Ficción. RELATO ESPECIAL: Fantasmas

Ficción. RELATO ESPECIAL: Fantasmas

Por Carlos Gardini

Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte, como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.
Luis Cernuda, «El joven marino»
La niebla cubría el pueblo fantasma.
En una loma, un cartel de lata chirriaba en el viento: Fermín del Mar. Desde allí, un sendero pedregoso bajaba al pueblo.
Me detuve en la loma, dejé el bolso en el suelo, me sacudí el polvo del camino. Un ómnibus destartalado me había dejado a un par de kilómetros y yo había seguido a pie, acosado por un perro bizco y gruñón que no se decidía a morderme.
—Fermín del Mar —leí en voz alta.
El perro ladeó la cabeza, gimoteó y se alejó por el camino de tierra.
Miré las letras despintadas del cartel, el caserío recostado contra el Atlántico, los jirones de niebla, la playa ripiosa, el promontorio donde un faro derruido se perfilaba contra un sol moribundo.
Por un acto de fe, había llegado a Fermín del Mar, que también era un acto de fe. Fermín del Mar no figuraba en los mapas ni en las guías. Sólo existía en los rumores. Los rumores a menudo mentían, y me habían llevado a otros pueblos costeros que tampoco figuraban en los mapas. Pero esos pueblos no tenían fantasmas. Ni siquiera tenían nombre.
Me eché el bolso al hombro y bajé por el sendero pedregoso, internándome en la niebla. Al llegar abajo, me paré y cerré los ojos. Los abrí, y la niebla era un resplandor empañado. Entré en la única calle asfaltada y me crucé con un par de personas. Temía encontrar miradas hostiles, pero los fantasmas ni siquiera se dignaban mirarme.
Había una pensión al final de la calle, decían los rumores, y esta vez los rumores no mentían.
Atendía una mujer flaca y huesuda: un fantasma. Su sonrisa cordial era una mueca. Me informó que podía vivir allí o alquilar una casita.
—Aquí está bien —dije, y saqué plata de la billetera.
—Guarde la plata —dijo la mujer.
—¿Sólo aceptan tarjeta? —pregunté, con más incredulidad que ironía.
—Aceptamos trabajo.
—No planeaba trabajar.
—No se asuste. No tiene que empezar enseguida. Tiene un par de días para aclimatarse.
—¿Por qué mi plata no sirve? —insistí.
—Sirve. Cada tanto aceptamos contribuciones en efectivo. Por ahora, aquí tiene una lista de puestos vacantes
Sus manos ganchudas me acercaron un papel amarillento.
Tendría que hacerle caso si quería ser un fantasma.
Miré la lista.
Los puestos vacantes eran «Bibliotecario», «Farero» y «Ayudante de Amanda (comida casera)». Ya había vivido demasiado tiempo
entre libros, así que deseché «Bibliotecario». Recordé el faro derruido y «Farero» me pareció una broma. Elegí «Ayudante de Amanda
(comida casera)».
Las manos ganchudas marcaron el puesto con una cruz y con mi nombre.
—Buena elección —dijo la mujer.
Por un pasillo de paredes blanqueadas, me llevó hasta una pieza donde había una cama, una mesita y una silla.
—El baño está al fondo del pasillo —me explicó.
Me quedé esperando frente a la puerta.
—¿Alguna otra cosita? —preguntó la mujer.
—¿No me da la llave?
—En Fermín del Mar no usamos llave.
—¿Cómo que no usan llave?
—¿Para qué? —La mujer me guiñó el ojo—. Los fantasmas pueden atravesar las puertas.
Al día siguiente me presenté en casa de Amanda. Era una mujer cuarentona, hurañamente atractiva. Usaba una cofia y un delantal
manchado de harina.
—¿El ayudante? —preguntó.
Asentí, y ella me miró de arriba abajo.
—Tenés cara de profesor —me dijo.
Por timidez no le aclaré que eso era, o había sido. Sin presentarse, Amanda se enjugó las manos en el delantal y me llevó a la cocina.
Señaló una pila de cacharros grasientos.
—Te hubiera convenido elegir «Bibliotecario» —dijo.
Mientras ella amasaba, me puse a lavar los cacharros, mirando el mar por la ventana de la cocina. No nos dijimos ni una palabra.
Terminé de lavar un par de horas después. Miré hacia atrás y Amanda no estaba. Se había ido con sigilo, y con igual sigilo me había dejado un plato de comida sobre la mesa. No me animé a recorrer la casa para buscarla. Comí, tratando de no hacer ruido con los cubiertos, y me fui de la casa sin despedirme.
Caminé despacio hacia la pensión.
Mis pasos resonaban en la calle húmeda. Sólo se oía el gemido del viento. Nadie escuchaba radio, nadie miraba televisión.
El silencio era vigorizante.
Por la mañana volví a lo de Amanda. Me abrió la puerta sin una palabra, y yo me puse a lavar cacharros mientras ella preparaba —Sos de Buenos Aires —me dijo.
Ni siquiera era una pregunta, y ninguno de los dos volvió a hablar.
Ese día fue una copia del anterior, y del siguiente. Trabajábamos, y después ella desaparecía. Yo comía lo que me dejaba y me iba a dormir a la pensión. Siempre estábamos al borde de una conversación que ninguno de los dos se atrevía a iniciar.
Una vez me puse a tararear, sin darme cuenta.
—¿Te gusta la música? —preguntó Amanda.
—Me gusta —le dije—. O me gustaba.
—A mí también. A veces extraño eso, la música.
Iba a preguntarle qué música le gustaba, pero decidí evitar los rodeos.
—¿A quién perdiste? —pregunté. Mi pregunta me sobresaltó, como si hubiera roto un vidrio.
Ella dejó las zanahorias que estaba picando y me miró a los ojos. Noté que los suyos eran grises, y supe que estaban desteñidos por la pena.
—Mi hija, Rita —respondió—. Sólo tenía quince años. —Agregó, lagrimeando—: La pobre quería ser modelo.
—¿Tenés marido?
—Estábamos separados. Él intentó usar ese pretexto, la muerte de Rita, para que lo aceptara de vuelta. No se lo permití. La muerte me atrae, como a todos los que hemos venido aquí. Pero no quiero ser una muerta en vida, esclava de sus errores. ¿Y vos a quién perdiste?
—Mi mujer, Susana.
—¿Qué era, o qué quería ser?
—Profesora.
—Ajá. ¿Y te enseñó muchas cosas?
El tono burlón me fastidió, y no respondí nada.
—Perdón —dijo Amanda—. No quise ser grosera. Murió de golpe, ¿verdad?
Asentí.
—Demasiado joven —rezongó Amanda, y siguió picando zanahorias con repentina furia—. Demasiado joven —repitió. No se interesó en la edad exacta de Susana ni en cómo había muerto. Esos detalles no tenían importancia para los fantasmas. En cambio preguntó—: ¿Era tu espíritu afín?
Le estudié la mirada, y vi que lo preguntaba con toda seriedad.
—Eso creo —murmuré, con un nudo en la garganta.
—Y cada noche la volvés a perder en sueños.
Sentí un latigazo en el pecho.
—¿Cómo sabés todo esto? —pregunté.
Amanda se encogió de hombros.
—¿Te quedó familia? ¿Hijos? —preguntó.
Asentí en silencio, sin hacer precisiones.
—Pero ya son grandes, y ellos necesitan vivir, y vos no —dijo Amanda.
—Algo así —concedí.
Oí el retumbo del mar. Un sonido hermoso pero vacío. ¿Qué sentido tenía si Susana ya no podía oírlo?
—Aquí nadie va a tratar de consolarte con ñoñerías —dijo Amanda—. Estás entre hermanos.
—Entre hermanos —repetí.
Sólo los fantasmas aguantábamos Fermín del Mar.
La vida era un hotel inhóspito, y esperábamos el check-out. No nos suicidábamos (convicción religiosa, cobardía, desidia, apatía) pero día a día vivíamos en un limbo.
Estábamos hartos de oír que el tiempo sanaría la herida. Sólo la eternidad sanaría la herida. Cuando llegara el sueño definitivo, el retumbo del mar sería nuestra canción de cuna.
Pero nuestra austera comunidad no toleraba la vagancia ni la depresión. Alguien tenía que pintar, revocar, soldar, pescar, cocinar,
curar, coser, vendar. Cada cual vivía modestamente de su trabajo, que contribuía a mantener el trabajo de otros. Una vez por semana una camioneta compraba provisiones en un pueblo cercano. El mundo externo había aprendido a respetarnos. También aceptaba nuestros productos —tallas en madera, mermeladas, conservas de pescado, barquitos en botella—, más sólidos que un dinero siempre acechado por la devaluación.
No había matrimonios ni nacimientos, pero había muertes.
Ese invierno alguien murió, y lo sepultamos en nuestro cementerio sin lápidas. Le pregunté a Amanda si esto no causaba problemas legales. ¿Nadie reclamaba el cuerpo ni el documento del difunto? ¿Nadie extendía un certificado de defunción? ¿Nadie disponía de sus bienes?
—Hemos pedido que nos dejaran en paz. Por una módica suma, nos dejan en paz.
—¿Así de simple?
Amanda me acarició las mejillas.
Todos tienen miedo de los fantasmas.
Un atardecer de principios de verano nos acercamos al faro desde el mar. Amanda me enseñaba a manejar una de las lanchas con motor fuera de borda que la gente de Fermín del Mar usaba para la pesca.
El mar titilaba al sol. El viento tibio era confortante: sentí que Susana, mi mujer, me abrazaba con un cuerpo inasible, y mi propio cuerpo se disolvía en chispazos de luz.
—¿Qué hace el farero? —pregunté—. Cuando hay farero.
—El farero cuida el faro —dijo Amanda.
—Pero el faro no funciona.
—No hace falta. No hay tráfico marítimo que se acerque a estas costas.
—¿El miedo a los fantasmas? —bromeé.
—Entre otras cosas —dijo Amanda con seriedad.
—Aquí todos trabajan para todos. Es raro un trabajo que no sirve para nada.
—¿Cómo sabés que no sirve? Sos nuevo aquí.
—Sí, soy nuevo —admití, aunque hacía semanas que vivía en Fermín del Mar.
—En un tiempo, alguien tocaba música en el faro.
—¿Música?
—Música. Por eso lo seguimos cuidando.
Un olor nuevo llegó de mar adentro, un olor tan contradictorio y elusivo como la respuesta de Amanda: salado pero dulzón, fresco pero rancio. Noté que ella miraba nerviosamente el horizonte.
—¿Qué es ese olor? —pregunté.
Ella me miró con insólita felicidad.
—¿Ves que sos nuevo? —dijo—. Hay muchas cosas que no entendés.
Sin darme explicaciones, paró la lancha y dejó que el oleaje nos hamacara. Clavó los ojos en el horizonte y no habló más.
Pensé que nuestra hermandad se había roto. Quizá yo no sirviera para ser fantasma. Quizá Fermín del Mar fuera un error.
Esa noche guardé mis cosas en mi bolso, me fui de la pensión, subí la loma pedregosa de la entrada del pueblo y me paré frente al letrero chirriante.
El viento del mar traía ese olor potente y ambiguo.
Miré el camino de tierra a la luz de una luna porosa. Había esperado que apareciera ese perro bizco y gruñón, pero no había nada ni nadie, sólo el camino de tierra, señalando el mundo de los vivos.
Miré el mar, la niebla que cubría el pueblo fantasma, el agua brumosa, el cielo turbio. Una ráfaga me sopló en la cara ese olor contradictorio.
El olor me llamaba. El mundo de los vivos me estaba prohibido.
Le pegué un puñetazo al letrero, lastimándome los nudillos. Recogí el bolso y bajé de nuevo al pueblo.
Al día siguiente regresé a la casa de Amanda.
—Sabía que ibas a volver —dijo ella, mirándome los nudillos despellejados.
—¿Cómo supiste que me había ido?
—Los fantasmas sabemos todos los secretos —dijo Amanda, y se puso a cocinar.
Caminábamos hacia el faro por la playa ripiosa. Amanda estaba emocionada, crispada. No me animé a preguntarle por qué. Ella miraba el mar con insistencia. El sol era un disco mortecino en el cielo nuboso. En el horizonte, una tormenta eléctrica resquebrajaba las nubes.
De pronto Amanda me aferró la cara y me besó en la boca. Sentí el impulso de abrazarla, pero la aparté bruscamente.
—No puedo hacer esto —le dije.
—Tenés que poder.
—Vine aquí a ser un fantasma.
—Precisamente. Usá el nombre de ella, si querés.
—¿Ella?
—Susana —dijo—. Tu espíritu afín.
De nuevo usó su tono burlón, y me enfureció. La abracé con rabia. No quería besarla sino estrangularla, pero la besé con intensidad, en el cuello, los brazos, las mejillas. Quise usar el nombre de Susana, pero se me atragantó, y busqué en la piel de Amanda las sílabas de ese nombre amado. Sólo encontré ese olor penetrante que llegaba del mar.
Amanda me clavó las uñas en la espalda. Por un segundo, en la arena ripiosa, bailamos un tango de sangre y dolor. Cerré los ojos, y del dolor surgió una ululación líquida: mugido, bramido, trompetazo, berrido.
Abrí los ojos.
La ululación llegaba del mar. Sin soltar a Amanda, miré hacia el agua.
Un géiser de espuma bullía a cien metros. Una sombra aceitosa emergió de la espuma y brincó en el aire. Alas membranosas taparon el sol mortecino, batieron el oleaje con un burbujeo explosivo.
Amanda se desprendió de mí, caminó hacia la orilla, se quitó las sandalias, metió los pies en el agua y se abrazó el cuerpo, meciéndose como en éxtasis. Comprendí que el beso de Amanda era sólo un rito preparatorio que no estaba destinado a mí. En mi desconcierto, me asombró sentir celos de esa cosa que emergía del agua.
—Rita, Rita… —repetía Amanda. El nombre de su hija.
La sombra surcaba el oleaje con majestuosa lentitud. La tormenta eléctrica se aproximaba a la costa y el reflejo de los relámpagos resbalaba en la superficie aceitosa. La sombra se detuvo, lanzó otro trompetazo y se sumergió.
Amanda cayó de rodillas en la arena ripiosa. Me acerqué a ella mientras caían las primeras gotas de lluvia.
—Rita —repetía ella—, Rita.
—Vamos —le dije, por decir algo.
Ella asintió, pero no se levantó hasta que las aguas dejaron de burbujear. Mientras la ayudaba a calzarse las sandalias, noté que una multitud se había agolpado en la playa, indiferente a los ramalazos del súbito chubasco que barría la costa.
Todos sonreían en silencio, fantasmas de la felicidad.
—El ángel del mar —me explicó Amanda en su casa.
Ella amasaba y yo picaba verduras. Mi ayuda ya no se limitaba a lavar cacharros.
—¿El ángel del mar? —pregunté.
—¿No viste las alas? Viene todos los veranos. Se anuncia con su olor, y luego se oye su voz.
—No me dijiste nada. ¿Por qué?
—Él es nuestro secreto. Algunos sienten asco de ese olor y se van. Si se van, es porque no tienen derecho a estar acá.
—¿Entonces yo estoy aprobado?
Amanda ladeó la cabeza, mirándome con una especie de ternura despectiva.
—Tu propia aprobación es la única que cuenta.
—¿Cuánto hace que viene el ángel del mar?
—Años. Desde que existe el pueblo. Desde que alguien tocaba música en el faro.
Esa desconcertante alusión a la música del faro volvió a irritarme.
—¿Alguna vez oíste esa música? —pregunté.
—Nunca. Pero me gustaría. A veces camino por la playa para ver si la escucho.
Resoplé. Decidí olvidar la música.
—¿Alguna vez viste al ángel del mar de cerca?
Amanda me miró extrañada.
—Nadie lo vio de cerca. Ni siquiera sabemos qué forma tiene. Pero sabemos que es doble.
—¿Doble?
—Un macho y una hembra unidos como siameses.
—¿Siameses?
—El ángel del mar es un animal extraño.
La palabra animal me tranquilizó.
—¿Es un ejemplar aberrante? —pregunté.
—No, su especie es así. Cuando uno de ellos muere, el otro permanece unido, y el sobreviviente debe arrastrar su peso. Sólo en ese estado se acerca a la costa. El ángel es una criatura que arrastra el peso de su pareja muerta.
—Me estás tomando el pelo —rezongué, olvidándome de lo que había visto, de lo que había oído y olido, aunque ese olor dulzón pero salobre aún entraba por la ventana.
Una punzada me atravesó el pecho, y me encorvé súbitamente. Amanda me apoyó la mano en el corazón. El dolor se calmó y con cierta decepción noté que seguía vivo.
—¿Ves? —dijo ella—. Él siente lo que sentimos todos.
Le aparté la mano con brusquedad.
Amanda me dio la espalda, aspiró el viento marino. Noté que lloraba. Me acerqué por detrás, le aferré los hombros, traté de calmarla.
—Necesito entender —le dije.
—¿Entendés por qué viniste aquí?
—Vine aquí porque no soportaba la vida.
—No. Aunque no lo supieras, viniste aquí porque él te atrajo. Este pueblo existe porque él existe.
—¿Ésa es tu explicación? ¿El pueblo existe porque él existe?
Amanda se dio vuelta, me clavó sus ojos grises, desteñidos por la pena.
—No tengo explicaciones —dijo—. Si querés, te puedo contar la historia.
No atiné a responder.
Un trompetazo hizo vibrar los vidrios.
Amanda y yo nos acercamos a la ventana. Una tromba de espuma estallaba a poca distancia de la costa, bajo las nubes que rodaban hacia el horizonte. Sentí una conmoción en los hombros de Amanda, y sentí que esa conmoción nos unía.
El trompetazo se disolvió en un mugido persistente, un quejido de violín anudado con un rezongo de gaita.
Nos quedamos escuchando.
Por la ventana, vi gente que caminaba hacia la costa, y supe que en ese momento todos hacíamos lo mismo en Fermín del Mar.
Desde la calle, desde los umbrales, desde las ventanas, desde la playa, desde el acantilado, todos mirábamos, respirábamos y escuchábamos la sinfonía de nuestro dolor. No había chicos en Fermín del Mar, pero en ese momento todos éramos chicos.
Cuando la criatura calló, y la tromba se redujo a un burbujeo lejano, quedamos envueltos en un silencio profundo. El cielo se despejó de golpe. El horizonte era un gran bostezo.
Amanda aflojó los hombros.
—Contame la historia —le pedí.
La historia era simple. El mugido del ángel del mar había atraído a los primeros pobladores de Fermín del Mar. Siendo fantasmas, no le tomaban fotos, no lo estudiaban, no sentían la tentación de transformarlo en atracción turística. Algunos se hacían preguntas, pero pronto perdían la curiosidad y aceptaban las cosas como eran.
—¿Cómo sabés todo esto? —pregunté de mal modo.
—Todos lo sabemos. Está en los libros.
—¿Qué libros?
—Tenemos nuestra biblioteca —replicó Amanda.
Recordé el vetusto edificio, el vetusto letrero: Museo y biblioteca. Iba a hacer un comentario socarrón, pero otra punzada me atravesó el pecho. Amanda volvió a apoyarme la mano en el corazón.
—Te dije desde el primer día que te convenía anotarte en «Bibliotecario» —dijo.
Esa noche le pregunté a la mujer de la pensión si «Bibliotecario» seguía vacante.
Aunque nadie más había llegado al pueblo, la mujer consultó la lista como si hubiera una cola de aspirantes. Las manos ganchudas tacharon mi nombre de «Asistente de Amanda (comida casera)» y marcaron el nuevo puesto con una cruz.
—Buena elección —dijo la mujer.

El museo de Fermín del Mar era una salita donde se exhibía un cráneo marrón y desdentado («Aborigen de la región»), un sulki descascarado, un antiguo cochecito para bebé, una victrola, un arado, parte del esqueleto de un cetáceo («Ballena encallada»), un facón oxidado, un instrumento musical exótico («Gurumur»).
La biblioteca contigua consistía en donaciones misceláneas de libros en rústica, desde manuales escolares hasta una serie de Grandes Novelistas. Las tarjetas del archivo seguían un orden alfabético que a menudo se valía del nombre del autor, no del apellido. Hojas de hierba de Walt Whitman figuraba entre los libros de botánica.
Examiné con escepticismo el estante que tenía el rótulo «Ángel del mar». Contenía una docena de volúmenes y un manuscrito encuadernado, titulado Diario del Tutelar. El encuadernador había incluido páginas en blanco, como si esperase que otras personas continuaran el diario, que hasta ese momento tenía un solo autor. Todas las anotaciones estaban redactadas con una caligrafía exquisita de trazos ondulantes.
Soy un fantasma, decía la primera anotación. Ninguna entrada tenía fecha, como si el acto de fechar no congeniara con esa condición fantasmal. La segunda anotación decía: Pero mi música aún suena en el mundo de los vivos. Pensé en Amanda y sus alusiones a la música del faro.
Miré los otros volúmenes, tesoros de una rareza que los destacaba del resto de la biblioteca. Todos estaban publicados más de cien años atrás. Ninguno estaba editado en el país. Ninguno tenía nombre de autor. Casi todos estaban en otros idiomas.
Había un catálogo de criaturas marinas que oscilaba entre el tratado de zoología y el bestiario alegórico: el ángel del mar convivía con la sirena, la ballena y el celacanto. Un ensayo analizaba las melodías salvajes de los ángeles del mar y su efecto seductor en los navegantes. Otro volumen incluía una edición facsimilar de un texto medieval.
Me pasé varias semanas leyendo y releyendo los libros, estudiando las ilustraciones. Los dibujos y grabados siempre eran fragmentarios. Se veían aletas de pez, alas de dragón, cabezas de serpiente marina o de cetáceo. Gran parte del cuerpo doble era un caparazón córneo y lustroso que la criatura sobreviviente arrastraba entero, aunque el mar ya hubiese devorado la carne putrefacta de su pareja.
La ambigüedad de las ilustraciones reflejaba las controversias acerca de la naturaleza de los órganos o las partes del cuerpo. ¿Pico o boca alargada? ¿Escamas o caparazón? ¿Alas membranosas o aletas lustrosas? ¿Cola de cetáceo o de dragón? ¿Ovíparo o mamífero? ¿La hembra compartía su embarazo con el macho al que estaba ligada tan íntimamente?
Los artículos más «científicos» rechazaban la idea de una criatura doble. «¿Por qué la evolución nos daría esta bestia improbable?
¿Qué ventaja tendría este engendro en lo concerniente a la supervivencia de su propia especie? —preguntaba ampulosamente un articulista—. Si hay algún enigma en el abismo pelágico, la ciencia ya arrojará su luz esclarecedora allí donde hasta ahora ha reinado la superchería.»
Un compilador consignaba testimonios de pescadores, marinos, habitantes de pueblos costeros. Todos coincidían en la naturaleza doble del animal, pero el compilador describía con desdén a los testigos: «Muchos de ellos son personas toscas e incultas, la mayoría analfabetas, que repiten lo que han oído en viejas leyendas». En un giro desconcertante, concedía la posibilidad de que
se tratara de un ejemplar hermafrodita. Este traspié me intrigó. El hermafroditismo podía explicar un doble juego de órganos, pero no dos cuerpos unidos. El ángel del mar poseía una lógica elusiva que enturbiaba la lógica de los presuntos expertos. Algunos estudiosos concedían la posibilidad de una especie constituida por siameses, en la que cada pareja engendraba otra pareja de siameses.
El tratadista medieval no se detenía en especulaciones biológicas. «En esta criatura doble —afirmaba—, macho y hembra se aúnan en perfecta conjunción.» Citando un pasaje de Números, exclamaba con admiración: «¡Lo que Dios ha hecho!». Las descripciones eran contradictorias («lustroso pelaje», «criatura lampiña») pero las contradicciones eran irrelevantes y quizá deliberadas: el angelus maris era un emblema o alegoría viviente del amor de Cristo, que trascendía la muerte.
Un místico del Medio Oriente observaba: «Su música portentosa es presencia pura».
Había un volumen entero dedicado a la historia de una orden monacal caballeresca, los Tutelares del Ángel, consagrada al cuidado del ángel del mar.
«La caridad nos obliga a privarnos de esa música —sostenía un miembro de la orden—. El sacrificio del ángel es nuestro sacrificio y nuestra redención.»
El cuidado del ángel del mar consistía en sacrificar a la criatura sobreviviente cuando moría el macho o la hembra. Este sacrificio era un acto de piedad, porque acortaba el sufrimiento de una bestia noble. Era un acto de gratitud, porque reconocía la generosidad de una naturaleza que nos ofrecía ese espectáculo milagroso para nuestra edificación. Era un acto de valentía, porque el ángel que languidecía por su pareja muerta era un animal irascible y peligroso. Era un acto de fe, porque no tenía «otro propósito que el de honrar al Increado».
El sacrificio se realizaba mediante un instrumento musical llamado gurumur, el mismo que yo había visto en el museo contiguo.
A primera vista, el gurumur parecía un laúd alargado de tres cuerdas. En realidad, el cuerpo del instrumento contenía dos odres, y ambos absorbían el aire por un soplete y lo expulsaban por una boquilla. Cada una de las cuerdas laterales, en combinación con la del centro, imitaba el gemido del macho o de la hembra. La cuerda central controlaba la hinchazón de los odres, y un par de clavijas
controlaba la abertura de los sopletes y las boquillas, graduando el volumen.
La música servía para atraer al animal a la costa con una nota neutra. Para sacrificarlo, era preciso saber a qué sexo pertenecía el individuo sobreviviente. Si había sobrevivido el macho, el gurumur debía imitar el grito de la hembra, y viceversa. Al oír el grito de su pareja, el animal se serenaba, se resignaba y simplemente moría.
Algunos artículos con pretensiones técnicas daban explicaciones farragosas sobre la potencia y los alcances del sonido del instrumento, y sus efectos en el cerebro del animal. Un texto de los Tutelares decía simplemente: «Nuestra música surca la senda del espíritu, y no halla obstáculos en las alturas del cielo ni en las honduras del mar». Y enfatizaba: «La devoción por su pareja origina el padecimiento del ángel. La devoción del Tutelar le pone fin, y debe ser igualmente absoluta».
Un error podía costarle la vida al Tutelar. El indolente es víctima de su desidia, decía la leyenda de una estampa donde la criatura despedazaba la embarcación del benévolo verdugo.
La divisa de los Tutelares era una cruz formada por una criatura doble. La orden había nacido en una isla del Mediterráneo, antes de las Cruzadas. Con los siglos, se había expandido por Europa meridional y África del Norte. Había trascendido las fronteras de la Cristiandad y había encontrado devotos en el Oriente medio y lejano. Había incluido musulmanes, budistas e idólatras. Sus miembros eran escasos, y guardaban el secreto de su existencia en una ambigüedad que había terminado por erosionar su organización.
Muchos factores habían atentado contra la supervivencia de la orden: las rivalidades internas, las conspiraciones externas, la heterogeneidad de sus integrantes, la homogeneidad de sus integrantes, la falta de fondos, el exceso de fondos, la expansión excesiva, la expansión limitada.
Un siglo tras otro, los Tutelares padecieron persecuciones. Una cruzada secreta destruía sus monasterios, bibliotecas y gurumures.
La presunción de que un animal tuviera alma escandalizaba a algunos teólogos. Clérigos de varias religiones repudiaban la idea de que una congregación mística uniera a personas de distintos credos. La simbología religiosa irritaba a los pensadores racionalistas.
Líderes revolucionarios del siglo dieciocho los acusaron de conspirar contra la razón en complicidad con elementos del Antiguo Régimen. Asesinos pagados por reyes, papas, duques, filósofos y sultanes los apuñalaron o envenenaron por su devoción a una criatura inocente.
Leí en último término el primer libro que había hojeado, el Diario del Tutelar. La exquisita caligrafía me mareaba con sus ondulaciones.
Consultando estampas de otro volumen, verifiqué que esa caligrafía formaba parte de la disciplina de los Tutelares. Cada Tutelar tenía la obligación de narrar una crónica de cada cacería. Allí debía consignar las transformaciones que había sufrido en cuerpo y alma mientras se disciplinaba para el sacrificio de la criatura, así como los detalles del sacrificio.
La orden existía para cumplir el acto de piedad por el cual nos privaba de la «música portentosa» del ángel del mar, pero cada crónica debía registrar los ecos de esa música. Pensé en todas las crónicas destruidas por los enemigos de la orden, en todos los ecos silenciados.
Soy un fantasma, releí.
El autor del Diario se consideraba el último miembro de la orden. Huyendo de la persecución sufrida en mares lejanos, había traído sus libros y su instrumento al Atlántico Sur. Un inmigrante más, buscando nuevas esperanzas en estas tierras. En las últimas anotaciones hablaba serenamente de la cercanía de la muerte, agradecía la belleza de la música del gurumur.
Pero mi música aún suena en el mundo de los vivos, releí, hojeando el Diario frente al faro derruido.
El Diario era la crónica de una cacería inconclusa. El Tutelar había tocado su instrumento en el faro. La música había atraído a nuestro ángel del mar, pero el Tutelar había muerto antes de verlo. Los nuevos habitantes de Fermín del Mar habían guardado solemnemente el gurumur en el museo, sin mayor idea de su valor, y habían hojeado solemnemente los libros, sin profundizar demasiado en sus implicaciones.
Sin darse cuenta, el fantasma había fundado un pueblo fantasma.
Al terminar el verano, el ángel del mar se sumergió y enfiló mar adentro. Tuvimos que resignarnos a la ausencia de su olor, al raquitismo de nuestra soledad.
Una noche me desperté, toqué el otro lado de la cama y encontré a Susana. La miré con alivio.
—Tuve un sueño espantoso —le dije—. Soñé que habías muerto.
Susana sonrió.
La acaricié y la abracé. La sonrisa se marchitó, y Susana se disolvió en una masa acuosa. La solté con horror y abrí los ojos. Estaba solo en la pieza de la pensión.
Al día siguiente, examiné con mayor atención el instrumento del Tutelar. Me sorprendía que ninguno de los libros aludiera al origen del término gurumur. Había pensado que era la transcripción fonética de una palabra exótica. Comprendí que ese sonido era un eco rudimentario del gemido de la criatura. Si aprendía a tocar el gurumur, me adueñaría de ese gemido. La música del ángel no me abandonaría nunca.
Guiándome por las estampas de los libros, ajusté un par de piezas. Después busqué lugares solitarios para practicar. En Fermín del Mar no usaban llaves, así que de noche podía entrar en el museo para llevarme el gurumur. A veces salía en la lancha que Amanda me había enseñado a manejar. Con las clavijas, ponía el volumen al mínimo y tocaba el gurumur en lugares apartados.
Al principio sentí cierto consuelo. El instrumento me confortaría mientras esperaba el verano y la llegada del ángel.
Después lamenté mi mezquindad.
El ángel reclamaba su muerte, y no escuchábamos ese reclamo porque no queríamos vivir sin su canto.
Amanda vino a visitarme en la biblioteca y me trajo una tarta de regalo. Miró con curiosidad las hojas en blanco donde yo practicaba la caligrafía de los Tutelares.
—¿Qué son esas letras? —preguntó.
—No son meras letras —respondí. Señalé los sinuosos caracteres—. Sus ondulaciones imitan el movimiento del ángel.
Amanda se encogió de hombros. Le mostré el tratado medieval, el bestiario, la historia de los Tutelares.
—Ya los conozco —dijo ella.
—¿Los leíste?
—Alguien me contó lo que decían.
—¿Alguien se molestó en leerlos?
—¿Por qué me hablás en ese tono?
—Ningún tono. Sólo quiero saber qué sabés.
—Sé lo que sé. Y no te he mentido en nada.
Abrí un par de páginas donde había ilustraciones. Las señalé. Amanda ni se dignó mirarlas.
—Estos libros hablan de gente que mataba a los ángeles del mar —le dije.
—¿Por qué? El ángel del mar es inofensivo.
—No por crueldad, sino para aliviarle el dolor.
—Es sólo un animal —dijo Amanda, pero se le empañaron los ojos—. Además, ¿quién se animaría? ¿Y cómo?
—La música. La música que tocaban en el faro.
Amanda me miró con escepticismo.
—¿La música sirve para sacrificarlo? —preguntó.
—Para atraerlo, y luego para sacrificarlo.
—Entonces ya no sé si quiero escucharla.
—Precisamente. El sacrificio del ángel es nuestro sacrificio.
Amanda ladeó la cabeza.
—Parece que has leído los libros mejor que los demás, y ahora querés enseñarnos.
—No quiero enseñar nada a nadie. Pero la música del faro tenía una función.
—¿A quién le importa la música del faro? —dijo Amanda, y se alejó de mí. No dio media vuelta, sino que retrocedió como si yo la espantara y no se atreviera a darme la espalda—. Espero que te guste la tarta.
A solas en la biblioteca, revisé mis propias motivaciones. ¿Me impulsaban el dolor y la compasión, o sólo la arrogancia?
Esa noche volví a internarme en el mar con el gurumur.
Llevé la tarta de Amanda para cenar en la lancha. No pude terminarla, porque la música del gurumur me llenó de angustia. Aún tenía el nombre de Susana atorado en la garganta.
Quizá fuera arrogancia, pensé, pero la arrogancia era mejor que la indiferencia.
De madrugada arrojé las sobras de la tarta al agua. Las gaviotas se las disputaron con graznidos histéricos.
Llegó el nuevo verano.
Llegó el viento almizclado.
Llegó el ángel del mar.
Una tarde, mientras todos escuchaban los trompetazos del ángel, me encerré en el museo y me quedé mirando el gurumur, haciendo trazos caligráficos en el aire. El indolente es víctima de su desidia, pensé, evocando la estampa en que la criatura despedazaba una embarcación.
Al anochecer los mugidos del ángel cesaron, y los habitantes de Fermín del Mar se recluyeron en sus casas. Tomé el gurumur y caminé hacia la costa por las calles desiertas. El calor era aplastante. Nubarrones relampagueantes cubrían el horizonte. Abordé la lancha y enfilé mar adentro.
Yo había anhelado la muerte, pero ese anhelo era una abstracción. Ahora que enfrentaba un peligro real, tiritaba a pesar del calor.
El ángel del mar era una bestia que podía triturarme.
Agotado por la tensión, me adormilé. Desperté alarmado cuando la lancha chocó contra una superficie dura y lustrosa. Por un segundo pensé que había regresado a la costa. Pronto comprendí que había chocado contra la criatura. Las olas lamían un caparazón córneo y una superficie aceitosa. Aletas membranosas se mecían con el vaivén del agua.
Vi jirones de carne marchita que colgaban de un borde del caparazón, y deduje que estaba del lado de la hembra muerta. El borde estaba adornado con tracerías que parecían representar cohortes de ángeles. Me espantó que la naturaleza se hubiera entregado a este exuberante barroquismo. Me arrepentí de mi temeridad y decidí alejarme de esa isla viviente.
Retrocedí unos metros, y oí un retumbo contra el oleaje, el martilleo de un corazón enorme.
Dos gemas líquidas se encendieron bajo el agua: los ojos.
Apagué el motor.
Esos ojos: no podía desprenderme de su atracción magnética. Sentía vértigo, el deseo de mirarlos para siempre. Pensé que me quedaría allí toda la noche, hasta que un movimiento displicente de la criatura despedazara la embarcación.
El ángel se meció con un bamboleo lánguido que hamacó peligrosamente la lancha. Una cola de cetáceo o de dragón se alzó en una explosión de espuma, como si el ángel se desperezara. El miedo me arrancó del trance. El vértigo se disipó, y sólo reparé en la tristeza infinita de esa mirada. Desenvolví el gurumur, me lo apoyé en el cuerpo. Me dejé acunar por el oleaje y el retumbo del corazón de la criatura. Me entregué a ese ritmo, cerré los ojos, erguí el cuerpo, moví las clavijas del gurumur para elevar el volumen, apoyé las manos en las cuerdas.
Esperé.
Cuando cesó el eco de un latido, tañí el gurumur. Con una firmeza y una precisión que me sorprendieron, toqué la nota que imitaba el grito de la hembra.
Abrí los ojos. Las gemas líquidas parpadearon bajo el agua.
La criatura mugió, bramó, rugió, gimió.
El gemido me puso la carne de gallina.
Un cuello escamoso se arqueó sobre el agua. Pensé que se desplomaría sobre mí, pero descendió suavemente. El gemido se aplacó poco a poco.
En medio del nimbo de espuma, volví a ver el fulgor de los ojos. Se clavaron en mí, y el filo de esa mirada me cortó la respiración.
Los ojos se cristalizaban, su resplandor se apagaba, las gemas blancas se astillaban y disolvían. Una mancha lechosa se derramó en el mar. Volví a respirar normalmente.
El enorme latido, que hacía vibrar las aguas negras con su bombeo, cesaba gradualmente. Un grito estalló en el aire.
—¡Susana! —oí—. ¡Susana!
El grito se repetía una y otra vez, y miré alrededor sobresaltado.
Sopló un viento súbito, y ese nombre amado me abrazó, y sentí a Susana dentro de mí. Por un segundo su presencia restañó mis heridas. El viento amainó y el grito se deshilachó en la brisa.
El que gritaba era yo.
El ángel del mar me respondió con un mugido que se redujo a un murmullo y un gorgoteo. Supe que su corazón desgarrado se había partido definitivamente cuando lanzó un líquido suspiro de alivio cuyo burbujeo impulsó la lancha hacia la negrura de la noche.
La lancha giró y se zamarreó, y empuñé el timón con fuerza mientras el ángel se alejaba a la deriva. El vaivén de las olas ocultó la costa y el horizonte. Por un instante de terror no supe dónde me encontraba. Sólo veía una turbulencia oscura donde los nubarrones alternaban con aguas encrespadas.
Me sentí un imbécil. Ni siquiera tenía una brújula para guiarme.
—Susana —gemí, mirando el cielo.
Estalló un relámpago, un dedo eléctrico que señalaba el faro con su chisporroteo.
Me dirigí a la playa ripiosa.
Encallé la lancha, salté a la arena.
Una pequeña muchedumbre me esperaba en la playa. Todos clavaban los ojos en aquella criatura que naufragaba majestuosamente en un mar súbitamente agitado. La luz de los relámpagos barría una cara tras otra: angustia, impotencia, odio, consternación.
Amanda se me acercó apretando los puños.
—¿Por qué? ¿Por qué lo mataste?
Respirando con dificultad, me toqué el pecho. Sentí la presencia de mi amor perdido, mi amor recobrado.
—Le di la paz que él pedía —repliqué.
—¿Y qué hay de nuestra paz? ¿De nuestra vida?
Nuestra vida es un tributo a la muerte. Somos fantasmas.
Amanda alzó los brazos como para pegarme, pero los dejó caer y me apoyó la cabeza en el hombro. Soltó un sollozo seco, irguió la cara, me miró con ojos vidriosos. Se apartó, me acarició la mejilla con una especie de ternura rencorosa.
—Sé que hiciste lo que debías —me dijo—. Sé que Rita lo querría así.
—Espero que sí. Es difícil saber lo que querrían los muertos.
Mi cuerpo se aflojó, y me puse a temblar espasmódicamente. Me muero, pensé, pero era sólo el efecto de la mojadura y del viento.
Amanda me aferró los hombros para sostenerme. Yo quería irme de allí, pero la silenciosa muchedumbre nos cercaba. Me apoyé en Amanda, que me guió con firmeza a través de la gente.
Un viejo encorvado se me acercó y masculló una protesta. Amanda siguió adelante y no me dejó replicar. El viejo la miró con furia, sorprendido de que me protegiera, y se apartó del paso. Le pedí a Amanda que se detuviera, alcé el gurumur, toqué un par de notas.
Todos retrocedieron, intimidados.
—Vendrán más ángeles —dije.
El viejo se me acercó con expresión más blanda. Pensé que se disculparía.
—¿Vendrán más? —preguntó en cambio.
—¿Vendrán más? —repitieron otros.
Sentí fastidio. Sólo querían volver a la situación anterior. Estaba demasiado cansado para dar explicaciones.
—Pero les debemos algo a cambio de su música —intervino Amanda.
—¿Por qué? —rezongó el viejo.
—Porque también los fantasmas tienen honor —replicó Amanda.
Caminé entre los curiosos con el gurumur en alto, apoyándome en Amanda. Quería irme de Fermín del Mar. Sólo sentía desprecio por esa gente.
Nos cruzamos con la mujer que atendía la pensión. Me paré para decirle adiós, pero esa sonrisa cordial que era una mueca me dejó sin habla.
A la luz de los relámpagos, miré con detenimiento la expresión ávida de los fantasmas que me rodeaban: angustia, impotencia, odio, consternación. Mis hermanos, en definitiva. ¿Quién era yo para despreciarlos? Sus debilidades eran las mías.
La mujer de la pensión me clavaba los ojos, pendiente de mis palabras.
Vacilé unos segundos, y al fin tomé una decisión.
No me despediría del pueblo, sólo de la biblioteca, aunque alguna vez regresaría a esa salita humilde para consignar esta historia en el Diario del Tutelar. El encuadernador había hecho bien en dejar páginas en blanco.
—¿Está vacante «Farero»? —le pregunté a la mujer.
Se tocó la frente como si consultara su lista de memoria.
—No tengo el cuaderno conmigo, pero sí, está vacante.
—Anóteme.
La mujer entrelazó las manos ganchudas.
—Buena elección —dijo.
Amanda me estrujó la mano y me soltó. Miré sus ojos grises y desteñidos. La convulsión de un relámpago les devolvió el brillo por un instante.
Me eché el gurumur al hombro y caminé hacia el faro. Allí esperaría mi muerte, o la llegada del próximo ángel del mar.
Lo que viniera primero.

Fantasmas fue finalista del premio español Pablo Rido (2009). Fue traducido al francés y publicado en una antología internacional titulada “Monstres!” (2012).

Carlos Gardini (Buenos Aires, 1948) es autor de varios libros de narrativa, entre ellos Primera línea (1983, con el cuento “Primera línea”, premio Círculo de Lectores), Juegos malabares (1984), El Libro de la Tierra Negra (1991, premios Axxón y Más Allá), El Libro de la Tribu (2001), Vórtice (2002), Fábulas invernales (2004, finalista premio Minotauro) y Tríptico de Trinidad (2010). Varios cuentos suyos han sido traducidos a otras lenguas.
En España obtuvo tres veces el premio UPC (“el premio de ciencia-ficción más importante de Europa”, según el escritor inglés Brian Aldiss) con sus novelas cortas “Los ojos de un Dios en celo” (1996), “El Libro de las Voces” (2001) y “Belcebú en llamas” (2007). El crítico Larry Nolen de Locus Online ha destacado Tríptico de Trinidad como la mejor novela de fantasía de 2010, con “un dominio de la prosa y del tema que pocos autores han logrado alcanzar en cualquier idioma”.