Escritos de Lacan: Posición del inconsciente

Henri Ey -con toda la autoridad con que domina el medio psiquiátrico francés- había reunido en su servicio del hospital de Bonneval una amplísima concurrencia de especialistas, sobre el tema del inconsciente freudiano (30 de octubre-2 de noviembre de 1960).

El informe de nuestros alumnos Laplanche y Leclaire promovió allí una concepción de nuestros trabajos que, publicada en les Temps Modernes, desde entonces es testimonio, aunque manifiesta de uno a otro una divergencia.

Las intervenciones que se aportan a un Congreso, cuando el debate pone algo en juego, exigen a veces un comentario para que se las sitúe.

Y basta con que la remodelación de los textos se practique de manera general para que la tarea se haga ardua.

Pierde además su interés con el tiempo que necesitan esas remodelaciones. Pues habría que sustituirle lo que sucede en ese tiempo considerado como tiempo lógico.

En pocas palabras, tres años y medio después, por no haber tenido apenas ocio para supervisar el intervalo, tomamos una determinación que Henri Ey, en el libro sobre ese Congreso que publicará la editorial Desclée de Brouwer presenta de esta manera:

«Este texto», escribe, «resume las intervenciones de J. Lacan, que constituyeron por su importancia el eje mismo de todas las discusiones. La redacción fue condensada por Jacques Lacan mismo en estas páginas escritas, en marzo de 1964, a petición mía»

El lector habrá de admitir que para nosotros ese tiempo lógico haya podido reducir las circunstancias a la mención que se hace de ellas, en un texto que se encabeza con una más í’ntima reunión.
(1966)
En un coloquio como éste, que reúne en convivencia, atendiendo a la técnica de cada uno, a filósofos, psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, el comentario falla en ponerse de acuerdo sobre el nivel de verdad en que se mantienen los textos de Freud.

Es preciso, sobre el inconsciente, ir a los hechos de la experiencia freudiana.

El inconsciente, es un concepto forjado sobre el rastro de lo que opera para constituir al sujeto.

El inconsciente no es una especie que define en la realidad psíquica el círculo de lo que no tiene el atributo (o la virtud) de la conciencia.

Puede haber fenómenos que corresponden al inconsciente bajo estas dos acepciones: no por ello dejan de ser la una a la otra extrañas. No tienen entre sí más relación que de homonimia.

El peso que damos al lenguaje como causa del sujeto nos obliga a precisar: la aberración florece de rebajar el concepto primero indicado, aplicándolo a los fenómenos ad libitum registrables bajo la especie homónima; restaurar el concepto a partir de esos fenómenos no es pensable.

Acusemos nuestra posición sobre el equívoco a que se prestarían el es y el no es de nuestras posiciones iniciales.

El inconsciente es lo que decimos, si queremos entender lo que Freud presenta en sus tesis.

Decir que el inconsciente para Freud no es lo que llaman así en otras partes poco añadiría si no se entendiese lo que queremos decir: que el inconsciente de antes de Freud no es pura y simplemente. Esto porque no denomina nada que valga más como objeto, ni que merezca que se le dé más existencia, que lo que se definiría situándolo en el in-negro.

El inconsciente antes de Freud no es nada más consistente que ese in-negro, o sea el conjunto de lo que se ordenaría por los sentidos diversos de la palabra negro, por el hecho de que rechazase el atributo (o la virtud) de la negrura (física o moral) .

¿Qué hay en común -para tomar las definiciones, unas ocho, que Dwelshauvers colecciona en un libro antiguo (1916), pero no tan pasado de fecha debido a que su carácter heteróclito no se vería reducido si se lo rehiciese en nuestros días-, qué hay en común efectivamente entre el inconsciente de la sensación (en los efectos de contraste o de ilusión llamados ópticos), el inconsciente de automatismo que desarrolla el hábito, el coconsciente (?) de la doble personalidad, las emergencias ideicas de una actividad latente que se impone como orientada en la creación del pensamiento, la telepatía que algunos quieren referir a esta última, el fondo adquirido, incluso integrado a la memoria, lo pasional que nos sobrepasa en nuestro carácter, lo hereditario que se reconoce en nuestras naturalezas, el inconsciente racional finalmente o el inconsciente metafísico que implica el «acto del espíritu»?

(Nada en todo esto se parece, sino por confusión, por lo que los psicoanalistas le han adjuntado de oscurantismo, al no distinguir el inconsciente del instinto, o como dicen ellos de lo instintual -de lo arcaico o de lo primordial, en una ilusión decisivamente denunciada por Claude Levi-Strauss -hasta de Io genético de un pretendido «desarrollo».)

Decimos que no hay nada en común que pueda fundarse en una objetividad psicológica, aun si ésta hubiera sido extendida a partir de los esquemas de una psicopatología, y que ese caos no es sino el reflector para revelar de la psicología el error central. Ese error es considerar unitario el propio fenómeno de la conciencia, hablar de la misma conciencia, considerada como poder de síntesis, en la playa soleada de un campo sensorial, en la atención que Io transforma, en la dialéctica del juicio y en la ensoñación común.

Ese error reposa sobre la transferencia indebida a esos fenómenos del mérito de una experiencia de pensamiento que los utiliza como ejemplos.

El cogito cartesiano es de esa experiencia la hazaña insigne, tal vez terminal, por cuanto alcanza una certidumbre de saber. Pero no hace sino denunciar mejor lo que tiene de privilegiado el momento en que se apoya, y cuán fraudulento resulta extender su privilegio, para darles con él un estatuto, a los fenómenos provistos de conciencia.

Para la ciencia, el cogito marca por el contrario la ruptura con toda seguridad condicionada en la intuición.

Y la latencia buscada de ese momento fundador, como Selbstbewusstsein, en la secuencia dialéctica de una fenomenología del espíritu por Hegel reposa sobre el presupuesto de un saber absoluto.

Todo demuestra por el contrario en la realidad psíquica, sea cual sea la manera en que se ordena su textura, la distribución, heterótopa en cuanto a los niveles y en cada uno errática, de a conciencia.

La única función homogénea de la conciencia está en la captura imaginaria del yo por su reflejo especular y en la función de desconocimiento que permanece por él lo ligada a ella.

La denegación inherente a la psicología en este lugar sería, de seguir a Hegel, más bien de ponerse en la cuenta de la ley del corazón y del delirio de la presunción.

La subvención que recibe esta presunción perpetuada, aunque sólo fuese bajo las especies de los honores científicos, abre la cuestión de dónde se encuentra la punta adecuada de su provecho; no podría reducirse a la edición de más o menos copiosos tratados.

La psicología es vehículo de ideales: la psique no representa en ella más que el padrinazgo que hace que se la califique de académica. El ideal es siervo de la sociedad.

Cierto progreso de la nuestra ilustra la cosa, cuando la psicología no sólo abastece las vías sino que se muestra deferente a los votos del estudio de mercado.

Habiendo concluido un estudio de este género sobre los medios apropiados para sostener el consumo en los E. U., la psicología se enroló, y enroló a Freud consigo, para recordar a la mitad más ofrecida a esa finalidad de la población que la mujer sólo se cumple a través de los ideales del sexo (cf. Betty Friedan sobre la ola de «mística femenina» dirigida, en tal década de la posguerra).

Tal vez la psicología en esa consecuencia irónica confiesa la razón de su subsistencia de siempre. Pero la ciencia puede acordarse de que la ética implícita en su formación le ordena rechazar toda ideología así delimitada. Así, el inconsciente de los psicólogos es debilitante para el pensamiento, tan sólo por el crédito que éste tiene que darle para discutirlo.

Ahora bien, los debates de este coloquio han tenido de notable que no han cesado de volverse hacia el concepto freudiano en su dificultad, e incluso que tomaban su fuerza del sesgo de esta dificultad en cada uno.

Este hecho es notable, tanto más cuanto que el día de hoy en el mundo los psicoanalistas no se aplican sino en volver a las filas de la psicología. El efecto de aversión con que tropieza en su comunidad todo lo que viene de Freud es claramente confesado, principalmente en una fracción de los psicoanalistas presentes.

Dato que no puede dejarse al margen del examen del tema en cuestión. Como tampoco ese otro de que se deba a nuestra enseñanza el que este coloquio haya invertido esa corriente. No sólo para dejar señalado el punto -muchos lo han hecho-, sino porque esto nos obliga a dar cuenta de las vías que tomamos para ello.

A lo que resulta invitado el psicoanálisis cuando regresa al redil de la «psicología general» es a sostener lo que merece, únicamente allí y no en las lejanas colonias difuntas, ser denunciado como mentalidad primitiva. Pues la clase de interés que viene a ser servida por la psicología en nuestra sociedad presente, y de la que hemos dado una idea, encuentra en ello su ventaja.

El psicoanálisis entonces subviene a proporcionar una astrología más decente que aquella a la que nuestra sociedad sigue sacrificando en sordina.

Encontramos pues justificada la prevención con que el psicoanálisis tropieza en el Este. A él le tocaba no merecerla, manteniendo la posibilidad de que, si se le ofreciese la prueba de exigencias sociales diferentes, hubiese resultado con ellas menos tratable cuanto peor le trataran. Prejuzgamos sobre esto según nuestra propia posición en el psicoanálisis.

El psicoanálisis hubiera hecho mejor en profundizar su ética e instruirse por el examen de la teología,
según una vía que Freud nos señaló que no podía evitarse. Cuando menos, que su deontología en la ciencia le haga sentir que es responsable de la presencia del inconsciente en ese terreno.

Esa función ha sido la de nuestros alumnos en este coloquio, y hemos contribuido a ella según el método que ha sido constantemente el nuestro en semejantes ocasiones, situando a cada uno en su posición en cuanto al tema. Su pivote se indica suficientemente en las respuestas consignadas.

No carecería de interés, si bien sólo para el historiador, contar con las notas donde están recogidos los discursos realmente pronunciados, incluso cortados de los faltantes que han dejado en ellos los defectos de las grabadoras mecánicas. .Subrayan la carencia de aquel a quien sus servicios designaban para acentuar con mayor tacto y fidelidad los rodeos de un momento de combate en un lugar de intercambio, cuando sus nudos, su cultura, incluso su don de gentes, le permitían captar mejor que cualquier otro las escuchas con las entonaciones. Su falla le inclinaba ya a los favores de la defección.

No deploraremos más la ocasión con eso estropeada, puesto que cada quién, habiéndose permitido con largueza el beneficio de un uso bastante aceptado, ha refundido cuidadosamente su contribución. Aprovecharemos esa ocasión para explicarnos sobre nuestra doctrina del inconsciente en este momento, y tanto más legítimamente cuanto que unas resistencias de reparto singulares nos impidieron entonces decir más.

Este miramiento no es político, sino técnico. Corresponde a la condición siguiente, establecida por nuestra doctrina: los psicoanalistas forman parte del concepto de inconsciente, puesto que constituyen aquello a lo que éste se dirige. No podemos por consiguiente dejar de incluir nuestro discurso sobre el inconsciente en la tesis misma que enuncia, que la presencia del inconsciente, por situarse en el lugar del Otro, ha de buscarse en todo discurso, en su enunciación.

El sujeto mismo del pretendiente a sostener esa presencia, el analista, debe, en esta hipótesis, con un mismo movimiento, ser informado y «puesto en entredicho», o sea: experimentarse sometido a la escisión del significante.

De donde el aspecto de espiral detenida que se observa en el trabajo presentado por nuestros alumnos S. Leclaire y J. Laplanche. Es que lo han limitado a la puesta a prueba de una pieza suelta.

Y esto es el signo mismo de que en su rigor nuestros enunciados están hechos primeramente para la función que sólo llenan en su lugar.

En el tiempo propedéutico, se puede ilustrar el efecto de enunciación preguntando al alumno si imagina el inconsciente en el animal, a menos que sea por algún efecto de lenguaje, y de lenguaje humano. Si consiente efectivamente en que ésta es por cierto la condición para que pueda tan sólo pensar en él, hemos verificado en él la escisión de las nociones de inconsciente y de instinto.

Feliz auspicio inicial, puesto que si apelamos asimismo a todo analista, aun cuando haya podido ser llevado más adelante a un credo o a otro, ¿podrá decir que en el ejercicio de sus funciones (sostener el discurso del paciente, restaurar su efecto de sentido, ponerse en él en entredicho si le responde, como asimismo si se calla), ha tenido alguna vez que vérselas con algo que se parezca a un instinto?

Como la lectura de los escritos analíticos y las traducciones oficiales de Freud (que nunca escribió esa palabra) nos atiborran de instinto, tal vez tenga algún interés obviar a una retórica que obtura toda eficacia del concepto. El justo estilo del informe de la experiencia no es toda la teoría. Pero es el garante de que los enunciados según los cuales opera preservan en sí ese retroceso de la enunciación en el que se actualizan los efectos de metáfora y de metonimia, o sea según nuestras tesis los mecanismos mismos descritos por Freud como los del inconsciente.

Pero aquí nos regresa legítimamente la pregunta: ¿son estos efectos de lenguaje, o efectos de habla? Consideremos que no adopta aquí más que el contorno de la dicotomía de Saussure. Vuelta hacia lo que interesa a su autor, los efectos sobre la lengua, proporciona trama y urdimbre a lo que se teje entre sincronía y diacronía.

Si se la vuelve hacia lo que nos pone en juego (tanto como a aquel que nos pregunta, si no está ya extraviado en los que sostienen la pregunta), a saber el sujeto, la alternativa se propone como disyunción. Ahora bien, es ciertamente esa disyunción misma la que nos da la respuesta, o más bien es al llevar al Otro a fundarse como el lugar de nuestra respuesta, dándola él mismo bajo la forma que invierte su pregunta en mensaje, como introducimos la disyunción efectiva a partir de la cual la pregunta tiene un sentido.

El efecto de lenguaje es la causa introducida en el sujeto. Gracias a ese efecto no es causa de sí mismo, lleva en sí el gusano de la causa que lo hiende. Pues su causa es el significante sin el cual no habría ningún sujeto en lo real. Pero ese sujeto es lo que el significante representa; y no podría representar nada sino para otro significante: a lo que se reduce por consiguiente el sujeto que escucha.

Al sujeto pues no se le habla. «Ello» habla de él, y ahí es donde se aprehende, y esto tanto más forzosamente cuanto que, antes de que por el puro hecho de que «ello» se dirige a él desaparezca como sujeto bajo el significante en el que se convierte, no era absolutamente nada. Pero ese nada se sostiene gracias a su advenimiento, ahora producido por el llamado hecho en el Otro al segundo significante.

Efecto de lenguaje por nacer de esa escisión original, el sujeto traduce una sincronía significante en esa primordial pulsación temporal que es el fading constituyente de su identificación. Es el primer movimiento.

Pero en el segundo, toda vez que el deseo hace su lecho del corte significante en el que se efectúa la metonimia, la diacronía (llamada «historia») que se ha inscrito en el fading retorna a la especie de fijeza que Freud discierne en el anhelo inconsciente (última frase de la Traumdeutung). Este soborno segundo no cierra solamente el efecto del primero proyectando la topología del sujeto en el instante del fantasma; lo sella, rehusando al sujeto del deseo que se sepa efecto de palabra, o sea lo que es por no ser otra cosa que el deseo del Otro.

En esto es en lo que todo discurso está en el derecho de considerarse, de ese efecto, irresponsable.

Todo discurso, menos el del enseñante cuando se dirige a psicoanalistas.

En cuanto a nosotros, siempre nos hemos creído imputables de semejante efecto, y, aunque desigual en la tarea de hacerle frente, tal era la proeza secreta en cada uno de nuestros «seminarios».

Es que los que vienen a escucharnos no son los primeros comulgantes que Platón expone a la interrogación de Sócrates.

Que la «secundaria» de donde salen tenga que redoblarse con una propedéutica es bastante significativo de esas carencias y esos amaneramientos. De su «filosofía» la mayoría no ha conservado más que una mescolanza de fórmulas, un catecismo de bisutería, que los anestesia para toda sorpresa de la verdad.

Tanto más resultan presas ofrecidas a las operaciones de prestigio, a los ideales de alto personalismo con que la civilización los conmina a vivir por encima de sus posibilidades.

Posibilidades mentales quiere decirse.

El ideal de autoridad al que se acopla el candidato a médico; la encuesta de opinión en la que se escabulle el mediador de los callejones sin salida relacionales; el meaning of meaning en que encuentra su coartada toda búsqueda; la fenomenología, cernidor que se ofrece a las alondras asadas del cielo: el abanico es amplio y la dispersión grande en el punto de partida de una obtusión ordenada.

La resistencia, igual en su efecto de negar a pesar de Hegel y de Freud, desdicha de la conciencia y malestar de la civilización.

Una coinh [comunidad] de la subjetivación la subtiende, la cual objetiva las falsas evidencias del yo y desvía toda prueba de una certidumbre hacia su postergación. (Que no nos opongan ni a los marxistas ni a los católicos ni a los freudianos mismos, o pedimos que se pase lista.)

Por eso sólo una enseñanza que quebranta esa coinh traza el camino del análisis que se intitula didáctico, puesto que los resultados de la experiencia se falsean por el solo hecho de registrarse en esa coinh.

Este aporte de doctrina tiene un nombre: es sencillamente el espíritu científico, que falta absolutamente en los lugares de reclutamiento de los psicoanalistas.

Nuestra enseñanza es anatema por el hecho de que se inscribe en esa verdad.

La objeción que se ha hecho valer de su incidencia en la transferencia de los analistas en formación dará risa a los analistas futuros, si gracias a nosotros los hay todavía para quienes Freud existe. Pero lo que prueba es la ausencia de toda doctrina del psicoanálisis didáctico en sus relaciones con la afirmación del inconsciente.

Se comprobará entonces que nuestro uso de la fenomenología de Hegel no implicaba ninguna fidelidad al sistema, sino que predicaba con el ejemplo la oposición a las evidencias de la identificación. Es en la conducción del examen de un enfermo y en el modo de concluir de él donde se afirma la crítica contra el bestiario intelectual. Es no evitando las implicaciones éticas de nuestra praxis en la deontología y en el debate científico como se desenmascarará a la bella alma. La ley del corazón, ya lo hemos dicho, hace de las suyas mas allá de la paranoia. Es la ley de una astucia que, en la astucia de la razón, traza un meandro de flujo muy lento.

Más allá, los enunciados hegelianos, incluso ateniéndose a su texto, son propicios a decir siempre Otra-cosa. Otra-cosa que corrige su nexo de síntesis fantasmática, a la vez que conserva su efecto de denunciar las identificaciones en sus trampas.

Es nuestra propia Aufhebung la que transforma la de Hegel, su propia trampa, en una ocasión de señalar, en el lugar de los saltos de un progreso ideal, los avatares de una carencia.

Para confirmar en su función este punto de carencia, nada hay mejor, llegados a eso, que el diálogo de Platón, por cuanto pertenece al género cómico, que no rehuye señalar el punto en el que ya no queda sino oponer «a los insultos de madera las máscaras de guiñol», conserva el rostro de mármol a través de los siglos al pie de un gran embuste, en espera de quien lo haga mejor en la postura que coagula de su judo con la verdad.

Así en el Banquete Freud es un comensal al que puede correrse el riesgo de invitar impromptu, aunque sólo fuese fiándose de la pequeña nota en la que nos indica lo que le debe en su justeza sobre el amor, y tal vez en la tranquilidad de su mirada sobre la transferencia. Sin duda sería hombre como para reanimar esas frases bacanales de las que nadie, si las ha expresado, se acuerda ya después de la embriaguez.

Nuestro seminario no era «donde ‘ello’ habla», como llegó a decirse en broma. Suscitaba el lugar desde donde «ello» podía hablar, abriendo más de un oído a escuchar lo que, por falta de reconocerlo, hubiera dejado pasar como indiferente. Y es verdad que al subrayarlo ingenuamente por el hecho de que era esa misma noche a menos que fuese justamente la víspera cuando lo había encontrado en la sesión de un paciente, tal auditor nos maravillaba de que hubiese sido, hasta el punto de hacerse textual, lo que habíamos dicho en nuestro seminario.

El lugar en cuestión es la entrada de la caverna respecto de la cual es sabido que Platón nos guía hacia la salida, mientras que puede uno imaginar ver entrar en ella al psicoanalista. Pero las cosas son menos fáciles, porque es una entrada a la que nunca se llega sino en el momento en que están cerrando (ese lugar no será nunca turístico), y porque el único medio para que se entreabra es llamar desde el interior.

Esto no es insoluble, si el sésamo del inconsciente es tener efecto de palabra, ser estructura de lenguaje, pero exige deI analista que vuelva la vista al modo de su cierre.

Hiancia, latido, una alternancia de succión para seguir ciertas indicaciones de Freud, de esto es de lo que tenemos que dar cuenta, y con ese fin hemos procedido a fundarlo en una topología.

La estructura de lo que se cierra se inscribe en efecto en una geometría donde el espacio se reduce a una combinatoria: es propiamente lo que se llama un borde.

Si se le estudia formalmente, en las consecuencias de la irreductibilidad de su corte, se podrán reordenar en él algunas funciones, entre estética y lógica, de las más interesantes.

Se da uno cuenta de que es el cierre del inconsciente el que da la clave de su espacio, y concretamente de la impropiedad que hay en hacer de él un dentro.

Demuestra también el núcleo de un tiempo reversivo, muy necesario de introducir en toda eficacia del discurso; bastante sensible ya en la retroacción, sobre la que insistimos desde hace mucho tiempo, del efecto de sentido en la frase, el cual exige para cerrar su círculo su última palabra.

El nachträglich (recordemos que fuimos el primero que lo extrajo del texto de Freud), el nachträglich o apres-coup [efecto a posteriori] según el cual el trauma se implica en el síntoma muestra una estructura temporal de un orden más elevado.

Pero sobre todo la experiencia de ese cierre muestra que no sería un acto gratuito para los psicoanalistas volver a abrir el debate sobre la causa, espectro imposible de conjurar por el pensamiento, crítico o no. Pues la causa no es, como se dice también del ser una trampa de las formas del discurso -se la habría disipado ya. Perpetúa la razón que subordina al sujeto al efecto del significante.

Sólo como instancia del inconsciente, del inconsciente freudiano, se capta la causa en ese nivel de donde un Hume pretende desemboscarla y que es precisamente aquel donde toma consistencia: la retroacción del significante en su eficacia, que hay que distinguir totalmente de la causa final.

Sería incluso demostrando que es la única y verdadera causa primera como se vería unirse la aparente discordancia de las cuatro causas de Aristóteles -y los analistas podrían, desde su terreno, a esta reanudación contribuir.

Tendrían con ello la prima de poder utilizar el término freudiano sobredeterminación de otro modo que para un uso de pirueta. lo que va a seguir esbozará el rasgo que gobierna la relación de funcionamiento entre esas formas: su articulación circular, pero no recíproca.

Si hay cierre y entrada, no está dicho que separen: dan a dos dominios su modo de conjunción. Son respectivamente el sujeto y el Otro, dominios que aquí sólo son de sustantivarse gracias a nuestras tesis sobre el inconsciente.

El sujeto, el sujeto cartesiano, es el presupuesto del inconsciente, lo hemos demostrado en su debido sitio.

El Otro es la dimensión exigida por el hecho de que la palabra se afirma en verdad.

El inconsciente es entre ellos su corte en acto.

Se le encuentra gobernando las dos operaciones fundamentales en que conviene formular la causación del sujeto. Operaciones que se ordenan en una relación circular, pero por ello no-recíproca.

La primera, la enajenación, es cosa del sujeto. En un campo de objetos, no es concebible ninguna relación que engendre la enajenación, si no es la del significante. Tenemos por origen eI dato de que ningún sujeto tiene razón para aparecer en lo real, salvo que existan allí seres hablantes. Es concebible una física que dé cuenta de todo en el mundo, incluyendo su parte animada. Un sujeto sólo se impone en éste por la circunstancia de que haya en el mundo significantes que no quieren decir nada y que han de descifrarse.

Conceder esta prioridad al significante sobre el sujeto es, para nosotros, tener en cuenta la experiencia que Freud nos abrió de que el significante juega y gana, si puede decirse, antes de que el sujeto se percate de ello, hasta el punto de que en eI juego del Witz, del rasgo de ingenio, por ejemplo, sorprende al sujeto. Con su flash, lo que ilumina es la división del sujeto consigo mismo.

Pero que se la revele no debe enmascararnos que esa división no procede de otra cosa sino del mismo juego, del juego de los significantes… de los significantes y no de los signos.

Los signos son plurivalentes: representan sin duda algo para alguien: pero de ese alguien el estatuto es incierto, lo mismo que el del lenguaje pretendido de ciertos animales, lenguaje de signos que no admite la metáfora ni engendra la metonimia.

Ese alguien, en última instancia, puede ser el universo en cuanto que en él circula, nos dicen, información. Todo centro donde ésta se totaliza puede tomarse por alguien, pero no por un sujeto.

El registro del significante se instituye por el hecho de que un significante representa a un sujeto para otro significante. Es la estructura, sueño, lapsus y rasgo de ingenio, de todas las formaciones del inconsciente. Y es también la que explica la división originaria del sujeto. El significante, produciéndose en el lugar del Otro todavía no ubicado, hace surgir allí al sujeto del ser que no tiene todavía la palabra, pero al precio de coagularlo. Lo que allí había listo a hablar esto en los dos sentidos que el pretérito imperfecto, en francés como en español, da al había, el de colocarlo en el instante anterior: estaba allí y ya no está, pero también en el instante siguiente: un poco más y estaba por haber podido estar-, lo que había allí desaparece por no ser ya más que un significante.

No es pues que esta operación tome su punto de partida en el Otro lo que hace que se la califique de enajenación. Que el Otro sea para el sujeto el lugar de su causa significante no hace aquí sino motivar la razón por la que ningún sujeto puede ser causa de sí. Lo cual se impone no sólo porque no sea Dios, sino porque ese Dios mismo no podría verlo, si hemos de pensarlo como sujeto -san Agustín lo vio perfectamente al negar el atributo de causa de sí al Dios personal.

La enajenación reside en la división del sujeto que acabamos de designar en su causa. Adentrémonos en la estructura lógica. Esta estructura es la de un vel, nuevo en producir aquí su originalidad. Para eso hay que derivarlo de lo que llaman, en la lógica llamada matemática, una reunión (que se reconoce ya que define cierto vel).

Esta reunión es tal que el vel que llamamos de enajenación sólo impone una elección entre sus términos eliminando uno de ellos, siempre el mismo sea cual sea esa elección. Su prenda se limita pues aparentemente a la conservación o no del otro término, cuando la reunión es binaria.

Esta disyunción se encarna de manera muy ilustrable, si es que no dramática, en cuanto el significante se encarna en un nivel más personalizado en la demanda o en la oferta: en «la bolsa o la vida» o en «libertad o muerte».

Se trata tan sólo de saber si queremos o no (sic aut non [sí o no]) conservar la vida o rehusar la muerte, pues en lo que hace al otro término de la alternativa: la bolsa o la libertad, vuestra elección será en todo caso decepcionante.

Hay que fijarse en que lo que queda está de todos modos descornado: será la vida sin la bolsa -y será también, por haber rehusado la muerte, una vida un poco incomodada por el precio de la libertad.

Tal es el estigma de que el vel, funcionando aquí dialécticamente, opera efectivamente sobre el vel de la reunión lógica que, como se sabe, equivale a un et (sic et non [si y no]). Como se ilustra en que a más largo término habrá que abandonar la vida después de la bolsa y que no quedará finalmente más que la libertad de morir.

Del mismo modo nuestro sujeto está colocado en el vel de cierto sentido que ha de recibirse o de la petrificación. Pero si se queda con el sentido, es en ese campo (del sentido) donde vendrá a morder el sinsentido que se produce por su cambio en significante. Y es ciertamente al campo del Otro al que corresponde ese sinsentido, aunque producido como eclipse del sujeto.

La cosa vale la pena de decirse, pues califica al campo del inconsciente a tomar asiento, diremos, en el lugar del analista, entendámoslo literalmente: en su sillón. Hasta tal punto que deberíamos cederle ese sillón en un «gesto simbólico». Es la expresión usual para decir: un gesto de protesta, y éste tendría el alcance de inscribirse en oposición contra la consigna que se ha delatado tan lindamente en la grosera divisa, en frantosijés, forjemos esa palabra, directamente brotada de la amaqia [ignorancia] que una princesa encarnó en el psicoanálisis francés, para sustituir el tono presocrático del precepto de Freud: Wo es war, soll Ich werden, el cua-cuá del: el yo (del analista sin duda) debe desalojar al «ello» [ça] (por supuesto del paciente).

Que se le dispute a Leclaire el poder considerar como inconsciente la secuencia del unicornio, con el pretexto de que él por su parte es consciente de ella, quiere decir que no se ve que el inconsciente no tiene sentido sino en el campo del Otro -y menos aún esto que resulta de ello: que no es el efecto de sentido el que opera en la interpretación, sino la articulación en el síntoma de los significantes (sin ningún sentido) que se encuentran, allí apresados.

Pasemos a la segunda operación, en la que se cierra la causación del sujeto, para poner a prueba en ella la estructura del borde en su función de límite, pero también en la torsión que motive el traslape del inconsciente. Esa operación la llamaremos: separación. Reconoceremos en ella lo que Freud llama Ichspaltung o escisión del sujeto, y captaremos por qué, en el texto donde Freud la introduce, la funda en una escisión no del sujeto, sino del objeto (fálico concretamente).

La forma lógica que viene a modificar dialécticamente esta segunda operación se llama en lógica simbólica: la intersección, o también el producto que se formula por una pertenencia a— y a—. Esta función aquí se modifica por una parte tomada de la carencia a la carencia, por la cual el sujeto viene a encontrar en el deseo del Otro su equivalencia a lo que él es como sujeto del inconsciente.

Por esta vía el sujeto se realiza en la pérdida en la que ha surgido como inconsciente, por la carencia que produce en el Otro, según el trazado que Freud descubre como la pulsión más radical y a la que denomina: pulsión de muerte. Un ni a— es llamado aquí a llenar otro ni a—. El acto de Empédodes, al responderle, manifiesta que se trata aquí de un querer. El vel vuelve a aparecer como velle [querer]. Tal es el fin de la operación. El proceso ahora.

Separare, separar, aquí termina en se parece, engendrarse a sí mismo. Eximámonos de los favores seguros que encontramos en los etimologistas del latín en este deslizamiento de sentido de un verbo a otro. Sépase únicamente que este deslizamiento está fundado en su común aparejamiento en la función de la pars.

La parte no es el todo, como dicen, pero por lo general inconsideradamente. Pues debería acentuarse que nada tiene que ver con el todo. Hay que tomar partido sobre ello, juega su partida por su propia cuenta. Aquí, es de su partición de donde el sujeto precede a su parto. Y esto no implica la metáfora grotesca de que se traiga de nuevo al mundo. Cosa que además el lenguaje tendría grandes dificultades para expresar con un término original, por lo menos en el área del indoeuropeo donde todas las palabras empleadas para ese fin tienen un origen jurídico o social. Parare es en primer lugar procurar (un hijo al marido). Por eso el sujeto puede procurarse lo que aquí le incumbe, un estado que calificaremos de civil. Nada en la vida de ninguno desencadena más encarnizamiento para lograrlo. Para ser pars, sacrificaría sin duda gran parte de sus intereses, y no es para integrarse a la totalidad que por lo demás no constituyen en modo alguno los intereses de los otros, y menos aun el interés general que se distingue de ellos de muy otro modo.

Separare, se parare: para guarecerse del significante bajo el cual sucumbe, el sujeto ataca a la cadena, que hemos reducido a lo más justa de un binarismo, en su punto de intervalo. El intervalo que se repite, la más radical estructura de la cadena significante, es el lugar frecuentado por la metonimia, vehículo, por lo menos eso enseñamos, del deseo.

En todo caso, bajo la incidencia en que el sujeto experimenta en ese intervalo Otra cosa para motivarlo que los efectos de sentido con que lo solicita un discurso, es como encuentra efectivamente el deseo del Otro, aun antes de que pueda siquiera nombrarlo deseo, mucho menos aún imaginar su objeto.

Lo que va a colocar allí es su propia carencia bajo la forma de la carencia que produciría en el Otro por su propia desaparición. Desaparición que, si puede decirse, tiene a mano, de la parte de sí mismo que le regresa de su enajenación primera.

Pero lo que colma así no es la falla que encuentra en el Otro, es en primer lugar la de la pérdida constituyente de una de sus partes, y por la cual se encuentra en dos partes constituido. Aquí yace la torsión por la cual la separación representa el regreso de la enajenación. Es que opera con su propia pérdida, que vuelve a llevarle a su punto de partida.

Sin duda el «pudiera perderme» es su recurso contra la opacidad de lo que encuentra en el lugar del Otro como deseo, pero es para remitir al sujeto a la opacidad del ser que le ha vuelto de su advenimiento de sujeto, tal como primeramente se ha producido por la intimación del otro.

Es ésta una operación cuyo diseño fundamental volverá a encontrarse en la técnica. Pues a la escansión del discurso del paciente en cuanto que el analista interviene en él es a la que se verá acomodarse la pulsación del borde por donde debe surgir el ser que reside más acá.

La espera del advenimiento de ese ser en su relación con lo que designamos como el deseo del analista en lo que tiene, de inadvertido, por lo menos hasta la fecha, por su propia posición, tal es el resorte verdadero y último de lo que constituye la transferencia.

Por eso la transferencia es una relación esencialmente ligada al tiempo y a su manejo. Pero el ser que a nosotros que operamos desde el campo de la palabra y del lenguaje, desde el más acá de la entrada de la caverna, nos responde, ¿cuál es? Iremos a darle cuerpo por las propias paredes de la caverna que vivirían, o más bien se animarían con una palpitación cuyo movimiento de vida es de captarse, ahora, es decir después de que hayamos articulado función y campo de la palabra y del lenguaje en su condicionamiento.

Pues no vemos bien que se tenga derecho a imputarnos descuidar lo dinámico en nuestra topología: lo orientamos, lo cual vale más que hacer de ello un lugar común (lo más verbal no está donde se le ocurra a uno decirlo).

En cuanto a la sexualidad que podría recordársenos que es la fuerza con que tenemos que vérnoslas y que es biológica, replicaremos que el análisis tal vez no ha contribuido tanto como pudo esperarse en una época al esclarecimiento de sus resortes, salvo preconizando su naturalidad en temas de estribillos que llegan a veces hasta el arrullo. Vamos a tratar de apartarle algo más nuevo, al recurrir a una forma que Freud mismo en este asunto nunca pretendió rebasar: la del mito.

Y para seguirle el paso al Aristófanes del Banquete más arriba evocado, recordemos su animal de dos espaldas primitivo en el que se sueldan unas mitades tan firmes al unirse como las de una esfera de Magdeburgo, las cuales separadas en un segundo tiempo por una intervención quirúrgica de los celos de Zeus, representan a los seres hambrientos de un inencontrable complemento que hemos llegado a ver en el amor.

Al considerar esta esfericidad del Hombre primordial tanto como su división, es el huevo lo que se evoca y tal vez se indica como reprimido después de Platón en la preeminencia concedida durante siglos a la espera en una jerarquía de las formas sancionada por las ciencias de la naturaleza.

Consideremos ese huevo en el vientre vivíparo donde no necesita cascarón, y recordemos que cada vez que se rompen sus membranas, es una parte del huevo Ia que resulta herida, pues las membranas son, del huevo fecundado, hijas con el mismo derecho que el viviente que sale a la luz por su perforación. De donde resulta que con la sección del cordón, lo que pierde el recién nacido no es, como piensan los analistas, a su madre, sino su complemento anatómico. Lo que las comadronas llaman las secundinas.

Pues bien, imaginemos que cada vez que se rompen las membranas, por la misma salida vuela un fantasma, el de una forma infinitamente más primaria de la vida, y que no estarla muy dispuesta a redoblar el mundo en microcosmos.

Rompiendo el huevo se hace el Hombre (Homme), pero también la Hommelette.

Supongámosla, ancha crepa para desplazarse como la amiba, ultraplana para pasar bajo las puertas, omnisciente por ser llevada por el puro instinto de la vida, inmortal por ser escisípara. Tenemos aquí algo que no sería agradable sentir derramársele a uno en la cara, sin ruido durante el sueño, para sellarla.

Si tenemos a bien que en este punto el proceso de digestión comience, se percibe que la Hommelette tendría con qué sustentarse mucho tiempo (recordemos que hay organismos, y ya muy diferenciados, que no tienen aparato digestivo) .

Inútil añadir que pronto se trataría la lucha contra un ser tan temible, pero que sería difícil. Pues puede suponerse que la ausencia de aparato sensorial en la Hommelette no le deja para guiarse sino lo real puro, y eso le daría ventaja sobre nosotros, hombres, que debemos siempre proveernos de un homúnculo en nuestra cabeza para hacer de lo real mismo una realidad.

No sería fácil en efecto obviar a los caminos de sus ataques, por lo demás imposibles de prever, puesto que asimismo no conocería obstáculo a ellos. Imposible educarla, lo mismo ponerle trampas.

En lo que se refiere a destruir a la Hommelette, mejor sería cuidarse de que llegue a pulular, puesto que hacerle un tajo sería ayudar a su reproducción, y puesto que el menor de sus esquejes que sobreviviese, aunque fuese de una quemazón, conservaría todos sus poderes de dañar. Fuera de los efectos de un rayo mortal que además habría que experimentar, la única salida sería encerrarla, agarrándola en las mandíbulas de una esfera de Magdeburgo por ejemplo, que regresa aquí, único instrumento casualmente que se propone.

Pero sería necesario que entrase toda y ella sola. Pues para ponerle encima los dedos, para empujarla por una nada que desborde, el más valiente lo pensaría dos veces, por temor a que entre sus dedos se le resbale, y ¿para ir a alojarse dónde?

Con la salvedad de su nombre que vamos a cambiar por este otro más decente de laminilla (por lo demás la palabra omelette no es más que una metástasis de la palabra francesa lamelle: laminilla). Esta imagen y este mito nos parecen bastante apropiados para figurar tanto como para poner en su lugar lo que llamamos la libido.

La imagen nos presenta la libido como lo que es, o sea un órgano, a lo cual sus costumbres la emparientan mucho más que a un campo de fuerzas. Esta concepcion se pone a prueba al reconocer la estructura de montaje que Freud confirió a la pulsión y al articularla en ella.

La referencia a la teoría electromagnética y concretamente a un teorema llamado de Stokes nos permitiría situar, bajo la condición de que esa superficie se apoye en un borde cerrado, que es la zona erógena, la razón de la constancia del empuje de la pulsión sobre la que Freud insiste tanto.

Se ve también que lo que Freud llama el Schub o el flujo [coulée] tiene la pulsión no es su descarga, sino que ha de describirse más bien como la evaginación ida y vuelta de un órgano cuya función ha de situarse en las coordenadas subjetivas precedentes.

Ese órgano debe llamarse irreal, en el sentido en que lo irreal no es lo imaginario y precede a lo subjetivo condicionándolo, por estar enchufado directamente en lo real.

A esto es a lo que nuestro mito, como cualquier otro mito, se esfuerza en dar una articulación simbólica más que una imagen.

Nuestra laminilla representa aquí esa parte del viviente que se pierde al producirse éste por las vías del sexo.

Esa parte no deja sin duda de indicarse en soportes que la anatomía microscópica materializa en los glóbulos expulsados en las dos etapas de los fenómenos que se ordenan alrededor de la reducción cromosómica, en la maduración de una gónada sexuada.

Al ser representada aquí por un ser mortífero, marca la relación, en la que el sujeto toma su parte, de la sexualidad, especificada en el individuo, con su muerte.

De lo que de esto se representa en eI sujeto, lo que impresiona es la forma de corte anatómico (reanimando el sentido etimológico de la palabra anatomía) en donde se decide la función de ciertos objetos de los que es preciso decir no que son parciales, sino que tienen una situación muy aparte.

El pecho femenino, para tomar el ejemplo de los problemas que suscitan estos objetos, no es únicamente la fuente de una nostalgia «regresiva» por haber sido la de un alimento estimado. Está ligado aI cuerpo materno, nos dicen, a su color, incluso  a los cuidados del amor. No es esto dar una razón suficiente de su valor erótico, del cual un cuadro (en Berlín) de Tiepolo, en su horror exaltado al figurar a santa Agata después de su suplicio, está mejor hecho para dar una idea.

De hecho no se trata del seno, en el sentido de la matriz, aunque suelen mezclarse a placer esas resonancias donde el significante juega a fondo con la metáfora. Se trata del pecho especificado en la función del destete que prefigura la castración.

Ahora bien, el destete está demasiado situado desde la investigación kleiniana en el fantasma de la partición del cuerpo de la madre para que no sospechemos que es entre el pecho y la madre donde pasa el plano de separación que hace del pecho el objeto perdido que está en causa en el deseo.

Pues de recordar la relación de parasitismo en que la organización mamífera pone a la cría, desde el embrión hasta el recién nacido, respecto del cuerpo de la madre, el pecho aparecerá como la misma clase de órgano, que ha de concebirse como ectopía de un individuo sobre otro, que la placenta realiza en los primeros tiempos del crecimiento de cierto tipo de organismo, el cual queda especificado por esta intersección.

La libido es esa laminilla que desliza el ser del organismo hasta su verdadero límite, que va más allá que el del cuerpo. Su función radical en el animal se materializa en tal etología por la caída súbita de su poder de intimidación en el límite de su «territorio».

Esa laminilla es órgano por ser instrumento del organismo. Es a veces como sensible, cuando el histérico juega a experimentar hasta el extremo su elasticidad.

El sujeto hablante tiene el privilegio de revelar el sentido mortífero de ese órgano, y por ello su relación con la sexualidad. Esto porque el significante como tal, al tachar al sujeto de buenas a primeras, ha hecho entrar en él el sentido de la muerte. (La letra mata, pero lo aprendemos de la letra misma.) Por esto es por lo que toda pulsión es virtualmente pulsión de muerte.

Lo importante es captar cómo el organismo viene a apresarse en la dialéctica del sujeto. Ese órgano de lo incorporal en el ser sexuado, eso es lo que del organismo el sujeto viene a colocar en el tiempo en que se opera una separación. Por él es por el que de su muerte, realmente, puede hacer el objeto del deseo del Otro.

Por cuyo intermedio vendrán a ese lugar el objeto que pierde por naturaleza, el excremento, o también los soportes que encuentra para el deseo del Otro: su mirada, su voz.

A dar vueltas a esos objetos para en ellos recuperar, en él restaurar su pérdida original, es a lo que se dedica esa actividad que en él llamamos pulsión (Trieb).

No hay otra vía en que se manifieste en el sujeto una incidencia de la sexualidad. La pulsión en cuanto que representa la sexualidad en el inconsciente no es nunca sino pulsión parcial. Esta es la carencia esencial, a saber la de aquello que podría representar en el sujeto el modo en su ser de lo que es allí macho o hembra.

Lo que nuestra experiencia demuestra de vacilación en el sujeto referente a su ser de masculino o de femenino no ha de referirse tanto a su bisexualidad biológica como a que no hay nada en su dialéctica que represente la bipolaridad del sexo, si no es la actividad y la pasividad, es decir una polaridad pulsión-acción-del-exterior, que es enteramente inadecuada para representarla en su fondo.

A esto es a lo que queremos llegar en este discurso, que la sexualidad se reparte de un lado al otro de nuestro borde en cuanto umbral del inconsciente, como sigue:

Del lado del viviente en cuanto ser apresable en la palabra, en cuanto que no puede nunca finalmente y entero advenir, en ese más acá del umbral que no es sin embargo ni dentro ni fuera, no hay acceso al Otro del sexo opuesto sino por la vía de las pulsiones llamadas parciales donde el sujeto busca un objeto que le sustituya esa pérdida de vida que es la suya por ser sexuado.

Del lado del Otro desde el lugar donde la palabra se verifica por encontrar el intercambio de los significantes, los ideales que soportan, las estructuras elementales del parentesco, la metáfora del padre como principio de la separación, la división siempre vuelta a abrir en el sujeto en su enajenación primera de ese lado solamente y por esas vías que acabamos de decir, el orden y la norma deben instaurarse, las cuales dicen al sujeto lo que hay que hacer como hombre o mujer.

No es verdad que Dios los hizo macho y hembra, si esto equivale a decirlo de Adan y Eva, como lo contradice también expresamente el mito ultracondensado que se encuentra en el mismo texto sobre la creación de la compañera.

Sin duda había desde antes Lilith, pero ésta no arregla nada.

Al cortar aquí, dejamos en el pasado debates en los que, en lo que concierne al inconsciente freudiano, eran bienvenidas intervenciones irresponsables, precisamente porque las responsables venían sólo de mala gana, por no decir más, de cierto bando.

Un resultado que no dejó de conseguirse por ello fue que la consigna de silencio de ese bando opuesto a nuestra enseñanza fue rota allí.

Que sobre el complejo de Edipo el punto final, o más bien la estrella norteamericana, haya llegado a una hazaña hermenéutica confirma nuestra apreciación de ese coloquio y ha mostrado más tarde sus consecuencias.

Indicamos aquí por nuestra cuenta y riesgo el aparato por donde podría hacer su regreso la precisión.