Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, cuarta conferencia, sociedad disciplinaria (primera parte)

Cuarta

En la conferencia anterior procuré mostrar cuáles fueron los mecanismos y los
efectos de la estatización de la justicia penal en la Edad Medía. Quisiera que nos
situásemos ahora a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en el momento
en que se constituye lo que, en ésta y la próxima conferencia, intentaré analizar
bajo el nombre de sociedad disciplinaria.
La sociedad contemporánea puede ser
denominada —por razones que explicaré— sociedad disciplinaria. Quisiera
mostrar cuáles son las formas de prácticas penales que caracterizan a esta
sociedad, cuáles son las relaciones de poder que subyacen a estas prácticas
penales, y cuáles son las formas de saber, los tipos de conocimiento, los tipos
de sujetos de conocimiento que emergen a partir y en el espacio de esta
sociedad disciplinaria que es la nuestra.
La formación de la sociedad disciplinaria puede ser caracterizada por la
aparición, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, de dos hechos
contradictorios, o mejor dicho, de un hecho que tiene dos aspectos, dos lados
que son aparentemente contradictorios: la reforma y reorganización del sistema
judicial y penal en los diferentes países de Europa y el mundo.
Esta
transformación no presenta las mismas formas, amplitud y cronología en los
diferentes países.
En Inglaterra, por ejemplo, las formas de la justicia permanecieron relativamente
estables, mientras que el contenido de las leyes, el conjunto de conductas
reprimibles desde el punto de vista penal se modificó profundamente. En el siglo
XVIII había en Inglaterra 313 ó 315 conductas capaces de llevar a alguien a la
horca, al cadalso, 315 delitos que se castigaban con la pena de muerte. Esto
convertía al código, la ley y el sistema penal inglés del siglo XVIII en uno de los
más salvajes y sangrientos que conoce la historia de la civilización. Esta
situación se modificó profundamente a comienzos del siglo XIX sin que
cambiaran sustancialmente las formas y las instituciones judiciales inglesas. En
Francia, por el contrario, se produjeron modificaciones muy profundas en las
instituciones penales manteniendo intacto el contenido de la ley penal.
¿En qué consisten estas transformaciones de los sistemas penales? Por una
parte, en una reelaboración teórica de la ley penal que puede encontrarse en
Beccaria, Bentham, Brissot y los legisladores a quienes se debe la redacción del
primero y segundo código penal francés de la época revolucionaria.
El principio fundamental del sistema teórico de la ley penal definido por estos
autores es que el crimen, en el sentido penal del término o, más técnicamente, la
infracción, no ha de tener en adelante relación alguna con la falta moral o
religiosa. La falta es una infracción a la ley natural, a la ley religiosa, a la ley
moral; por el contrario, el crimen o la infracción penal es la ruptura con la ley, ley
civil explícitamente establecida en el seno de una sociedad por el lado legislativo
del poder político. Para que haya infracción es preciso que haya también un
poder político, una ley, y que esa ley haya sido efectivamente formulada. Antes
de la existencia de la ley no puede haber infracción. Según estos teóricos, sólo
pueden sufrir penalidades las conductas efectivamente definidas como
reprimibles por la ley.
Un segundo principio es que estas leyes positivas formuladas por el poder
político de una sociedad, para ser consideradas buenas, no deben retranscribir
en términos positivos los contenidos de la ley natural, la ley religiosa o la ley
moral. Una ley penal debe simplemente representar lo que es útil para la
sociedad, definir como reprimible lo que es nocivo, determinando así
negativamente lo que es útil.
El tercer principio se deduce naturalmente de los dos primeros: una definición
clara y simple del crimen. El crimen no es algo emparentado con el pecado y la
falta, es algo que damnifica a la sociedad, es un daño social, una perturbación,
una incomodidad para el conjunto de la sociedad.
Hay también, por consiguiente, una nueva definición del criminal: el criminal es
aquél que damnifica, perturba la sociedad. El criminal es el enemigo social. Esta
idea aparece expresada con mucha claridad en todos estos teóricos y también
figura en Rousseau, quien afirma que el criminal es aquel individuo que ha roto
el pacto social. El crimen y la ruptura del pacto social son nociones idénticas, por
lo que bien puede deducirse que el criminal es considerado un enemigo interno.
La idea del criminal como enemigo interno, como aquel individuo que rompe el
pacto que teóricamente había establecido con la sociedad es una definición
nueva y capital en la historia de la teoría del crimen y la penalidad.
Si el crimen es un daño social y el criminal un enemigo de la sociedad, ¿cómo
debe tratar la ley penal al criminal y cómo debe reaccionar frente al crimen? Si el
crimen es una perturbación para la sociedad y nada tiene que ver con la falta,
con la ley divina, natural, religiosa, etc., es claro que la ley penal no puede
prescribir una venganza, la redención de un pecado.
La ley penal debe permitir sólo la reparación de la perturbación causada a la
sociedad. La ley penal debe ser concebida de tal manera que el daño causado
por el individuo a la sociedad sea pagado; si esto no fuese posible, es preciso
que ese u otro individuo no puedan jamás repetir el daño que han causado. La
ley penal debe reparar el mal o impedir que se cometan males semejantes
contra el cuerpo social.
De esta idea se extraen, según estos teóricos, cuatro tipos posibles de castigo.
En primer lugar el castigo expresado en la afirmación: «Tú has roto el pacto
social, no perteneces más al cuerpo de la sociedad, tú mismo te has colocado
fuera del espacio de la legalidad, nosotros te expulsaremos del espacio social
donde funciona esa legalidad». Es la idea que se encuentra frecuentemente en
estos autores —Beccaria, Bentham, etc.— de que en realidad el castigo ideal
sería simplemente expulsar a las personas, exiliarlas, destinarlas o deportarlas,
es decir, el castigo ideal sería la deportación.
La segunda posibilidad es una especie de exclusión. Su mecanismo ya no es la
deportación material, la transferencia fuera del espacio social sino el aislamiento
dentro del espacio moral, psicológico, público, constituido por la opinión. Es la
idea de los castigos al nivel de escándalo, la vergüenza, la humillación de quien
cometió una infracción. Se publica su falta, se muestra a la persona
públicamente, se suscita en el público una reacción de aversión, desprecio,
condena. Esta era la pena. Beccaria y los demás inventaron mecanismos para
provocar vergüenza y humillación.
La tercena pena es la reparación del daño social, el trabajo forzado, que
consiste en obligar a las personas a realizar una actividad útil para el Estado o la
sociedad de tal manera que el daño causado sea compensado. Tenemos así
una teoría del trabajo forzado.
Por último, en cuarto lugar, la pena consiste en hacer que el daño no pueda ser
cometido nuevamente, que el individuo en cuestión no pueda volver a tener
deseos de causar un daño a la sociedad semejante al que ha causado, en hacer
que le repugne para siempre el crimen cometido. Y para obtener ese resultado la
pena ideal, la que se ajusta en la medida exacta, es la pena del Talión. Se mata
a quien mató, se confiscan los bienes de quien robó y, para algunos de los
teóricos del siglo XVIII, quien cometió una violación debe sufrir algo semejante.
Henos aquí, pues con un abanico de penalidades: deportación, trabajo forzado,
vergüenza, escándalo público y pena del Talión, proyectos presentados
efectivamente no sólo por teóricos puros como Beccaria sino también por
legisladores como Brissot y Lepelletier de Saint-Fargeau, que participaron en la
elaboración del primer Código Penal Revolucionario. Ya se había avanzado
bastante en la organización de la penalidad centrada en la infracción penal y en
la infracción a una ley que representa la utilidad pública. Todo deriva de esto,
incluso el cuadro mismo de las penalidades y el modo como son aplicadas.
Tenemos así estos proyectos y textos, e incluso decretos adoptados por las
Asambleas. Pero si observamos lo que realmente ocurrió, cómo funcionó la
penalidad tiempo después, hacia el año 1820, en la época de la Restauración en
Francia y de la Santa Alianza en Europa, notamos que el sistema de
penalidades adoptado por las sociedades industriales en formación, en vías de
desarrollo, fue enteramente diferente del que se había proyectado años antes.
No es que la práctica haya desmentido a la teoría sino que se desvió
rápidamente de los principios teóricos enunciados por Beccaria y Bentham.
Volvamos al sistema de penalidades. La deportación desapareció muy
rápidamente, el trabajo forzado quedó en general como una pena puramente
simbólica de reparación; los mecanismos de escándalo nunca llegaron a
ponerse en práctica; la pena del Talión desapareció con la misma rapidez y fue
denunciada como arcaica por una sociedad que creía haberse desarrollado
suficientemente.
Estos proyectos muy precisos de penalidad fueron sustituidos por una pena muy
curiosa que apenas habla sido mencionada por Beccaria y que Brissot trataba
de manera muy marginal: nos referimos al encarcelamiento, la prisión. La prisión
no pertenece al proyecto teórico de la reforma de la penalidad del siglo XVIII,
surge a comienzos del siglo XIX como una institución de hecho, casi sin
justificación teórica.
No sólo la prisión, que no estaba prevista en el programa del siglo XVIII y que se
generalizará durante el siglo siguiente, sino también la legislación penal sufrirá
una formidable inflexión en relación con lo que estaba establecido en la teoría.
En efecto, desde comienzos del siglo XIX y de manera cada vez más acelerada
con el correr del siglo, la legislación penal se irá desviando de lo que podemos
llamar utilidad social; no intentará señalar aquello que es socialmente útil sino,
por el contrario, tratará de ajustarse al individuo. Puede citarse como ejemplo las
grandes reformas de la legislación penal en Francia y los demás países
europeos entre 1825 y 1850-60, que consisten en la organización de, por así
decirlo, circunstancias atenuantes: la aplicación rigurosa de la ley, tal como se
expone en el Código puede ser modificada por decisión del juez o el jurado y en
función del individuo sometido a juicio. La utilización de las circunstancias
atenuantes que asume paulatinamente una importancia cada vez mayor falsea
considerablemente el principio de una ley universal que representa únicamente
los intereses sociales. Por otra parte, la penalidad del siglo XIX se propone cada
vez menos definir de modo abstracto y general qué es nocivo para la sociedad,
alejar a los individuos dañinos o impedir que reincidan en sus delitos. De modo
cada vez más insistente, la penalidad del siglo XIX tiene en vista menos la
defensa general de la sociedad que el control y la reforma psicológica y moral de
las actitudes y el comportamiento de los individuos. Esta es una forma de
penalidad totalmente diferente de la prevista en el siglo XVIII, puesto que el gran
principio de la penalidad para Beccaria era que no habría castigo sin una ley
explícita y sin un comportamiento también explícito que violara esa ley.
Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que
hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley sino más bien al nivel de lo
que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a
punto de hacer.
Así, la gran noción de la criminología y la penalidad de finales del siglo XIX fue el
escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad. La noción
de peligrosidad significa que el individuo debe ser considerado por la sociedad al
nivel de sus virtualidades y no de sus actos; no al nivel de las infracciones
efectivas a una ley también efectiva sino de las virtualidades de comportamiento
que ellas representan.
El último punto fundamental que la teoría penal cuestiona aún más
profundamente que Beccaria es que, para asegurar el control de los individuos
—que no es ya reacción penal a lo que hacen sino control de su comportamiento
en el mismo momento en que se esboza— la institución penal no puede estar en
adelante enteramente en manos de un poder autónomo, el poder judicial.
Con ello se llega a cuestionar la gran separación atribuida a Montesquieu —o al
menos formulada por él— entre poder judicial, poder ejecutivo y poder
legislativo. El control de los individuos, esa suerte de control penal punitivo a
nivel de sus virtualidades no puede ser efectuado por la justicia sino por una
serie de poderes laterales, al margen de la justicia, tales como la policía y toda
una red de instituciones de vigilancia y corrección: la policía para la vigilancia,
las instituciones psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas y
pedagógicas para la corrección. Es así que se desarrolla en el siglo XIX
alrededor de la institución judicial y para permitirle asumir la función de control
de los individuos al nivel de su peligrosidad, una gigantesca maquinaria de
instituciones que encuadrarán a éstos a lo largo de su existencia; instituciones
pedagógicas como la escuela, psicológicas o psiquiátricas como el hospital, el
asilo, etc. Esta red de un poder que no es judicial debe desempeñar una de las
funciones que se atribuye la justicia a sí misma en esta etapa: función que no es
ya de castigar las infracciones de los individuos sino de corregir sus
virtualidades.
Entramos así en una edad que yo llamaría de ortopedia social. Se trata de una
forma de poder, un tipo de sociedad que yo llamo sociedad disciplinaria por
oposición a las sociedades estrictamente penales que conocíamos
anteriormente. Es la edad del control social. Entre los teóricos que he citado hay
uno que de algún modo previó y presentó un esquema de esta sociedad de
vigilancia, de gran ortopedia social, me refiero a Jeremías Bentham.
Pido
disculpas a los historiadores de la filosofía por esta afirmación pero creo que
Bentham es más importante, para nuestra sociedad, que Kant o Hegel. Nuestras
sociedades deberían rendirle un homenaje, pues fue él quien programó, definió y
describió de manera precisa las formas de poder en que vivimos,
presentándolas en un maravilloso y célebre modelo de esta sociedad de
ortopedia generalizada que es el famoso Panóptico, forma arquitectónica que
permite un tipo de poder del espíritu sobre el espíritu, una especie de institución
que vale tanto para las escuelas como para los hospitales, las prisiones, los
reformatorios, los hospicios o las fábricas.
El Panóptico era un sitio en forma de anillo en medio del cual había un patio con
una torre en el centro. El anillo estaba dividido en pequeñas celdas que daban al
interior y al exterior y en cada una de esas pequeñas celdas había, según los
objetivos de la institución, un niño aprendiendo a escribir, un obrero trabajando,
un prisionero expiando sus culpas, un loco actualizando su locura, etc. En la
torre central había un vigilante y como cada celda daba al mismo tiempo al
exterior y al interior, la mirada del vigilante podía atravesar toda la celda; en ella
no había ningún punto de sombra y, por consiguiente, todo lo que el individuo
hacía estaba expuesto a la mirada de un vigilante que observaba a través de
persianas, postigos semicerrados, de tal modo que podía ver todo sin que nadie,
a su vez, pudiera verlo. Para Bentham, esta pequeña y maravillosa argucia
arquitectónica podía ser empleada como recurso para toda una serie de
instituciones. El Panóptico es la utopía de una sociedad y un tipo de poder que
es, en el fondo la sociedad que actualmente conocemos, utopía que
efectivamente se realizó. Este tipo de poder bien puede recibir el nombre de
panoptismo: vivimos en una sociedad en la que reina el panoptismo.

El panoptismo es una forma de saber que se apoya ya no sobre una indagación
sino sobre algo totalmente diferente que yo llamaría examen. La indagación era
un procedimiento por el que se procuraba saber lo que había ocurrido. Se
trataba de reactualizar un acontecimiento pasado a través de los testimonios de
personas que, por una razón u otra —por su sabiduría o por el hecho de haber
presenciado el acontecimiento—, se consideraba que eran capaces de saber.
En el Panóptico se producirá algo totalmente diferente: ya no hay más
indagación sino vigilancia, examen. No se trata de reconstituir un acontecimiento
sino algo, o mejor dicho, se trata de vigilar sin interrupción y totalmente.
Vigilancia permanente sobre los individuos por alguien que ejerce sobre ellos un
poder —maestro de escuela, jete de oficina, médico, psiquiatra, director de
prisión— y que, porque ejerce ese poder, tiene la posibilidad no sólo de vigilar
sino también de constituir un saber sobre aquellos a quienes vigila. Es éste un
saber que no se caracteriza ya por determinar si algo ocurrió o no, sino que
ahora trata de verificar si un individuo se conduce o no como debe, si cumple
con las reglas, si progresa o no, etcétera. Este nuevo saber no se organiza en
torno a cuestiones tales como «¿se hizo esto?, ¿quién lo hizo?»; no se ordena
en términos de presencia o ausencia, existencia o no-existencia, se organiza
alrededor de la norma, establece qué es normal y qué no lo es, qué cosa es
incorrecta y qué otra cosa es correcta, qué se debe o no hacer.
Tenemos así, a diferencia del gran saber de indagación que se organizó en la
Edad Media a partir de la confiscación estatal de la justicia y que consistía en
obtener los instrumentos de reactualización de hechos a través del testimonio,
un nuevo saber totalmente diferente, un saber de vigilancia, de examen,
organizado alrededor de la norma por el control de los individuos durante toda su
existencia. Esta es la base del poder, la forma del saber-poder que dará lugar ya
no a grandes ciencias de observación como en el caso de la indagación sino a lo
que hoy conocemos como ciencias humanas: Psiquiatría, Psicología, Sociología,
etcétera. Quisiera analizar ahora cómo se dio este proceso, cómo se llegó a
tener por un lado una determinada teoría penal que planteaba claramente una
cantidad de cosas, y por otro lado una práctica real, social, que condujo a
resultados totalmente diferentes. Tomaré sucesivamente dos ejemplos que se
encuentran entre los más importantes y determinantes de este proceso:
Inglaterra y Francia; dejaré de lado el ejemplo de los Estados Unidos, que
también es importante. Me propongo mostrar cómo en Francia y sobre todo en
Inglaterra existió una serie de mecanismos de control de la población, control
permanente del comportamiento de los individuos. Estos mecanismos se
formaron oscuramente durante el siglo XVIII respondiendo a ciertas necesidades
y fueron asumiendo cada vez más importancia hasta extenderse finalmente a
toda la sociedad y acabar imponiéndose a una práctica penal. Esta nueva teoría
no era capaz de dar cuenta de estos fenómenos de vigilancia nacidos totalmente
fuera de ella, y tampoco podía programarlos. Bien puede decirse que la teoría
penal del siglo XVIII ratifica una práctica judicial formada en la Edad Media, la
estatización de la justicia: Beccaria piensa en términos de una justicia
estatizada.
Aun cuando fue, en cierto sentido, un gran reformador, no vio cómo
nacían a un lado y fuera de esa justicia estatizada procesos de control que
acabarían siendo el verdadero contenido de la nueva práctica penal.
¿Cuáles son, de dónde vienen y a qué responden estos mecanismos de control?
Consideremos el ejemplo de Inglaterra. Desde la segunda mitad del siglo XVIII
se forman, en niveles relativamente bajos de la escala social, grupos
espontáneos de personas que se atribuyen, sin ninguna delegación por parte de
un poder superior, la tarea de mantener el orden y crear, para ellos mismos,
nuevos instrumentos para asegurarlo. Estos grupos proliferaron durante todo el
siglo XVIII. Según un orden cronológico, hubo en primer lugar comunidades
religiosas disidentes del anglicanismo -cuáqueros, metodistas- que se
encargaban de organizar su propia policía. Es así que entre los metodistas,
Wesley, por ejemplo, visitaba las comunidades metodistas en viaje de
inspección a la manera de los obispos de la alta Edad Media. A él se sometían
todos los casos de desorden: embriaguez, adulterio, vagancia, etc. Las
sociedades de amigos de inspiración cuáquera funcionaban de manera
semejante. Todas estas sociedades tenían la doble tarea de vigilar y asistir.
Asistían a los que carecían de medios de subsistencia, a quienes no podían
trabajar porque eran muy viejos, estaban enfermos o padecían una enfermedad
mental, pero al mismo tiempo que los ayudaban se asignaban la posibilidad y el
derecho de observar en qué condiciones era dada la asistencia:
observar si el
individuo que no trabajaba estaba efectivamente enfermo, si su pobreza y
miseria se debían a libertinaje, a embriaguez o a vicios diversos. Eran, pues,
grupos de vigilancia espontáneos de origen, funcionamiento e ideología
profundamente religiosos. Continuación…

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