Escritos de Lacan: La significación del falo

La significación del falo (1)

Es sabido que el complejo de castración inconsciente tiene una función de nudo.

1ro. en la estructuración dinámica de los síntomas en el sentido analítico del término, queremos decir de lo que es analizable en las neurosis, las perversiones y las psicosis;

2do. en una regulación del desarrollo que da su ratio a este primer papel: a saber la instalación en el sujeto de una posición inconsciente sin la cual no podría identificarse con el tipo ideal de su sexo, ni siquiera responder sin graves vicisitudes a las necesidades de su partenaire en la relación sexual e incluso acoger con justeza las del niño que es procreado en ellas.

Hay aquí una antinomia interna a la asunción por el hombre (Mensch) de su sexo: ¿por qué no debe asumir sus atributos sino a través de una amenaza, incluso bajo el aspecto de una privación? Es sabido que Freud en El malestar en la cultura, llegó hasta sugerir un desarreglo no contingente, sino esencial de la sexualidad humana y que uno de sus últimos artículos se refiere a la irreductibilidad a todo análisis finito (endliche) de las secuelas que resultan del complejo de castración en el inconsciente masculino, del penisneid en el inconsciente de la mujer.

Esta aporía no es la única pero es la primera que la experiencia freudiana y la metapsicología que resulta de ella introdujeron en nuestra experiencia del hombre. Es insoluble en toda reducción a datos biológicos: la solo necesidad del mito subyacente a la estructuración del complejo de Edipo lo demuestra suficientemente.

No es sino un artificio invocar para esta ocasión un elemento adquirido de amnesia hereditaria, no sólo porque éste es en el mismo discutible, sino porque deja el problema intacto: ¿cuál es el nexo del asesinato del padre con el pacto de la ley primordial, si está incluido en él que la castración sea el castigo del incesto?

Sólo sobre la base de los hechos clínicos puede ser fecunda la discusión. Estos demuestran una relación del sujeto con el falo que se establece independientemente de la diferencia anatómica de los sexos y que es por ello de una interpretación especialmente espinosa en la mujer y con relación a la mujer, concretamente en los cuatro capítulos siguientes:

1o. de por qué la niña se considera a sí misma, aunque fuese por un momento, como castrada, en cuanto que ese término quiere decir: privada de falo, y por la operación de alguien, el cual es en primer lugar su madre, punto importante, y después su padre, pero de una manera tal que es preciso reconocer allí una transferencia en el sentido analítico del término;

2o. de por qué más primordialmente, en los dos sexos, la madre es considerada como provista de falo, como madre fálica;

3o. de por qué correlativamente la significación de la castración no toma de hecho (clínicamente manifiesto) su alcance eficiente en cuanto a la formación de los síntomas sino a partir de su descubrimiento como castración de la madre;

4o. estos tres problemas culminan en la cuestión de la razón, en el desarrollo, de la fase fálica. Es sabido que Freud especifica bajo este término la primera maduración genital: en cuanto que por una parte se caracteriza por la dominación imaginaria del atributo fálico, y por el goce masturbatorio, y por otra parte localiza este goce en la mujer en el clítoris, promovido así a la función del falo, y que parece excluir así en los dos sexos, hasta la terminación de esta fase, es decir hasta la declinación del Edipo, toda localización instintual de la vagina como lugar de la penetración genital.

Esta ignorancia es muy sospechosa de desconocimiento en el sentido técnico del término, y tanto más cuanto que a veces es totalmente inventada. ¿Concordaría únicamente con la fábula  en la que Longo nos muestra la iniciación de Dafnis y Cloe  subordinada a los esclarecimientos de una anciana?

Así es como ciertos autores se vieron arrastrados a considerar  la fase fálica como efecto de una represión, y la función que toma en ella el objeto fálico como un síntoma. La dificultad empieza cuando se trata de saber qué síntoma: fobia, dice uno, perversión, dice otro, y a veces el mismo. Este último caso parece el no va más: no es que no se presenten interesantes trasmutaciones del objeto de una fobia en fetiche, pero precisamente si son interesantes es por la diferencia de su lugar en la estructura. Pedir a los autores que formulen esa diferencia en las perspectivas actualmente en favor bajo el título de relación de objeto sería pretensión vana. Esto en cuanto a esa materia, a falta de otra referencia que la noción aproximada de objeto parcial, nunca criticada desde que Karl Abraham la introdujo, por desgracia debido a las grandes facilidades que ofrece a nuestra época.

Queda el hecho de que la discusión ahora abandonada sobre la fase fálica, releyendo los textos sobre ella que subsisten de los años 1928-32, nos refresca por el ejemplo de una pasión doctrinal a la que la degradación del psicoanálisis, consecutivo a su trasplante americano, añade un valor nostálgico.

Con sólo resumir el debate no podría dejar de alterarse la diversidad auténtica de las posiciones tomadas por una Helene Deutsch, una Karen Homey, un Ernest Jones, para limitarnos a los más eminentes.

La sucesión de los tres artículos que este último consagró al tema es especialmente sugestiva: aunque sólo fuese por el enfoque primero sobre el que construye y que señala el término por él forjado de afanisis. Pues planteando muy justamente el problema de la relación de la castración con el deseo, hace patente en ello su incapacidad para reconocer lo que sin embargo rodea de tan cerca, que el término que dentro de poco nos dará su clave parece surgir de su falta misma.

Se encontrará especialmente divertido su éxito en articular bajo la égida de la letra misma de Freud una posición que le es estrictamente opuesta: verdadero modelo en un género difícil.

No por ello se deja ahogar el pez, que parece ridiculizar en Jones su alegato tendiente a restablecer la igualdad de los derechos naturales (¿acaso no lo empuja hasta el punto de cerrarlo con el «Dios los creó hombre y mujer» de la Biblia?). De hecho, ¿qué ha ganado al normalizar la función del falo como objeto parcial, si necesita invocar su presencia en el cuerpo de la madre como objeto interno, término que es función de las fantasías reveladas por Melanie Klein, y si no puede separarse otro tanto de la doctrina de esta última, refiriendo esas fantasías a la recurrencia hasta los límites de la primera infancia, de Ia formación edípica?

No nos engañemos si reanudamos la cuestión preguntándonos qué es lo que podría imponer a Freud la evidente paradoja de su posición. Porque nos veremos obligados a admitir que estaba mejor guiado que cualquier otro en su reconocimiento del orden de los fenómenos inconscientes de los que él era el inventor, y que, a falta de una articulación suficiente de la naturaleza de esos fenómenos, sus seguidores estaban condenados a extraviarse más o menos.

Partiendo de esta apuesta -que asentamos como principio de un comentario de la obra de Freud que proseguimos desde hace siete años- es como nos hemos visto conducidos a ciertos resultados: en primer lugar, a promover como necesaria para toda articulación del fenómeno analítico la noción de significante, en cuanto se opone a la de significado en el análisis lingüístico moderno. De ésta Freud no podía tener conocimiento, puesto que nació más tarde, pero pretendemos que el descubrimiento de Freud toma su relieve precisamente por haber debido anticipar sus fórmulas, partiendo de un dominio donde no podía esperarse que se reconociese su reinado. Inversamente, es el descubrimiento de Freud el que da a la oposición del significante y el significado el alcance efectivo en que conviene entenderlo: a saber que el significante tiene función activa en la determinación de los efectos en que lo significable aparece como sufriendo su marca, convirtiéndose por medio de esa pasión en el significado.

Esta pasión del significante se convierte entonces en una dimensión nueva de la condición humana, en cuanto que no es únicamente el hombre quien habla, sino que en el hombre y por el hombre «ello» habla, y su naturaleza resulta tejida por efectos donde se encuentra la estructura del lenguaje del cual él se convierte en la materia, y por eso resuena en él, más allá de todo lo que pudo concebir la psicología de las ideas, la relación de la palabra.

Puede decirse así que las consecuencias del descubrimiento del inconsciente no han sido ni siquiera entrevistas aún en la teoría, aunque ya su sacudida se ha hecho sentir en la praxis, más de lo que lo medimos todavía, incluso cuando se traduce en efectos de retroceso.

Precisamos que esta promoción de la relación del hombre con  el significante como tal no tiene nada que ver con una posición «culturalista» en el sentido ordinario del término, aquella en la cual Karen Horney, por ejemplo, resultó anticiparse en la querella sobre el falo por su posición, calificada por Freud de feminista. No es de la relación del hombre con el lenguaje en cuanto fenómeno social de lo que se trata, puesto que ni siquiera se plantea algo que se parezca a esa psicogénesis ideológica conocida, y que no queda superada por el recurso perentorio a la noción completamente metafísica, bajo su petición de principio de apelación a lo concreto, irrisoriamente transmitida bajo el nombre de afecto.

Se trata de encontrar en las leyes que rigen ese otro escenario (eine andere Schauplatz) que Freud, a propósito de los sueños, designa como el del inconsciente, los efectos que se descubren al nivel de la cadena de elementos materialmente inestables que constituye el lenguaje: efectos determinados por el doble juego de la combinación y de la sustitución en el significante, según las dos vertientes generadoras del significado que constituyen la metonimia y la metáfora; efectos determinantes para la institución del sujeto. En esa prueba aparece una topología en el sentido matemático del término, sin la cual pronto se da uno cuenta de que es imposible notar tan siquiera la estructura de un síntoma en el sentido analítico del término.

«Ello» habla en el Otro, decimos, designando por el Otro el lugar mismo que evoca el recurso a la palabra en toda relación en la que interviene. Si «ello» habla en el Otro, ya sea que el sujeto lo escuche o no con su oreja, es qué es allí donde el sujeto, por una anterioridad lógica a todo despertar del significado, encuentra su Iugar significante. El descubrimiento de lo que articula en ese lugar, es decir en el inconsciente, nos permite captar al precio de qué división (Spaltung) se ha constituido así.

El falo aquí se esclarece por su función. El falo en la doctrina freudiana no es una fantasía, si hay que entender por ello un efecto imaginario. No es tampoco como tal un objeto (parcial, interno, bueno, malo, etc…) en la medida en que ese término tiende a apreciar la realidad interesada en una relación. Menos aún es el órgano, pene o clítoris, que simboliza. Y no sin razón tomó Freud su referencia del simulacro que era para los antiguos.

Pues el falo es un significante, un significante cuya función, en la economía intrasubjetiva del análisis, levanta tal vez el velo de la que tenía en los misterios. Pues es el significante destinado a designar en su conjunto los efectos del significado, en cuanto el significante los condiciona por su presencia de significante.

Examinemos pues los efectos de esa presencia. Son en primer lugar los de una desviación de las necesidades del hombre por el hecho de que habla, en el sentido de que en la medida en que sus necesidades están sujetas a la demanda, retornan a él enajenadas. Esto no es el efecto de su dependencia real (no debe creerse que se encuentra aquí esa concepción parásita que es la noción de dependencia en la teoría de la neurosis), sino de la conformación significante como tal y del hecho de que su mensaje es emitido desde el lugar del Otro.

Lo que se encuentra así enajenado en las necesidades constituye una Urverdrängung por no poder, por hipótesis, articularse en la demanda pero que aparece en un retoño, que es lo que se presenta en el hombre como el deseo (das Begehren) . La fenomenología que se desprende de la experiencia analítica es sin duda de una naturaleza tal como para demostrar en el deseo el carácter paradójico, desviado, errático, excentrado, incluso escandaloso, por el cual se distingue de la necesidad. Es éste incluso un hecho demasiado afirmado para no haberse impuesto desde siempre a los moralistas dignos de este nombre. El freudismo de antaño parecía deber dar su estatuto a este hecho. Paradójicamente, sin embargo, el psicoanálisis resulta encontrarse a la cabeza del oscurantismo de siempre y más adormecedor por negar el hecho en un ideal de reducción teórica y práctica del deseo a la necesidad.

Por eso necesitamos articular aquí ese estatuto partiendo de la demanda, cuyas características propias quedan eludidas en la noción de frustración (que Freud no empleó nunca).

La demanda en sí se refiere a otra cosa que a las satisfacciones que reclama. Es demanda de una presencia o de una ausencia. Cosa que manifiesta la relación primordial con la madre, por estar preñada de ese Otro que ha de situarse más acá de las necesidades que puede colmar. Lo constituye ya como provisto del «privilegio» de satisfacer las necesidades, es decir del poder de privarlas de lo único con que se satisfacen. Ese privilegio del Otro dibuja así la forma radical del don de lo que no tiene, o sea lo que se llama su amor.

Es así como la demanda anula (aufhebt) la particularidad de todo lo que puede ser concedido trasmutándolo en prueba de amor, y las satisfacciones incluso que obtiene para la necesidad se rebajan (sich erniedrigt) a no ser ya sino el aplastamiento de la demanda de amor (todo esto perfectamente sensible en la psicología de los primeros cuidados, a la que nuestros analistas-nurses se han dedicado).

Hay pues una necesidad de que la particularidad así abolida reaparezca más allá de la demanda. Reaparece efectivamente allá, pero conservando la estructura que esconde lo incondicionado de la demanda de amor. Mediante un vuelco que no es simple negación de la negación, el poder de la pura pérdida surge del residuo de una obliteración. A lo incondicionado de la demanda, el deseo sustituye la condición «absoluta»: esa condición desanuda en efecto lo que la prueba de amor tiene de rebelde a la satisfacción de una necesidad. Así, el deseo no es ni el apetito de la satisfacción, ni la demanda de amor, sino la diferencia que resulta de la sustracción del primero a la segunda, el fenómeno mismo de su escisión (Spaltung).

Puede concebirse cómo la relación sexual ocupa ese campo cerrado del deseo, y va en él a jugar su suerte. Es que es el campo hecho para que se produzca en él el enigma que esa relación provoca en el sujeto al «significársela» doblemente: retorno de la demanda que suscita, en [forma de] demanda sobre el sujeto de la necesidad; ambigüedad presentificada sobre el Otro en tela de juicio en la prueba de amor demandada. La hiancia de este enigma manifiesta lo que lo determina, en la fórmula más simple para hacerlo patente, a saber: que el sujeto, lo mismo que el Otro, para cada uno de los participantes en la relación, no pueden bastarse por ser sujetos de la necesidad, ni objetos del amor, sino que deben ocupar el lugar de causa del deseo.

Esta verdad está en el corazón, en la vida sexual, de todas las malformaciones posibles del campo del psicoanálisis. Constituye también en ella la condición de la felicidad del sujeto, y disimular su hiancia remitiéndose a la virtud de lo «genital» para resolverla por medio de la maduración de la ternura (es decir del recurso único al Otro como realidad), por muy piadosa que sea su intención, no deja de ser una estafa. Es preciso decir aquí que los analistas franceses, con la hipócrita noción de oblatividad genital, han abierto la marcha moralizante, que a los compases de orfeones salvacionistas se prosigue ahora en todas partes.

De todas maneras, el hombre no puede aspirar a ser íntegro (a la «personalidad total», otra premisa en que se desvía la psicoterapia moderna), desde el momento en que el juego de desplazamiento de condensación al que está destinado en el ejercicio de sus funciones marca su relación de sujeto con el significante.

El falo es el significante privilegiado de esa marca en que la parte del logos se une al advenimiento del deseo.

Puede decirse que ese significante es escogido como lo más sobresaliente de lo que puede captarse en lo real de la copulación sexual, a la vez que como el más simbólico en el sentido literal (tipográfico) de este término, puesto que equivale allí a la cópula (lógica). Puede decirse también que es por su turgencia la imagen del flujo vital en cuanto pasa a la generación.

Todas estas expresiones no hacen sino seguir velando el hecho de que no puede desempeñar su papal sino velado, es decir como signo él mismo de la latencia de que adolece todo significable, desde el momento en que es elevado (aufgehoben) a la función de significante.

El falo es el significante de esa Aufhebung misma que inaugura (inicia) por su desaparición. Por eso el demonio del Αίδωζ (Scham (2)) surge en el momento mismo en que en el misterio antiguo, el falo es develado (cf. la pintura célebre de la Villa de Pompeya).

Se convierte entonces en la barra que, por la mano de ese demonio, cae sobre el significado, marcándolo como la progenitura bastarda de su concatenación significante.

Así es como se produce una condición de complementariedad en la instauración del sujeto por el significante, la cual explica su Spaltung y el movimiento de intervención en que se acaba.
A saber:

1. que el sujeto sólo designa su ser poniendo una barra en todo lo que significa, tal como aparece en el hecho de que quiera ser amado por sí mismo, espejismo que no se reduce por ser denunciarlo como gramatical (puesto que implica la abolición del discurso);

2. que lo que está viva de ese ser en Io urverdrängt encuentra su significante por recibir la marca de la Verdränguag del falo (gracias a lo cual el inconsciente es lenguaje).

El falo como significante da la razón del deseo (en la acepción en que el término es empleado como «media y extrema razón» de la división armónica).

Así pues, es como un algoritmo como voy a emplearlo ahora, ya que, si no quiero inflar indefinidamente mi exposición, no puedo sino confiar en el eco de la experiencia que nos une para hacer captar a ustedes ese empleo,

Que el falo sea un significante es algo que impone que sea en el lugar del Otro donde el sujeto tenga acceso a él. Pero como ese significante no está allí sino velado y como razón del deseo del Otro, es ese deseo del Otro como tal lo que al sujeto se le impone reconocer, es decir el otro en cuanto que es él mismo sujeto dividido de la Spaltung significante.

Las emergencias que aparecen en la génesis psicológica confirman esa función significante del falo.

Así en primer lugar se formula más correctamente el hecho kleiniano de que el niño aprehenda desde el origen que la madre «contiene» el falo.

Pero es en la dialéctica de la demanda de amor y de la prueba del deseo donde se ordena el desarrollo.

La demanda de amor no puede sino padecer de un deseo cuyo significante le es extraño. Si el deseo de la madre es el falo, el niño quiere ser el falo para satisfacerlo. Así la división inmanente al deseo se hace sentir ya por ser experimentada en el deseo del otro, en la medida en que se opone ya a que el sujeto se satisfaga presentando al otro lo que puede tener de real que responda a ese falo, pues lo que tiene no vale más que lo que no tiene, para su demanda de amor que quisiera que lo fuese.

Esa prueba del deseo del Otro, la clínica nos muestra que no es decisivo en cuanto que el sujeto se entera en ella de si éI mismo tiene o no tiene un falo real, sino en cuanto que se entera de que la madre no lo tiene. Tal es el momento de la experiencia sin el cual ninguna consecuencia sintomática (fobia) o estructural (Penisneid) que se refiera al complejo de castración tiene efecto. Aquí se sella la conjunción del deseo en la medida en que el significante fálico es su marca, con la amenaza o nostalgia de la carencia de tener.

Por supuesto, es de la ley introducida por el padre en esta secuencia de la que depende su porvenir.

Pero se puede, ateniéndose a la función del falo, señalar las estructuras a las que estarán sometidas las relaciones entre los sexos.

Digamos que esas relaciones girarán alrededor de un ser y de un tener que, por referirse a un significante, el falo, tienen el efecto contrariado de dar por una parte realidad al sujeto en ese significante, y por otra parte irrealizar las relaciones que han de significarse.

Esto por la intervención de un parecer que se sustituye al tener, para protegerlo por un lado, para enmascarar la falta en el otro, y que tiene el efecto de proyectar enteramente en la comedia las manifestaciones ideales o típicas del comportamiento de cada uno de los sexos, hasta el límite del acto de la copulación.

Estos ideales reciben su vigencia de la demanda que tienen el poder de satisfacer, y que es siempre demanda de amor, con su complemento de la reducción del deseo a demanda.

Por muy paradójica que pueda parecer esta formulación, decimos que es para ser el falo, es decir el significante del deseo del Otro, para lo que la mujer va a rechazar una parte esencial de la femineidad, concretamente todos sus atributos en la mascarada. Es por lo que no es por lo que pretende ser deseada al mismo tiempo que amada. Pero el significante de su deseo propio lo encuentra en el cuerpo de aquel a quien se dirige su demanda de amor. Sin duda no hay que olvidar que por esta función significante, el órgano que queda revestido de ella toma valor de fetiche. Pero el resultado para la mujer sigue siendo que convergen sobre el mismo objeto una experiencia de amor que como tal (cf. más arriba) la priva idealmente de lo que da, y un deseo que encuentra en él su significante. Por eso puede observarse que la ausencia de la satisfacción propia de la necesidad sexual, dicho de otra manera la frigidez, es en ella relativamente bien tolerada, mientras que la Verdrängung, inherente al deseo es menor que en el hombre.

En el hombre, por el contrario, la dialéctica de la demanda y del deseo engendra los efectos a propósito de los cuales hay que admirar una vez más con qué seguridad Freud los situó en las junturas mismas a las que pertenecen bajo la rúbrica de un relajamiento (Erniedrigung) específica de la vida amorosa.

Si el hombre encuentra en efecto como satisfacer su demanda de amor en la relación con la mujer en la medida en que el significante del falo la constituye ciertamente como dando en el amor lo que no tiene, inversamente su propio deseo del falo hará surgir su significante en su divergencia remanente hacia «otra mujer» que puede significar ese falo a títulos diversos, ya sea como virgen, ya sea como prostituta. Resulta de ello una tendencia centrífuga de la pulsión genital en la vida amorosa, que hace que en él la impotencia sea soportada mucho peor, al  mismo tiempo que la Verdrängung inherente al deseo es más importante.

Sin embargo, no debe creerse por ello que la clase de infidelidad que aparece aquí como constitutiva de la función masculina le sea propia. Pues si se mira de cerca el mismo desdoblamiento se encuentra en la mujer, con la diferencia de que eI Otro del Amor como tal, es decir en cuanto que está privado de lo que da, se percibe mal en el retroceso en que se sustituye al ser del mismo hombre cuyos atributos ama.

Podría añadirse aquí que la homosexualidad masculina, conforme a la marca fálica que constituye el deseo, se constituye sobre su vertiente mientras que la homosexualidad femenina, por el contrario, como lo muestra la observación, se orienta sobre una decepción que refuerza la vertiente de la demanda de amor. Estas observaciones merecerían matizarse con un retorno sobre la función de la máscara en la medida en que domina las identificaciones en que se resuelven los rechazos de la demanda.

El hecho de que la femineidad encuentre su refugio en esa máscara por el hecho de la Verdrängung inherente a la marca fálica del deseo, acarrea la curiosa consecuencia de hacer que en el ser humane la ostentación viril misma parezca femenina.

Correlativamente se entrevé la razón de ese rasgo nunca elucidado en que una vez más se mide la profundidad de la intuición de Freud: a saber por qué sugiere que no hay más que una libido, que, como lo demuestra su texto, él concibe como de naturaleza masculina. La función del significante fálico desemboca aquí en su relación más profunda: aquella por la cual los antiguos encarnaban en él el ΝΟνζ y el  Αογοζ.

Notas:
1- Damos aquí sin modificción de texto la conferencia que pronunciamos en alemán («Die Bedeutung des Phallus») el 9 de mayo de 1958 en el Instituto Max Planck de Munich donde el profesor Paul Matussek nos había invitado a hablar.

Se medirá en ella, a condición de tener algunos puntos de referencia sobre los modos mentales que regían unos medios no especialmente inadvertidos en esa época, la manera en que los términos que fuimos los primeros en extraer de Freud, «el otro escenario», para tomar uno citado aquí, podían resonar en ellos.

Si la retroacción [aprés-coup, Nachtrag], para citar otro de esos términos del dominio del espíritu refinado donde ahora tienen curso, hace este esfuerzo impracticable, sépase que eran allí inauditos.
2- El demonio del Pudor.