Escritos de Lacan: El psicoanálisis y su enseñanza

COMUNICACION PRESENTADA A LA SOCIEDAD FRANCESA DE FILOSOFIA EN LA SESION DEL  23 DE FEBRERO DE l957.
El argumento siguiente había sido distribuido según la costumbre a los miembros de la Sociedad antes de la comunicación.

El Psicoanálisis, lo que nos enseña…

I. En el inconsciente que es menos profundo que inaccesible a la profundización consciente, ello habla (ça parle): un sujeto en el sujeto, trascendente al sujeto, plantea al filósofo desde la ciencia de los sueños su pregunta.

II. Que el síntoma es simbólico no es decirlo todo. El autor demuestra:

que con el paso del narcisismo, al separarse lo imaginario de lo simbólico, su uso de significante se distingue de su sentido natural, que como una metonimia más vasta engloba sus metáforas, la verdad del inconsciente debe situarse entonces entre las Iíneas, que Freud en el instinto de muerte se interroga sobre el soporte de esta verdad.

III. Si es por rehusar como impropia esta interrogación de Freud por lo que los psicoanalistas de hoy han desembocado en un «ambientalismo» declarado, en contradicción con la contingencia que Freud asigna al objeto en el destino de las tendencias, y regresado al más primario egocentrismo, en contrasentido con el estatuto de dependencia en que Freud reclasificó al yo.
Y sin embargo…

…Cómo enseñarlo.

IV. La inmensa literatura en que se denuncian esta contradicción y este contrasentido puede servir de casuística útil para demostrar dónde se sitúa la resistencia, engañada aquí por su propia carrera: o sea en los efectos imaginarios de la relación entre dos cuyos fantasmas, iluminados desde otra fuente, van a creer consistente su consecuencia.
Y esta vía de penurias se habilita por esta condición del análisis: que el verdadero trabajo en él está escondido por naturaleza.

V. Pero no sucede lo mismo con la estructura del análisis, que puede formularse de rnanera enteramente accesible a la comunidad científica, si se recorre mínimamente a Freud que propiamente la constituyó.

Pues el psicoanálisis no es nada sino un artificio del que Freud dio los constituyentes al establecer que su conjunto engloba la noción de esos constituyentes de tal manera que el mantenimiento puramente formal de estos constituyentes basta para la eficacia de su estructura de conjunto, y que entonces lo incompleto de la noción de estos constituyentes en el analista tiende en la medida de su amplitud a confundirse con el Iímite que el proceso del análisis no franqueará en el analizado.

Esto es lo que verifica con su inapreciable confesión la teoría de moda: que el yo del analista, del que es fácil concebir que habrá que llamarlo cuando menos autónomo, es la medida de la realidad cuya prueba para el analizado la constituiría el análisis.

No podría tratarse de nada semejante en los confines del análisis, sino sólo de la restitución de una cadena simbólica cuyas tres dimensiones:
de historia de una vida vivida como historia,
de sujeción a las leyes del lenguaje, únicas capaces de sobredeterminación,
de juego intersubjetivo por donde la verdad entra en lo real,
indican las direcciones en que el autor entiende trazar las vías de la formación del analista.

VI. Este lugar descrito de la verdad preludia la verdad del lugar descrito.

Si ese lugar no es el sujeto, tampoco es el otro (que ha de anotarse con inicial minúscula) que, dando un alma a las apuestas del yo, un cuerpo a los espejismos del deseo perverso, hace esas coalescencias del significante al significado, a las que se prende toda resistencia, en las que toma su pivote toda sugestión, sin que en ello se dibuje nada de alguna astucia de la razón, salvo por ser permeables a ella.

La que las atraviesa, ya que la violencia está excluida, es la retórica refinada de la que el inconsciente nos ofrece el asidero, y la sorpresa -que introduce a ese Otro [Autre] (que ha de dotarse de una A mayúscula) del que, aún dirigiéndose otro [autre] (con a minúscula), invoca la fe, aunque sólo fuese para mentirle.

Es a ese Otro más allá del otro al que el analista deja lugar por medio de la neutralidad con la cual se hace no ser ne-uter, ni el uno ni el otro de los dos que están allí, y si se calla, es para dejarle la palabra.

El inconsciente es ese discurso del Otro en que el sujeto recibe, bajo la forma invertida que conviene a la promesa, su propio mensaje olvidado.

Ese Otro sin embargo sólo está a medio camino de una búsqueda que el inconsciente delata con su arte difícil y cuya ignorancia cuán enterada revelan las paradojas del objeto en Freud; pues si lo escuchamos, es de un rechazo de donde lo real toma existencia; aquello de lo que el amor hace su objeto es lo que falta en lo real; en lo que el deseo se detiene es en la cortina detrás de la cual esa falta está figurada por lo real.

De este argumento, referencia para la discusión, el autor tratará uno o dos puntos.

La comunicación fue hecha en estos términos:

Sin detenerme a preguntarme si el texto de mi argumento partía o no de una idea justa en cuanto a la audiencia que me espera, precisaré que al interrogar así: «Lo que el psicoanálisis nos enseña, ¿cómo enseñarlo?». no he querido dar una ilustración de mi modo de enseñanza. Este argumento sitúa, para que se refiera a ellas, como lo advierto al final, la discusión, las tesis relativas al orden que instituye el psicoanálisis como ciencia, después extrae de ellas los principios por los cuales mantener en ese orden el programa de su enseñanza. Nadie, me parece, si un propósito tal se aplicase a la física moderna, calificaría de sibilino el uso discreto de una fórmula algebraica para indicar el orden de abstracción que constituye: ¿por qué entonces aquí nos quedaríamos frustrados de una experiencia más suculenta?

Tal vez no es necesario indicar que semejante propósito considera rebasado el momento en que se trataba de hacer reconocer la existencia del psicoanálisis
, y, como quien dice, de producir en su favor certificados de buena conducta.

Tomo como establecido que esta disciplina dispone ya, en todo concierto de espíritus autorizados, de un rédito más que suficiente en lo que hace a su existencia calificada

Nadie, en nuestros días, pondrá a cuenta de un desequilibrado, si hay que juzgar su capacidad civil o jurídica, el hecho de hacerse psicoanalizar. Antes bien, cualesquiera que sean sus extravagancias por otra parte, ese recurso será puesto en la cuenta de un esfuerzo de crítica y de control. Sin duda los mismos que hayan aplaudido ese recurso se mostrarán ocasionalmente, al mismo tiempo, mucho más reservados sobre su empleo en cuanto a ellos mismos o a sus allegados. Queda el hecho de que el psicoanalista lleva consigo el crédito que se le abre, a decir verdad con increíble ligereza, de conocer su asunto -y que los más reticentes de sus colegas psiquiatras. por ejemplo, no tienen inconveniente en pasarle la baza en todo un orden de casos con los que no saben qué hacer.

No obstante supongo que los representantes de disciplinas muy diversas de quienes habré de ser oído hoy, han venido, en vista del lugar, bastante como filósofos para que pueda abordarlo con esta pregunta: ¿qué es, a su juicio, ese algo que el análisis nos enseña que le es propio, o lo más propio, propio verdaderamente, verdaderamente lo más, lo más verdaderamente?

Apenas me adelanto si presumo que las respuestas recogidas serían más dispersas que en los tiempos de la primera impugnación del análisis.

Le revolución constituida por la promoción categórica de las tendencias sexuales en las motivaciones humanas se embrollaría en un ensanchamiento de la temática de las relaciones interhumanas, y aún de la «dinámica» psico-sociológica.

La calificación de las instancias libidinales apenas podría eludirse globalmente, pero, mirando más de cerca, se resolvería en relaciones existenciales cuya regularidad, cuya normatividad no las mostrarían llegadas a un estado de domesticación bien notable.

Más allá, veríamos dibujarse una especie de analogismo positivista de la moral y los instintos cuyos aspectos de, conformismo, si no ofenden ya ningún pudor, pueden provocar alguna vergüenza, me refiero a aquella que es sensible al ridículo, y suscitaría el telón -para reducirnos al testimonio de las investigaciones antropológicas.

Aquí los aportes del psicoanálisis parecerían imponentes, si bien acaso tanto más sujetos a caución cuanto más directamente impuestos. Como podría medirse comparando la renovación masiva que el análisis de las mitologías debe a su inspiración, a la formación de un concepto como el de basic personality structure con que los procustos norteamericanos atormentan con su rasero el misterio de las almas pretendidamente primitivas.

Queda el hecho de que no sin razón uno de nosotros, de levantarse entonces, podría conmoveros con todo lo que nuestra cultura propaga que pertenece al nombre de Freud, y afirmar que, cualquiera que sea la ley de su aleación, el orden de su magnitud no es tan incomparable con aquello que vehicula, de buen o de mal grado, de lo que pertenece al nombre de Marx.

Pero también tendríamos en el balance un nombre de Freud más comprometido, y en servidumbres más confusas que el de su parangón.

Sería entonces cuando se volverían ustedes hacia los practicantes para pedirles que decidan tajantemente con lo vivo tomado de su experiencia en cuanto a la sustancia del mensaje freudiano. Pero de referirse tan sólo a la literatura ciertamente abundante en la que confrontan sus problemas técnicos, tendrían ustedes la sorpresa de no encontrar en ella ninguna Iínea más segura, ninguna vía de progresión más decidida

Se encontrarían ustedes más bien con que si algún efecto de desgaste no fue ajeno a la aceptación del psicoanálisis por los medios cultivados, una especie de extraño contragolpe le saldría allí al encuentro, como si algún mimetismo, subordinado el esfuerzo de convencer, hubiera conquistado a los exégetas para sus propios acomodos.

Y tendrían ustedes entonces el malestar de preguntarse si ese «se» impersonal en el que se encontrarían confundidos con los técnicos por reconocer en el simple hecho de su existencia lo que escaparía así a la pregunta de ustedes no sería a su vez demasiado cuestionable en su indeterminación, por no poner en tela de juicio el hecho mismo de ese reconocimiento, si es que aunque fuese solamente para una cabeza pensante, el reconocimiento exige fundarse en una alteridad más firme.

Sepan que esa puesta en tela de juicio es efectivamente la que asumo al plantear mi pregunta, y que en esto yo, analista, me distingo de los que consideran que la puerta cerrada sobre nuestra técnica y la boca cerrada sobre nuestro saber son expedientes suficientes para poner remedio a esa alteridad desfalleciente. Pero ¿cómo recordar a unos analistas que el error encuentra sus seguridades en las reglas con que se protegen las preocupaciones que él engendra, y en la medida del hecho de que nadie ve nada allí?

Y ahora planteemos de nuevo nuestras preguntas para maravillamos de que nadie piense ya en constatarlas con esta simple palabra: el inconsciente, por la razón de que hace mucho tiempo que esa palabra no plantea ya ninguna cuestión para nadie. No plantea ya ninguna cuestión porque no han descansado hasta que su empleo en Freud aparezca ahogado en el linaje de concepciones homónimas a las que él no debe nada, aunque le son antecedentes.

Estas concepciones mismas, lejos de traslaparse entre ellas, tienen en común el constituir un dualismo en las funciones psíquicas, donde el inconsciente se opone al consciente como lo instintivo a lo intelectual, lo automático a lo controlado, lo intuitivo a lo discursivo, lo pasional a lo racionalizado, lo elemental a lo integrado. Estas concepciones de los psicólogos sin embargo han sido relativamente poco permeables a los acentos de armonía natural que la noción romántica del alma había promovido sobre los mismos temas, en cuanto que conservaban en un segundo plano una imagen de nivel que, situando su objeto en lo inferior, lo consideraba confinado allí, incluso contenido por la instancia superior, e imponía en todo caso a sus efectos, para ser recibidos en el nivel de esa instancia, una filtración en la que perdían en energía lo que ganaban en «síntesis».

La historia de estos presupuestos merecería atención bajo más de un aspecto. Empezando por los prejuicios políticos en que se apoyan y que acotan, y que nos remiten nada menos que a un organicismo social que, de la sencillez irrebasable en que se articula en la fábula que le valió la ovación al cónsul Menenio Agripa, apenas ha enriquecido su metáfora sino con el papel consciente otorgado al cerebro en las actividades del mando psicológico para desembocar en el mito ya asegurado de las virtudes del brain trust.

No sería menos curioso comprobar cómo los valores aquí enmascarados obliteran la noción de automatismo en la antropología médica y la psicología prefreudiana, esto con respecto a su empleo en Aristóteles, mucho más abierto a todo lo que le restituye y a la revolución contemporánea de las máquinas.

El uso del término liberación para designar las funciones que se revelan en las desintegraciones neurológicas señala bien los valores de conflicto que conservan aquí, es decir en un lugar en el que nada tiene que hacer, una verdad de proveniencia diferente. ¿Es esa proveniencia auténtica la que Freud recobró en el conflicto que pone en el corazón de la dinámica psíquica que constituye su descubrimiento?

Observemos primeramente eI lugar donde el conflicto es denotado, luego su función en lo real. En cuanto al primero, lo encontramos en los síntomas que sólo abordamos en el nivel en el que no tenemos únicamente que decir que se expresan, sino donde el sujeto los articula en palabras: esto si conviene no olvidar que aquí reside el principio del «parloteo» sin respiro al que el análisis limita sus medios de acción e incluso sus modos de examen, posición que, si no fuera constituyente y no sólo manifiesta en el análisis de los adultos, haría inconcebible toda la técnica incluyendo la que se aplica al niño.

Este conflicto es leído e interpretado en ese texto cuyo enriquecimiento necesita el procedimiento de la asociación libre. Así pues no es sólo la presión obtusa, ni el ruido parásito de la tendencia inconsciente el que se deja oír en ese discurso, sino, si puedo hacer despuntar así lo que vamos a tener que llevar mucho más lejos en ese sentido, las interferencias de su voz.

¿Pero qué sucede realmente con esa voz? ¿Volvemos a encontrar aquí esas fuentes imaginarias cuyos prestigios encarnó el romanticismo en el Volksgeist, el espíritu de la raza? No se ve por que Freud habría excomulgado a Jung, ni qué autorizaría a sus adeptos a proseguir sobre los de Jung su anatema, si fuera este el alcance del simbolismo por medio del cual Freud penetró en el análisis del síntoma definiendo a la vez su sentido psicoanalítico. De hecho, nada más diferente que la lectura que las dos escuelas aplican al mismo objeto. Lo grotesco es que los freudianos hayan mostrado no estar en situación de formular de manera satisfactoria una diferencia tan tajante. El hecho de llenarse la boca con la palabra «científico», y aun con la palabra «biológico», que están, como todas las palabras, al alcance de todas las bocas, no le hace ganar un solo punto más en ese camino, ni siquiera a los ojos de los psiquiatras, a quienes su fuero interno no deja de avisarles sobre el alcance del uso que hacen a su vez de estas palabras en gestiones igualmente inciertas.

La vía por Freud, aquí, sin embargo. no nos es sólo trazada; está pavimentada en toda su longitud con las afirmaciones más macizas, las más constantes y las más imposibles de desconocer. Léasele, abrase su obra en cualquier página, y se encontrará siempre el aparato de este camino real.

Si el inconsciente puede ser objeto de una lectura con la que se han esclarecido tantos temas míticos, poéticos, religiosos, ideológicos, no es que aporte a su génesis el eslabón intermedio de una especie de significatividad de la naturaleza en el hombre, incluso de una signatura rerum más universal, que estaría en el principio de su resurgencia posible en todo individuo. El síntoma psicoanalizable, ya sea normal o patológico, se distingue no solo del indicio diagnóstico, sino de toda forma captable de pura expresividad en que está sostenido por una estructura que es idéntica a la estructura del lenguaje. Y con esto no diremos una estructura que haya que situar en una semiología cualquiera pretendidamente generalizada que hay que sacar de su limbo, sino la estructura del lenguaje tal como se manifiesta en los lenguajes que llamaré positivos, los que son efectivamente hablados por masas humanas.

Esto se refiere al fundamento de esta estructura, o sea a la duplicidad que somete a leyes distintas los dos registros que se anudan en ella: del significante y del significado. Y la palabra registro designa aquí dos encadenamientos tomados en su globalidad, y la posición primera de su distinción suspende a priori del examen toda eventualidad de hacer que estos registros se equivalgan término por término, cualquiera que sea la amplitud en que se los detenga. (De hecho semejante equivalencia se revela infinitamente más compleja que ninguna correspondencia biunívoca, cuyo modelo solo es concebible por un sistema significante a otro sistema significante, según la definición que da de ello la teoría matemática de los grupos.)

Así, si el síntoma puede leerse, es porque él mismo está ya inscrito en un proceso de escritura. En cuanto formación particular del inconsciente, no es una significación, sino su relación con una estructura significante que lo determina. Si nos permiten el juego de palabras, diremos que de lo que se trata es siempre de la concordancia del sujeto con el verbo.

Y en efecto a lo que nos remite el descubrimiento de Freud es a la enormidad de ese orden en que hemos entrado, en el que, si así puede decirse, hemos nacido por segunda vez, saliendo del estado nombrado con justicia infans, sin palabra: o sea el orden simbólico constituido por el lenguaje, y el momento del discurso universal concreto y de todos los surcos abiertos por él hasta esta hora en los que hemos tenido que acomodarnos.

Pues la noción plena que articula aquí mi propósito va mucho más allá del aprendizaje intencional, y aun nocional al que el horizonte limitado de los pedagogos ha querido reducir las relaciones del individuo con el lenguaje.

Si se trata en efecto para el hombre de alojarse en un «medio» que tiene tantos derechos a nuestra consideración como las aristas, erradamente consideradas como las únicas generadoras de experiencia, de lo real, el descubrimiento de Freud nos muestra que este medio del simbolismo es bastante consistente para hacer incluso inadecuada la locación que diría del alojamiento en cuestión que no viene solo, pues justamente lo grave es que viene solo, incluso cuando anda mal.

Dicho de otra manera, esa enajenación que nos habían descrito desde hace algún tiempo con exactitud, aunque en un plano un poco panorámico, como constituyendo las relaciones entre los hombres sobre el fundamento de las relaciones de su trabajo con los avatares de su producción, esa enajenación, decimos, aparece ahora en cierto modo redoblada, por desprenderse en una particularidad que se conjuga con el ser bajo especies que no hay más remedio que llamar no progresistas. Esto sin embargo no es bastante para hacer que se califique este descubrimiento de reaccionario, cualquiera que sea el uso cómplice para el que haya podido emplearse. Antes bien se explicaría uno así la displicencia rabiosa de las costumbres pequeño-burguesas que parece formar el cortejo de un progreso social que desconoce en todos los casos su resorte: pues actualmente es en la medida en que ese progreso es sufrido en la que autoriza el psicoanálisis, y en la medida en que se pone en acción en la que lo proscribe, gracias a lo cual el descubrimiento freudiano no ha rebasado todavía en sus efectos los que Diógenes esperaba de su linterna.

Nada sin embargo que contradiga la amplia dialéctica que nos hace siervos de la historia sobreponiendo sus ondas a la mescolanza de nuestras grandes migraciones, en esto que liga a cada uno de nosotros a un girón de discurso más vivo que su vida misma, si es verdad que, como dice Goethe, cuando «lo que está sin vida está vivo, puede igualmente producir la vida» .

Es también que de ese girón de discurso, a falta de haber podido proferirlo por la garganta, cada uno de nosotros está condenado, para trazar su línea fatal, a hacerse su alfabeto vivo Es decir que en todos los niveles de la actuación de su marioneta, toma prestado algún elemento para que su secuencia baste para dar testimonio de un texto, sin el cual el deseo transmitido en él no sería indestructible,

Y aun esto es hablar demasiado de lo que damos a ese testimonio, siendo así que en su mantenimiento nos distiende lo bastante para transmitir sin nuestra conformidad su cifra transformada a su linaje filial. Pues aun si no hubiese nadie para leerla durante tantos siglos como los jeroglíficos del desierto, seguiría siendo tan irreductible en su absoluto de significante como éstos habrían seguido siendo al movimiento de las arenas y al silencio de las estrellas, si ningún ser humano hubiera venido a devolverlos a una significación restituida.

Y de esta irreductibilidad participa el humo frágil del sueño como el rébus [jeroglífico] en el fondo del plato (considerados por Freud como semejantes en su elaboración), el tropiezo de la conducta como la errata del libro (uno y otro logrados en su significancia más bien que significaciones fallidas), y la futilidad de la frase ingeniosa de la que a partir de su técnica Freud nos muestra que su alegría propia reside en hacernos participar en la dominancia del significante sobre las significaciones más pesadas de llevar de nuestro destino.

¿No son estos, en efecto, los tres registros, objeto de las tres obras primordiales donde Freud descubrió las leyes del inconsciente y donde, si ustedes las leen o las releen con esta clave, tendrán la sorpresa de comprobar que Freud, al enunciar estas leyes en detalle, no hizo sino formular de antemano las que Ferdinand de Saussure sólo habría de sacar a luz algunos años más tarde, abriendo el surco de la lingüística moderna?

No puedo aquí pensar en hacer un cuadro de concordancia cuya rapidez podrían ustedes objetarme con justicia. He indicado en otro lugar a qué responden en la relación fundamental del significado con el significante la condensación, el desplazamiento,la condición de representabilidad y las secuéncias en las que es significativo que Freud haya buscado desde el primer momento el equivalente de una sintaxis.

Quiero indicar solamente el hecho de que del más simple al más complejo de los síntomas, la función del significante se muestra en ellos prevalente, por tomar en ella su efecto ya al nivel del juego de palabras. Como se ve, por ejemplo, en ese extraordinario análisis del principio del mecanismo del olvido (1898), donde la relación del síntoma con el significante parece surgir enteramente armado de un pensamiento sin precedente.

Recordarán ustedes esa punta quebrada de la espada de la memoria: el signor del nombre de Signorelli, para Freud imposible de evocar como autor del fresco célebre del Anticristo en la catedral de Orvieto, mientras que los detalles y la figura misma del pintor que se inscribe en éI no parecen sino acudir más vivamente a su recuerdo. Es que signor, con el Herr, el Amo absoluto, es aspirado y reprimido por el soplo de apocalípsis que se alza en el inconsciente de Freud ante los ecos de la conversación que está sosteniendo: perturbación, insiste el a este propósito, de un tema que acaba de emerger por un tema precedente -que efectivamente es el de la muerte asumida

Es decir que volvemos a encontrar aquí la condición constituyente que Freud impone al síntoma para que merezca ese nombre en el sentido analítico, es que un elemento mnésico de una situación anterior privilegiada se vuelva a tomar para articular la situación actual, es decir que sea empleado en ella inconscientemente como elemento significante con el efecto de modelar la indeterminación de lo vivido en una significación tendenciosa. ¿No es esto haberlo dicho todo?

Entonces me consideraré exento de una referencia de los efectos del inconsciente a la doble edificación de la sincronía y de la discronía, que, por necesaria que sea, no carecería de pedantismo ante semejante reunión, con una fábula apta para hacer surgir, en una especie de estereoscopia, a la vez el estilo del inconsciente y la respuesta que le conviene.

Si el inconsciente parece en efecto volver a dar un soporte al proverbio bíblico que dice que «los padres comieron uvas agraces y que los hijos han tenido dentera por ello», es a partir de un reajuste que da tal vez satisfacción a la caducidad en que Jeremías lo precipita al citarlo.

Pues diremos que porque ha sido dicho que «las uvas agraces que comieron los padres dan dentera a los hijos», por eso el hijo para quien esas uvas son en efecto demasiado verdes por ser las de la decepción que le trae demasiado a menudo, como todos saben, la cigüeña, revestirá su rostro con la máscara de la zorra.

Sin duda las lecciones de una mujer de genio que ha revolucionado nuestro conocimiento de las formaciones imaginarias en el niño, y cuyos temas reconoce todo iniciado si tengo el capricho de llamarla la tripera, nos enseñarán a decir al niño que las uvas, malos objetos, bien quisiera arrancarlas de las tripas de la cigüeña y que por eso tiene miedo de la zorra. No digo que no. Pero tengo más confianza en la fábula de La Fontaine para introducirnos en las estructuras del mito, es decir en lo que necesita la intervención de ese cuarto término inquietante cuyo papel, como significante en la fobia, me parece mucho más móvil,

Dejen ese mecanismo a nuestro estudio, y retengan únicamente la moraleja que ese apólogo encuentra en mi voto de que la referencia al texto sagrado, Jeremías 31-29, si no es enteramente inconcebible encontraría en el inconsciente, no haga automáticamente, la expresión viene al pelo, interrogarse al analista sobre la persona del «ambiente» del paciente, como se dice desde hace algún tiempo, cuyo número de teléfono sería.

Este joke, bueno o malo, ustedes imaginarán que no por azar lo arriesgo perdidamente ligado a la letra, pues es por la marca de arbitrariedad propia de esta como se explica la extraordinaria contingencia de los accidentes que dan al inconsciente su verdadero rostro.

Así una bofetada -al reproducirse a través de varias generaciones, violencia pasional primero, luego cada vez más enigmática al repetirse en los argumentos compulsivos cuya construcción parece más bien determinar a la manera de una historia de Raymond Roussel, hasta no ser ya más que el impulso que puntúa con su síncopa una desconfianza del sexo casi paranoica- nos dirá más por insertarse como significante en un contexto donde un ojo aplicado a una rendija, unos personajes menos caracterizados por su psicología real que por perfiles comparables a los de Tartaglia o de Pantaleón en la Commedie dell’arte, volverán a encontrarse de edad en edad en un cañamazo transformado -para formar las figuras del tarot de donde habrán salido realmente, aunque sin que el sujeto lo sepa, las elecciones, decisivas para su destino, de objetos desde entonces cargados para éI de las más desconcertantes valencias

Añado que sólo así estas afinidades, fuente de desórdenes indominables mientras permanecen latentes, podrán reconocerse, y que ninguna reducción más o menos decorativa de su paradoja a relaciones de objetos, prefabricadas en el cerebro de mentecatos más instruidos en el correo sentimental que en su ley, tendrá sobre ellas más efecto que el de intentar someterlas a una técnica correctiva de las emociones que serían putativamente su causa.

Porque es en efecto a esto a lo que han llegado los psicoanalistas por la única vía de la vergüenza que vino a apoderarse de ellos cuando, queriendo hacer reconocer su experiencia, tan integramente tejida desde sus orígenes con esa estructura de ficción tan verídica, escucharon que les oponían con la gravedad inflada propia del pretor que a causas mínimas no era usual imputar consecuencias tan graves, y que incluso encontrándole. cañamazos generales no se lograría sino perder aún más la razón de por qué sólo unos cuantos padecerían de eso y no todos,

Es por falta de una elaboración de la naturaleza del inconsciente (aunque el trabajo hubiera sido ya masticado por Freud, por el solo hecho de que dice que está sobredeterminada, ¿pero quién retiene este término para darse cuenta de que no vale sino para el orden del lenguaje?), por lo que, dado que la falsa vergüenza de los analistas en cuanto al objeto de su actividad engendra su aversión, y esa aversión engendra la pretensión, y la pretensión la hipocresía y la impudicia juntas, cuyo linaje pululante detengo aquí, llegaron finalmente a bautizar liebre del don oblativo el gato de la copulación genital, y a proclamar el yo del analista como el expediente electivo de la reducción de los desvíos del sujeto para con la realidad -esto por ningún otro medio sino por una identificación con ese yo cuya virtud no puede por lo tanto provenir sino de la identificación con otro yo que, si es el de otro psicoanalista, exige recurrir a algún parangón de la relación con lo real. Pues nada ni nadie, hay que decirlo hasta una época reciente, en la selección del analista, ni en su formación, ha dado nunca manifestaciones ni ha pensado en ocuparse de sus prejuicios conscientes más enceguecedores sobre el mundo en que vive, ni de su ignorancia manifiesta en estas amenidades del rudimento de humanidades que se requiere para orientarlo en la realidad de sus propias operaciones

Porque de esta relación del hombre con el significante es de lo que las humanidades dibujan la experiencia, y es en ella donde las situaciones generadoras de lo que llamamos la humanidad se instituyen, como lo atestigua el hecho de que Freud en pleno cientificismo se haya visto llevado no sólo a volver a tomar para nuestro pensamiento el mito de Edipo, sino a promover en nuestra época un mito de origen, bajo la forma de un asesinato del padre que la ley primordial habría perennizado, según la fórmula con que hemos connotado la entrada del simbolismo en lo real: «dándole otro sentido»,

Parejamente, con toda la contingencia que la instancia del significante imprime en el inconsciente, no hace sino alzar con mayor seguridad ante nosotros la dimensión que ninguna experiencia imaginable puede permitirse deducir de lo dado de una inmanencia viva, a saber la cuestión del ser o mejor dicho la pregunta a secas, la de «¿por qué uno mismo?», por la que el sujeto proyecta en el enigma su sexo y su existencia,

Esto es lo que, en la misma página donde subrayaba yo «en el drama patético de la neurosis . ., los aspectos absurdos de una simbolización desconcertada cuyo quid pro quo cuanto más se le penetra más irrisorio aparece», me hizo escribir, restituyendo aquí su alcance a la autoridad paterna tal como Jeremías y Ezequiel en eI pasaje anteriormente citado nos la muestran en el principio del pacto significante, y conjugándola como conviene, con los términos bíblicos de que hace uso la autora, del himno de batalla norteamericano, a la maldición de la madre:

«Pues la uva agraz de la palabra por la cual el niño recibe demasiado temprano de un padre la autentificación de la nada de la existencia, y el racimo de la ira que responde a las palabras de falsa esperanza con que su madre lo ha embaucado al alimentarlo con la leche de su verdadera desesperanza, le dan más dentera que el haber sido destetado de un goce imaginario o incluso el haber sido privado de tales cuidados reales»

No nos asombrará en efecto darnos cuenta de que la neurosis histérica como la neurosis obsesiva suponen en su estructura los términos sin los cuales el sujeto no puede tener acceso a la noción de su facticidad respecto de su sexo en una, de su existencia en la otra. A lo cual una y otra de estas estructuras constituyen una especie de respuesta.

Respuestas sometidas sin duda a la condición de que se concreten en una conducta del sujeto que sea su pantomima, pero que no por ello tienen menos títulos a esa calidad de «pensamiento formado y articulado» que Freud otorga a esas formaciones del inconsciente más cortas que son el síntoma, el sueño y el lapsus.

Por eso precisamente es un error considerar las respuestas como simplemente ilusorias. Incluso imaginarias sólo lo son en la medida en que la verdad hace aparecer en ellas su estructura de ficción,

La cuestión de saber por qué el neurótico «se engaña», de su punto de partida está mejor orientado, muestra demasiado a menudo, derivando en la bobada de una función cualquiera de lo real, el deslizamiento de pies planos en que los analistas han dado una voltereta con los predecesores de Freud en un camino hecho más para la pezuña de una cabra divina.

Como por lo demás, hay más ingenio en la forma escrita de una palabra que en el empleo que hace de ella un pedante, el «se», de ,»se engaña», que sería un error aislar como representante del neurótico en un análisis lógico del verbo que da a su pasión la forma deponente, merece que se le reserve la suerte de indicar la vía en la que Freud no se sobresaltó. Basta voltear sobre éI la pregunta convirtiéndola en éstos términos: «¿A quién engaña el neurótico?»

Repitamos que estamos aquí a diez mil pasos por encima de la cuestión de saber de quién se burla (pregunta de la que el neurólogo impenitente no puede resolverse a no convertirse en el blanco).

Pero además hay que articular que el otro que es aquí el partenaire de una estrategia íntima no se encuentra forsozamente entre los individuos, únicos puntos que se acepta que sean unidos por vectores relacionales en los mapas en que la moderna psicología del campo social proyecta sus esquemas,

El otro puede ser esa imagen más esencial para el deseo del vivo que el vivo al que debe abrazar para sobrevivir por medio de la lucha o del amor. Pues la etología animal nos confirma el orden del engaño, por el cual procede la naturaleza para forzar a sus criaturas hacia sus vías. Que el fantoche, el simil o el espejo sustituyan fácilmente al fenotipo para hacer caer al deseo en la trampa de su vacío es cosa bastante reveladora sobre la función que puede tomar en el hombre ese otro genérico, si se sabe por otra parte que es subordinando a él sus tendencias como el hombre aprende lo que llama ser amo de éstas.

Pero hombre o mujer, puede que no tenga nada que presentar al otro real más que ese otro imaginario en el que no ha reconocido su ser. ¿Entonces cómo puede alcanzar su objeto?. Por un intercambio de lugares entre sus galanes, diremos si confiamos desde ese momento a la dama la demostración del paso de la histérica.

Pues ese otro real no puede encontrarlo sino de su propio sexo, pues es en ese más allá donde llama a lo que puede darle cuerpo, y no por no haber sabido tomar cuerpo más acá, A falta de respuesta de ese otro, le significará una constricción corporal haciéndolo capturar por los oficios de un hombre de paja, sustituto del otro imaginario en el que se ha enajenado menos que ha quedado ante él detenida.

Así la histérica se pone a prueba en los homenajes dirigidos a otra, y ofrece la mujer en la que adora su propio misterio al hombre del que toma el papel sin poder gozarlo. Incansablemente en busca de lo que es ser una mujer, no puede sino engañar a su deseo, puesto que ese deseo es el deseo del otro, a falta de haber satisfecho la identificación narcisista que la hubiera preparado para satisfacer al uso y al otro en posición de objeto.

Dejando por ahora allí a la dama, regresaremos a lo masculino para el sujeto de la estrategia obsesiva. Señalemos de pasada a la reflexión de ustedes que ese juego tan sensible a la experiencia y que el análisis hace manifiesto no ha sido nunca articulado en estos términos.

Aquí, es a la muerte a la que se trata de engañar con mil astucias, y ese otro que es el yo del sujeto entra en juego como un soporte de la apuesta de las mil hazañas que son las únicas que le aseguran el triunfo de sus astucias.

La seguridad que la astucia toma de la hazaña se replica con las seguridades que la hazaña toma en la astucia. Y esa astucia que una razón suprema sostiene de un campo fuera del sujeto que se llama el inconsciente es también aquella cuyo medio como su fin le escapan. Porque ella es la que retiene al sujeto, y aun le arrebata fuera del combate, como Venus hizo con París, haciéndole estar siempre en otro lugar que aquel donde se corre el riesgo, y no dejar en el lugar sino una sombra de sí mismo, pues anula de antemano la ganancia como la pérdida, abdicando en primer lugar el deseo que está en juego.

Pero el goce del que el sujeto queda así privado es mantenido al otro imaginario que lo asume como goce de un espectáculo: a saber el que ofrece el sujeto en la jaula, donde con la participación de algunas fieras de lo real, obtenida casi siempre a expensas de ellas, prosigue la proeza de los ejercicios de alta escuela con la que da sus pruebas de estar vivo.

El hecho sin embargo de que se trate solamente de dar pruebas conjura bajo cuerda a la muerte tras el desafío que se le lanza. Pero todo el placer es para ese otro al que no es por sacar de su sitio sin que la muerte se desencadenase, pero del que se espera que la muerte acabe con él.

Así es como del otro imaginario la muerte viene a tomar el semblante, y que a la muerte se reduce el Otro real. Figura límite para responder a la pregunta sobre la existencia.

La salida de estos callejones sin salida es impensable, decíamos, por ninguna maniobra de intercambio imaginario puesto que es en eso en lo que son callejones sin salida.

Sin duda la reintegración del sujeto en su yo es concebible, y esto tanto más cuanto más lejos, contrariamente a una idea en boga en el psicoanálisis de hoy, de ser débil se encuentre ese yo, se ve por lo demás en el concurso que el neurótico, ya sea histérico u obsesivo, obtiene de sus semejantes supuestamente normales en esas dos tragedias -contrariadas bajo muchos aspectos, pero de las que hay que observar que la segunda no excluye a la primera, puesto que, incluso elidido, el deseo sigue siendo sexual (que se nos perdone atenernos a estas indicaciones).

Pero la vía que alguien se propusiera así sería un error, puesto que no puede conducir al sujeto sino a una enajenación reforzada de su deseo, o sea a alguna forma de inversión, en la medida en que su sexo está en juego -y para la puesta en duda de su existencia, no es una destrucción de la tendencia (invocada ,sin límite en el psicoanálisis desde que el autor de la palabra afanisis introdujo su sinsentido analítico, sensible ya bajo la vergüenza de su forrna culta), sino a una especie de pat del deseo, que tampoco es lo que llaman ambivalencia, sino una imposibilidad de maniobrar que reside en el estatuto mismo de la estrategia.

La salida puede ser aquí catastrófica, sin dejar de ser satisfactoria. Baste evocar lo que sucedería de tratar a un rengo quitándole una pierna. En una sociedad donde se afirma la regla de andar rengueando, salvo que se haga uno llevar por las piernas de otro, esto puede convenir, y deja al sujeto todas sus oportunidades en las competencias colectivas de la pirámide y del ciempiés.

 Pero la solución es de buscarse por otro lado, por el lado del Otro [Autre], distinguido por una A mayúscula, bajo cuyo nombre designamos un lugar esencial a la estructura de lo simbólico. Ese Otro es exigido para situar en lo verdadero la cuestión del inconsciente, es decir para darle el término de estructura que  hace de toda la secuencia de la neurósis una cuestión y no un engaño: distinción que muestra un relieve en el hecho de que el sujeto no ejerce sus engaños sino para «desviar la cuestión».

Ese Otro, lo he dicho muchas veces, no es sino el aval de la Buena Fe necesariamente evocada, aunque fuese por el Engañador, en cuanto se trata no ya de los episodios de la lucha o del deseo, sino del pacto de la` palabra.

Sólo desde el lugar del Otro puede el analista recibir la investidura de la transferencia que lo habilita a desempeñar su papel legítimo en el inconsciente del sujeto, y a tomar allí Ia palabra en intervenciones adecuadas a una dialéctica cuya particularidad esencial se define por lo privado.

Todo otro lugar para el analista lo lleva a una relación dual que no tiene más salida que la dialéctica de desconocimiento, de denegación y de enajenación narcisista a propósito de la cual Freud machaca en todos los ecos de su obra que es asunto del yo.

Ahora bien, es en la vía de un refuerzo del yo donde el psicoanálisis de hoy pretende inscribir sus efectos, por un contrasentido total sobre el resorte por medio del cual Freud hizo entrar el estudio del yo en su doctrina, a saber a partir del narcisismo y para denunciar en éI la suma de las identificaciones imaginarias del sujeto.

En una concepción tan contraria como retrógrada, se supone que el yo constituye el aparato de una relación con la realidad, cuya noción estática no tiene ya nada que ver con el principio de realidad que Freud instituyó en su relación dialéctica con el principio de placer.

A partir de allí, ya no se apunta sino a hacer entrar los desvíos imaginarios, provocados en el sujeto por la situación analítica, en los términos reales de esa situación considerada como «tan simple». El hecho de que estimule esos desvíos podría hacernos dudar de esa simplicidad, pero habrá que creer que desde el punto de vista real, es simple efectivamente, e incluso lo bastante para parecer un poco encerrada, puesto que no hay sacrificios en los que el analista no se muestre dispuesto a consentir para ponerle remedio.

Sacrificios puramente imaginarios felizmente, pero que llegan por ofrecerse como pasto a una fellatio imaginaria, extraño sustituto de la filiatio simbólica, pasando por la abolición de la molesta distancia al objeto que constituye todo el mal del neurótico, hasta la confesión fanfarrona de las complicidades propicias reconocidas en la contratransferencia, sobre el fondo de chapoteantes errancias referentes a las condiciones del levantamiento de la dependencia y la vía más apropiada para la indemnización de la frustración (término ausente en Freud) -sin omitir en los niños perdidos aun más extrañas excursiones, en una referencia al miedo por ejemplo, que, por hacer nula y no recibida toda la elaboración significante de la fobia, se conformaría con un antropoide ideal para su destilación terapéutica, si el eslabón faltante de la descarga de adrenalina en el refuerzo del aparato del yo pudiese llegar a darle alguna verosimilitud. En ese extremo del absurdo, la verdad se manifiesta ordinariamente por una mueca, es lo que sucede en efecto cuando se oye de la misma cosecha una invocación lacrimosa a la bondad, ¡bendito sea Dios!

Este frenesí en la teoría manifiesta en todo caso una resistencia del análisis al analista, respecto de la cual sólo puede aconsejarse a éste que la tenga en cuenta para determinar la parte de su propia resistencia en las manifestaciones de sus analizados. Esto invocando al cielo para que sea más demente para con ellos que para con el análisis, del que puede decir hoy en día como Antony de su amante: me resistía; la asesiné.

El cuadro de su práctica no es tan sombrío felizmente. Alguien ante quien se repite siempre en el momento fijado sobre la muralla el fenómeno de la inscripción de las palabras «Mane, Thecel, Phares», aunque estuviesen trazados en caracteres cuneiformes, no puede ver indefinidamente en ellos solamente festones y astrágalos. Incluso si lo dice como se lee en el poso del café, lo que leerá no será nunca tan estúpido, con tal de que lea, aunque fuese como Monsieur Jourdain sin saber lo que es leer.

Pues aquí las piedras de Mariette no faltan para rectificar su lectura, aunque no sea más que en las «defensas», que son patentes sin ir a buscar más lejos que las verbalizaciones del sujeto. Tal vez no sepa a qué santo encomendarse para dar cuenta de esas defensas y podrá embrollarse en la concepción del lazo sutil que une el texto del palimpsesto al que, emborronando bajo el fondo, repite sus formas y sus tintes. No podrá hacer que no se desprenda de este ejercicio de discernimiento una vida de intenciones singular. Se verá pues lanzado, por mucho que haga, al corazón de las perplejidades de la dirección espiritual que se han elaborado desde hace siglos en la vía de una exigencia de verdad, exigencia ligada a una personificación sin duda cruel de ese Otro, pero que, por esforzarse en hacer tabla rasa de todo otro afecto en los riñones o en los corazones, no había sondeado demasiado mal sus repliegues. Y esto basta para hacer evolucionar al psicoanalista en una región que la psicología de facultad nunca ha considerado sino con impertinentes.

Esto es lo que hace mucho más enigmático, en primer lugar que alguien se crea dispensado, en nombre de no se qué parodia de la crítica social, de interrogar más allá a una subestructura que toma por análoga a la producción a la vez que la considera natural -y que alguien después se proponga como tarea hacer entrar todo ello en el redil de dicha psicología, calificada para el caso de general, con el resultado de paralizar toda investigación reduciendo sus problemas a términos discordantes, o aún haciendo inutilizable la experiencia a fuerza de desfigurarla.

Sin duda es débil la responsabilidad del psicoanálisis en esa especie de chancro constituido por las coartadas recurrentes del psicologismo, en un area social que cubre su irresponsabilidad con lo que tuvo de significante la palabra: liberal.

La verdadera cuestión no es que esa derivación esterilizante de la investigación, que esa complicidad degradante de la acción sean alentadas y sostenidas por las dimisiones en cadena de la crítica en nuestra cultura. Es que sean en el psicoanálisis mantenidas y protegidas, nutridas por la institución misma que distingue, no lo olvidemos, gracias a la intención expresa de Freud, a la colectividad de los analistas de una sociedad-científica fundada sobre una práctica común. Queremos decir: la institución internacional misma que Freud fundó para preservar la transmisión de su descubrimiento y de su método.

¿Habrá errado pues su meta aquí solamente?

Para responder a esta pregunta, mencionemos en primer lugar que ningún «instituto» actualmente auspiciado por esa institución en el mundo ha intentado todavía tan siquiera reunir el ciclo de estudios cuya intención y cuya extensión Freud definió tantas y tantas veces como exclusivas de todo sustituto, incluso político, de una integración a la enseñanza médica oficial tal como el podía verla en su tiempo por ejemplo.

La enseñanza en esos institutos no es más que una enseñanza profesional y, como tal, no muestra en sus programas ni plan ni mira que rebase los sin duda loables de una escuela de dentistas (la referencia ha sido no sólo aceptada sino proferida por los interesados mismos): en la materia sin embargo de que se trata, esto no llega más arriba que la formación del enfermero calificado o de la asistenta social, y quienes introdujeron allí una formación, usual y felizmente más elevada por lo menos en Europa, siguen recibiéndola de un origen diferente.

Esto pues no se discute. Los institutos no son la institución, y de ésta habría que hacer la historia para captar en ella las implicaciones autoritarias por las cuales se mantiene la extraordinaria sujeción a la que Freud destinó a su posteridad, a la que apenas nos atrevemos en este caso a calificar de espiritual.

He invocado en otro lugar los documentos biográficos que nos permiten concluir que esto Freud lo quiso deliberadamente hasta el punto de aprobar por escrito que fuesen censurados por un colegio secreto aquellos a los que encargaba de las más altas responsabilidades por el solo hecho de legarles sus técnicas.

No es difícil mostrar qué desprecio de los hombres sentía Freud cada vez que su espíritu llegaba a confrontarles con ese encargo considerado por él por encima de sus posibilidades Pero ese desprecio quedaba en aquel momento consolidado por los abandonos repetidos en los que había medido la inadecuación mental y moral de sus primeros adeptos. Espíritus y caracteres que está perfectamente claro que sobrepasaban de lejos a los mejores como a la multitud de los que, desde entonces, se han esparcido a través del mundo con su doctrina. La falta de fe, por lo demás, no recibe de este último hecho ninguna sanción, puesto que se ejerce forzosamente en el sentido de los efectos que presume.

Creo pues que aquí Freud obtuvo lo que quiso: una conservación puramente formal de su mensaje, manifiesta en el espíritu de autoridad reverencial en que se cumplen sus alteraciones más manifiestas. No hay, en efecto, un dislate proferido en el insípido fárrago que es la literatura analítica que no tenga cuidado de apoyarse con una referencia al texto de Freud de suerte que en muchos casos, si el autor no fuera, además, un afiliado de la institución, no se encontraría más señal de la calificación analítica de su trabajo.

Gracias a eso, no hay que dudarlo, en vista de las condiciones de este período histórico, han permanecido inquebrantables los conceptos fundamentales de Freud. Deben su valor de significantes no presentes al hecho de haber quedado en gran parte incomprendidos.

Pienso que Freud quiso que así fuese hasta el día en que sus conceptos, de los que he indicado en cuánto se adelantaron a las otras ciencias humanas, pudieran finalmente ser reconocidos, en su ordenamiento flexible, pero imposible de romper sin desanudarlos.

Esto haría inevitable la represión que se ha producido de la verdad cuyo vehículo eran, y la extraordinaria cacofonía que constituyen actualmente los discursos de sordos a los que se entregan en el interior de una misma institución unos grupos, y en el interior de los grupos unos individuos, que no se entienden entre ellos sobre el sentido de uno solo de los términos que aplican religiosamente a la comunicación como a la dirección de su experiencia, discursos que sin embargo ocultan esas manifestaciones vergonzosas de la verdad que Freud reconoció bajo el modo del retorno de lo reprimido.

Todo retorno a Freud que de materia a una enseñanza digna de ese nombre se producirá únicamente por la vía por la que la verdad más escondida se manifiesta en las revoluciones de la cultura. Esta vía es la única formación que podemos pretender transmitir a aquellos que nos siguen. Se llama: un estilo.