Ficción: Panes (Haydée Montesano)

Ficción: Panes

Por Haydée Montesano

Jesús les dijo: “Hagan que se sienten los hombres”, pues había mucho pasto en aquel lugar. Y se sentaron los hombres en número de unos cinco mil. Entonces Jesús tomó los panes, dio gracias y los repartió a todos los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados y todos recibieron cuanto quisieron.
Mateo, “El pan de la vida”

La escena era constante, no interesa saber si se repetía semana a semana, en un horario fijo, en la reunión de todos los domingos por la tarde o si sólo ocurrió una vez en la casa de piedra de la costa; la escena era constante.
En la sala de estar, los sillones tapizados en gobelino de colores sobrios, predominando el rojo oscuro, acentúan el fuerte contraste de climas; la chimenea se enciende, invariablemente, a las seis de la tarde -aún en verano-, contra la frialdad de la pared de piedra que recorre el ancho total de la casa; pared que abre un gran ventanal a la inmensidad de arena que se arrastra hasta un mar desprolijo, de lenguas irregulares que avanza y retrocede sin previsión.
El lateral derecho de la sala se comunica con la cocina, amplia, generosa en dar a ver todos los cacharros y elementos para recocer las viejas recetas de la Europa perdida; perdida como sólo se pierde aquello de lo que se huye, constantemente, con la insistencia de una canilla que no deja de gotear.
El grupo de personas se distribuye equilibradamente en el lugar; cada uno ocupa un espacio premeditado; la charla transcurre guiada por el ritmo que le otorga el Idish, dulce y saltarina en el principio, hasta que comienzan a surgir pausas dramáticas, pozos de silencio frente al punto donde la lengua se resiste a nombrar el horror del campo, el lager.
La niña, la única en la sala, contempla la escena desde un rincón; sentada en el piso repasa, señalando con su pequeño dedo, los nombres de cada uno de los que integran el grupo.
—Moische, Beile, Simón, abuelo Franz, abuela Norah, Ruth, mamá Elsa…— Alguien falta en su cuenta, debe adelantar el cuerpo para descubrir a su padre, Carlos, en la otra esquina de la sala. Está de pie, apoyado en la baranda de la escalera que lleva a los dormitorios del piso superior; fuma pausadamente, siguiendo los gestos de cada uno de los presentes. Una mueca, que recordaría a una sonrisa aparece en el rostro del padre, simultáneamente la niña advierte el desasosiego en el grupo, Moische ha comenzado a gemir, la madre busca con su mirada a la niña, parece ser la única que la toma en cuenta. La llama con voz suave, casi frágil, pero en su tono hay urgencia.
—¡Claudia!— La niña acude al llamado de su madre; sabe lo que ella espera, la quiere en su regazo.
La envuelve con sus brazos, tratando de velar las palabras de Moische..
—Todas las mañanas nos arrojaban un pan…. apenas alcanzaba…
—Si no levantás la mano no te arrojan tu pan…
El padre rodea al grupo caminando lentamente, se dirige a la puerta.
—Él no levantó su mano, el de al lado, está muerto.
Al salir el padre una ráfaga helada inunda la sala.
Claudia mira la puerta que acaba de cerrarse, su padre ha salido.
—“Me comí el pan del muerto, levanté la mano ¿entienden?, me arrojaron su pan…”
—Me comí el pan del muerto, levanto la mano, ¿entienden?… me arrojan su pan, y yo como, yo, Moische, lo como.