organismo de una relación psíquica: toda una situación, por habérsele vuelto al sujeto a la vez desconocida y tan esencial como su cuerpo, se manifiesta normalmente en efectos homogéneos al sentimiento que él tiene de su cuerpo.
El complejo de Edipo revela ser en la experiencia capaz no sólo de provocar, por sus incidencias atípicas, todos los efectos somáticos de la histeria, sino también de constituir normalmente el sentimiento de la realidad.
Una función de poder y a la vez de temperamento; un imperativo no ya ciego, sino "categórico"; una persona que domina y arbitra el desgarramiento ávido y la celosa ambivalencia que fundamentaban las relaciones primeras del niño con su madre y con el rival fraterno: he aquí lo que el padre representa, y tanto más, al parecer, cuanto que se halla "retirado" de las primeras aprehensiones afectivas. Los efectos de esta aparición se expresan de diversas maneras en la doctrina, pero está bien claro que aparecen en ella torcidos por las incidencias traumatizantes, en las que la experiencia los ha dado primeramente a advertir. Me parece que se pueden expresar, en su forma más general, así: la nueva imagen hace "precipitar en copos" en el sujeto todo un mundo de personas que, en la medida en que representan núcleos de autonomía. cambian completamente para él la estructura de la realidad.
No vacilo en decir que se ha de poder demostrar que esa crisis tiene resonancias fisiológicas, y que, por muy puramente psicológica que sea en su resorte, se puede considerar a cierta "dosis de Edipo" como poseedora de la eficacia humoral de la absorción de un medicamento desensibilizador.
Por lo demás, el papel decisivo de una experiencia afectiva de este registro para la constitución del mundo de la realidad en las categorías del tiempo y el espacio es tan evidente, que alguien como Bertrand Russell, en su ensayo -de inspiración radicalmente mecanicista- Análisis del espíritu, no puede evitar admitir en su teoría genética de la percepción la función de "sentimientos de distancia", a la que, con el sentido de lo concreto propio de los anglosajones, refiere al "sentimiento del respeto".
Yo había destacado este rasgo significativo en mi tesis cuando me esforzaba en dar cuenta de la estructura de los "fenómenos elementales" de la psicosis paranoica.
Básteme decir que la consideración de éstos me llevaba a completar el catálogo de las estructuras: simbolismo, condensación y otras explicitadas por Freud como aquellas, diré, del modo imaginario. Porque espero que muy pronto se ha de renunciar al empleo de la palabra "inconsciente" para designar lo que se manifiesta en la conciencia.
Percatábame (y por qué habría de dejar de pediros que os remitáis a mi capítulo: hay en el tanteo auténtico de su búsqueda un valor de testimonio), percatábame, digo, en la observación misma de mi enferma, de que resulta imposible situar con exactitud, por la anamnesia, la fecha y el lugar geográfico de ciertas intuiciones, de ilusiones de la memoria, de resentimientos conviccionales y objetivaciones imaginarias que solo se pueden relacionar con el momento fecundo del delirio tomado en su conjunto. Recordaré, para hacerme comprender, la crónica y la foto de las que la enferma hubo de acordarse durante uno de aquellos períodos como si la hubiesen sorprendido algunos meses antes en determinado periódico y que la colección íntegra de éste reunida durante meses no le había permitido volver a hallar. Yo admitía que tales fenómenos se dan primitivamente como reminiscencias, iteraciones, series, juegos de espejo, sin que su dato mismo se pueda situar para el sujeto, en el espacio y el tiempo objetivos, de ninguna manera mas precisa que aquella en la que puede situar sus sueños.
Así, aproximémonos mediante un análisis estructural de un espacio y un tiempo imaginarios y de sus conexiones.
Volviendo a mi conocimiento paranoico, yo intentaba concebir la estructura como red, y las relaciones de participación y las perspectivas en hilera, y el palacio de los espejismos que reinan en los limbos de ese mundo al que el Edipo hace hundirse en el olvido.
A menudo he tomado posición contra la manera azarosa en que Freud interpretaba sociológicamente el descubrimiento capital para el espíritu humano que con él le debemos. Pienso que el complejo de Edipo no apareció con el origen del hombre (en el supuesto de que no sea insensato tratar de escribir su historia), sino a la vera de la historia, de la historia "histórica", en el límite de las culturas "etnográficas". Evidentemente, sólo puede presentarse en la forma patriarcal de la institución familiar; pero no por ello deja de tener un valor liminar innegable, y estoy convencido de que en las culturas que lo excluían su función la debían llenar experiencias iniciáticas, como aún hoy nos lo deja ver, por lo demás, la etnología. Su valor de cierre de un ciclo psíquico atañe al hecho de representar la situación familiar, en la medida en que esta marca dentro de lo cultural, por su institución, el traslape de lo biológico y de lo social.
Sin embargo, la estructura propia del mundo humano, tanto como implique la existencia de objetos independientes del campo actual de las tendencias -con la doble posibilidad de uso simbólico y uso instrumental-, aparece en el hombre desde las primeras fases del desarrollo. ¿Cómo concebir su génesis psicológica?
A la posición de un problema como éste responde mi construcción denominada "del estadio del espejo", o, como se querría decir mejor, de la fase del espejo.
Hice en 1936 una comunicación al respecto dirigida formalmente al Congreso de Marienbad, al menos hasta el punto que coincidía exactamente con la cuarta llamada del minuto décimo, en que me interrumpió Jones, quien presidía el congreso en su carácter de presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Londres, posición para la cual lo calificaba, sin duda, el hecho de no haber podido yo encontrar jamás a uno de sus colegas ingleses que dejara de hacerme partícipe de algún rasgo desagradable de su carácter. No obstante, los miembros del grupo vienés, allí reunidos como aves antes de la inminente migración, dieron a mi exposición una acogida bastante calurosa. No entregué mis papeles a la secretaria encargada de los informes del congreso, y podréis hallar lo esencial de mi exposición en unas breves Iíneas de mi artículo sobre la familia aparecido en 1938 en la Encyclopédie Française, en el tomo dedicado a la vida mental .
Mi finalidad consiste en poner de manifiesto la conexión de cierto número de relaciones imaginarias fundamentales en un comportamiento ejemplar de determinada fase del desarrollo.
Ese comportamiento no es otro que el que tiene el niño ante su imagen en el espejo desde los seis meses de edad, tan asombroso por su diferencia con el del chimpancé, cuyo desarrollo en la aplicación instrumental de la inteligencia está lejos de haber alcanzado.
Lo que he llamado asunción triunfante de la imagen con la mímica jubilosa que la acompaña y la complacencia lúdica en el control de la identificaron especular, después del señalamiento experimental mas breve de la inexistencia de la imagen tras él espejo, que contrasta con los fenómenos opuestos del mono, me parecieron manifestar uno de los hechos de captación identificatoria por la imago que yo procuraba aislar.
Relacionábase de la más directa manera con esa imagen del ser humano que ya había yo encontrado en la organización más arcaica del conocimiento humano.
La idea se ha abierto paso. Ha dado con la de otros investigadores, entre los cuales he de citar a Lhermitte, cuyo libro, publicado en 1939, reunía los hallazgos de una atención de mucho tiempo atrás retenida por la singularidad y la autonomía de la imagen del cuerpo propio en el psiquismo.
En efecto, hay en torno de esa imagen una inmensa serie de fenómenos subjetivos, desde la ilusión de los amputados hasta, por ejemplo, las alucinaciones del doble, su aparición onírica y las objetivaciones delirantes a él vinculadas. Pero más importante es aun su autonomía como lugar imaginario de referencia de las sensaciones propioceptivas que se pueden manifestar en todo tipo de fenómenos, de los que la ilusión de Aristóteles no es mas que una muestra.
La Gestalttheorie y la fenomenología tienen su parte en el legajo de la imagen en cuestión, y diversas especies de espejismos imaginarios de la psicología concreta, familiares a los psicoanalistas y que van desde los juegos sexuales hasta las ambigüedades morales, son causa de que se haga memoria de mi estadio del espejo por la virtud de la imagen y por obra y gracia del espíritu santo del lenguaje. »¡Vaya! -se suele decir-, esto hace pensar en la famosa historia de Lacan, el estadio del espejo. ¿Qué decía, exactamente?"

En verdad, he llevado un poco más lejos mi concepción del sentido existencial del fenómeno, comprendiéndolo en su relación con lo que he denominado prematuración del nacimiento en el hombre, o sea, en otros términos, la incompletud y el "atraso" del desarrollo del neuroeje durante los primeros seis meses, fenómenos bien conocidos por los anatomistas y, por lo demás, patentes, desde que el hombre es hombre, en la incoordinación motriz y equilibratoria del lactante, y que probablemente no carece de vinculación con el proceso de fetalización, en el que Bolk ve el resorte del desarrollo superior de las vesículas encefálicas en el hombre.
En función de ese atraso de desarrollo adquiere la maduración precoz de la percepción visual su valor de anticipación funcional, de lo cual resulta, por una parte, la marcada prevalencia de la estructura visual en el reconocimiento, tan precoz, como hemos visto, de la forma humana, mientras que, por la otra, las probabilidades de identificación con esta forma reciben, si me esta permitido decirlo, un apoyo decisivo, que va a constituir en el hombre ese nudo imaginario, absolutamente esencial, al que oscuramente, y a través de las inextricables contradicciones doctrinales, ha no obstante admirablemente designado el psicoanálisis con el nombre de narcisismo.
En ese nudo yace, en efecto, la relación de la imagen con la tendencia suicida esencialmente expresada por el mito de Narciso. Esta tendencia suicida, que a nuestro parecer representa lo que Freud procuró situar en su metapsicología con el nombre de instinto de muerte, o bien de masoquismo primordial, depende, para nosotros, del hecho de que la muerte del hombre, mucho antes de reflejarse, de una manera por lo demás siempre tan ambigua, en su pensamiento, se halla por el hombre experimentada en la fase de miseria original que el hombre vive, desde el traumatismo del nacimiento hasta el fin de los primeros seis meses de prematuración fisiológica , y que va a repercutir luego en el traumatismo del destete.
Es uno de los rasgos mis fulgurantes de la intuición de Freud en el orden del mundo psíquico que haya captado el valor revelador de los juegos de ocultación, que son los primeros juegos del niño. Todo el mundo los puede ver y nadie antes de éI había comprendido en su carácter iterativo la repetición liberadora que en ellos asume el niño respecto de toda separación o destete en su condición de tales.
Gracias a él podemos concebirlos como manifestadores de la primera vibración de esa onda estacionaria de renunciamientos que va a escandir la historia del desarrollo psíquico.
Comienza este último, y ya están, pues, vinculados el Yo primordial, como esencialmente alienado, y el sacrificio primitivo, como esencialmente suicida:
Es decir, la estructura fundamental de la locura.
Así, en la discordancia primordial entre el Yo y el ser parece que es la nota fundamental que debe de repercutir en toda una gama armónica a través de las fases de la historia psíquica, cuya función ha de consistir entonces en resolverla desarrollándola.
Toda resolución de esa discordancia mediante una coincidencia ilusoria de la realidad con el ideal debe de resonar hasta en las profundidades del nudo imaginario de la agresión suicida narcisista.
Además, el espejismo de las apariencias en que las condiciones orgánicas de la intoxicación, por ejemplo, pueden desempeñar su papel, exige el inasible consentimiento de la libertad, cual aparece en el hecho de que la locura solo se manifiesta en el hombre y con posterioridad a la "edad de razón", y de que aquí se verifica la intuición pascaliana de que "un niño no es un hombre".
Las primeras elecciones identiticatorias del niño, elecciones "inocentes", no determinan otra cosa, en efecto -dejando aparte las patéticas "fijaciones" de la "neurosis"-, que esa locura, gracias a la cual el hombre se cree un hombre.
Fórmula paradójica, que adquiere, sin embargo, su valor si se considera que el hombre es mucho mas que su cuerpo, sin poder dejar de saber nada mas acerca de su ser.
En ella se hace presente la ilusión fundamental de la que el hombre es siervo, mucho más que todas las "pasiones del cuerpo" en sentido cartesiano; esa pasión de ser un hombre, diré, que es la pasión del alma por excelencia, el narcisismo, que impone su estructura a todos sus deseos, aun a los más elevados.
En el encuentro del cuerpo y el espíritu, el alma aparece como lo que es para la tradición, es decir, como el límite de la mónada.
Cuando el hombre, en busca del vacío del pensamiento, avanza por el fulgor sin sombra del espacio imaginario, absteniéndose hasta de aguardar lo que en éI va a surgir, un espejo sin brillo le muestra una superficie en la que no se refleja nada.
Creemos, pues, poder designar en la imago el objeto propio de la psicología exactamente en la misma medida en que la noción galileana del punto material inerte ha fundado la física.
No podemos todavía, sin embargo, captar plenamente su noción, y toda esta exposición no ha tenido otro fin que el de guiarnos hacia su oscura evidencia.
Me parece correlativa de un espacio inextenso, es decir, indivisible, cuya intuición queda esclarecida por el progreso de la noción de Gestalt, y de un tiempo cerrado entre la espera y el sosiego, de un tiempo de fase y de repetición.
Le da fundamento una forma de causalidad, que es la causalidad psíquica misma: la identificación; ésta es un fenómeno irreductible, y la imago es esa forma definible en el complejo espacio-temporal imaginario que tiene por función realizar la identificación resolutiva de una fase psíquica, esto es, una metamorfosis de las relaciones del individuo con su semejante.
Aquellos que no desean comprenderme me podrían redargüir que hay en ello una petición de principio y que yo planteo gratuitamente la irreductibilidad del fenómeno al servicio único de una concepción del hombre que sería completamente metafísica.
Voy, pues, a hablarles a los sordos, y les aportaré hechos que interesarán, creo, su sentido de lo visible, sin que a sus ojos aparezcan siquiera contaminados por el espiritu ni por el ser; quiero decir que iré a buscar mis hechos al mundo animal.
Está claro que los fenómenos psíquicos deben ponerse de manifiesto si poseen una existencia independiente, y que nuestra imago debe encontrarse al menos en los animales, cuyo Umwelt conlleva, ya que no la sociedad, por lo menos la agregación de sus semejantes, que presentan en sus caracteres específicos ese rasgo designado con el nombre de gregarismo. Por lo demás, hace diez años, cuando designé la imago como el "objeto psíquico" y formulé que la aparición del complejo freudiano marcaba una fecha en el espíritu humano, en la medida en qué contenía la promesa de una verdadera psicología, escribí al mismo tiempo, en reiteradas oportunidades, que la psicología aportaba con ello un concepto capaz de mostrar en biología una fecundidad cuando menos igual a la de muchos otros, que son, por hallarse en uso, sensiblemente más inciertos.
Aquella indicación se vio realizada en 1939, y como prueba de ello solo quiero dar dos "hechos", entre otros, que de allí en adelante han mostrado ser numerosos.
Primeramente, 19S9, trabajo de Harrisson, publicado en los Proceedings of the Royal Society.
Hace ya mucho que se sabe que la paloma hembra, aislada de sus congéneres, no ovula.
Las experiencias de Harrisson demuestran que la ovulación esta determinada por la visión de la forma específica del congénere, con exclusión de toda otra forma sensorial de la percepción y sin que sea necesario que se trate de la vision de un macho.
Ubicadas en un mismo recinto con individuos de ambos sexos, pero en jaulas fabricadas de manera tal que los sujetos no se puedan ver, sin dejar de percibir sin obstáculo alguno sus gritos y su olor, las hembras no ovulan. A la inversa, es suficiente que dos sujetos puedan contemplarse, así sea a través de una placa de vidrio que basta para impedir todo desencadenamiento del juego del cortejo, estando la pareja así separada compuesta por dos hembras, para que el fenómeno de ovulación se desencadene dentro de plazos que varían: de doce días, en el caso del macho y la hembra con el vidrio interpuesto, a dos meses, en el de dos hembras.
Pero hay un punto aún más notable: la mera visión por el animal de su propia imagen en el espejo basta para desencadenar la ovulación al cabo de dos meses y medio.
Otro investigador ha señalado que la secreción de leche en las bolsas del macho, que normalmente se produce en oportunidad del rompimiento de los huevos, no se produce si el animal no puede ver a la hembra empollándolos.
Segundo grupo de hechos, en un trabajo de Chauvin, 1941, en los Annales dé la Société Entomologique de France.
Esta vez se trata de una de las especies de insectos cuyos individuos presentan dos variedades muy diferentes, ya sea que pertenezcan a un tipo denominado solitario o a un tipo llamado gregario. Con toda exactitud, se trata del saltamontes peregrino, es decir, de una de las especies llamadas vulgarmente langostas y en las que el fenómeno de la nube está vinculado a la aparición del tipo gregario. Chauvin ha estudiado esas dos variedades en este tipo de saltamontes, clasificado como Schistocerca, que presentan, como por lo demás entre las Locusta y otras especies vecinas, profundas diferencias tanto respecto de los instintos -ciclo sexual, voracidad, agitación motriz- como respecto de su morfología, tal cual aparece en los índices biométricos, y de la pigmentación que forma el ornato característico de las dos variedades.
Para detenernos sólo en este último carácter, señalaré que entre los Schistocerca el tipo solitario es verde uniforme en todo su desarrollo, que abarca cinco estadios larvarios, mientras que el tipo gregario pasa por varias especies de colores según los estadios, con algunas estrías negras en diferentes partes del cuerpo, una de las mas constantes de las cuales va sobre el fémur posterior. Pero no exagero al decir que, con independencia de estas características, muy llamativas, los insectos difieren biológicamente de cabo a rabo.
En este insecto se comprueba que la aparición del tipo gregario está determinada por la percepción, durante los primeros períodos larvarios, de la forma característica de la especie: por tanto, dos individuos solitarios puestos en compañía evolucionarán hacia el tipo gregario. Gracias a una serie de experiencias -cría en la oscuridad, secciones aisladas de los palpos, de las antenas, etcetera- se ha podido localizar con toda precisión esa percepción a la vista y al tacto, con exclusión del olfato, del oído y de la participación agitatoria. No es forzoso que los individuos puestos en presencia sean del mismo estado larvario y reaccionen de la misma manera a la presencia de un adulto. La presencia de un adulto de alguna especie vecina, como la Locusta, determina de igual modo el gregarismo; no ocurre así en el caso de un Gryllus, que es una especie más lejana.
Tras una discusión en profundidad, Chauvin se ha visto llevado a hacer intervenir la noción de una forma y de un movimiento específicos, caracterizados por cierto "estilo", fórmula tanto menos sospechosa en éI cuanto que no parece pensar en relacionarla con las nociones de la Gestalt. Dejo que diga su conclusión, en términos que han de mostrar su escasa propensión metafísica: "Preciso es que haya allí –dice- una especie de reconocimiento, por rudimentario que se lo suponga. Ahora bien ¿cómo hablar de reconocimiento –añade- sin sobrentender un mecanismo psicofisiológico?" ¡Que tal es el pudor del fisiólogo!
Pero eso no es todo. Algunos gregarios nacen del ayuntamiento de dos solitarios, en una proporción que depende del tiempo durante el cual se les permita a éstos tratarse, Además, las excitaciones se suman de tal modo, que, a medida de la repetición de los ayuntamientos tras algunos intervalos, la proporción de los gregarios que nacen aumenta.
Inversamente, la supresión de la acción morfógena de la imagen acarrea la progresiva reducción del número de los gregarios dentro del linaje.
Aunque las características sexuales del gregario adulto caigan bajo las condiciones que ponen aún mejor de manifiesto la originalidad del papel de la imago específica en el fenómeno que acabamos de describir, me disgustaría proseguir mas tiempo en este terreno dentro de un informe que tiene por objeto la causalidad psíquica en las locuras.
Tan solo deseo destacar en esta ocasión el hecho no menos significativo de que, contrariamente a lo que Henri Ey llegó a decir en alguna parte, no hay paralelismo alguno entre la diferenciación anatómica del sistema nervioso y la riqueza de las manifestaciones psíquicas, así sean de inteligencia, como lo demuestra un número inmenso de hechos del comportamiento entre los animales inferiores. Tal, por ejemplo, eI cangrejo de mar, cuya habilidad en el uso de las incidencias mecánicas cuando tiene que valerse de un mejillón me he complacido en celebrar en mis conferencias en reiteradas oportunidades.

A punto de terminar, me agradaría que este breve discurso sobre la imago os haya parecido, no una irónica apuesta, sino, ciertamente, lo que él expresa: una amenaza para el hombre, porque el haber reconocido la distancia incuantificable de la imago y, el ínfimo filo de la libertad como decisivos de la locura no basta aún para permitirnos sanar ésta; tal vez no esté lejos el tiempo en que nos permitirá provocarla. Si nada puede garantizarnos que no hemos de perdernos en un movimiento libre hacia lo verdadero, basta un papirotazo para asegurarnos que cambiaremos lo verdadero en locura. Entonces habremos pasado del campo de la causalidad metafísica, del que podemos mofarnos, al de la técnica científica, que no se presta a risa.
Ya han aparecido por aquí y por allí algunos balbuceos de empresa semejante. El arte de la imagen podrá actuar dentro de poco sobre los valores de la imago, y un día se sabrá de encargos en serie de "ideales" a prueba de la crítica; entonces habrá adquirido todo su sentido el rótulo "garantía verdadera".
Ni la intención ni la empresa serán nuevas; sí, su forma sistemática.
Mientras aguardamos, os propongo poner en ecuaciones estructuras delirantes y métodos terapéuticos aplicados a las psicosis, en función de los principios aquí desarrollados,
-a partir del ridículo apego al objeto de reivindicación, pasando por la tensión cruel de la fijación hipocondríaca, hasta el fondo suicida del delirio de las negaciones,
-a partir del valor sedativo de la explicación medica, pasando por la acción de ruptura de la epilepsia provocada, hasta la catarsis narcisista del análisis.
Ha sido suficiente considerar con reflexión algunas "ilusiones ópticas" para fundar una teoría de la Gestalt que arroja resultados que pueden pasar por pequeñas maravillas; por ejemplo, prever el fenómeno siguiente: en un dispositivo compuesto por sectores pintados de azul y que gira ante una pantalla mitad negra y mitad amarilla, según veamos o no el dispositivo, o sea, por la mera virtud de una acomodación del pensamiento, los colores permanecen aislados o se mezclan, y vemos los dos colores de la pantalla a través de un remolino azul, o bien vemos componerse un azul-negro y un gris.
Juzgad, pues, acerca de lo que podría ofrecer a las facultades combinatorias una teoría que se refiere a la relación misma del ser con el mundo, si adquiriese alguna exactitud. Decíos, ciertamente, que es seguro que la percepción visual de un hombre formado en un complejo cultural completamente diferente del nuestro es una percepción completamente diferente de la nuestra.
Más inaccesible a nuestros ojos, hechos para los signos del cambista, que aquello cuya huella imperceptible sabe ver el cazador del desierto: la pisada de la gacela en las peñas; pero algún día se revelarán los aspectos de la imago.
Me habeis oído referirme con dilección, para ubicar su sitio en la investigación, a Descartes y Hegel. En nuestros días está muy de moda "superar" a los filósofos clásicos. También yo habría podido partir del admirable dialogo con Parménides; porque ni Sócrates ni Descartes ni Marx ni Freud pueden ser "superados" en tanto que han llevado su indagación con esa pasión de descubrir que tiene un objeto: la verdad.
Como lo ha dejado escrito uno de esos principes del verbo entre cuyos dedos parecen deslizarse por sí solos los hilos de la máscara del Ego, y he nombrado a Max Jacob, poeta, santo y novelista; si, como él lo ha escrito en su Cornet à dés, si no me engaño: lo verdadero es siempre nuevo.