Estudio Preliminar a Freud en Buenos Aires 1910-1939 (Capítulo IV)

Estudio Preliminar a Freud en Buenos Aires 1910-1939
Hugo Vezzetti

IV
Hacia los años treinta algunas referencias a Freud lo despegan de los temas y los órganos del dispositivo psiquiátrico para ubicarlo en la mira de una consideración que atiende a su significación cultural. Si algo de eso pudo insinuarse en la década anterior, gradualmente se acentúa, para algunos, esa reubicación de Freud como figura intelectual, algo que, por otra parte, viene a legitimar que se ocupen de él también los que no son médicos. Es cierto que esa emergencia del psicoanálisis como tema en algún sector de la cultura letrada es bastante limitada y no altera el predominio de una consideración centrada en los temas clínicos y psicoterapéuticos, pero, con todo, es importante destacar, a lo largo de la década, las evidencias de una lectura que, más allá de la valoración que le atribuya, parte de tomar a Freud como un pensador definitivamente incorporado al panorama de la época.
La publicación de la obra de Stefan Zweig sobre Freud (S. Zweig, 1933) por la editorial Tor muestra que hay un público lector ampliado en su base social, abierto a las nuevas temáticas y, lo que es más importante, pone en evidencia que en el marco del proceso de modernización cultural del espacio porteño, se constituyen polos alternativos en la definición y circulación de ideas y autores.14 Al mismo tiempo, la influencia de la obra de Zweig es notoria en el sentido de una lectura de época que colocaba a Freud en la saga de los reformadores morales, como exponente mayor del pensamiento crítico y la conciencia ética de ese nuevo mundo social y cultural que vendría a sepultar el viejo orden. Pero, en todo caso, en la medida en que esa promoción de las ideas de Freud al lugar de una clave explicativa de su tiempo llegó a Buenos Aires después de la crisis del treinta no podía dejar de cargar con el peso de la incertidumbre respecto del futuro.
    En una dirección a la vez parecida y diferente hay que colocar la iniciativa de publicación, por la misma editorial y desde 1935, de la colección Freud al alcance de todos, debida a J. Gómez Nerea.15 Es cierto que también insistía en asociar a Freud a las nuevas ideas y al movimiento de reforma de la ciencia y de las costumbres. Pero, al mismo tiempo, el registro dominante era la divulgación sexológica, género bien establecido en esos años y que incluía la traducción de El matrimonio perfecto, de Th. Van de Velde (el más célebre y difundido texto sexológico en Buenos Aires) y la Colección Científico-sexual de la Editorial Claridad.16 Por otra parte, una mirada de conjunto a la obra de Gómez Nerea, que se extiende por más de una década, permite advertir que se coloca en el límite de una popularización transgresiva de la doctrina “pansexualista” –a la que elogia ampliamente– mientras combina del modo más libre y arbitrario textos de Freud con temas y autores de la vieja psiquiatría de la degeneración y de la sexología médica.
De cualquier manera, en la constitución de un registro discursivo renovado que toma a Freud más globalmente, como figura de actualidad y a partir de una influencia más bien genérica en la cultura, no están ausentes autores que, como Nerio Rojas, eran miembros conspicuos del staff de la Facultad de Medicina. Pero, en todo caso, la circunstancia de que publicara sus notas sobre Freud en el suplemento literario de La Nación le otorgaba una significación que es posible diferenciar, en parte, de su producción propiamente médica. Por su parentesco con el escritor Ricardo Rojas y su interés por la literatura (evidenciado en su tesis sobre “La literatura de los alienados”) ocupaba un lugar especial, intermedio entre el médico y el hombre de letras, y la relativa amplitud de intereses y formación que ello supone está presente en su posición frente a Freud.
    En 1930, Nerio Rojas visita a Freud en Viena y deja un testimonio de ese encuentro en La Nación (N. Rojas, 1930). Algunos años antes (N. Rojas, 1925), poco después de hacerse cargo de la cátedra de Medicina Legal se había ocupado circunstancialmente del psicoanálisis en un artículo dedicado a la histeria. Allí postulaba un núcleo de ideas que estarán presentes en su conversación con Freud; no tanto su crítica a la teoría sexual (Rojas había definido al psicoanálisis con una fórmula que por lo repetida y citada demostró ser bien aceptada: doctrina “entre científica y pornográfica”) sobre la cual no abre juicio ante el maestro vienés, sino la objeción que señalaba la falta de una atención suficiente, por parte del psicoanálisis, a la dimensión constitucional en la neurosis. Si en la visita de 1930, más allá de su valor testimonial y anecdótico, se daba así cuenta de la continuidad esencial de ese núcleo duro del pensamiento psiquiátrico de la época, a la vez añadía otro arco temático y polémico alrededor de la relación de Freud con Bergson.
    Un juego de oposición y comparación viene a sostener el abordaje elegido para situar la obra de Freud, frente a la cual no oculta sus reservas. En todo caso, cautamente, compensa esa pública atención dispensada al creador del psicoanálisis con la mención simultánea del psiquiatra vienés Wagner-Jauregg (creador de la malarioterapia), como expresión de equidistancia –en términos del propio autor– entre las corrientes orgánica y psicológica. Nerio Rojas se coloca en un primer momento como psiquiatra ante Freud, y hablando desde ese lugar le formula el cuestionamiento central: el psicoanálisis descuida los factores constitucionales. En un segundo momento, desplazado a una posición de psicólogo y filósofo plantea otro tema igualmente espinoso al interrogar a Freud sobre las relaciones de su pensamiento con la obra de Henri Bergson. También aquí manifiesta Rojas una posición que declara ser equidistante, ya que alega mantener idéntico respeto por ambos autores. En todo caso, la posición que adopta en su búsqueda de analogías doctrinarias en dos obras teóricas tan diversas y complejas, además de sostenerse en una visión bastante esquemática de la historia de las ideas psicológicas y psiquiátricas en el fin de siglo, da cuenta de una vocación ecléctica que lo lleva a encontrar en esos autores exactamente lo que necesita para alimentar su construcción de las semejanzas.
    De cualquier modo, ese horizonte de integración y mezcla que, en diferentes autores y con diversidades temáticas, había caracterizado cierta estrategia de lectura de Freud, encuentra en Rojas una formulación mucho más explícita, y en ella corresponde al bergsonismo el lugar predominante como “doctrina luminosa”. Si la distinción entre teoría y método había dominado en ciertas zonas del discurso psiquiátrico la perspectiva –más bien virtual– de una apropiación del procedimiento terapéutico que simplemente repudiaba la doctrina, se trata ahora de un objetivo más ambicioso que se sitúa en el terreno de la construcción hipotética de un sistema completo, articulador de la teoría de Bergson con el método de Freud.
Después de la muerte de Freud vuelve a publicar en La Nación (N. Rojas, 1939) un artículo que viene a ser como la continuación de esa polémica iniciada en presencia del creador del psicoanálisis. Si el texto desarrolla más ampliamente los fundamentos de esa supuesta afinidad doctrinaria entre Bergson y Freud es importante resaltar que, respecto del anterior, ha agregado como argumento fuerte la existencia de un “clima de época”, que justificaría el parentesco que propone. Ante todo, Rojas parte de atribuir al pensamiento de Bergson una influencia decisiva y vigente en la filosofía moderna; en virtud de ello, es el filósofo francés, más que Freud, el polo dominante de esa relación y protagonista principal de esa “atmósfera” de ideas a la que el creador del psicoanálisis no habría podido sustraerse. Si esa interpretación podía tener alguna vigencia veinte años antes, 17 resultaba más bien anacrónica en el momento en que escribe Rojas, cuando era Freud el que tendía a ser señalado como figura principal del escenario intelectual.
    Como sea, frente a la casi ausencia de referencias a Freud por parte del núcleo filosófico porteño (con la excepción de algunos comentarios circunstanciales de Francisco Romero y Alejandro Korn a los que habré de referirme) hay que señalar que se debe a este culto y refinado médico legista –capaz de criticar el gusto estético de Freud en la elección de su mobiliario– uno de los pocos textos que buscaron pensar la obra freudiana en relación con la filosofía del siglo xx.
El papel del psicoanálisis en la renovación de la psicología tradicional es otra de las perspectivas de lectura de la obra de Freud que busca colocarse por fuera de esa captura inicial en los temas y los estereotipos del discurso psiquiátrico. Es cierto que ya Mouchet, en el artículo citado, había reconocido un papel dinamizador a las corrientes freudianas frente a las impasses de la psicología experimental, pero lo hacía con referencia, ante todo, a esa relación extensa con su público, mientras, en nombre de los especialistas, formulaba sus objeciones. Otra es la posición desde la cual Marcos Rabinovich se ocupa del tema en la revista Nosotros (M. Rabinovich, 1930), y no sólo porque expone una valoración enteramente contraria de una obra que pocos años antes y en la misma publicación había sido calificada de “humorada”, sino porque se orienta en el nivel de los conceptos para proponer que con Freud ha nacido una nueva psicología. En ese sentido, explícitamente viene a destacar que desde los primeros escritos el psicoanálisis ha sido mucho más que un procedimiento terapéutico y con ello, en la medida en que acentúa el lugar de la teoría, se distancia de aquellos que reiteradamente sancionaban la autonomía entre el método y los conceptos.
En la exposición de las nociones que considera fundamentales de esa “psicología freudiana”, Rabinovich se atiene a un principio ordenador, que es a la vez una matriz de oposiciones: los caracteres diferenciales respecto de la “psicología académica”. De allí el acento puesto en la presentación de la cuestión del inconsciente y en la formulación de las condiciones dinámicas que caracterizan sus relaciones con la conciencia. De cualquier modo, su lectura del psicoanálisis como psicología dinámica mantiene por lo menos en un aspecto esencial el respeto a las restricciones propias de la psicología académica, en la medida en que no hace casi referencia al papel de la sexualidad en el conflicto.
       Pero el artículo de Rabinovich no debe ser tomado como un cambio más o menos general en la valoración establecida, respecto de Freud, por los colaboradores de Nosotros. El mismo año (F. Brughetti, 1930) se publicó un artículo dedicado al tema del “subconsciente”, de contenido espiritualista y neorromántico, sin mencionar siquiera el nombre de Freud.
El psicoanálisis como discurso y como fenómeno cultural estableció una relación con su público, básicamente lector, que difería de los cánones establecidos de transmisión y circulación de las obras científicas. Eso fue señalado más de una vez como uno de los factores de distorsión y falseamiento de su validez para los especialistas. Si los tópicos de la sexualidad y la promoción del inconsciente han sido –como lo señaló Freud– los blancos de las mayores resistencias, esa modalidad de difusión abierta en la cultura, que afectaba los fueros y las reglas de la corporación científica en general y médica en particular, contribuyó a la consolidación de obstáculos propiamente institucionales en los medios académicos. Cuando a esa valoración negativa del papel de la relación directa con el público se hacía coexistir con el reconocimiento de un impacto cultural que, al renovar el interés por los temas de la psicología, promovía el crecimiento de la disciplina, se establecía una conexión ambigua, cuando no una franca disociación entre el psicoanálisis como discurso y saber teórico y ese cuerpo de opiniones y “representaciones sociales”.18
Alejandro Korn se ocupa brevemente de Freud (entre Spengler y el conde de Keyserling) en un fragmento dedicado a situar las modas intelectuales que asolaban a Buenos Aires: “Otro caso es Freud. Nadie ha de negar el valor de sus investigaciones de psicólogo y de psiquiatra, pero hay quien supone que ha descubierto la importancia del problema sexual. Antes de Freud no la hemos sospechado; después de Freud sabemos que toda la humanidad padece de una obsesión subconsciente que la obliga a ver en el más inocente adminículo un trasunto del falo. Ya Platón habló de la bestia que se agita en nosotros, Pascal lo repitió, Darwin volvió a insistir en ello; también el psicoanálisis arrima al caso algunos datos. ¿Se desprende de ahí que se debe alimentar a la bestezuela? Sin duda es una crueldad ética pedir más bien que se la estrangule. ‘Sed compasivo con el animal’, sobre todo si lo lleváis en las entrañas. El éxito del freudismo se explica. No tanto que ante jóvenes alumnos y alumnas se le exponga como espécimen de la filosofía contemporánea. También esta ráfaga ha de pasar” (A. Korn, 1927).
    La cuestión de la relación del psicoanálisis con su público está igualmente en la mira del breve comentario que Francisco Romero dedicó a El porvenir de una ilusión (F. Romero, 1931). Y repite la serie de Korn para señalar que un destino semejante reúne a Freud con Spengler y Keyserling, en la medida en que los tres por igual han “saltado la barrera” de la propia comunidad científica para dirigirse directamente a sus lectores; el éxito que alcanzaron habría sido pagado con el precio del desdén recibido por parte de las “minorías especializadas”. Esa perspectiva de análisis lleva a Romero a interesarse por una incipiente “sociología del conocimiento”, a partir de ideas recientemente expuestas por Max Scheler, con lo cual, al menos, se hace cargo de señalar la existencia de un problema que debe ser analizado allí donde hasta entonces sólo se veía una distorsión que merecía una casi unánime condena. En todo caso, el tema queda apenas esbozado en general y no hay hipótesis ni avances en la consideración de las demandas implicadas, del lado del público, en ese arraigo y difusión cultural de las ideas de Freud.   
Por otra parte, en la reseña de Romero se nota el cuidado por guardar un equilibrio que eluda tanto la aprobación como el cuestionamiento, pese a tratarse de un texto de Freud que, por su conexión con la filosofía moral y la historia de las civilizaciones, se prestaba como pocos a una lectura crítica y a una polémica franca. Se limita, entonces, a una justificación circunstancial de la importancia del tema (Freud es un autor que no puede desconocerse), y sólo consigna algunas críticas de forma que aluden al “excesivo casuismo” y a “algunas generalizaciones prematuras o demasiado osadas”. A esto se reduce este fugaz –y algo tardío– encuentro de Freud con un miembro prominente de la comunidad filosófica de Buenos Aires.
    Otra zona de esa colocación atípica del psicoanálisis en la cultura de su tiempo, denunciada repetidamente como una desviación de su lugar posible en el dispositivo psiquiátrico, estaba constituida por su impacto sobre la literatura del siglo. En todo caso, hay que señalar que en Buenos Aires esa influencia fue escasa o nula hasta los años cincuenta, excepto, bajo una forma vulgarizada en torno de los temas del erotismo, en zonas de la narrativa de Roberto Arlt o en páginas de El hombre que está solo y espera de Raúl Scalabrini Ortiz y en Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada. Freud no llegó a entrar en el espacio literario porteño, no sólo en la tradicional Nosotros, sino tampoco en el movimiento de renovación y ruptura que caracterizó al movimiento de las vanguardias. Por el lado de Sur, en esa primera década, desde 1931, si se exceptúa la nota publicada a la muerte del creador del psicoanálisis y una traducción sobre Bergson y Freud (B. Fondane, 1935), sólo se encuentra un artículo, escrito por su secretario de redacción (G. de Torre, 1936), como homenaje a Freud por sus ochenta años. En realidad, hay que decir que la oportunidad coincidía con el pedido de adhesión de un conjunto de intelectuales (Th. Mann, R. Rolland, J. Romains, H. G. Wells, V. Woolf, S. Zweig) que impulsaban la iniciativa de un reconocimiento internacional al maestro vienés. Como sea, el registro del texto y el lugar en que se coloca su autor lo convierten en una pieza única, ya que G. de Torre no sólo da muestras de su admiración y respeto por Freud sino que, con objetivos que exceden el homenaje circunstancial, produce en Buenos Aires lo que parece ser el primer trabajo que se propone indagar la relación de Freud con la literatura.   
El retrato moral de Freud resalta su integridad ética e independencia de espíritu en su lucha contra las convenciones y la hipocresía, así como su “revolucionarismo no voluntario” que impulsaba la verdadera liberación, a saber, “la del individuo en cuanto conciencia”. En esa línea de interpretación es fácil reconocer la influencia de S. Zweig, quien, comparándolo con Nietzsche, hacía recaer el sentido de la reforma histórica que atribuía a Freud en la afirmación ética del individuo enfrentado al conformismo de la colectividad.
       Pero, seguidamente, la consideración de Freud como “literato”, quizás alentado por esas circunstancias que lo asociaban a tantos nombres ilustres de la república universal de las letras, lleva a De Torre a una interpretación de la obra del creador del psicoanálisis que viene a afirmar que su lugar más propio es el campo de la literatura. Esa misma tesis que quince años antes sancionaba para el psicoanálisis el estigma de una exclusión del templo de la ciencia, en este nuevo enfoque se convierte en una fuente de valor. Si en cierto sentido el juicio pretérito que asimilaba a Freud a un Balzac extraviado venía así a ser corroborado, sin la anterior carga peyorativa y con ese acompañamiento de los grandes escritores de Occidente, a la vez, se convertía en lo contrario: la obra de Freud promovida a lo universal de la cultura. No sólo, argumentaba De Torre, gran parte de la obra del insigne vienés es literaria, sino que quienes mejor la entendieron y la difundieron lo han hecho desde el campo de la literatura. Por otra parte, ese descubrimiento del ámbito de las letras como la verdadera morada del psicoanálisis había sido propuesta en un texto ligero y más bien irónico de Giovanni Papini (1931) que incluía una entrevista –inventada por el autor– con el creador del psicoanálisis. En ella Freud se definía a sí mismo como un artista más que como un hombre de ciencia, proclamaba que Goethe era su modelo y explicaba que el psicoanálisis había nacido como la “transposición científica” de tres escuelas literarias: el romanticismo (Heine), el naturalismo (Zola) y el simbolismo (Mallarmé). Guillermo de Torre parece tomar en serio la indicación y procura encontrar, en un recorrido superficial y poco actualizado de la biografía de Freud (a quien, siguiendo el libro de Zweig, atribuye una “salud perfecta”, cuando hacía ya quince años que padecía el cáncer que lo llevaría a la tumba tres años después), las señales de su verdadera vocación.
       Finalmente, en el último giro de lectura que propone, en torno de los problemas de la creación estética, el trabajo de De Torre alcanza sus rasgos más singulares. En efecto, apunta al mecanismo del sueño como punto de intersección de nociones freudianas y proceso creador y, al mismo tiempo, pone en evidencia un conocimiento bastante amplio y actualizado de la bibliografía, desde Freud y los psicoanalistas franceses hasta los ensayos del inglés D. H. Lawrence. Sólo nueve años separan este texto de las aplicaciones que F. Gorriti había hecho del psicoanálisis a una pieza teatral (F. Gorriti, 1929) y, sin embargo, la distancia es equivalente a la separación de dos épocas; es tan acentuada como la que separa literariamente los dramas de V. Martínez Cuitiño de los ejemplos que plantea G. de Torre, cuñado de Borges, en esta presentación erudita de crítica literaria psicoanalítica: la escritura automática y el monólogo de Molly Bloom.
Si, como es sabido, no es la fecha cronológica lo que da cuenta más propiamente de la antigüedad de una idea, la publicación de Psicoanálisis sexual y social (E. Castelnuovo, 1938), dos años después del artículo de Guillermo de Torre y de la aparición de la revista Psicoterapia, es la expresión palpable de una pervivencia anacrónica. Publicado por la editorial Claridad, no es posible desconocer que se dirige a un público que es, en gran parte, diferente al de Nosotros y básicamente ajeno al de Sur. Respecto del volumen de ese público, si es un hecho que esa editorial sacaba grandes tiradas a precios muy baratos, también hay que señalar que sólo en 1966 salió la segunda edición de la obra de Castelnuovo (mientras El matrimonio perfecto de Th, Van de Velde se reeditaba dos veces por año), lo que no habla en favor de un gran éxito. Al mismo tiempo, Castelnuovo –un miembro del grupo de Boedo– se instala en esa tradición de izquierda que valorizaba la divulgación pedagógica, con pretensión cuestionadora de los problemas de la cultura contemporánea, a partir, muy frecuentemente, de un limitado fundamento conceptual y una confianza excesiva en las virtudes de la formación autodidacta.
Desde el título, ese discurso popularizador propone una asociación del psicoanálisis con la temática, muy difundida, de la sexología (a la que Claridad dedicaba una considerable atención) con la intención de un “ajuste de cuentas” propiamente militante, que retoma, en todo caso, esa originaria posición de ruptura y rechaza cualquier compromiso ecléctico. A la vez, el hecho de que se ocupe del tema y le dedique doscientas páginas muestra un relieve establecido del psicoanálisis como tema de opinión, y que, en todo caso, parece encontrar condiciones de recepción más favorables en estos nuevos lectores, provenientes de sectores populares y más bien marginales respecto de las tradiciones de la cultura alta. En efecto, a esta iniciativa de Claridad hay que añadir las obras dedicadas a Freud por la editorial Tor, que básicamente se orientaban hacia el mismo público, y que incluían tanto la colección dirigida por J. Gómez Nerea como la célebre biografía escrita por S. Zweig. De todos modos, la coexistencia de textos con enfoques y valoraciones tan diferentes, particularmente el contraste entre el ataque de Castelnuovo y la reivindicación “progresista” que S. Zweig había hecho de la figura intelectual de Freud, muestra que en el espectro de la izquierda cultural había más de una posición al respecto. Por esos años, Raúl González Tuñón podía asociar a Freud con Lawrence en el horizonte de un programa utópico que combinaba los temas de la vanguardia estética con las tareas de la revolución social.19
    Castelnuovo se embarca en una lectura de denuncia del psicoanálisis desde la óptica de su significación ideológica y política, algo que ya se anuncia desde la disyuntiva que el título parece proponer entre lo sexual y lo social. Pero, en rigor, sobre esa oposición, que remite al par individuo/sociedad, se superpone otra, que enfrenta a la materia, en su significación vulgar, con el espíritu, en términos propios del positivismo del siglo xix. En ese sentido, en la “Introducción”, el axioma naturalista “hay que empezar por el cuerpo para explicar el alma” precede y explica, en la concepción del autor, el otro –más propiamente marxista, si se quiere– que establece que “hay que empezar por la sociedad para explicar al individuo”.
       Allí donde insinúa un tratamiento del tema cercano al análisis crítico de la sociedad –por momentos casi un contrapunto con El malestar en la cultura– parece posible el comienzo incipiente de una confrontación conceptual entre psicoanálisis y marxismo, particularmente en torno a una presentación “sociológica” de la lucha de clases como punto ciego de las teorías freudianas. Pero salvo unas pocas páginas, la trayectoria de su discurso no se mantiene y recae en la reiteración ad nauseam de los temas de la dialéctica materialista de la naturaleza, en su versión más mecanicista e improvisada. Cuando se pregunta “¿el fin del amor es el orgasmo o la reproducción?”, para concluir en una exaltación de la exigencia biológica, ya no sólo convierte al marxismo en una caricatura sino que, incluso, retrocede respecto de los análisis mucho más elaborados y sugestivos que José Ingenieros había plasmado sobre el amor mucho antes.
       El prejuicio naturalista, propio de esa tradición que encarnaba el joven Ponce, se pone en evidencia quince años después, en la dirección que toma su crítica fundamental al psicoanálisis –al que considera sobre todo como discurso sobre la sexualidad– cuya arquitectura, propone Castelnuovo, se sostiene sobre un doble desconocimiento: que la necesidad biológica es originaria respecto del placer y que la necesidad primordial es el hambre y no la sexualidad. A partir de esos postulados, bastante viejos, produce un pastiche en el cual la sexualidad queda ubicada entre las funciones fisiológicas, subordinada a la nutrición, y definida como “hambre sexual”, es decir, “un aspecto focal del hambre en general”.
       El texto lleva las marcas de una formación intelectual desordenada y es casi un compendio en el que se mezclan los temas que las ediciones de divulgación hacían circular por Buenos Aires, pero al mismo tiempo no es aventurado pensar que vuelca en el libro, a su manera, algo de lo que ha recogido en su viaje a la Unión Soviética a principios de la década.20 De cualquier modo, la obra acumula un repertorio de referencias que reúne a Engels y Lenin con los viejos temas de la medicina y las ciencias naturales: evolucionismo, teoría de la degeneración, puericultura e higiene.
       Muy diferente de este enfoque decididamente antimoderno era la óptica del marxista peruano J. C. Mariátegui quien, ya en 1926, por la misma época en que Ponce se dedicaba a ridiculizar a Freud, proponía una lectura actualizada que veía en el “freudismo” la traducción del pensamiento de una época. 21 Finalmente, por los mismos años en que Castelnuovo publicaba su libro, desde un movimiento de renovación de la psiquiatría, con sede en Córdoba, y en particular alrededor de la reformulación de la cuestión de la psicoterapia, por un período breve, algo del marxismo vendrá a cruzar su discurso con el del psicoanálisis.

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