Escritos de Lacan: Del crimen que expresa el simbolismo del superyó como instancia

Si no se puede captar siquiera la realidad concreta del crimen sin referir este a un simbolismo cuyas formas positivas se coordinan en la sociedad, pero que se inscribe en las estructuras radicales transmitidas inconscientemente por el lenguaje, este simbolismo es también el primero del que la experiencia psicoanalítica haya demostrado, por efectos patógenos, hasta qué límites hasta entonces desconocidos repercute en el individuo, tanto en su fisiología como en su conducta.
Así, fue partiendo de una de las significaciones de relación que la psicología de las «síntesis mentales» reprimió lo mas alto posible en su reconstrucción de las funciones individuales, como que Freud inauguró Ia psicología extrañamente reconocida como la de las profundidades, sin duda en razón del alcance completamente superficial de aquello a lo que venía a reemplazar.
Y a esos efectos, cuyo sentido descubría, los designó audazmente con el sentimiento que en la vivencia responde a ellos: la culpabilidad.
Nada podría manifestar mejor la importancia de la revolución freudiana que el uso técnico o vulgar, implícito o riguroso, declarado o subrepticio que en psicología se ha hecho de esa verdadera categoría, omnipresente desde entonces tras habérsela desconocido; nada, a no ser los extraños esfuerzos de algunos por reducirla a formas «genéticas» u «objetivas» que llevan la garantía de un experimentalismo «behaviourista», del que hace muchísimo tiempo que se vería desprovista si se privara de leer en los hechos humanos las significaciones que los especifican como tales.
Más aún, la primera situación por la que aun somos deudores de la iniciativa freudiana de haber inducido en psicología la noción para que encuentre en ella, con el correr del tiempo, la más prodigiosa fortuna, primera situación, decimos, no como confrontación abstracta delineadora de una relación, sino como crisis dramática que se resuelve en estructura, es, justamente, la del crimen en sus dos formas mas aborrecidas: el Incesto y el Parricidio cuya sombra engendra toda la patogenia del Edipo.
Es concebible que, habiendo recibido en psicología tamaño aporte de lo social, el médico Freud haya estado tentado de regresar a éI y que en 1912, con Totem y tabú, haya querido demostrar en el crimen primordial el origen de la Ley Universal. Pese a cualquier crítica de método a que se someta ese trabajo, lo importante era haber reconocido que con la Ley y el Crimen comenzaba el hombre, una vez que el clínico hubiese ya mostrado que sus significaciones sostenían hasta la forma del individuo, no solo en su valor para el otro, sino también en su erección para si mismo.
Asi pues la concepción del superyó salió a luz, fundada ante todo en efectos de censura inconsciente que explican estructuras psicopatológicas ya advertidas y esclareciendo muy luego las anomalías de la vida cotidiana, y correlativa, en fin, del descubrimiento de una inmensa morbilidad al mismo tiempo que de sus resortes psicogenéticos: la neurosis de carácter, los mecanismos de fracaso, las impotencias sexuales, «der gehemmte  Mensch».
De esa manera se revelaba una figura moderna del hombre, que contrastaba extrañamente con las profecías de los pensadores de fines del siglo, figura tan irrisoria para las ilusiones alimentadas por los libertarios como para las inquietudes inspiradas en los moralistas por la liberación de las creencias religiosas y el debilitamiento de los vínculos tradicionales. A la concupiscencia que relucía en los ojos del viejo Karamazov cuando aseveraba a su hijo: «Dios ha muerto; luego todo está permitido», ese hombre, el mismo que sueña con el suicidio nihilista del héroe de Dostoievski o que se esfuerza en soplar en la tripa nietzscheana, responde con todos sus males y también con todos sus gestos: «Dios ha muerto; ya nada está permitido».
A esos males y a esos gestos, la significación del autocastigo los cubre por completo. ¿Habrá, pues, que extenderlos a todos los criminales, en la medida en que, según la fórmula en que se expresa el humor gélido del legislador, como se supone que nadie ignora la ley, todos pueden prever su incidencia y se los puede considerar, de ahí, como buscadores de sus golpes?
Esta irónica observación debe, al obligarnos a definir lo que el psicoanálisis reconoce como crímenes o delitos que emanan del superyó, permitirnos formular una critica del alcance de tal noción en antropología.
Remitámonos a las notable observaciones princeps gracias a las cuales Alexander y Staub han introducido el psicoanálisis en la criminología. Es convincente su tenor, ya se trate de la «tentativa de homicidio de un neurótico», o de los singulares robos de aquel estudiante de medicina que solo terminaron cuando se dejó aprisionar por la policía berlinesa y que, antes que conquistar el diploma al que sus conocimientos y sus reales dones le daban derecho, prefería ejercer éstos para infringir la ley, o bien del «poseído de los viajes en auto». Reléase además el análisis efectuado por Marie Bonaparte del caso de la señora Lefebvre: la estructura mórbida del crimen o de los delitos es evidente, y su carácter forzado en la ejecución, su estereotipia cuando se repiten, el estilo provocante de la defensa o de la confesión, la incomprensibilidad de los motivos: todo confirma la «compulsión por una fuerza a la que el sujeto no ha podido resistir», y los jueces en todos estos casos han concluido en éste sentido.
Son conductas que se vuelven, sin embargo, completamente claras a la luz de la interpretación edípica. Pero lo que las distingue como mórbidas es su carácter simbólico. Su estructura psicopatológica no radica en la situación criminal que expresan, sino en el modo irreal de esa expresión.
Para hacernos comprender cabalmente, opongámosles un hecho que, por ser constante en los anales de los ejércitos, adquiere todo su alcance del modo -a la vez, muy amplio y seleccionado de los elementos asociales- en que se lleva a cabo en nuestras poblaciones, desde hace mas de un siglo, el reclutamiento de los defensores de la patria y hasta del orden social, esto es, el gusto que se manifiesta en la colectividad así formada, el día de gloria que la pone en contacto con sus adversarios civiles, por la situación que consiste en violar a una o a varias mujeres en presencia de un varón, preferentemente mayor y previamente reducido a la impotencia; sin que nada haga presumir que los individuos que la realizan se distinguen, ni antes ni después, como hijos o como esposos, como padres o como ciudadanos de la moralidad normal. Simple hecho, que bien se puede calificar de diverso  por la diversidad de la creencia que se le asigna, según su fuente, y hasta de divertido, propiamente hablando, por la materia que tal diversidad ofrece a la propaganda.
Decimos que ése es un crimen real, aunque se lo haya cometido en una forma edípica, y su autor sería castigado con toda justicia si las condiciones heroicas en que se lo da por realizado no hiciera las más de las veces asumir la responsabilidad al grupo que cubre al individuo.
Recuperemos, pues, las Iímpidas fórmulas que la muerte de Mauss devuelve a la luz de nuestra atención. Las estructuras de la sociedad son simbólicas. El individuo, en la medida en que es normal, se vale de ellas para conductas reales, y en la medida en que es psicópata, las expresa a través de conductas simbólicas.
Pero resulta evidente que el simbolismo así expresado sólo puede ser parcelario; a lo sumo se puede afirmar que señala el punto de ruptura ocupado por el individuo dentro de la red de las agregaciones sociales. La manifestación psicopática puede revelar la estructura de la talla, pero a esta estructura solo se la puede considerar un elemento dentro de la exploración del conjunto.
Por eso las tentativas, siempre renovadas y siempre falaces, para fundar en la teoría analítica nociones tales como la de la personalidad modal, la del carácter nacional o la del superyó colectivo deben ser distinguidas de ella por nosotros con el mayor rigor. Es concebible, desde luego, el atractivo que ejerce una teoría que deja traslucir de tan sensible manera la realidad humana sobre los pioneros de campos de más incierta objetivación. ¿No hemos oído acaso a un eclesiástico pletórico de buena voluntad prevalerse ante nosotros de su designio de aplicar los datos del psicoanálisis a la simbólica cristiana? Para atajar tan indebidas extrapolaciones, basta referir siempre y nuevamente la teoría a la experiencia.
En ello debe el simbolismo, desde luego reconocido en el primer orden de delincuencia que el psicoanálisis haya aislado como psicopatológico, permitirnos precisar, tanto en extensión como en comprensión, la significación social del edipismo, así como criticar el alcance de la noción de superyó para el conjunto de las ciencias del hombre.
Ahora bien, los efectos psicopatológicos en su mayoría, cuando no en su totalidad en que se revelan las tensiones surgidas del edipismo no menos que las coordenadas históricas que impusieron tales efectos al genio investigador de Freud, nos llevan a pensar que expresan una dehiscencia del grupo familiar en el seno de la sociedad. Esta concepción, que se justifica por la reucción cada vez más estrecha del grupo a su forma conyugal y por la subsiguiente consecuencia del papel formador, cada vez más exclusivo, que le está reservado en las primeras identificaciones del niño y en el aprendizaje de las primeras disciplinas, explica el incremento del poder captador del grupo sobre el individuo a medida de la declinación de su poder social.
Recordemos tan sólo, para fijar las ideas el hecho de que en una sociedad matrilineal, como la de los zuni o la de los hopi, el cuidado del niño a partir del momento de su nacimiento corresponde, por derecho, a la hermana de su padre, lo cual lo inscribe desde su llegada al mundo dentro de un doble sistema de relaciones parentales que habrán de enriquecerse en cada etapa de su vida con una creciente complejidad de relaciones jerarquizadas.
Se ha superado, por tanto, el problema de comparar las ventajas que para la formación de un superyó soportable por el individuo puede presentar determinada organización, presuntamente matriarcal, de la familia sobre el clásico triángulo de la estructura edípica. La experiencia ya ha patentizado que este triángulo no es más que la reducción al grupo natural, efectuada por una evolución histórica, de una formación en la que la autoridad que se le ha dejado al padre, único rasgo que subsiste de su estructura original. se muestra, de hecho, cada vez más inestable, caduca incluido, y las incidencias psicopatológicas de situación tal se deben relacionar tanto con la endeblez de las relaciones de grupo que le asegura al individuo como con la ambivalencia, cada vez mayor, de su estructura.
Es una concepción que se ve confirmada por la noción de delincuencia latente, a la que ha llegado Aichhorn aplicando la experiencia analítica a la juventud, cuyo cuidado estaba a su cargo con motivo de una jurisdicción especial. Se sabe que Kate Friedlander ha elaborado una concepción genética de ella bajo el rótulo del «carácter neurótico», y que hasta los críticos mas advertidos, desde Aichhorn mismo hasta Glover, han parecido asombrarse ante la impotencia de la teoría para distinguir la estructura de este carácter cómo criminógeno de la estructura de la neurosis, en la que las tensiones permanecen latentes en los síntomas.
El discurso aquí proseguido permite entrever que el «carácter neurótico» es el reflejo en la conducta individual del aislamiento del grupo familiar cuya posición asocial demuestran estos casos, mientras que la neurosis expresa, antes bien, sus anomalías de estructura. Igualmente, lo que necesita una explicación no es tanto el paso al acto delictivo en el caso de un sujeto encerrado en lo que Daniel Iagache ha calificado, con toda justicia, de conducta imaginaria, cuanto los procedimientos por los que el neurótico se adapta parcialmente a lo real, que son, como se sabe, esas mutilaciones utoplásticas que se pueden reconocer en el origen de los síntomas.
Esta referencia sociológica del «carácter neurótico» concuerda, por lo demás, con la génesis que al respecto da Kate Friedlander, si resulta justo resumirla como la repetición, a través de la biografía del sujeto, de las frustraciones pulsionales, que parecerían como detenidas en corto circuito sobre la situación edípica, sin poder comprometerse nunca más en una elaboración de estructura.
El psicoanálisis tiene, pues, por efecto, en la captación de los crímenes determinados por el superyó, irrealizarlos, en lo cual congenia con un oscuro reconocimiento que de mucho tiempo atrás se les imponía a los mejores entre aquellos a los que se ha adjudicado la tarea de asegurar la aplicación de la ley.
También, las vacilaciones que se registran a lo largo del siglo XIX en la conciencia social respecto del derecho de castigar son características. Seguro de si mismo y hasta implacable no bien aparece una motivación utilitaria, hasta el extremo de que el uso inglés en esta época considera, al delito menor, así sea el de merodeo, qué es la ocasión de un homicidio, como equivalente de la premeditación que define al asesinato (véase Aliména, La premeditazione), el pensamiento de los penalistas titubea ante el crimen en que aparecen instintos cuya índole escapa al registro utilitarista donde se despliega el pensamiento de un Bentham.
Una primera respuesta está dada por la concepción lombrosiana en los primeros tiempos de la criminología que juzga atávicos a esos instintos y que hace del criminal un superviviente de una forma arcaica de la especie, biológicamente aislable. Respuesta de la que se puede decir que deja traslucir, sobre todo, una regresión filosófica mucho más real en sus autores, y que su éxito solo se puede explicar por las satisfacciones que podía exigir la euforia de la clase dominante, tanto para su comodidad intelectual como para su mala conciencia.
Las calamidades de la primera guerra mundial marcaron el fin de tales pretensiones, y con ello la teoría lombrosiana fue a parar al desvan y el más simple respeto de las condiciones propias de toda ciencia del hombre, que hemos creído de nuestro deber recordar en nuestro exordio, se impuso hasta en el estudio del criminal.
The individual offender, de Healy, marca una fecha en el regreso a los principios, al aseverar ante todo que ese estudio debe ser monográfico. Los resultados concretos aportados por el psicoanálisis marcan otra fecha, tan decisiva para la confirmación doctrinal que proporcionan a este principio como por la amplitud de los hechos valorados.
A la vez, el psicoanálisis resuelve un dilema de la teoría criminológica: al irrealizar el crimen, no deshumaniza al criminal.
Más aún, con el expediente de la transferencia da entrada al mundo imaginario del criminal, que puede ser para él la puerta abierta a lo real.
Observemos en este punto la manifestación espontánea de ese expediente en la conducta del criminal y la transferencia que tiende a producirse sobre la persona de su juez; sería fácil recoger las pruebas al respecto. Citemos tan solo, por la belleza del hecho, las confidencias del supuesto Frank al psiquiatra Gilbert, encargado de la buena presentación de los acusados en el proceso de Nuremberg: ese Maquiavelo irrisorio y neurótico a punto para que el orden insensato del fascismo le confiere sus altas obras, sentía que el remordimiento agitaba su alma ante el mero aspecto de dignidad encarnado en la figura de sus jueces, particularmente en la del juez inglés, «tan elegante», decía.
Los resultados obtenidos por Melitta Schmiedeberg con criminales «mayores», aun cuando su publicación tropiece con el obstáculo que encuentran todas nuestras curas, merecerían que se los siguiera en su catamnesia.
De todos modos, los casos que tienen que ver claramente con el edipismo deberían ser confiados al analista sin ninguna de las limitaciones que pueden trabar su acción.
Cómo dejar de dar la prueba íntegra de ello, cuando la penología se justifica tan mal que a la conciencia popular le repugna aplicarla hasta en los crímenes reales, como se ve en el célebre caso ocurrido en Estados Unidos de América y relatado por Grotjahn en su artículo acerca de los Searchligts on delinquency, donde se ve al jury absolver, ante el entusiasmo del público, a los acusados, cuando todos los cargos habían parecido abrumarlos con la demostración del asesinato, disfrazado de accidente marítimo, de los padres de uno de ellos.
Terminemos estas consideraciones completando las consecuencias teóricas que se desprenden de la utilización de la noción de superyó. Al superyó se lo debe tener, diremos, por una manifestación individual vinculada a las condiciones sociales del edipismo. Así, las tensiones criminales incluidas en la situación familiar sólo se vuelven patógenas en las sociedades donde esta situación misma se desintegra.
En este sentido, el superyó revela la tensión, como la enfermedad suele esclarecer, en fisiología, una función.
Pero nuestra experiencia de los efectos del superyó, tanto como la observación directa del niño a la luz de ella, nos revela su aparición en un estadio tan precoz, que parece contemporáneo y a veces hasta anterior a la aparición del yo.
Melanie Klein afirma las categorías de lo Bueno y lo Malo en el estadio infans del comportamiento y plantea el problema de la implicación retrospectiva de las significaciones en una etapa anterior a la aparición del lenguaje. Se sabe de qué modo su método, al actuar con desprecio de toda objeción de Ias tensiones del edipismo, dentro de una interpretación ultraprecoz de las intenciones del niño pequeño, ha cortado el nudo mediante la acción, no sin provocar en torno de sus teorías discusiones apasionadas.
Sigue en pie el hecho de que la persistencia imaginaria de los buenos y los malos objetos primordiales en comportamientos de fuga, que pueden poner al adulto en conflicto con sus responsabilidades, va a llevar a concebir el superyó como una instancia psicológica que adquiere en el hombre una significación genérica. Es una noción que no tiene, pese a ello, nada de idealista: se inscribe en la realidad de la miseria fisiológica propia de los primeros meses de la vida del hombre, acerca de la cual ha insistido uno de nosotros, y expresa la dependencia, genérica en efecto, del hombre con respecto al medio humano.
Que esa dependencia pueda aparecer como significante en el individuo en un estadio increiblemente precoz de su desarrollo, no es éste un hecho ante el cual deba el psicoanalista retroceder.
Si nuestra experiencia de los psicópatas nos ha conducido al gozne entre la naturaleza y la cultura, hemos descubierto en ella esa instancia oscura, ciega y tiránica que parece la antinomia -en el polo biológico del individuo- del ideal del Deber puro, al que el pensamiento kantiano sitúa en correspondencia con el orden incorruptible del cielo estrellado.
Siempre pronta a emerger del desgarramiento de las categorías sociales para recrear, según la hermosa expresión de Hesnard, el universo mórbido de la falta, esta instancia sólo es captable, sin embargo, en el estado psicopático, es decir, en el individuo.
Por tanto, ninguna forma del superyó es inferible del individuo a una sociedad dada. Y el único superyó colectivo que se pueda concebir exigiría una disgregación molecular integral de la sociedad. Cierto es qué el entusiasmo en el que hemos visto a toda una juventud sacrificarse por ideales de nada nos lleva a entrever su realización posible en el horizonte de fenómenos sociales masivos que deberían suponer, entonces, la escala, universal.