Escritos de Lacan: Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956

Para algunos . . y «a otros».
El centenario del nacimiento es de rara celebración. Supone de la obra una  continuación del hombre que  evoca la sobrevivencia. Justamente de esto tendremos que denunciar las apariencias en nuestro doble tema.

Psicoanalistas nosotros mismos y mucho tiempo confinados en nuestra experiencia, hemos visto que se aclaraba al hacer de los términos en que Freud la definió un uso no de preceptos sino de conceptos que les conviene.

Comprometidos con ello hasta el límite de lo posible, y sin duda mas allá de nuestro designio, en la historia en acción del psicoanálisis, diremos aquí cosas que sólo parecerán osadas si se confunden actitud preconcebida y realce.

Por eso la reacción de nuestro título es de una naturaleza tal, lo sabemos, como para  apartar a aquellos a quienes estas cosas podrían tocar, de pasar más adelante. Perdónesenos esta malicia: lo que sucede que hemos tratado con estos términos a la situación verdadera, la formación válida. Aquí es de la situación real, de la formación dada de lo que quisiéramos dar cuenta, y para una audiencia mas amplia. ¿Qué concurso unánime no conseguiría si se fundiera psicoanálisis y formación para  anunciar el estudio de la situación del psicoanalista? Y cuan edificante sería llevarlo  hasta los efectos de su estilo de vida. No haremos sino tocar un instante su  relación con el mundo, para introducir nuestro tema.

Es conocido el «¿como se puede ser psicoanalista?» que nos hace todavía ocasionalmente presentar en labios mundanos traza de persas, y que pronto se encadena a él un «no me gustaría vivir con un psicoanalista», con que la querida pensativa nos reconforta por medio del aspecto de lo que la suerte nos ahorra.

Esta reverencia ambigua no está tan cerca como parece del crédito, mas grave sin duda, que la ciencia nos concede. Pues en en ella se anota de buen talante la pertinencia de tal hecho que se supone nos incumbe, es desde el exterior, y bajo reserva de la extrañeza, que nos toleran, de nuestras costumbres mentales. ¿Cómo no nos sentiríamos satisfechos como del fruto de la distancia que mantenemos por lo incomunicable de nuestra experiencia, de este efecto de segregación intelectual?

Lástima que contraría una necesidad de refuerzo, demasiado manifiesta por ir mas o menos a cualquier sitio y que puede medirse en nuestra desalentadora literatura con qué poco se conforma. Aquí bastará que evoque eI estremecimiento de holgura que recorrió la fila de mis mayores cuando un discípulo de la Escuela, habiéndose ungido para esa coyuntura de pavlovismo, vino a darles su licet. Y el prestigio del reflejo condicionado, y hasta de la neurosis animal, no ha cesado desde entonces de hacer de las suyas en nuestras ensoñaciónes…… Que llegue a algunos sin embargo el rumor de lo que llaman ciencias humanas, y corren tras la voz, y ciertos celotes sobre el estrado se igualarán a los mandamientos de la figuración inteligente.

Seguramente ese gesto de la mano tendida, pero nunca vuelta a cerrar, no puede tener otra razón sino interna: queremos decir con eso que la explicación debe buscarse en la situación del psicoanálisis más que de los psicoanalistas. Pues si hemos podido definir irónicamente el psicoanálisis como el tratamiento que se espera de un psicoanalista, es sin embargo ciertamente el primero el que decide de la calidad del segundo.

Ya lo hemos dicho, hay en el análisis una situación real que se indica al comparar el lugar común que se produce más corrientemente en él a saber que ninguna noción nueva ha sido introducida en éI desde Freud, y el recurso tan obligado para servir en él de explicación para todo propósito que se ha hecho ya trivial, o sea la noción de frustración. Ahora bien, sería en vano buscar en toda la obra de Freud de este término el menor rastro: pues sólo encontraríamos en ella ocasión de rectificarlo con el de Versagung el cual implica renunciación y se distingue pues de él por toda la diferencia de lo simbólico a lo real, diferencia que haremos a nuestros Iectores la merced de considerarla como consabida pero de la que puede decirse que la obra de Freud se resume en darle el peso de una instancia nueva.

Hernia central que puede aquí señalarse con el dedo de una discordancia difusa, y tal que en efecto dejando los términos freudianos, si así puede decirse, en su lugar, es para cada uno, cuando se usa de ellos algo diferente lo que se designa.

Nada en efecto que satisfaga las exigencias del concepto mejor que estos términos, es decir que sea mas idéntico a la estructura de una relación concretamente la analítica,  y a la cosa que se capta en ella, concretamente el significante. Es decir que estos conceptos, poderosamente articulados entre sí, no corresponden a nada que se dé inmediatamente en la intuición. Pero es precisamente esto lo que se les sustituye punto por punto mediante una aproximación que no puede ser sino grosera, y tal que se la puede comparar con lo que la idea de la fuerza o la de la onda es para alguien que no tiene ninguna noción de la física.

Así la transferencia por mucho que se haga y sea lo que sea lo que cada uno profesa sobre ella, sigue siendo con la fuerza de adhesión de un común consentimiento identificada con un sentimiento o con una constelación de sentimientos experimentados por el paciente: cuando con sólo definirla por el efecto de reproducción relativo al análisis, se manifiesta que lo más claro debe pasar inadvertido para el sujeto.

Del mismo modo y en forma aún mas insidiosa, la resistencia es asimilada a la actitud de oposición que la palabra evoca en su empleo vulgar: cuando Freud no podría dar pie a equívocos, colocando en ella como coloca los acontecimientos mas accidentales de la vida del sujeto en la medida del obstáculo que presentan al análisis, aunque sólo fuese para obviar a su presencia física.

Estos recordatorios triviales por supuesto permanecen opacos bajo esta forma. Para saber lo que sucede con la transferencia, hay que saber lo que ocurre en el análisis. Para saber lo que ocurre en el análisis, hay que saber de dónde viene la palabra. Para saber lo que es la resistencia, hay que saber lo que sirve de pantalla al advenimiento de la palabra y no es tal disposición individual, sino una interposición imaginaria que rebasa la individualidad del sujeto, en cuanto que estructura su individualización especificada en la relación dual.

Perdónesenos una formula tan abstracta para orientar el espíritu. Pero también no hace otra cosa, a la manera de la fórmula general de gravitación en un texto de historia de las ciencias, sino indicar las bases de la investigación. Y no podría exigirse de la vulgarización psicoanalítica que se abstenga de toda referencia semejante.

No es efectivamente que el rigor conceptual ni la elaboración técnica no se encuentren en los trabajos psicoanalíticos. Si siguen siendo en ellos esporádicos y aun ineficientes es por un vicio más profundo y al que los preceptos de la práctica han conducido por una confusión singular.

Es sabida la actitud asistematica que se plantea en el principio, tanto de la regla llamada analítica que se impone al paciente de no omitir nada de lo que le viene a las mientes y de renunciar con ese fin a toda crítica y a toda elección, como de la atención llamada flotante que Freud indica expresamente al psicoanalista por no ser sino la actitud que corresponde a esa regla.

Estos dos preceptos entre los cuales se tiende en cierto modo la tela de la experiencia ponen, al parecer, suficientemente en valor el papel fundamental del discurso del sujeto y de su escucha.

A esto es por cierto a lo que se entregaron, y no sin fruto, los psicoanalistas en la edad de oro del psicoanálisis. Si la cosecha que recogieron, tanto en las divagaciones nunca tan permitidas a la salida de una boca como en los lapsus nunca tan ofrecidos a la abertura de un oído, fue tan fecunda, no fue sin razón.

Pero esta riqueza misma de datos, fuentes de conocimiento los llevaron pronto a un nudo del que supieron hacer un callejón sin salida. ¿Podrían, una vez adquiridos estos datos, dejar de orientarse sobre ellos a través de lo que entendían ,ya? En verdad, el problema sólo se les planteó a partir del momento en que el paciente, que estuvo pronto tan al tanto de ese saber como lo estaban ellos mismos, les sirvió enteramente preparada la interpretación que era su tarea, lo cual, preciso es decirlo, es ciertamente la mala pasada mas molesta que pueda hacérsele a un augur.

Sin poder dar crédito a sus dos oídos, quisieron recuperar el mas allá que efectivamente había tenido siempre el discurso, pero sin que ellos supieran lo que era. Por eso se inventaron un tercero, que se suponía llamado a percibir sin intermediarios. Y para designar esta inmediatez de lo trascendente no se escatimó nada de las metáforas de lo compacto: el afecto, lo vivido, la actitud, la descarga, la necesidad de amor, la agresividad latente la armadura del carácter y el cerrojo de la defensa, dejemos el frasco y pasemos al licor, cuyo reconocimiento no era desde ese momento accesible sino a ese no sé qué del que un chasquido de lengua es la prueba última y que introduce en la enseñanza una exigencia inédita: la de lo inarticulado.

A partir de ahí, las fantasías psicológicas pudieron darse vuelo. No es este el lugar de hacer la historia, en el análisis, de las variaciones de la moda. Son poco notadas por sus adeptos, siempre cautivados por la última: el agotamiento de los fantasmas, la regresión instintual, el desarmamiento de la defensa, el esponjamiento de la angustia, la liberación de la agresividad, la identificación con el yo fuerte del analista, la manducación imaginaria de sus atributos, la dinámica, ¡ah! la dinámica en que se reconstruye la relación de objeto, y en los últimos ecos lo objetivo en que una disciplina fundada sobre la historia del sujeto viene a culminar: esa pareja del hic et nunc, cuyo croar gemelo, no es irónico solamente por sacarle la lengua a nuestro latín perdido, sino también por rozar un humanismo de la mejor ley resucitando las musarañas ante los que aquí estamos otra vez boquiabiertos, sin tener ya para sacar nuestros auspicios de la mueca del oblicuo revoloteo de las cornejas y de sus burlones guiños de ojo otra cosa que la comezón de nuestra contratransferencia.

Este dominio de nuestras errancias no es sin embargo puro humo: su laberinto es ciertamente aquel cuyo hilo nos fue dado, pero por un caso extraño ese hilo perdido ha disipado en reflejos sus murallas y, haciéndonos saltar por su grieta veinte siglos de mitología, cambiado los corredores de Dédalo en ese palacio del Ariosto dónde de la amada y del rival que os desajustan todo no es más que engaño.

Freud en esto como en todo es tajante: todo su esfuerzo de 1897 a 1914 fue distribuir las partes de lo imaginario y de lo real en los mecanismos del inconsciente.

Es singular que esto haya llevado a los psicoanalistas, en dos etapas, primero a hacer de lo imaginario otro real, y en nuestros días a encontrar en ello la norma de lo real.

Sin duda lo imaginario no es ilusorio y da materia a la idea. Pero lo que permitió a Freud realizar el descenso al tesoro con que quedaron enriquecidos sus seguidores es la determinación simbólica en que la función imaginaria se subordina, y que en Freud es siempre recordada poderosamente, ya se trate del mecanismo del olvido verbal o de la estructura del fetichismo.

Y puede decirse que al insistir en que el análisis de la neurosis fuese siempre referido al nudo del Edipo, no apuntaba a ninguna otra cosa sino a asegurar lo imaginario en su concatenación simbólica, pues el orden simbólico exige tres términos por lo menos, lo cual impone al analista no olvidar al Otro presente, entre los dos que no por estar allí envuelven al que habla.

Pero a pesar de lo que Freud añade a esta advertencia por su teoría del espejismo narcisista; el psicoanalista se adentra cada vez más adelante en la relación dual, sin que le impresione la extravagancia de la «introyección del buen objeto», por la cual se ofrece nuevo pelícano, felizmente bajo Ias especies fantasmáticas, al apetito del consumidor, ni que lo detengan en los textos que celebran esta concepción del análisis las dudas que asaltarán a nuestros nietos al interrogarse sobre las obscenidades de hermanos oscurantistas que encontraban favor y fe en nuestro novecento.

A decir verdad, la noción misma de análisis preedípico resume esta desbandada del collar en la que es a las perlas a las que les arrojan puercos. Curiosamente las formas del ritual técnico se valorizan a medida de la degradación de los objetivos. La coherencia de este doble proceso en el nuevo psicoanálisis es sentida por sus celotes. Y uno de ellos, que en las páginas de Michelet que hacen reinar la tabla agujereada del retrete sobre las costumbres del Gran Siglo, encontraba agua para su molino y materia para alzar el tono hasta esta profesión sin ambages: la belleza será estercolaria o no será, no sacaba de ello menos coraje para preconizar como un milagro las condiciones en que esta verdad última se había producido, y su mantenimiento sin cambiar una linea: así con la cuenta de los minutos que pasa el analista en su asiento y en que el inconsciente del sujeto puede poner en regla sus costumbres.

Hubieran podido preverse las salidas dónde lo imaginario, para alcanzar lo real, debe encontrar el no man’s land que, ignorando su frontera, le abre su acceso. Las indican los sensoriums no especializantes, en los cuales la alucinación misma se presta a dificultades en su límite. Pero el cálculo del hombre es siempre anticipado por su brote inventivo, y para sorpresa feliz de todos un novicio en un trabajo del que diremos cuál fue para él el éxito, vino una vez, en algunas páginas modestas y sin fiorituras, a referirnos esta solución elegante de un caso rebelde. «Después de tantos años de análisis mi paciente seguía sin poder olerme; un día finalmente mi insistencia no menos paciente pudo con él; percibió mi olor. La curación había llegado.»

Haríamos mal en poner mala cara a estas audacias, tienen sus cartas de nobleza. Y el «ingenioso doctor Swift» aquí no nos escatimaría sus auspicios. Prueba de ello ese Gran Misterio o el arte de meditar sobre el guardarropa renovado y develado, del que citaremos únicamente, a partir de una traducción francesa de la época (La Haya, en  casa de Jean Van Duren, 1729) para no alterar nada, la página 18, en la que alaba las luces que pueden sacarse de «la materia fecal, que, mientras está todavía fresca… exhala partículas que subiendo a través de los nervios ópticos y de los nervios olfatorios de quien se detenga delante, excitan en éI por simpatía los mismos afectos que al Autor del excremento, y, si se está bien instruido en este profundo misterio, basta ello para aprender todo lo que se quiera de su temperamento, de sus pensamientos, de sus acciones mismas, y del estado de su fortuna.»

«Por eso me jacto de que mis superiores» (nos enteramos en la p. 23 de que son  Doctores y Miembros de la Sociedad Real reunidos en una Asociación celosa de  su secreto) «no me condenarán si al final de este tratado propongo confiar la inspección de los Privados a Personas que tengan mas ciencia y más juicio que los que desempeñan hoy ese oficio. Cuánto más brillaría su dignidad.., si no fuese otorgada sino a Filósofos y a Ministros, que por el gusto, el olor, el tinte, la sustancia de las evacuaciones del cuerpo natural, sabrían descubrir cuál es la constitución del cuerpo político, y avisar al Estado de las conjuras secretas que forman gentes inquietas y ambiciosas.»

Sería vano de nuestra parte complacernos en el humor cínico del Dean en el ocaso de su vida, si no de su pensamiento: pero de pasada queremos recordar bajo un modo sensible incluso a los entendimientos olfativos la diferencia de un materialismo naturalista y del materialismo freudiano, el cual lejos de despojarnos de nuestra historia, nos asegura su permanencia bajo su forma simbólica, fuera de los caprichos de  nuestro asentimiento.

Esto no es poca cosa, si representa propiamente los rasgos del inconsciente, que Freud, lejos de limarlos, ha afirmado cada vez más. Entonces ¿por qué eludir las preguntas que el inconsciente provoca?

Si la asociación llamada libre nos da acceso a él, ¿es por una liberación que se compara a la de los automatismos neurológicos? Si las pulsiones que se descubren en eI son del nivel dinecefálico, o aun del rinencéfalo, ¿como concebir que se estructuren en términos de lenguaje?

Pues desde el origen ha sido en el lenguaje dónde se han dado a conocer sus efectos -sus astucias que hemos aprendido desde entonces a reconocer, no denotan menos, en su trivialidad como en sus finuras un procedimiento de lenguaje.

Las pulsiones que en los sueños se juegan en charadas de almanaque rozan igualmente ese aire de Witz que, a la lectura de la Traumdeutung impresiona a los más ingenuos. Pues son las mismas pulsiones cuya presencia distancia el rasgo de ingenio de lo cómico al afirmarse bajo una más altiva alteridad. Pero la defensa misma cuya denegación basta para indicar la ambigüedad inconsciente no hace uso de formas menos retóricas. Y sus modos se conciben dificilmente sin recurrir a los tropos y a las figuras, éstas de habla o de escritura, tan de veras como en Quintiliano, y que van desde el accismo y la metonimia hasta la catacresis y la antífrasis, hasta la hipálage incluso hasta la lítote (reconocible en lo que describe 0. Fenichel), y esto se impone a nosotros cada vez más a medida que la defensa se nos presenta mas inconsciente.

Lo cual nos obliga a concluir que no hay forma tan elaborada del estilo que el inconsciente no abunde en ella, sin exceptuar las eruditas, las conceptistas y las preciosas, a las que no desdeña más de lo que lo hace el autor de estas líneas, el Góngora del psicoanálisis, según dicen, para servirles.

Si esto es de tal naturaleza como para desalentarnos de poderlo encontrar en el peristaltismo de un perro por muy pavloviano que lo supongamos, tampoco es como para obligar a los analistas a tomar baños de poesía macarrónica, ni las lecciones, de tablatura de las artes corteses con las que sin embargo sus debates se amenizarían felizmente. Aun así podría imponerles un rudimento que los formase en la problemática del lenguaje, lo suficiente para permitirles distinguir el simbolismo de la analogía natural con la  que lo confunden habitualmente.

Este rudimento es la  distinción del significante y del significado con que suele honrarse con justicia a Ferdinand de Saussure, por el hecho de que gracias a su enseñanza está ahora inscrita en el fundamento de las ciencias  humanas. Observemos solamente que, incluso haciendo mención de precursores como Baudouin de Courtenay, esa distinción era perfectamente clara para los antiguos y atestigua en Quintiliano y en san Agustín.

La primacía del significante sobre el significado aparece ya allí imposible de eludir

en todo discurso sobre el lenguaje, no sin que desconcierte demasiado al pensamiento para que, incluso en nuestros días, haya podido ser enfrentada por los lingüistas.

Sólo el psicoanálisis está capacitado para imponer al pensamiento esa primacía  demostrando que el significante puede prescindir de toda cogitación, aunque fuese de las menos reflexivas, para ejercer reagrupamientos no dudosos en las significaciones que avasallan al sujeto más aún: para manifestarse en él por esa intrusión enajenante de la que la noción de síntoma en análisis toma un sentido emergente: el sentido del significante que connota la relación del sujeto con el significante.

De igual modo diríamos que el descubrimiento de Freud es esta verdad: que la verdad no pierde nunca sus derechos, y que refugiando sus credenciales hasta en el dominio abocado a la inmediatez de los instintos, sólo su registro permite concebir esa duración inextinguible del deseo cuyo rasgo no es el menos paradójico que puede subrayarse del  inconsciente, como lo hace Freud aferrándose a él.

Más para apartar toda equivocación hay que articular que ese registro de la verdad debe tomarse a la letra, a decir que la determinación simbólica, o sea lo que Freud llama sobredeterminación, debe considerarse ante todo como hecho de sintaxis, si se quieren captar sus efectos de analogía. Pues esos efectos se ejercen del texto al sentido; lejos de imponer su sentido al texto. Como se ve en los deseos propiamente insensatos que de esos efectos son los menos retorcidos.

De esta determinación simbólica, la lógica combinatoria nos da la forma mas radical y hay que saber renunciar a la exigencia que quisiera someter su origen a las vicisitudes de la organización cerebral que la refleja ocasionalmente.

Retificación saludable, cualquiera que sea la ofensa que aporte al prejuicio psicológico. Y no parece estar de más para sostenerla recordar todos los lugares en que el orden simbólico encuentra su vehículo, aunque fuese en el silencio poblado del universo surgido de la física. La industria humana a la que ese orden determina más que sirve no está sólo allí para conservarlo, sino que ya visiblemente lo prorroga mas allá de lo que el hombre domina de él, y los dos kilos de lenguaje cuya presencia podemos señalar en esta mesa son menos inertes si los encontramos corriendo sobre las ondas cruzadas de nuestras emisiones por abrir el oído incluso de los sordos a la verdad que Rabelais supo incluir en su apólogo de las palabras heladas.

Un psicoanalista debe asegurarse en la evidencia de que el hombre, desde antes de su nacimiento y más allá de su muerte está atrapado en la cadena simbólica, la cual ha fundado el linaje antes de que borde en éI la historia -avezarse en la idea de que es en su ser mismo, en su personalidad total como dicen cómicamente, dónde está efectivamente tomado como un todo, pero a la manera de un peón en el juego del significante, y desde antes de que las reglas le sean transmitidas si es que ha de acabar por sorprenderlas; pues este orden de prioridades debe entenderse como un orden lógico, es decir siempre actual.

De esta heteronomia de lo simbólico ninguna prehistoria nos permite borrar el corte. Antes por el contrario todo lo que nos entrega no hace sino ahondarlo más: herramientas cuya forma serial no vuelve más hacia el ritual de su fabricación que hacia Ios usos a los que hayan estado adaptadas – amontonamientos que no muestran nada que no sea el símbolo anticipante de la entrada de lo simbólico en el mundo – sepulturas que, más allá de toda motivación que podamos soñarles son edificios que no conoce la naturaleza.

Esta exterioridad de lo simbólico con relación al hombre es la noción misma del inconsciente. Y Freud ha probado constantemente que  insistía en ella como en el principio mismo de su experiencia.

Testigo de ello el punto en que rompe tajantemente con Jung, es decir cuando éste publica sus «metamorfosis de la libido». Porque el arquetipo, es hacer del símbolo el florecimiento del alma, y todo consiste en eso: pues el hecho de que el inconsciente sea sea individual y colectivo importa poco al hombre que, explícitamente en su Moisés, implícitamente en Tótem y tabú, admite que un drama olvidado atraviesa en el inconsciente las edades. Pero lo que hay que decir, y esto conforme a Aristóteles, es que no es el alma la que habla, sino el hombre el que habla con su alma, a condición de añadir que ese lenguaje lo recibe, y que para soportarlo sumerge en él mucho más que su alma: sus instintos mismos cuyo fondo sólo resuena en profundidad por repercutir el eco del significante. Y así también cuando ese eco vuelve a subir de allá, el hablador se maravilla de ello y eleva allí la alabanza de romanticismo eterno Spricht die Seele so spricht… Habla el alma, escúchenla…ach! schon die seele nicht mehr…   . Pueden ustedes escucharla; la ilusión no durará mucho. Interroguen más bien sobre este asunto al señor Jones, uno de los raros discípulos que intentaron articular algo sobre el simbolismo que tuviese pies y cabeza: les dirá la suerte de la Comisión especial instaurada para dar cuerpo a su estudio en el Congreso de 1910.

Si se considera por otra parte la preferencia que Freud mantuvo por su Totem y tabú y el rechazo obstinado que opuso a toda relativización del asesinato del padre considerado como drama inaugural de la humanidad, se concibe que lo que mantiene con eso es la primordialidad de ese significante que representa la paternidad mas allá de los atributos que aglutina y de los que el lazo de la generación no constituye más que una parte. Este alcance de significante aparece sin equívoco en la afirmación así producida de que el verdadero padre, el padre simbólico, es el padre muerto. Y la conexión de la paternidad con la muerte, que Freud distingue explícitamente en numerosas relaciones clínicas deja ver de dónde ese significante recibe su rango primordial.

Tantos efectos de masas para restablecer una perspectiva no darán sin embargo al psicoanalista los medios mentales de operar en el campo que ella circunscribe. No se trata de nivel mental, por supuesto, sino del hecho de que el orden simbólico no es abordable sino por su propio aparato. ¿Haremos álgebra sin saber escribir? Del mismo modo ¿puede tratarse del más pequeño efecto del significante, como también ponerle remedio, sin sospechar al menos lo que implica un hecho de escritura?

¿Habrá sido necesario que la visión de aquellos a quienes la Traumdeutung llevó al análisis haya sido tan corta, o demasiado largos los cabellos de la cabeza de Medusa que la presentaba? ¿Qué es esa nueva interpretación de los sueños sino el condicionamiento de la oniromancia tan solo en el fundamento pero irrefragable de toda mántica, a saber la batería de lo material? No queremos decir la materia de dicha batería, sino su finitud ordinal. Bastocillos lanzados al suelo o láminas ilustres del tarot, simple juego de pares o impares o kua supremos del Yi-king, en vosotros todo destino posible, toda deuda concebible puede resumirse, pues nadie en vosotros vale sino la combinatoria, dónde el gigante del lenguaje recobra su estatura por estar de pronto liberado de los lazos gulliverianos de la significación. Si el sueño conviene todavía mejor para esto, a que esta elaboración que reproduce vuestros juegos está en él en obra en su desarrollo: «Solo la elaboración del sueño nos interesa», dice Freud, y también: «El  sueño es una adivinanza». ¿Qué habría tenido que añadir para que no esperásemos de ello las palabras del alma? ¿Las frases de una adivinanza han tenido alguna vez el menor sentido, y su interés el que tomamos en su desciframiento, no consiste en que la significación manifiesta en sus imágenes es caduca, no teniendo ningún alcance salvo al dar a entender el significante que se disfraza en ella?

Esto merecería incluso que se sacase de ello una vuelta de la luz sobre las fuentes con que nos iluminamos aquí, incitando a los lingüistas a tachar de sus papeles la ilusoria locución que pleonasticamente por lo demas, hace hablar de escritura «ideográfica». Una escritura, como el sueño mismo, puede ser figurativa, está siempre como el lenguaje articulada simbólicamente, o sea que ni más ni menos que éste es fonemática, y fonética de hecho desde el momento en que se lee.

¿El lapsus finalmente nos hará captar en su despojamiento lo que quiere decir el que tolere ser resumido en la fórmula: que el discurso viene a superar en él a la significación fingida?

¿Llegaremos por ahí a arrancar al augur de su deseo de entrañas y a reducirlo a la meta de esa intención flotante que, desde los cincuenta millones de horas mas o menos de analistas que han encontrado en ella su comodidad y su malestar, parece que nadie ha preguntado cual es?

Pues si Freud dió esa especie de atención por contrapartida (Gegenstück) de la asociación libre, el término flotante no implica su fluctuación sino antes bien la igualdad de su nivel, lo cual queda acentuado por el término alemán gleichschwebende.

Observemos por otra parte que la tercera oreja de que nos hemos sentido para denegar su existencia a los más allá inciertos de un sentido oculto, no deja  por ello de ser de hecho la invención de un autor, Reik (Theodor), más bien sensato en su tendencia a acomodarse en un más acá de la palabra.

Pero ¿que necesidad puede tener el analista de una oreja de más cuando  parece que tiene de sobra con dos a veces para adentrarse a toda vela en el malentendido fundamental de la relación de comprensión?  Se lo repetimos  a nuestros alumnos: «¡Cuídense de comprender!», y dejen esa categoría  nauseabunda a los señores Jaspers y socios. Que una de sus orejas se ensordezca en la misma medida en que la otra debe ser aguda. Y es la que deben ustedes aguzar en la escucha de los sonidos o fonemas, de las palabras, de las locuciones, de las sentencias, sin omitir en ellas las pausas, escansiones, cortes, períodos y paralelismos, pues es allí dónde se prepara la versión palabra por palabra, a falta de la cual la intuición analítica queda sin soporte y sin objeto.

Así es como la palabra que se ofrece a la adhesión de ustedes en un lugar común, y con una evidencia tan capciosa cuando su verdad es atrayente por no entregarse sino en el segundo tiempo, como: el número dos se regocija de ser impar (y tiene mucha razón el número dos de regocijarse de serlo, pero tiene el defecto de no ser como para decir por qué)  encontrará en el nivel del inconsciente su mas significante alcance, purificado de sus equívocos, si se le traduce por: unos números, son dos, que no tienen par, esperan a Godot.

Esperamos darnos a entender -y que el interés que mostramos aquí por la mántica no es como para aprobar el estilo de la cartomancia, que en la teoría de los instintos da el tono.

Muy al contrario, el estudio de la determinación simbólica permitiría reducir; si es que no a la vez desprender, lo que la experiencia psicoanalítica entrega de datos positivos:

y no es cualquier cosa.

La teoría del narcisismo y la del yo tal como Freud la orientó en su segunda tópica son datos que prolongan las investigaciones más modernas de la etología natural (precisamente bajo el encabezado de la teoría de los instintos).

Pero incluso la solidaridad, en la que se fundan, es desconocida, y la teoría del yo no es ya sino un enorme contrasentido: el retorno a lo que la picología intuitiva misma vomitó.

Pues la deficiencia teórica que señalamos en la doctrina nos pone en el defecto de la enseñanza, que recíprocamente responde de ella. O sea  en el segundo tema de nuestra exposición al que hemos pasado desde hace un rato.

Como la técnica del psicoanálisis se ejerce sobre la relación del sujeto con el significante, lo que ha conquistado de conocimiento no se sitúa sino ordenándose alrededor.

Esto le da su lugar en el reagrupamiento que se afirma como orden de las ciencias conjeturales.

Pues la conjetura no es lo improbable: la estrategia puede ordenarla en certidumbre. Del mismo modo lo subjetivo no es el valor de sentimiento con que se lo confunde: las leyes de la intersubjetividad son matemáticas.

Es en este orden dónde se edifican las nociones de estructura, a falta de  las cuales la visión por dentro de la neurosis y Ia tentativa de abordamiento de las psicosis quedan detenidas.

La perspectiva de semejante investigación exige una formación que reserva al lenguaje su papel sustancial en ella. Es Io que Freud formula expresamente en el programa de un Instituto ideal, que no nos extrañará después de lo que estamos adelantando que desarrolle el conjunto mismo de los estudios filológicos.

Podemos aquí como más arriba partir de un contraste brutal, observando que nada en ninguno de los Institutos pertenecientes a una afiliación que se autoriza con su nombre ha sido esbozado en ese sentido.

Puesto que el orden del día es aquí el legado de Freud, trataremos de averiguiar que ha sido de él en el estado de cosas presente.

La historia nos muestra en Freud la preocupación que le guía en la organización de la A.I.P. o Asociación Internacional de Psicoanálisis, y especificamente a partir de 1912, cuando auspicia en ella la forma de autoridad que prevalecerá, determinando con los detalles de las  instituciones el modo de ejercicio y de transmisión de los poderes: es la preocupación claramente confesada en su correspondencia de asegurar el mantenimiento de su pensamiento en su forma completa, cuando él mismo no esté ya allí para defenderlo. Mantenimiento del que la defección de Jung, más dolorosa que todas las otras a las que sucede, hace esta vez un problema angustioso. Para hacerle frente, Freud acepta lo que se ofrece a él en ese momento: a saber; la idea que se le ha ocurrido a una especie de joven guardia aspirante a la calidad de veterano, de envejecer en dicho mantenimiento en el seno de la A.I.P. no sólo por una solidaridad secreta  sino por una acción desconocida.

La firma en blanco que Freud otorga a este proyecto, la seguridad que saca de él y que lo apacigua, quedan atestiguadas por los documentos de su biógrafo, último sobreviviente a su vez de ese Comité, llamado de los Siete Anillos, cuya existencia había sido publicada por el difunto Hans Sachs. Su alcance de principio y sus consecuencias de hecho no podrían ser veladas por la calificación divertida de romanticismo con que Freud  hace tragar la una, y el incidente picante con que el doctor Jones se apresura a etiquetar las otras: la carta escrita a sus espaldas por Ferenczi a Freud en estos  términos: «Jones, no siendo judio, no estar nunca bastante liberado para ser seguro en esta amenidad. Hay que quitarle toda retirada y no quitarle el ojo de encima «.

La historia secreta de la A.I.P. no está ni hecha ni por hacerse. Sus efectos carecen de interés junto a los del secreto de la historia. Y el secreto de la historia no ha de confundirse con los conflictos, las violencias y las aberraciones que son su fábula. La pregunta que Freud planteó de saber si los analistas en su conjunto satisfacen el estandar de normalidad que exigen de sus pacientes proporciona, por ser regularmente citada a este propósito, ocasión a los analistas de mostrar su bravura. Se asombra uno de que los autores de esas cantaletas no vean  ellos mismos la astucia: la anécdota aquí como en otras partes disimula la estructura.

Los caracteres de ésta más aparentes son aquellos mismos que la hacen invisible, y no sólo para aquellos que están sumergidos en ella: tal el iniciatismo que marca su acceso que, por ser en nuestro tiempo «bastante único», como dicen, mas bien se exhibe, o también el kominternismo cuyo estilo interior  muestra sus rasgos y cuyo prestigio más común no es rechazado allí.

Y el volante más o menos pesado de temporal cuyo gobierno soporta es un hecho de realidad que no tiene en sí por qué buscar remedio, y del que sólo la extraterritorialidad espiritual a la que da cuerpo merece una sanción. La paradoja de la idea que se nos ha ocurrido sobre esto estará mejor remitida a más adelante .

Debe partirse para nuestra mira de la observación, nunca hecha que sepamos de que Freud encaminó a la A I P. en su vía diez años antes de que, en  Análisis del yo y psicología de masas, se interesase, a propósito de la Iglesia y del Ejército, en los mecanismos por los que un grupo orgánico participa en la multitud, exploración cuya parcialidad segura se justifica con el descubrimiento fundamental de la identificación del yo de cada individuo con una misma imagen ideal cuyo espejismo soporta la personalidad del jefe. Descubrimiento sensacional, por adelantarse ligeramente a las organizaciones  fascistas que lo hicieron patente.

De haberse puesto antes atención en estos efectos,  Freud sin duda se habría interrogado sobre el campo dejado a la dominancia de la función del boss o del cacique, en que una organización que, para sostener su palabra misma, sin duda podía como sus modelos equilibrarse con un recurso  al lazo simbólico, es decir con una tradición, una disciplina pero no  manera equivalente, puesto que tradición y disciplina se proponían allí como objetivo poner en duda su principio, con la relación del hombre y la palabra.

De hecho se trata nada menos que del problema de las relaciones del yo con la verdad. Pues es a la estructura del yo en su mayor generalidad a lo que se reduce este efecto de identificación imaginaria (por el que se mide de pasada la distancia a la que se mantienen de ella los usos  inusitados a los que la noción del yo es rebajada en el análisis). Y Freud nos proporciona aquí ol resorte ¡positivo del momento de la conciencia del que Hegel dedujo la estructura dialéctica como fenómeno de la infatuación.

Por eso daremos el nombre de Suficiencia al grado, al grado único de la jerarquía psicoanalítica. Pues contrariamente a lo que un vano pueblo se imagina sobre la base de apariencias esa jerarquía no tiene más que un grado y por eso tiene fundamento para decirse democrática, por lo menos si tomamos este término en el sentido que tiene en la ciudad antigua: dónde la democracia no conoce sino amos.

La Suficiencia pues será en si misma más allá de toda prueba. No tiene que ser suficiente para nada, puesto que se basta.

Para transmitirse a falta de disponer de la ley de la sangre que implica la generación, ni siquiera de la de la adopción que supone la alianza, le queda la vía de la reproducción imaginaria que por un modo de facsímil análogo a la impresión, permite, si puede decirse, su tirada en cierto número de ejemplares, en los que el único se pluraliza.

Este modo de multiplicación no deja de encontrar en la situación afinidades favorables Pues no olvidemos que la entrada en la comunidad está sujeta a la condición del psicoanálisis didáctico, y hay ciertamente alguna razón para que sea en el círcuIo de los didácticos donde la teoría que hace de la identificación con el yo del analista el fin del análisis, haya tomado nacimiento.

Pero desde el momento que las Sufidencias están constituidas en Sociedades y que su elección es cooptativa, la noción de clase se impone y sólo puede aparecer en aquella donde se ejerce su selección a condición de envolverla con alguna oposición a la suya. La oposición de la insuficiencia, sugerida por un puro formalismo, es insostenible dialéticamente. La menor adopción de la suficiencia eyecta la insuficiencia de su campo, pero asimismo el pensamiento de la insuficiencia como de una categoría del ser excluye radicalmente de todas las otras a la Suficiencia. Es la una o la otra, incompatiblemente.

Necesitamos una categoría que, sin implicar la indignidad, indique estar fuera de la suficiencia, ese es su lugar. y que para ocuparla se esté calificado para mantenerse en ella. Por donde la denominación de Zapatitos, para los que se ordenan en ella, nos parece buena, pues aparte de que tiene bastante de imagen para que en una asamblea se los distinga holgadamente, los define por este porte: están siempre con sus zapatos pequeños: y, en el hecho de que se acomodan a ello, manifiestan una suficiencia velada con su oposición a la Suficiencia.

Entre la posición así marcada y la Suficiencia queda sin embargo un hiato que ninguna transición puede colmar. Y el escalón que la simula en la jerarquía no es aquí sino trampantojo.

Pues si se piensa mínimamente en ello se verá que no hay Suficiencia menor o mayor. Se es suficiente o no se es; es verdad ya cuando se trata de ser suficiente   para esto o aquello, pero cuanto más cuando hay que ser suficiente para la suficiencia. Así la Suficiencia no puede alcanzarse ni de hecho, ni de derecho, si no se está ya en ella. llegar a ella es sin embargo una necesidad: y esto mismo nos da la categoría intermedia.

Pero es una categoría que quedará vacía. No podría en efecto ser llenada, sino únicamente habitada: estadía en la que se juega a veces a las necesidades, de la que puede decirse incluso que en conjunto se hace en ella lo necesario, pero de la cual estas expresiones mismas delatan el irreductible límite a que está destinado su abordamiento. Es esta aproximación la que connotaremos con un índice llamando a los que la ocupan: no los necesarios, sino los Bien-Necesarios.

¿Para qué sirven los Bien-Necesarios en la organización? Para tomar el uso de la palabra, de la cual, como se habrá notado, todavía no hemos hablado: es que en efecto hemos dejado de lado hasta ahora esa paradoja, difícil de concebir, de una comunidad cuyo encargo es mantener cierto discurso, de que en sus clases fandamentales, Susficiencias y Zapatitos, el silencio reine como amo y señor y que su templo repose sobre dos columnas taciturnas.

¿Qué podrían decir en efecto los Zapatitos? ¿Hacer preguntas? No hacen nada de eso por tres razones de las cuales hay dos que saben.

La primera razón es que están analizados y que un buen analizado no hace preguntas -fórmula que hay que entender en el mismo nivel de perentoriedad con que el proverbio francés «no hay ahorros pequeños» cierra la réplica a una demanda considerada como inoportuna en un célebre pastiche de Claudel. La segunda razón es que es estrictamente imposible en el lenguaje corriente en la comunidad plantear una pregunta sensata, y que habría que tener la iverecundia del hurón o el descaro monstruo del niño para quien el Rey está desnudo para hacer la observación correspondiente, único sésamo sin embargo que permitiría abrirse a una conversación.

La tercera razón es desconocida a los Zapatitos en las condiciones ordinarias y sólo aparecerá al término de nuestra exposición.

En cuanto a las Suficiencias. ¿a qué hablar? Bastándose, no tienen nada que decirse, y en el silencio de los Zapatitos no tienen a nadie a quien responder.

Por eso les es dado a los Bien-Necesarios apelar a ese silencio poblándolo con su discurso. Cosa que no dejan de hacer, y tanto menos cuanto que una vez que ese discurso se ha puesto en movimiento apenas nada puede trabarlo. Desligado, como hemos dicho, de su propia lógica, lo que en éI se encuentra no, se tropieza, lo que en él se atraviesa no se ofende, lo que de él se excluye no se cercena. El sí tiene allí con él no una compatibilidad que no es de equilibrio sino de sobreabundancia. Puede decirse que el uno no se encuentra sin el otro o mejor, puesto que cae de su peso, puede no decirse.

Esta dialéctica es de la vena de la prosa del burgés gentil hombre, dialéctica sin saberlo, pero que responde a una aspiración, la del prestidigitador inquieto de ser aplaudido por haber sacado del sombrero un conejo que éI es el primero que se sorprende de haber encontrado allí. Se pregunta por qué le ha salido su truco, y buscándolo en las razones  que han de darse de la presencia del conejo, las encuentra igualmente apropiadas para responder y las deja pasar todas, en una indiferencia nacida del presentimiento de que no tocan lo que le interesa, que es, saber en qué su truco ha salido bien. Así el discurso Bien-Necesario no basta para hacer superfluas las preguntas, pero se muestra superfluo para bastarles.

Esa superfluidad en que se traduce el más acá de la suficiencia no puede llegar hasta el hecho de su defecto si la Suficiencia misma no viene a responderle por la superfluidad de su exceso.

Esta es la función de los miembros de la organización a los que llamaremos Beatitudes, tomando este nombre de las sectas estoica y epicúrea de las que es sabido que se proponían como fin alcanzar la satisfacción de la suficiencia.

Las Beatitudes son los portavoces de las Suficiencias, y el hecho de esta delegación vale que regresemos al silendo de las Suficiencias, que hemos despachado un poco aprisa.

Las Suficiencias, dijimos sin insistir, no tienen nada que decirse. Esto merece ser motivado.

El ideal de la suficiencia en los agrupamientos que ordena apenas es propicio a la palabra, pero lleva a ella una sujeción cuyos efectos son uniformes. Contrariamente a lo que suele imaginarse, en la identificación colectiva los sujetos, son informados por hilo individual; esta información sólo es común por que en su fuente es idéntica. Freud puso el acento sobre el hecho de que se trata de la identidad que lleva en sí la idealización narcisista, y nos permite así completar con un rasgo de esquematismo la imagen que hace allí función de objeto.

Pero se puede prever el modo de relación sobre el que va a descansar semejante grupo, por los efectos que produce la identificación narcisista en la pareja, celos fraternales o acrimonia conyugal. En la conquista del poder, se ha utilizado ampliamente la Schadenfreude [placer de dañar] que satisface en el oprimido la identificación con el Führer. En una búsqueda del saber, cierto rechazo que se mide con el ser, más allá del objeto, será el sentimiento que soldará más fuertemente a la tropa: ese sentimiento es conocimiento, bajo una forma patética, en él se comulga sin comunicarse, y se llama el odio.

Sin duda un buen objeto, como dicen, puede promoverse a estas funciones de sometimiento, pero esa imagen que hace a los perros fieles, hace a los hombres tiránicos -pues es el Eros cuya verdadera figura mostró Platón en el fasma que extiende sus alas sobre la ciudad destruida y con que se enloquece el alma acosada.

Para devolver esta consideración a sus proporciones presentes, tomaremos Ia mano que Valéry tiende a Freud cuando hablando de esos «únicos» que pueblan lo que éI llama las profesiones delirantes, hila la metáfora de los dos electrones cuya edificante música oye zumbar en el átomo de su unicidad: uno que canta: «No hay más que yo, yo, yo», el otro que grrita: «pero hay un tal.., un tal… y tal Otro». Porque, añade el autor, el nombre cambia bastante a menudo.

Así es como los number one que aquí pululan revelan ante una mirada experta ser otros tantos números dos.

Es decir que el regodeo en que caerán como tales y cuya extrañeza evocábamos más arriba va a encontrarse aquí llevado a un grado de exultación que no se hará más convincente por ser general, pero en que tal vez se esclarecerá con su repercusión.

Que el número dos se regocije de ser impar, ¿adónde va a llevarle eso en esta reunión -que podemos sin abuso ordenar en una fila única con la única condición de unir en fila india cada uno a otro que le precede?

Salta a la vista que es preciso que el número tres descienda como Dios de la máquina para engendrar la alternancia que dará a luz el impar, antes de que este pueda ejercer sus seducciones sobre el número dos.

Esta observación muestra ya el nervio del asunto, pero se verá mejor bajo una forma desarrollada.

En la serie así constituida, puede decirse efectivamente que un lugar impar es ocupado por la mitad de los números dos, pero como la serie no tiene cabeza, puesto que se cierra en forma de corona, nada ni nadie puede designar cuál es esa mitad, y así pues los números dos, cada uno para sí y Dios para todos, tienen derecho a pretenderse impares, aunque cada uno esté seguro de que la mitad de  ellos no puede serlo. ¿Pero es esto forzosamente verdad? No tal, pues basta con que la mitad más uno de los números dos pueda decirse ,de rango impar para que rebasado el lindero (según la fuerte expresión del señor Fenouillard), ya no haya límites, ya para que todos los número dos, cualquiera que sea aquel del que se hace partir la serie, queden innegablemente comprendidos en el impar enumerado.

Se ve aquí la función del Uno Además, pero también que es necesario que sea Uno Sin Más, pues todo Todavía Uno Más sería Uno De Más, que haría recaer todos los números dos en una presunción que queda sin remisión por saberse sin remedio.

Ese Uno Además estaba ya en el número tres, condición preliminar de la serie en que se hizo ver mejor de nosotros. Y esto demuestra que la alegría del número dos de la Suficiencia exige que su dualidad se exceda en ese Uno Además: y que por lo tanto la Beatitud, siendo el exceso de la Suficiencia, tiene su lugar fuera de ella.

Pero como ese Uno Además que es desde ese momento cada una de las Beatitudes, no puede ser sino un Uno Sin Más, esta destinada por posición al monólogo. Y por eso, contrariamente a las Suficiencias que no tienen nada que decirse, las Beatitudes se hablan, pero no es para decirse más cosas.

Pues ese Uno Además donde el número tres se reúne es con seguridad la mediación de la Palabra, pero al mantenerse en el Otro del que debería desprenderse para regresar al Mismo, sólo forma en su boca esa forma que tapa: la O de un Oráculo, en la que sólo el apetito de los Bien-Necesarios puede hincar el diente hasta hacerla la V de un Veredicto.

Pero las dos superfluidades que aquí se conjugan, por la connivencia del defecto del Discurso inconsistente con el exceso del Discurso inmotivado, no por ello se responden. Del mismo modo que nunca tantas canicas como pueda uno ponerle dentro harán a un colador más apropiado para servir en él la sopa.

Esta es Ia razón de que la enorme cantidad de experiencia que ha atravesado el análisis (pues aquí no puede decirse que no se haya sacado nada del macho cabrío ordeñado), su enseñanza no ha podido retener casi nada en su tamiz. Observación de la que quienquiera que haya tenido ocasión de conocer el asunto nos dará, en su fuero interno, quitanza, aunque hubiese de buscar contra nuestra diatriba el refugio cuya palabra final soltaba un día delante de nosotros una de esas naturalezas a las que su cobardía enseña tanto como las guía en estos términos «No hay dominio en el que se exponga uno más que en el de hablar del análisis».

He aquí pues la organización que obliga a la Palabra a caminar entre dos muros de silencio, para concluir las nupcias de la confusión con la arbitrariedad. Se aviene a ello para sus funciones de promoción: las Suficiencias regulan la entrada de los Zapatitos en su exterior, y las Beatitudes les designan aquellos que constituirán los Bien-Necesarios; en sentido inverso, será dirigiéndose a las Beatitudes como éstos irán a la Suficiencia, y las Suficiencias les responderán sacando de su seno Beatitudes nuevas.

Una observación atenta enumeraría aquí todas las formas del tiro indirecto o de ese encaminamiento llamado trácala, lo que equivale a decir todas las que provocan al asaltante a usar la invisibilidad.

Esta es sin duda la falla del sistema como medio de selección de los sujetos, y al conjugarse ésta con la insonoridad que éste opone a la palabra, no nos extrañaremos de algunos resultados paradójicos, de los que no señalaremos más que dos, uno de efecto permanente, el otro hecho de casos singulares.

1. Que los programas que se imponen allí a la enseñanza magistral toman esencialmente su objeto de lo que llamaremos materias de ficción, pues lo único positivo que se encuentra en ellos es una enseñanza médica, que por no ser sino doblete, resulta una repetición de la enseñanza pública que se admira uno de que sea tolerada;

2. Que dado que una política de silencio tenaz debe encontrar su vía hasta la Beatitud, el analfabetismo en su estado congénito no deja de tener esperanzas de tener allí éxito. Pero tenemos que indicar además lo que la conjunción de estos dos  efectos puede producir ocasionalmente pues veremos en ello la manera en que el sistema, cerrándose con ella, encuentra cómo reforzarse.

Sucedió que una Beatitud del tipo 2 se creyó emplazada por las circunstancias a ponerse a prueba en una enseñanza del tipo 1, cuya promoción le sería de gran lustre.

Fue un hermoso caso. Algunos denunciaron a gritos la licencia, la licenciatura en psicología, se entiende, de Ia cual, según ellos, la Beatitud en cuestión no habría sido capaz de pasar el examen.

Pero los otros más prudentes supieron sacar provecho de Ia gran lección que se les ofrecía así y en Ia que de pronto podían Ieer la Ley suprema, Ley no escrita, sobre la que se funda la asociación -donde cada uno en su seno encontrará preparados su plato intelectual y su moral acostumbrada-, para Ia cual el largo plazo de observación de que ha sido objeto debía ante todo mostrarlo apto -y cuyo mandamiento simple y seguro escuchará en sí mismo en los momentos graves: no hay que turbar a las Beatitudes.

Pues tal es la razón, desconocida de los Zapatitos, aun cuando la presientan, de su propio silencio, y una nueva generación por haber visto desgarrarse su velo, salió de allí templada más vigorosamente, y cerró filas alrededor de aquel que se la había revelado.

¿Pero quién piensa en medio de todo esto en las Beatitudes mismas? ¿Imagina alguien la desgracia de una Beatitud solitaria, cuando llega a darse cuenta de que si los decires de los Bien-Necesarios son superfluos en su mayor parte, los de los Bienaventurados son malaventurados ordinariamente… y lo que en esa malaventura puede llagar a ser su Beata Soledad? ¿Su Suficiencia le soplará en el último momento que ella misma no es más que Mal Necesario?

¡Ah, que los Zapatitos sean presentados de esa angustia! Por lo menos que se los prepare para sus peligros. Pero se pone remedio: nosotros, a quien en cuanto Beatitud, durante años, en la ceremonia llamada de la Segunda Vueltecita, nos ha sido deparado oír de propia boca de los Zapatitos el beneficio que habían sacado de su análisis personal, diremos aquí el más frecuente y más principal de los que aparecen en el homenaje que rendían a su didáctico, cabe en una palabra: desintelectualización.

¡Ah, cómo se sentían por fin liberados, esos queridos niños, ellos que atribuian casi todos su dedicación a la psiquiatría a los tormentos inaplicados de ese maldito año que el ciclo de los estudios franceses le inflige a uno en compañía de las ideas! No, no era eso ahora lo sabían lo que los había guiado: qué alivio y qué provecho quedar a mano a tan bajo precio, pues una vez disipado ese error y una vez sustituido por la convicción de que ese prurito era en efecto lo que llaman con ese nombre condenado: el intelectualismo, cuán recta es por fin la vía, con cuanta holgura encuentra el pensamiento su camino hacia la naturaleza, ¿y no están ahí los movimientos de nuestras vísceras para asegurárnoslo?

Esto es lo que hace que un buen alumno analista de esta especie se distingue a la primera ojeada para quienquiera que haya visto uno una vez por ese aire interior, y hasta posterior, que lo muestra como apoyado sobre el feto macerado de sus resistencias.

Desintelectualización, esta palabra no indica que cualquiera se vuelva tonto por ello: al revés de los temores, y aun de las esperanzas, vulgares, del análisis es perfectamente incapaz de cambiar nada en esta materia.

El estudio de la inteligencia cuyo grado la psicología behaviaurista creyó poder superponer a la medida de lo que el animal sabe englobar en la conducta de rodeo, nos ha parecido a menudo que podía beneficiarse, al menos para el hombre, con una referencia más amplia y concretamente con lo que llamaríamos la conducta del rastro.

No hay vez que llevemos a nuestro perrito a su paseo de necesidad sin que nos impresione el provecho que podría sacarse de sus gestos para el análisis de las capacidades que hacen el éxito del hombre en la sociedad, como asimismo de esas virtudes a las que los antiguos aplicaban su meditación bajo el título de Medio-de-Triunfar. Que por lo menos aquí esta digresión disipe el malentendido a que hubiéramos podido dar ocasión para algunos: de imputamos la doctrina de una discontinuidad entre psicología animal y psicología humana que está bien lejos de nuestro pensamiento.

Simplemente hemos querido sostener que para operar correctamente en esos efectos que el análisis distingue en el hombre como síntomas, y que, por prolongarse tan directamente en su destino, incluso en su vocación, parecen caer con ellos bajo el mismo dominio: el del lenguaje, es preferible sin duda no permanecer completamente iletrado –o más modestamente que todo error posible no ha de apartarse del esfuerzo que hiciera uno para aplicarse a ello.

Pero sin duda otras necesidades predominan,, y el fardo de las Beatitudes, semejante al del hombre blanco, no podría estar al alcance del juicio de uno solo.

Lo hemos escuchado, y todos pudieron escucharlo, de la boca de una Suficiencia en un momento fecundo de la institución psicoanalítica en Francia. «Queremos», declaró, «cien psicoanalistas mediocres». En lo cual no se afirmaba la modestia de un programa, sino la reivindicación, acaso ambiciosa, de esa mutación de la calidad que el fuerte pensamiento de Marx ha mostrado para siempre jamás que se arraiga en la cantidad.

Y las estadísticas publicadas a la fecha muestran que la empresa, pues que superaba saberbiamente todos los obstáculos, está a un paso de un éxito con el que bate sus propias normas.

Con seguridad estamos lejos todavía de lo que se alcanza en otros países, y las trece páginas en cuarto aproximadamente, a dos columnas, que bastan apenas para contener la lista de los psicoanalistas de la Asociación norteamericana, ponen en su sitio a las dos páginas y media en que los practicantes de Francia y de Inglaterra encuentran cabida.

Júzguese la responsabilidad que incumbe a la diáspora alemana que ha dado allá los cuadro más altos de la Beatitud, y lo que representa la carga que se echa encima de todos esos dentistas, para usar el término impregnado de un paternalismo afectuoso al que se echa mano, para designar el rank and file, entre esas Beatitudes supremas.

Cómo se comprende que haya sido entre Ellas donde apareció la teoría del yo autónomo, y cómo no admirar la fuerza de aquellos que dan su impulso a la gran obra de desintelectualización, que propalándose sucesivamente, representa uno de esos challenges de los más fecundos en los que una civilización puede afirmar su fuerza, los que se forja ella misma. Para velar por ello, ¿dónde encontrarían tiempo, cuando durante el transcurso del año se consagran a rebajar a los yos fuertes, a elevar a los yos debiles? Sin duda durante los meses sin r.

Indudablemente un Estado ordenado encontrará a la larga con qué objetar al hecho de que algunas prebendas, a la medida de las inversiones considerables que desplaza una comunidad tal, se dejen a discreción de un poder espiritual cuya extraterritorialidad singular hemos señalado.

Pero la solución sería fácil de obtener: un pequeño territorio a la medida de los Estados filatélicos (Ellis lsland para dejar las cosas claras) podría ser cedido por un voto del Congreso de los Estados Unidos, los más interesados en ese asunto, para que la l P A instale en él sus servicios con sus Congregaciones del índice, de las Misiones y de la Propaganda, y los decretos que emitiese para el mundo entero, por estar fechados y promulgados en ese territorio harían la situación más definida diplomáticamente: se sabría además claramente si la función del yo autónomo, por ejemplo, es un artículo del símbolo de la doctrina ecuménica, o sólo un artículo recomendable para la Navidad de los Zapatitos.

Hagamos un alto aquí para terminar con una nota roborativa. Si no hemos tenido miedo de mostrar las fuerzas de disociación a las que está sometida la herencia freudiana, hagamos patente la notable persistencia de que ha dado pruebas la institución psicoanalítica.

Tendremos en ello tanto menos mérito cuanto que no encontramos en ningún sitio confirmación más deslumbrante de la virtud que atribuimos al significante puro. Pues en el uso que se hace en ella de los conceptos freudianos, ¿cómo no ver que su significación no entra para nada? Y con todo no a otra cosa sino a su presencia puede atribuirse el hecho de que la asociación no se haya roto todavía para dispersarse en la confusión de Babel.

Así la coherencia mantenida de ese gran cuerpo nos hace pensar en la imaginación singular que el genio de Poe propone a nuestra reflexión en la historia extraordinaria del Caso del señor Valdemar.

Es un hombre al que, por haber permanecido bajo la hipnosis durante el tiempo de su agonía, le sucede que fallece sin que su cadáver deje por ello de mantenerse, bajo la acción del hipnotizador, no sólo en una aparente inmunidad a la disolución física, sino en la capacidad de atestiguar por medio de la palabra su atroz estado.

Tal metafóricamente, en su ser colectivo, la asociación creada por Freud se sobreviviría a si misma, pero aquí es la voz la que la sostiene, la cual viene de un muerto.

Sin duda Freud llegó hasta hacernos reconocer el Eros por el que la vida encuentra como prolongar su goce en la prórroga de su pudricion.

En semejante caso sin embargo la operación del despertar, realizada con las palabras tomadas del Maestro en una vuelta a la vida de su Palabra, puede venir a confundirse con los cuidados de una sepultura decente.
Pommersfelden-Guitrancourt, septiembre-octubre de 1956

Anexo.

De haber puesto antes atención en esos efectos, Freud se habría interrogado más estrechamente sobre las vías particulares que la transmisión de su doctrina exigía de la institución que debía asegurarla. La sola organización de una comunidad no le hubiera parecido que garantizase esa transmisión contra la insuficiencia del team mismo de sus fieles, sobre el cual algunas confidencias suyas de las que hay testimonio muestran que abrigaba sentimientos amargos.

Se le habría aparecido en su raí la afinidad que enlaza las simplificaciones siempre psicologizantes contra las cuales Ia experiencia le ponía en guardia, con la función de desconocimiento, propia del yo del individuo como tal.

Hubiera visto la pendiente que, ofrecía a esta incidencia la particularidad de la prueba que esa comunidad debe imponer en su umbral: concretamente del psicoanalista para el que el uso consagra el título de didáctico, y que el menor desfallecimiento sobre el sentido de lo que busca desemboca en una experiencia de identificación dual.

No somos nosotros aquí quienes emitimos un juicio; es en las círculos de los didácticos donde se ha confesado y se profesa la teoría que da como fin al análisis la identificación con el yo del analista.

Ahora bien, cualquiera que sea el grado en que se suponga que un yo haya llegado a igualarse a la realidad de la que se supone que toma la medida, la sujeción psicológica sobre la que se alinea así el acabamiento de la experiencia es, si se nos ha leído bien, lo más contrario que hay a la verdad que ella debe hacer patente: a saber la extraña de los efectos inconscientes, con la cual se aplacan las pretensiones de autonomía de las que el yo hace su ideal; nada tampoco más contrario al beneficio que se espera de esa experiencia: a saber la restitución que se opera en ella para el sujeto del significante que motiva esos efectos, procedente de una medición que precisamente denuncia lo, que de la repetición se precipita en el modelo.

Que la vía dual escogida en sentido opuesto como meta de la experiencia fracase en realizar la normalización con la que podría justificarse en lo más bajo es cosa que, como ya hemos dicho, se reconoce como ordinaria, pero sin sacar de ello la lección de un error de distribución en las premises, pues se siente demasiada satisfacción de atribuir su resultado a las debilidades repercutidas cuyo accidente en efecto es asaz visible.

De todos modos, el solo hecho de que las metas de la formación se afirmen en postulados psicológicos introduce en el agrupamiento una forma de autoridad sin par en toda la ciencia: forma que sólo el término suficiencia permite calificar.

En efecto, sólo la dialéctica hegeliana de la infatuación da cuenta del fenómeno en rigor. A falta de la cual sería a la sátira, si su sabor no hubiera de repugnar a quienes no están familiarizados íntimamente con ese medio, a la que habría que recurrir para dar una justa idea de la manera en que se hace valer.

Sólo podemos aquí hacer patentes resultados aparentes.

En primer lugar la curiosa posición de extraterritorialidad científica con que empezamos nuestras observaciones, y el tono de magisterio con que los analistas Ia sostienen apenas tienen que responder al interés que su disciplina suscita en los dominios circunvecinos.

Si por otra parte las variaciones que hemos mostrado en los abordamientos teóricos del psicoanálisis dan la impresión exterior de una progresión conquistadora siempre en la frontera de campos nuevos, ello no hace sino más notable aun la comprobación de cuan estacionario es lo que se articula de enseñable para uso interno de los analistas en relación con la enorme cantidad de experiencia que, puede decirse, ha pasado por sus manos.

Ha resultado de ello, en el extremo opuesto de las aberturas cuyo proyecto universitario, como hemos indicado, formuló Freud, el establecimiento de una rutina del programa teórico, respecto del cual se designaría bastante bien lo que recubre con el término forjado de materias de ficción.

Con todo, en la negligencia en que un método sin embargo revolucionario en el enfoque de lo fenómenos ha dejado a la nosografía psiquiátrica, no se sabe si hay que extrañarse más de que su enseñanza en este dominio se limite a bordar sobre la sintomatología clásica, o de que llegue así a bordar haciendo un simple forro repetitivo a la enseñanza oficial.

Si finalmente se obliga uno mínimamente a seguir una literatura poco amable, hay que decirlo, se verá en ella la proporción que ocupa una ignorancia en la que no pretendemos designar la docta ignorancia o ignorancia formada, sino la ignorancia crasa, aquella cuyo espesor no ha sido nunca rozado por el arado de una crítica de sus fuentes.

Estos fenómenos de esterilización, mucho más patentes aun desde el interior, no pueden dejar de presentar relaciones con los efectos de identificación imaginaria cuya instancia fundamental reveló Freud en las masas y en los agrupamientos. Lo menos que puede decirse de ellos es que esos efectos no son favorables a la discusión, principio de todo progreso científico. La identificación con la imagen que da al agrupamiento su ideal, aquí la de la suficiencia encarnada, funda ciertamente, como Freud lo mostró en un esquema decisivo, la comunión del grupo, pero es precisamente a expensas de toda comunicación articulada. La tensión hostil es incluso allí constituyente de la relación de individuo a individuo. Esto es lo que el preciosismo de uso en el medio reconoce de manera totalmente válida bajo el término de narcisismo de las pequeñas diferencias: que traducimos en términos más directos por: terror conformista.

Aquellos que están familiarizados con el itinerario de la Fenomenología del espíritu se sentirán mejor en esta desemboscada, y se asombrarán menos de la paciencia que parece posponer en ese medio toda excursión interrogante. Y aún la retención de los cuestionamientos no se detiene en los solicitantes, y no es un novicio el que aprendía de su valentía cuando la motivaba así: «No hay dominio donde se exponga más totalmente uno mismo que en el de hablar del análisis.»

Sin duda un buen objeto como se oye decir, puede presidir ese sometimiento colectivo, pero esa imagen, que hace fieles a los perros, hace a los hombres tiránicos y es el Eros mismo cuyo fasma nos muestra Platón desplegado sobre la ciudad destruida y con el que se enloquece el alma acosada.

Y así esta experiencia viene a suscitar su propia ideología, pero bajo Ia forma del daconocimiento propio a la presunción del yo: resucitando una teoría del yo autónomo, cargada de todas las peticiones de principio con Ias que la psicología, sin esperar al psicoanálisis, había hecho justicia, pero que entrega sin ambigüedad Ia figura de los ideales de sus promotores.

Sin duda este psicologismo analítico no deja de encontrar resistencias. Lo interesante es que, tratándolas como tales, se encuentra favorecido por innúmeras desolaciones aparecidas en los modos de vida de áreas culturales importantes, en la medida en que se manifiesta en ellas la demanda de patterns que él no es inepto para proporcionar .

Se encuentra aquí  la coyuntura por la que el psicoanálisis se pliega hacia un behaviourismo, cada vez más dominante en sus tendencias actuales. El movimiento está sostenido, como se ve, por condiciones sociológicas que desbordan el conocimiento analítico como tal. Lo que no podemos dejar de decir aquí es que Freud, previendo concretamente esta colusión con el behaviourismo, la denunció por anticipado como la más contraria a su vía.

Cualquiera que haya de ser para el análisis el desenlace de la singular regencia espiritual en la que parece adentrarse así,
la responsabilidad de sus partidarios sigue siendo completa para con unos sujetos que toman a su cargo. Y es aquí donde sería imposible no alarmarse de ciertos ideales que parecen prevalecer en su formación: tal el que denuncia suficientemente, por haber tomado derecho de ciudadanía, el término desintelectualización.

Como si no fuese ya temible que el éxito de su profesión analítica le atraiga tantos adeptos incultos ¿conviene considerar como un resultado tan principal como benefico del análisis didáctico que hasta la sombra de un pensamiento quede proscrita de aquellas para quienes no sería demasiada toda la reflexión humana para hacer frente a la intempestividades de toda clase a que los exponen las mejores intenciones?

Por eso el plan de producir  para esta misma Francia, «cien psicoanalistas mediocres» ha sido proferido en circunstancias primarias, y no como expresión de una modestia enterada, sino como la promesa ambiciosa de ese paso de la cantidad a la calidad que Marx ilustró. Los promotores de este plan anuncian incluso en las últimas noticias que se están batiendo ahí soberbiamente las propias normas.

Nadie duda en efecto de la importancia del número de trabajadores para el adelanto de una ciencia.

Pero aun así es preciso que la discordancia no estalle en ella por todas partes en cuanto es sentido que debe atribuirse a la experiencia que Ia funda. Tal es, ya lo hemos dicho, la situación del psicoanálisis.

Por lo menos esta situación nos parecerá ejemplar en cuanto aporta una prueba más a la preeminencia que atribuimos, a partir del descubrimiento freudiano, en la estructura de la relación intersubjetiva, al significante.

A medida, en efecto, que la comunidad analítica deje disiparse más la inspiración de Freud, ¿qué, sino la letra de su doctrina, la haría caber toda dentro de un solo cuerpo?