M. Foucault, VIGILAR Y CASTIGAR: Nacimiento de la prisión. Castigo: la benignidad de las penas

CASTIGO

II. LA BENIGNIDAD DE LAS PENAS

El arte de castigar debe apoyarse, por lo tanto, en toda una tecnología de la representación. La empresa no puede lograrse más que si se inscribe en una mecánica natural. «Semejante a la gravitación de los cuerpos, una fuerza secreta nos impulsa constantemente hacia nuestro bienestar. Este impulso no sufre otra influencia que la de los obstáculos que las leyes le oponen. Todas las acciones diversas del hombre son los efectos de esta tendencia interna.» Encontrar para un delito el castigo que conviene es encontrar la desventaja cuya idea sea tal que vuelva definitivamente sin seducción la idea de una acción reprobable. Arte de las energías que se combaten, arte de las imágenes que se asocian, fabricación de vínculos estables que desafían el tiempo: se trata de constituir unas parejas de representación de valores opuestos, de instaurar diferencias cuantitativas entre las fuerzas presentes, de establecer un juego de signos-obstáculo que puedan someter el movimiento de las fuerzas a una relación de poder. «Que la idea del suplicio se halle siempre presente en el corazón del hombre débil y domine el sentimiento que le impulsa al crimen.» (58)  Estos signos-obstáculo deben constituir el nuevo arsenal de las penas, del mismo modo que las marcas-vindicta organizaban los antiguos suplicios. Pero para funcionar deben obedecer a varias condiciones.
I) Ser lo menos arbitrarios posible. Cierto es que la sociedad es la que define, en función de sus propios intereses, lo que debe ser considerado como delito: éste no es por lo tanto, natural. Pero si se quiere que el castigo pueda presentarse sin dificultad al espíritu no bien se piensa en el delito, es preciso que el vínculo entre el uno y el otro sea lo más inmediato posible: de semejanza, de analogía, de proximidad. Hay que dar «a la pena toda la conformidad posible con la índole del delito, a fin de que el temor de un castigo aleje el espíritu del camino adonde lo conducía la perspectiva de un crimen ventajoso«. (59) El castigo ideal será trasparente al crimen que sanciona; así, para el que lo contempla, será infaliblemente el signo del delito que castiga; y para aquel que piensa en el crimen, la sola idea del acto punible despertará el signo punitivo. Ventaja en cuanto a la estabilidad de la relación, ventaja en cuanto al cálculo de las proporciones entre delito y castigo y en cuanto a la lectura cuantitativa de los intereses; ventaja también puesto que, al tomar la forma de una serie natural, el castigo no aparece como efecto arbitrario de un poder humano: «Deducir el delito del castigo es la mejor manera de proporcionar el castigo al crimen. Si aquí reside el triunfo de la justicia, reside igualmente el triunfo de la libertad, ya que no procediendo las penas de la voluntad del legislador, sino de la naturaleza de las cosas, se deja de ver al hombre haciendo violencia al hombre.» (60) En el castigo analógico, el poder que castiga se oculta.
En cuanto a las penas que sean naturales por institución, y que reproduzcan en su forma el contenido del crimen, los reformadores han propuesto todo un arsenal. Vermeil, por ejemplo: a quienes abusen de la libertad pública, se les privará de la suya; se privará de sus derechos civiles a cuantos hayan abusado de los beneficios de la ley y de los privilegios de las funciones públicas; la multa castigará la concusión y la usura; la confiscación castigará el robo; la humillación, los delitos de «vanagloria»; la muerte, el asesinato; la hoguera, el incendio. En cuanto al envenenador, «el verdugo le presentará una copa cuyo contenido le arrojará al rostro, para abrumarlo con el horror de su crimen, ofreciéndole su imagen, y a continuación lo zambullirá en una caldera de agua hirviendo». (61) ¿Simple ensoñación? Quizá. Pero el principio de una comunicación simbólica lo formula también Le Peletier claramente cuando presenta en 1791 la nueva legislación criminal: «Son necesarias unas relaciones exactas entre la naturaleza del delito y la naturaleza del castigo«; el que ha sido feroz en su crimen padecerá dolores físicos; el que haya sido holgazán se verá forzado a un trabajo penoso; el que ha sido abyecto sufrirá una pena de infamia. (62)
No obstante unas crueldades que recuerdan mucho los suplicios del Antiguo Régimen, es un mecanismo completamente distinto el que funciona en estas penas analógicas. No se opone ya lo atroz a lo atroz en una justa de poder; no es ya la simetría de la venganza, es la trasparencia del signo a lo que significa; se quiere establecer, en el teatro de los castigos, una relación inmediatamente inteligible a los sentidos y que pueda dar lugar a un cálculo simple. Una especie de estética razonable de la pena. «No es únicamente en las bellas artes donde hay que seguir fielmente la naturaleza; las instituciones políticas, al menos aquellas que tienen un carácter de prudencia y elementos de duración, se fundan en la naturaleza.» (63) Que el castigo derive del crimen; que la ley parezca ser una necesidad de las cosas, y que el poder obre ocultándose bajo la fuerza benigna de la naturaleza.
2) Este juego de signos debe apoyarse en el mecanismo de las fuerzas: disminuir el deseo que hace atractivo el delito, aumentar el interés que convierte la pena en algo temible; invertir la relación de las intensidades, hacer de modo que la representación de la pena y de sus desventajas sea más viva que la del delito con sus placeres. Todo un mecanismo, pues, del interés, de su movimiento, de la manera en que se representa y de la vivacidad de esta representación. «El legislador debe ser un arquitecto hábil que sepa a la vez emplear todas las fuerzas que pueden contribuir a la solidez del edificio y amortiguar todas aquellas que podrían arruinarlo.» (64)
Existen varios medios. «Ir derechamente a la fuente del mal.» (65) Quebrar el móvil que anima la representación del delito. Quitarle toda fuerza al interés que lo ha hecho nacer. Tras de los delitos de vagancia, está la pereza; ésta es la que hay que combatir. «No se logrará nada encerrando a los mendigos en unas prisiones infectas que son más bien cloacas»; habrá que obligarlos a trabajar. «Utilizarlos es el mejor medio de castigarlos.» (66) Contra una mala pasión, una buena costumbre; contra una fuerza, otra fuerza, pero se trata de la propia de la sensibilidad y de la pasión, no de las del poder con sus armas.
«¿No se deben deducir todas las penas de este principio tan simple, tan afortunado y ya conocido, de elegirlas en aquello que es más deprimente para la pasión que condujo al delito cometido?» (67)
Poner en juego contra ella misma la fuerza que ha impulsado al delito. Dividir el interés, utilizarlo para hacer que la pena sea temible. Que el castigo irrite y estimule en mayor medida que la falta haya podido halagar. Si el orgullo hizo cometer una fechoría, que se le hiera, que se le haga rebelarse por el castigo. La eficacia de las penas infamantes estriba en que se apoyan en la vanidad que estaba en la raíz del crimen. Los fanáticos se glorian de sus opiniones y de los suplicios que sufren por ellas. Hagamos, pues, obrar contra el fanatismo la obcecación orgullosa que lo sostiene: «Comprimirlo por el ridículo y por la vergüenza; si se humilla la orgullosa vanidad de los fanáticos ante una gran multitud de espectadores, se pueden esperar felices efectos de esta pena.» No serviría de nada, por el contrario, imponerles dolores físicos. (68)
Reanimar un interés útil y virtuoso, que el delito prueba hasta qué punto se ha debilitado. El sentimiento de respeto a la propiedad —la de las riquezas, pero también la del honor, de la libertad, de la vida—, lo ha perdido el malhechor cuando roba, calumnia, secuestra o mata. Es preciso, por lo tanto, hacérselo aprender de nuevo. Y se comenzará a enseñárselo por él mismo: se le hará experimentar lo que es perder la libre disposición de sus bienes, de su honor, de su tiempo y de su cuerpo, para que la respete a su vez en los demás. (69) La pena que forma signos estables y fácilmente legibles debe también recomponer la economía de los intereses y la dinámica de las pasiones.
3) Utilidad por consiguiente de una modulación temporal. La pena trasforma, modifica, establece signos, dispone obstáculos. ¿Qué utilidad tendría si hubiera de ser definitiva? Una pena que no tuviera término sería contradictoria: todas las coacciones que impone al condenado y de las que, una vez vuelto virtuoso, no podría jamás aprovecharse, no serían ya sino suplicios, y el esfuerzo hecho para reformarlo serían trabajo y costo perdidos por parte de la sociedad. Si hay incorregibles, es preciso decidirse a eliminarlos. Pero, en cuanto a todos los demás, las penas no pueden funcionar más que si tienen un término. Análisis aceptado por los Constituyentes: el Código de 1791 prevé la muerte para los traidores y los asesinos; todas las demás penas deben tener un término (el máximo es de veinte años).
Pero sobre todo el papel de la duración debe hallarse integrado en la economía de la pena. Los suplicios en su violencia corrían el peligro de tener este resultado: cuanto más grave era el delito, menos prolongado era su castigo. La duración intervenía efectivamente en el antiguo sistema de las penas: jornadas de picota, años de destierro, horas pasadas en expirar sobre la rueda. Pero era un tiempo de prueba, no de trasformación concertada. La duración debe permitir ahora la acción propia del castigo: «Una serie prolongada de privaciones penosas evitando a la humanidad el horror de las torturas impresiona mucho más al culpable que un instante pasajero de dolor… Renueva sin cesar a los ojos del pueblo que es testigo el recuerdo de las leyes vengativas y hace revivir en todo momento un terror saludable.» (70) El tiempo, operador de la pena.
Ahora bien, el frágil mecanismo de las pasiones no quiere que se las apremie de la misma manera ni con la misma insistencia a medida que se corrigen; conviene que la pena se atenúe con los efectos que produce. Puede muy bien ser fija, en el sentido de que se halla determinada para todos, de la misma manera, por la ley; su mecanismo interno debe ser variable. En su proyecto para la Constituyente, Le Peletier proponía penas de intensidad decreciente: un condenado a la pena más grave no habría de sufrir el calabozo (cadena en pies y manos, oscuridad, soledad, pan y agua) sino durante una primera fase; tendría la posibilidad de trabajar dos y después tres días a la semana. Al llegar a los dos tercios de su pena, podría pasar al régimen de la gêne (calabozo alumbrado, cadena a la cintura, trabajo solitario durante cinco días a la semana, pero en común los otros dos; este trabajo le sería pagado y le permitiría mejorar su comida diaria). En fin, al acercarse el término de su condena, se le sometería al régimen de la prisión: «Podrá reunirse todos los días con todos los demás presos para un trabajo en común. Si lo prefiere, podrá trabajar solo. Su alimento será el que obtenga por su trabajo.» (71)
4) Por parte del condenado, la pena es un mecanismo de los signos, de los intereses y de la duración. Pero el culpable no es más que uno de los blancos del castigo. Éste afecta sobre todo a los otros, a todos los culpables posibles. Que estos signos-obstáculo que se graban poco a poco en la representación del condenado circulen, pues, rápida y ampliamente, que sean aceptados y redistribuidos por todos, que formen el discurso que cada cual dirige a todo el mundo y por el cual todos se vedan el crimen —la buena moneda que sustituye, en los espíritus, al falso provecho del delito.
Para esto, es preciso que el castigo parezca no sólo natural, sino interesante. Es preciso que cada cual pueda leer en él su propia ventaja. Que se acaben esas penas espectaculares, pero inútiles. Que se acaben las penas secretas, también; pero que los castigos puedan ser considerados como una retribución que el culpable da a cada uno de sus conciudadanos, por el crimen que los ha perjudicado a todos: unas penas «que salten sin cesar a los ojos de los ciudadanos», y que pongan «de manifiesto la utilidad pública de los movimientos comunes y particulares». (72) El ideal sería que el condenado apareciera como una especie de propiedad rentable: un esclavo puesto al servicio de todos. ¿Por qué la sociedad suprimiría una vida y un cuerpo que podría apropiarse? Sería más útil hacerle «servir al Estado en una esclavitud más o menos amplia según la índole de su delito»; en Francia son muchos los caminos impracticables que obstaculizan el comercio, y a los ladrones, que también obstaculizan la libre circulación de las mercancías, podría ponérselos a reconstruir esos caminos. Más que la muerte, sería elocuente «el ejemplo de un hombre a quien se tiene siempre ante los ojos, a quien se ha privado de la libertad y que está obligado a emplear el resto de su vida en reparar la pérdida que ha causado a la sociedad». (73)
En el antiguo sistema, el cuerpo de los condenados pasaba a ser la cosa del rey, sobre la cual el soberano imprimía su marca y dejaba caer los efectos de su poder. Ahora, habrá de ser un bien social, objeto de una apropiación colectiva y útil. De ahí el hecho de que los reformadores han propuesto casi siempre los trabajos públicos como una de las mejores penas posibles. Por lo demás, los Cuadernos de quejas los han seguido: «Que los condenados a cualquier pena, menos la de muerte, lo sean a los trabajos públicos del país, por un tiempo proporcionado a su delito.» (74) Trabajo público que quiere decir dos cosas: interés colectivo en la pena del condenado y carácter visible, controlable, del castigo. Así, el culpable paga dos veces: por el trabajo que suministra y por los signos que produce. En el corazón de la sociedad, en medio de las plazas públicas o el camino real, el condenado es un foco de provechos y de significados. Visiblemente sirve a cada cual; pero a la vez, desliza en el ánimo de todos el signo crimen-castigo: utilidad secundaria, puramente moral ésta, pero mucho más real.
5) De donde toda una economía docta de la publicidad. En el suplicio corporal, el terror era el soporte del ejemplo: miedo físico, espanto colectivo, imágenes que deben grabarse en la memoria de los espectadores, del mismo modo que la marca en la mejilla o en el hombro del condenado. El soporte del ejemplo, ahora, es la lección, el discurso, el signo descifrable, la disposición escénica y pictórica de la moralidad pública. Ya no es la restauración aterradora de la soberanía que va a sostener la ceremonia del castigo, es la reactivación del Código, el fortalecimiento colectivo del vínculo entre la idea del delito y la idea de la pena. En el castigo, más que ver la presencia del soberano, se leerán las propias leyes. Éstas habían asociado a tal delito tal castigo. Inmediatamente cometido el crimen y sin que se perdiera tiempo, el castigo vendrá, convirtiendo en acto el discurso de la ley y mostrando que el Código, que enlaza las ideas, enlaza también las realidades. La unión, inmediata en el texto, debe serlo en los actos. «Considerando esos primeros momentos en que la noticia de algún hecho atroz se difunde por nuestras ciudades y por nuestros campos; los ciudadanos se parecen a unos hombres que han visto caer el rayo a su lado; cada cual se encuentra lleno de indignación y de horror… He aquí el momento de castigar el crimen: no lo dejéis escapar; apresuraos a hacer que confiese y a juzgarlo. Levantad patíbulos, hogueras, arrastrad al culpable a las plazas públicas, llamad al pueblo a voces. Entonces, lo oiréis aplaudir la proclamación de vuestras sentencias, como la de la paz y de la libertad; lo veréis acudir a esos horribles espectáculos como al triunfo de las leyes.» (75) El castigo público es la ceremonia de la inmediata trasposición del orden.
La ley se reforma, acaba de ocupar de nuevo su lugar al lado del desmán que la violara. El malhechor, en cambio, ha sido separado de la sociedad. La abandona. Pero no en esas fiestas ambiguas de Antiguo Régimen en las que el pueblo tomaba fatalmente su parte, ya del crimen, ya de la ejecución, sino en una ceremonia del pueblo. La sociedad que ha recobrado sus leyes, ha perdido a aquel de los ciudadanos que las había violado. El castigo público debe manifestar esta doble aflicción: que se haya podido ignorar la ley, y que se esté obligado a separarse de un ciudadano. «Unid al suplicio el aparato más lúgubre y más conmovedor; que este día terrible sea para la patria un día de duelo; que el dolor general se pinte por doquier en grandes caracteres… Que el magistrado cubierto del fúnebre crespón anuncie al pueblo el atentado y la triste necesidad de una venganza legal. Que las diferentes escenas de esta tragedia impresionen todos los sentidos y conmuevan todos los afectos benignos y honestos.» (76)
(115) Duelo cuyo sentido debe ser claro para todos; cada elemento de su ritual debe hablar, decir el crimen, recordar la ley, demostrar la necesidad del castigo, justificar su medida. Anuncios, carteles, signos, símbolos deben multiplicarse, para que cada cual pueda aprender los significados. La publicidad del castigo no debe difundir un efecto físico de terror; debe abrir un libro de lectura. Le Peletier proponía que el pueblo, una vez al mes, pudiera visitar a los condenados «en su doloroso recinto: leerá, trazado en gruesos caracteres, sobre la puerta del calabozo, el nombre del culpable, el delito y la sentencia». (77) Y en el estilo ingenuo y militar de las ceremonias imperiales, Bexon imaginaría unos años más tarde todo un cuadro de heráldica penal: «El condenado a muerte será conducido al cadalso en un coche ‘tapizado, o pintado de negro mezclado de rojo’; si ha traicionado, llevará una camisa roja sobre la cual se leerá, por delante y por detrás, la palabra ‘traidor’; si es parricida, llevará la cabeza cubierta con un velo negro y sobre su camisa se verán bordados unos puñales o los instrumentos de muerte que haya utilizado; si ha envenenado, su camisa roja estará adornada de serpientes y de otros animales venenosos.» (78)
Esta lección legible, esta trasposición del orden ritual, hay que repetirlas con la mayor frecuencia posible; que los castigos sean una escuela más que una fiesta; un libro siempre abierto antes que una ceremonia. La duración que hace que el castigo sea eficaz para el culpable es útil también para los espectadores. Deben poder consultar a cada instante el léxico permanente del crimen y del castigo. Pena secreta, pena casi perdida. Seria preciso que los niños pudieran acudir a los lugares en que aquélla se ejecuta; allí harían sus clases de civismo. Y los hombres hechos volverían a aprender periódicamente las leyes. Concibamos los lugares de castigo como un Jardín de las Leyes que las familias visitaran los domingos. «Yo querría que de vez en cuando, tras de haber preparado las inteligencias por medio de un discurso razonado sobre la conservación del orden social, sobre la utilidad de los castigos, se condujera a los jóvenes, incluso a los hombres, a las minas, a los trabajos, para contemplar la suerte espantosa de los proscritos. Estas peregrinaciones serían más útiles que las que realizan los turcos a La Meca.» (79) Y Le Peletier consideraba que esta visibilidad de los castigos era uno de los principios fundamentales del nuevo Código penal: «A menudo y en épocas señaladas, la presencia del pueblo debe llevar la vergüenza a la frente del culpable; y la presencia del culpable en la penosa situación a que lo ha reducido su delito debe llevar al alma del pueblo una instrucción útil.» (80) Mucho antes de ser concebido como un objeto de ciencia, se sueña al criminal como elemento de instrucción. Después de la visita de caridad para compartir el dolor de los presos —el siglo XVII la había inventado o exhumado—, se ha soñado en esas visitas de niños que acuden a aprender cómo el beneficio de la ley viene a aplicarse al crimen: viva lección en el museo del orden.
6) Entonces podrá invertirse en la sociedad el tradicional discurso del delito. Grave preocupación para los forjadores de leyes del siglo XVIII: ¿cómo apagar la gloria dudosa de los criminales? ¿Cómo hacer callar la epopeya de los grandes malhechores cantados por los almanaques, las hojas sueltas, los relatos populares? Si la trasposición del orden punitivo está bien hecha, si la ceremonia de duelo se desarrolla como es debido, el crimen no podrá aparecer ya sino como una desdicha y el malhechor como un enemigo a quien se enseña de nuevo la vida social. En lugar de esas alabanzas que hacen del criminal un héroe, no circularán ya en el discurso de los hombres otra cosa que esos signos-obstáculo que contienen el deseo del crimen con el temor calculado del castigo. El mecanismo positivo funcionará de lleno en el lenguaje de todos los días, y éste lo fortificará sin cesar con relatos nuevos. El discurso pasará a ser el vehículo de la ley: principio constante de la trasposición universal del orden. Los poetas del pueblo coincidirán al fin con aquellos que se llaman a sí mismos los «misioneros de la eterna razón», y se harán moralistas. «Lleno por completo de esas terribles imágenes y de esas ideas saludables, cada ciudadano vendrá a derramarlas en su familia, y allí, por largos relatos hechos con tanto calor como ávidamente escuchados, sus hijos sentados en torno suyo abrirán su joven memoria para recibir, en rasgos inalterables, la idea del crimen y del castigo, el amor a las leyes y a la patria, el respeto y la confianza en la magistratura. Los habitantes de los campos, testigos también de estos ejemplos, los sembrarán en torno de sus cabañas, la afición a la virtud arraigará en esas almas toscas, en tanto que el malvado consternado por la alegría pública, asustado al ver que tiene tantos enemigos, renunciará quizá a unos proyectos cuyo resultado no es menos rápido que funesto.» (81)
He aquí, pues, cómo hay que imaginar la ciudad punitiva. En las esquinas, en los jardines, al borde de los caminos que se rehacen o de los puentes que se construyen, en los talleres abiertos a todos, en el fondo de las minas que se visitan, mil pequeños teatros de castigos. Para cada delito, su ley; para cada criminal, su pena. Pena visible, pena habladora que lo dice todo, que explica, se justifica, convence: carteles, letreros, anuncios, avisos, símbolos, textos leídos o impresos, todo esto repite infatigablemente el Código. Decorados, perspectivas, electos de óptica, elementos arquitectónicos ilusorios, amplían en ocasiones la escena, haciéndola más terrible de lo que es, pero también más clara. Del lugar en que el público está colocado, pueden suponerse ciertas crueldades que, de hecho, no ocurren. Pero lo esencial para estas severidades reales o ampliadas es que, según una estricta economía, sean todas instructivas: que cada castigo constituya un apólogo. Y que en contrapunto de todos los ejemplos directos de virtud, se pueda a cada instante encontrar, como una escena viva, las desdichas del vicio. En torno de cada una de estas «representaciones» morales, los escolares se agolparán con sus maestros y los adultos aprenderán qué lecciones enseñar a sus hijos. No ya el gran ritual aterrador de los suplicios, sino al hilo de los días y de las calles, ese teatro serio, con sus escenas múltiples y persuasivas. Y la memoria popular reproducirá en sus rumores el discurso austero de la ley. Pero quizá será necesario, por encima de esos mil espectáculos y relatos, poner el signo mayor del castigo para el más terrible de los crímenes: la piedra angular del edificio penal. En todo caso, Vermeil había imaginado la escena del absoluto castigo que debía dominar todos los teatros del castigo cotidiano: el único caso en el que se debía tratar de llegar al infinito punitivo. Un poco el equivalente en la nueva penalidad de lo que había sido el regicidio en la antigua. Al culpable se le saltarían los ojos; se le encerraría en una jaula de hierro, suspendida en el aire, por encima de una plaza pública; estaría completamente desnudo, con sólo un cinturón de hierro, sujeto a los barrotes, y hasta el fin de sus días, se le alimentaría de pan y agua. «De este modo, estaría expuesto a todos los rigores de las estaciones, unas veces su frente cubierta de nieve, otras calcinada por un sol ardiente. En este riguroso suplicio, ofreciendo más bien la prolongación de una muerte dolorosa que la de una vida penosa, es donde podría realmente reconocerse a un malvado entregado al horror de la naturaleza entera, condenado a no ver ya el cielo al que ultrajó y a no habitar la tierra que ha mancillado.» (82) Por encima de la ciudad punitiva, esa araña de hierro; y al que debe crucificar así la nueva ley, es al parricida.
Todo un arsenal de castigos pintorescos. «Guardaos muy bien de infligir los mismos castigos«, decía Mably. Se ha desterrado la idea de una pena uniforme, únicamente modulada según la gravedad de la falta. Más precisamente: la utilización de la prisión como forma general de castigo jamás se presenta en estos proyectos de penas específicas, visibles y parlantes. Sin duda, está prevista la prisión, pero como una pena más; es entonces el castigo específico de ciertos delitos, los que atentan a la libertad de los individuos (como el rapto) o los que resultan del abuso de la libertad (el desorden, la violencia). También está prevista como condición para que determinadas penas puedan ser ejecutadas (el trabajo forzado, por ejemplo). Pero no cubre todo el campo de la penalidad con su duración como único principio de variación. Más todavía, la idea de un encierro penal es explícitamente criticada por muchos reformadores. Porque es incapaz de responder a la especificidad de los delitos. Porque está desprovisto de efectos sobre el público. Porque es inútil a la sociedad, perjudicial incluso: es costoso, mantiene a los condenados en la ociosidad, multiplica sus vicios. (83) Porque el cumplimiento de tal pena es difícil de controlar y se corre el peligro de exponer a los detenidos a la arbitrariedad de sus guardianes. Porque el oficio de privar a un hombre de su libertad y de vigilarlo en la prisión es un ejercicio de tiranía. «Exigís que haya entre vosotros monstruos; y a esos hombres odiosos, si existieran, el legislador debería quizá tratarlos como a asesinos.» (84) La prisión, en resumen, es incompatible con toda esta técnica de la pena-efecto, de la pena-representación, de la pena-función general, de la pena-signo y discurso. Es la oscuridad, la violencia y la sospecha. «Es un lugar de tinieblas donde el ojo del ciudadano no puede contar las víctimas, donde, por consiguiente, su nombre está perdido para el ejemplo… Mientras que si, sin multiplicar los delitos, se puede multiplicar el ejemplo de los castigos, se llega en fin a hacerlos menos necesarios; por lo demás, la oscuridad de las prisiones se convierte en un objeto de desconfianza para los ciudadanos; suponen fácilmente que allí se cometen grandes injusticias… Hay ciertamente algo que anda mal, cuando la ley que está hecha para el bien de la multitud, en lugar de suscitar su reconocimiento, suscita continuamente sus murmuraciones.» (85)
Que la prisión pueda como hoy, cubrir, entre la muerte y las penas ligeras, todo el espacio del castigo, es un pensamiento que los reformadores no podían tener inmediatamente.
Ahora bien, he aquí el problema: al cabo de muy poco tiempo, la detención ha llegado a ser la forma esencial del castigo. En el Código penal de 1810 ocupa, entre la muerte y las multas, bajo un cierto número de formas, casi todo el campo de los castigos posibles. «¿Cuál es el sistema de penalidad admitido por la nueva ley? Es el encarcelamiento bajo todas sus formas. Compárense, en efecto, las cuatro penas principales que quedan en el Código penal. Los trabajos forzados son una forma de encarcelamiento. El presidio es una prisión al aire libre. La detención, la reclusión, la prisión correccional no son en cierto modo sino los nombres distintos de un mismo castigo.» (86) Y este encarcelamiento, pedido por la ley, había decidido al punto el Imperio trascribirlo en la realidad, de acuerdo con toda una jerarquía penal, administrativa, geográfica: en el grado inferior, asociadas a cada justicia de paz, unas cárceles de policía municipal; en cada distrito, unas prisiones; en todos los departamentos, un correccional; en la cima, varias casas centrales para los condenados por crímenes o para aquellos de los correccionales condenados a más de un año; finalmente, en algunos puertos, las penitenciarías. Entra en el plan un gran edificio carcelario, cuyos diferentes niveles deben ajustarse exactamente a los grados de la centralización administrativa. El cadalso donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente manifestada del soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se ofreciera permanentemente al cuerpo social, está sustituido por una gran arquitectura cerrada, compleja y jerarquizada que se integra en el cuerpo mismo del aparato estatal. Una materialidad completamente distinta, una física del poder completamente distinta, una manera de dominar el cuerpo de los hombres completamente distinta. A partir de la Restauración y bajo la monarquía de Julio, se encontrarán en las prisiones francesas, con ligeras diferencias, de 40 a 43 000 detenidos (casi un preso por cada 600 habitantes). El alto muro, no ya el que rodea y protege, no ya el que manifiesta, por su prestigio, el poder y la riqueza, sino el muro cuidadosamente cerrado, infranqueable en uno y otro sentido, y que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo, será, próximo y a veces incluso en medio de las ciudades del siglo XIX, la figura monótona, a la vez material y simbólica, del poder de castigar. Ya bajo el Consulado, el ministro del Interior había sido encargado de hacer una investigación sobre los diferentes lugares de la seguridad nacional que funcionaban ya o que podían ser utilizados en las diferentes ciudades. Unos años después, se habían votado créditos para construir, a la altura del poder que debían representar y servir, esos nuevos castillos del orden civil. El Imperio los utilizó, de hecho, para otra guerra. (87) Una economía menos suntuaria pero más obstinada acabó por construirlos poco a poco en el siglo XIX.
En menos de veinte años en todo caso, el principio tan claramente formulado a la Constituyente, de penas específicas, ajustadas, eficaces, formando, en cada caso, una lección para todos, se ha convertido en la ley de detención por toda infracción un poco importante, si no merece la muerte. Este teatro punitivo, en el que se soñaba en el siglo XVIII, y que hubiera obrado esencialmente sobre el ánimo de los delincuentes, ha sido sustituido por el gran aparato uniforme de las prisiones cuya red de edificios inmensos va a extenderse sobre toda Francia y Europa. Pero conceder veinte años como cronología a este número de prestidigitación, es todavía demasiado, quizá. Porque puede decirse que ha sido casi instantáneo. Basta contemplar con más detenimiento el proyecto de Código criminal presentado a la Constituyente por Le Peletier. El principio formulado al comienzo es el de que es preciso «unas relaciones exactas entre la índole del delito y la índole del castigo»: dolores para quienes han sido feroces, trabajo para quienes han sido perezosos, infamia para aquellos cuya alma está degradada. Ahora bien, las penas aflictivas que se proponen efectivamente son tres formas de detención: el calabozo, donde la pena de encierro se agrava con diversas medidas (relativas a la soledad, a la privación de luz, a las restricciones de alimento); la gêne, donde estas medidas anejas están atenuadas, y finalmente la prisión propiamente dicha, reducida al encierro puro y simple. La diversidad, tan solemnemente prometida, se reduce al fin a esta penalidad uniforme y gris. Hubo, por lo demás, de momento, unos diputados que se asombraron de que en lugar de haber establecido una relación de índole entre delitos y penas, se siguiera un plan completamente distinto: «De manera que si he traicionado a mi país, se me encierra; si he matado a mi padre, se me encierra; todos los delitos imaginables se castigan de la manera más uniforme. Me (121) parece estar viendo un médico que para todos los males tiene el mismo remedio.» (88)
Rápida sustitución que no ha sido el privilegio de Francia. La volvemos a encontrar, sin alteración, en los países extranjeros. Cuando Catalina II, en los años que siguieron inmediatamente al tratado De los delitos y de las penas, hace redactar un proyecto para un «nuevo código de leyes», la lección de Beccaria sobre la especificidad y la variedad de las penas no se ha olvidado; se repite casi palabra por palabra: «El triunfo de la libertad civil ocurre cuando las leyes criminales deducen cada pena de la índole particular de cada delito. Entonces cesa toda la arbitrariedad; la pena no depende en absoluto del capricho del legislador, sino de la índole de la cosa; no es en absoluto el hombre quien hace violencia al hombre, sino la propia acción del hombre.» (89) Unos años después, siguen siendo los principios generales de Beccaria los que sirven de fundamento al nuevo código toscano y al dado por José II a Austria; y sin embargo, ambas legislaciones hacen de la prisión, modulada de acuerdo con su duración y agravada en ciertos casos por la marca o los hierros, una pena casi uniforme: treinta años cuando menos de detención por atentado contra el soberano, por fabricación de moneda falsa y por asesinato con robo; de quince a treinta años por homicidio voluntario o por robo a mano armada; de un mes a cinco años por robo simple, etcétera. (90)
Pero si esta colonización de la penalidad por la prisión puede sorprender, es porque no era como se imagina un castigo sólidamente instalado ya en el sistema penal, inmediatamente después de la pena de muerte, y que habría ocupado de manera completamente natural el lugar que dejaran vacío los suplicios al desaparecer. De hecho, la prisión —y muchos países se hallaban en este punto en la misma situación que Francia— no tenía sino una posición restringida y marginal en el sistema de las penas. Los textos lo prueban. La ordenanza de 1670 no cita la detención entre las penas aflictivas. Sin duda, la prisión perpetua o temporal había figurado entre las penas en algunas costumbres. (91) Pero se sabe que cae en desuso como otros suplicios: «Había antaño penas que ya no se practican en Francia, como la de escribir sobre el rostro o la frente de un condenado su pena, y la de la prisión perpetua, del mismo modo que ya no se debe condenar a un criminal a la exposición a las fieras ni a las minas.» (93) De hecho, es cierto que la prisión había subsistido de una manera tenaz, para sancionar las faltas carentes de gravedad, y esto de acuerdo con las costumbres o hábitos locales. Éste era el sentido en el que Soulatges hablaba de las «penas ligeras» que la Ordenanza de 1670 no había mencionado: la censura, la admonición, la abstención de presencia en un lugar, la satisfacción a la persona ofendida y la prisión por un tiempo. En algunas regiones, sobre todo en aquellas que habían conservado mejor su particularismo judicial, la pena de prisión seguía teniendo una gran extensión, pero no sin encontrar algunas dificultades, como en el Rosellón, recientemente anexionado.
Pero a través de estas divergencias, los juristas se atienen firmemente al principio de que «la prisión no se considera como una pena en nuestro derecho civil».  Su papel es el de ser una garantía en el que la prenda es la persona y su cuerpo: ad continendos hommes, non ad puniendos, dice el adagio; en este sentido, la prisión de un sospechoso tiene en cierto modo la misma finalidad que la de un deudor. Por la prisión, se detiene a alguien, no se le castiga. (94) Tal es el principio general. Y si la prisión desempeña a veces el papel de pena, y en casos importantes, es esencialmente a título de sustitutivo: remplaza las galeras para aquellos —mujeres, niños e inválidos— que no pueden servir en ellas: «La sentencia a estar encerrado temporal o perpetuamente en una prisión equivale a la de galeras.» (95) En esta equivalencia, vemos bien dibujarse un relevo posible. Pero para que se realice, ha sido preciso que la prisión cambie de estatuto jurídico.
Y ha sido preciso también que se supere otro obstáculo que, en Francia al menos, era considerable. La prisión estaba, en efecto, tanto más descalificada cuanto que se hallaba en la práctica vinculada directamente a la regia arbitrariedad y a los excesos del poder soberano. Los reclusorios, los hospitales generales, (96) las «órdenes del rey» o las del teniente de policía, las lettres de cachet (97) obtenidas por los notables o por las familias, habían constituido toda una práctica represiva, yuxtapuesta a’ la «justicia regular» y más a menudo todavía opuesta a ella. Y este encarcelamiento extrajudicial había sido rechazado tanto por los juristas clásicos como por los reformadores. Prisión, cosa que atañe al príncipe, decía un tradicionalista como Serpillon, que se escudaba tras de la autoridad del presidente Bouhier: «Aunque los príncipes por razones de Estado tiendan a veces a infligir esta pena, la justicia ordinaria no hace uso de tales especies de condena.» (98) Detención, figura e instrumento privilegiado del despotismo, insisten los reformadores, en innumerables declamaciones: «¿Qué se dirá de esas prisiones secretas imaginadas por el espíritu fatal del monarquismo, reservadas principalmente o para los filósofos en manos de los cuales puso la naturaleza su antorcha y que se atreven a iluminar su siglo, o para esas almas altivas e independientes que no incurren en la cobardía de callar los males de su patria; prisiones cuyas funestas puertas son abiertas por cartas misteriosas que sepultan para siempre en aquéllas a sus desdichadas víctimas? ¿Qué se dirá incluso de esos documentos, obras maestras de una ingeniosa tiranía, que echan abajo el privilegio que tiene todo ciudadano de ser oído antes de ser juzgado, y que son mil veces más peligrosas para los hombres que la invención de Falaris…? (99) (100) Sin duda, estas protestas procedentes de horizontes tan diversos conciernen no a la prisión como pena legal, sino a la utilización «al margen de la ley» de la detención arbitraria e indeterminada. No es menos cierto que la prisión aparecía, de una manera general, como marcada por los abusos del poder. Y muchos Cuadernos de quejas la rechazan como incompatible con una buena justicia. Unas veces en nombre de los principios jurídicos clásicos: «Las prisiones, destinadas en la intención de la ley no a castigar sino a poner a buen recaudo sus personas… » (101)  Otras veces en nombre de los efectos de la prisión que castiga ya a aquellos que aún no han sido condenados, que comunica y generaliza el daño que debería prevenir y que va contra el principio de la individualidad de las penas al sancionar a una familia entera; se dice que «la prisión no es una pena. La humanidad se levanta contra el espantoso pensamiento de que no es un castigo el de privar a un ciudadano del más precioso de los bienes, sumirlo ignominiosamente en la morada del crimen, arrancarlo a cuanto tiene de querido, precipitarlo quizá a la ruina y arrebatarle no solamente a él sino a su desventurada familia todos los medios de subsistencia». (102) Y los Cuadernos, repetidas veces, piden la supresión de esas casas de reclusión: «Creemos que los reclusorios deben ser arrasados. . .» (103) Y en efecto, el decreto del 13 de marzo de 1790 ordena que se ponga en libertad «a todas las personas detenidas en los castillos, casas religiosas, correccionales, casas de policía u otras prisiones cualesquiera, ya fuera por lettres de cachet o por orden de los agentes del poder ejecutivo».
¿Cómo la detención, tan visiblemente unida a ese ilegalismo que se denuncia hasta en el poder del príncipe, ha podido y en tan poco tiempo convertirse en una de las formas más generales de los castigos legales?
La explicación que se da más frecuentemente, es la de la formación durante la edad clásica de algunos grandes modelos de prisión punitiva. Su prestigio, tanto más grande cuanto que los más recientes procedían de Inglaterra y sobre todo de América, parece haber permitido superar el doble obstáculo constituido por las reglas seculares del derecho y el funcionamiento despótico de la prisión. Muy rápidamente, parecen haber barrido las maravillas punitivas imaginadas por los reformadores, e impuesto la realidad seria de la detención. La importancia de estos modelos ha sido grande, a no dudarlo. Pero son ellos precisamente los que antes incluso de proporcionar la solución plantean los problemas: el de su existencia y el de su difusión. ¿Cómo han podido nacer y sobre todo cómo han podido ser aceptados de una manera tan general? Porque es fácil demostrar que si bien ofrecen con los principios generales de la reforma penal cierto número de analogías, les son en muchos puntos totalmente heterogéneos, y a veces hasta incompatibles.
El más antiguo de estos modelos, el que pasa por haber inspirado, de cerca o de lejos, todos los demás, es el Rasphuis de Amsterdam abierto en 1596. (104)
Estaba destinado en principio a mendigos o a malhechores jóvenes. Su funcionamiento obedecía a tres grandes principios: la duración de las penas, al menos dentro de ciertos límites, podía estar determinada por la propia administración, de acuerdo con la conducta del preso (esta latitud podía por lo demás estar prevista en la sentencia: en 1597 se condenaba a un detenido a doce años de prisión, que podían reducirse a ocho, si su comportamiento era satisfactorio). El trabajo era obligatorio, se hacía en común (por otra parte, la celda individual no se utilizaba sino a título de castigo suplementario; los detenidos dormían 2 o 3 por lecho, en celdas en que vivían de 4 a 12 personas), y por el trabajo hecho, los presos recibían un salario. En fin, un empleo de tiempo estricto, un sistema de prohibiciones y de obligaciones, una vigilancia continua, unas exhortaciones, unas lecturas espirituales, todo un juego de medios para «atraer al bien» y «apartar del mal», rodeaba a los presos cotidianamente. Se puede tomar el Rasphuis de Amsterdam como una figura de base. Históricamente, constituye el vínculo entre la teoría, característica del siglo XVI, de una trasformación pedagógica y espiritual de los individuos por un ejercicio continuo, y las técnicas penitenciarias imaginadas en la segunda mitad del siglo XVIII. Y ha dado a las tres instituciones instauradas entonces los principios fundamentales que cada una habría de desarrollar en una dirección particular.
El correccional de Gante ha organizado sobre todo el trabajo penal en torno de imperativos económicos. Se aduce la razón de que la ociosidad es la causa general de la mayoría de los delitos. Una información —una de las primeras sin duda— hecha sobre los condenados en la jurisdicción de Alost, en 1749, demuestra que los malhechores no eran «artesanos ni labradores (los obreros piensan únicamente en el trabajo que los alimenta), sino holgazanes dedicados a la mendicidad». (105) De ahí, la idea de una casa que garantizase en cierto modo la pedagogía universal del trabajo para aquellos que se muestran refractarios al mismo. Cuatro ventajas: disminuir el número de las diligencias criminales que son costosas al Estado (de este modo, se podrían economizar en Flandes más de 100 000 libras); no estar ya obligado a hacer remisiones de impuestos a los propietarios de bosques asolados por los vagabundos; formar una multitud de obreros nuevos, lo que «contribuiría, por la competencia, a disminuir la mano de obra»; en fin, permitir que los verdaderos pobres se beneficiaran, sin compartirla, de la caridad necesaria. (106) Esta pedagogía tan útil reconstituirá en el individuo perezoso la afición al trabajo, lo obligará a colocarse en un sistema de intereses en el que el trabajo será más ventajoso que la pereza, y formará en torno suyo una pequeña sociedad reducida, simplificada y coercitiva en la que aparecerá claramente la máxima: quien quiera vivir debe trabajar. Obligación del trabajo, pero también retribución que permita al preso mejorar su suerte durante el periodo de detención y después de él. «El hombre que no encuentra su subsistencia tiene absolutamente que ceder al deseo de procurársela por el trabajo; se le ofrece por el buen orden y la disciplina; se le fuerza en cierto modo a plegarse a ellos; el señuelo de la ganancia le anima después; corregidas sus costumbres, habituado a trabajar, alimentado sin inquietud, con algunas ganancias que guarda para su salida», ha aprendido un oficio «que le garantiza una subsistencia sin peligro». (107)
Reconstrucción del homo oeconomicus, que excluye el empleo de penas demasiado breves —lo cual impediría la adquisición de técnicas y de la afición del trabajo—, o definitivas —lo que haría inútil todo aprendizaje. «El término de seis meses es demasiado corto para corregir a los criminales, y despertar en ellos el espíritu de trabajo»; en cambio, «la perpetuidad los desespera; son indiferentes a la corrección de las costumbres y al espíritu de trabajo; sólo se ocupan de proyectos de evasión y de insurrección; y puesto que no se ha juzgado oportuno privarlos de la vida, ¿por qué tratar de hacérsela insoportable?» (108) La duración de la pena sólo tiene sentido en reacción con una corrección posible y con una utilización económica de los criminales corregidos.
Al principio del trabajo, el modelo inglés agrega, como condición esencial para la corrección, el aislamiento. Su esquema fue dado en 1775, por Hanway, que lo justificaba en primer lugar por razones negativas: la promiscuidad en la prisión proporciona malos ejemplos y posibilidades de evasión inmediatamente, y de chantaje o de complicidad en el futuro. La prisión se parecería demasiado a una manufactura si se dejara a los detenidos trabajar en común. Las razones positivas, después: el aislamiento constituye un «choque terrible» a partir del cual el condenado, al escapar a las malas influencias, puede reflexionar y descubrir en el fondo de su conciencia la voz del bien; el trabajo solitario se convertirá entonces en un ejercicio tanto de conversión como de aprendizaje; no reformará simplemente el juego de intereses propio del homo oeconomicus, sino también los imperativos del sujeto moral. La celda, esa técnica del monacato cristiano que no subsistía más que en los países católicos, pasa a ser en esta sociedad protestante el instrumento por el cual se puede reconstituir a la vez el homo oeconomicus y la conciencia religiosa. Entre el delito y el regreso al derecho y a la virtud, la prisión constituirá un «espacio entre dos mundos», un lugar para las trasformaciones individuales que restituirán al Estado los súbditos que había perdido. Aparato para modificar a los individuos que Hanway llama un «reformatorio». (109) Estos principios generales son los que Howard y Blackstone ponen en obra en 1779, cuando la independencia de los Estados Unidos impide las deportaciones y se prepara una ley para modificar el sistema de las penas. El encarcelamiento, con fines de trasformación del alma y de la conducta, hace su entrada en el sistema de las leyes civiles. El preámbulo de la ley, redactado por Blackstone y Howard, describe la prisión individual en su triple función de ejemplo temible, de instrumento de conversión y de condición para un aprendizaje: sometidos «a una detención aislada, a un trabajo regular y a la influencia de la instrucción religiosa», algunos criminales podrían «no sólo inspirar el terror a quienes se sintieran movidos a imitarlos, sino también corregirse ellos mismos y adquirir el hábito del trabajo». (110) De ahí la decisión de construir dos penitenciarías, una para los hombres, otra para las mujeres, donde los presos aislados estarían obligados «a los trabajos más serviles y más compatibles con la ignorancia, la negligencia y la terquedad de los criminales»: caminar en el interior de una rueda para mover una máquina, fijar un cabrestante, pulimentar mármol, agramar cáñamo, raspar palo de campeche, triturar trapos, hacer sogas y sacos. En realidad, sólo se construyó una penitenciaría, la de Gloucester, que no puntos, la prisión de Walnut Street, abierta en 1790, bajo la influencia directa de los medios cuáqueros, reproducía el modelo de Gante y de Gloucester. (111) Trabajo obligatorio en talleres, ocupación constante de los presos, financiación de la prisión por este trabajo, pero también retribución individual de los presos para garantizar su reinserción moral y material en el mundo estricto de la economía; los condenados son, pues, «empleados constantemente en trabajos productivos para hacer que soporten los gastos de la prisión, para no dejarlos inactivos y para que tengan preparados algunos recursos en el momento en que su cautividad haya de cesar». (112) La vida está, por lo tanto, dividida de acuerdo con un empleo del tiempo absolutamente estricto, bajo una vigilancia ininterrumpida; cada instante del día tiene marcada su ocupación, prescrito un tipo de actividad, y lleva consigo sus obligaciones y sus prohibiciones: «Todos los presos se levantan al apuntar el día, de manera que después de haber hecho sus camas, de haberse aseado, lavado y haberse ocupado de otras necesidades, comienzan generalmente su trabajo al salir el sol. A partir de este momento, nadie puede ir a las salas u otros lugares, como no sea a los talleres y sitios fijados para sus trabajos… Al caer la tarde, suena una campana que les avisa que dejen el trabajo… Se les da media hora para arreglar sus camas, tras de lo cual no se les permite ya conversar en voz alta ni hacer el menor ruido.» (113) Lo mismo que en Gloucester, el confinamiento solitario no es total; lo es para algunos condenados a los que en otro tiempo se les hubiera aplicado la pena de muerte, y para aquellos que en el interior de la prisión merecen un castigo especial: «Allí, sin ocupación, sin nada que lo distraiga, en la espera y la incertidumbre del momento de su liberación», el preso pasa «largas horas ansiosas, encerrado en las reflexiones que acuden al espíritu de todos los culpables». (114) Como en Gante, en fin, la duración de la prisión puede variar con la conducta del preso: los inspectores de la prisión, después de consultar el historial de cada uno, obtienen de las autoridades —y esto sin dificultad hasta los años 1820 aproximadamente— el indulto de los que se han portado bien.
Walnut Street tiene además cierto número de rasgos que le son específicos, o respondía sino parcialmente al esquema inicial: confinamiento total para los criminales más peligrosos; para los otros, trabajo de día en común y separación de noche.
En fin, el modelo de Filadelfia. El más famoso sin duda porque aparecía unido a las innovaciones políticas del sistema norteamericano y también porque no estuvo condenado como los otros al fracaso inmediato y al abandono; fue continuamente proseguido y trasformado hasta las grandes discusiones de los años 1830 sobre la reforma penitenciaria. En muchos que al menos desarrollan lo que se hallaba virtualmente presente en los otros modelos. En primer lugar, el principio de la no publicidad de la pena. Si la sentencia y lo que la motivó deben ser conocidos de todos, la ejecución de la pena, en cambio, debe cumplirse en secreto; el público no tiene por qué intervenir ni como testigo ni como fiador del castigo; la certidumbre de que, detrás de los muros, el preso cumple su pena debe bastar para constituir un ejemplo: con ello se acaban los espectáculos callejeros a los que la ley de 1786 había dado lugar al imponer a algunos condenados a trabajos públicos la ejecución de éstos en las ciudades o en las carreteras. (115) El castigo y la corrección que debe obrar son procesos que se desarrollan entre el preso y aquellos que lo vigilan. Procesos que imponen una trasformación del individuo entero, de su cuerpo y de sus hábitos por el trabajo cotidiano a que está obligado, de su espíritu y de su voluntad, por los cuidados espirituales de que es objeto: «Se suministran Biblias y otros libros de religión práctica; el clero de las diferentes obediencias que se encuentra en la ciudad y los arrabales presta el servicio una vez a la semana, y toda otra persona edificante puede tener en cualquier momento comunicación con los presos.» (116) Pero corresponde a la propia administración la obra de dicha trasformación. La soledad y la reflexión sobre la propia conducta no basta, como tampoco las exhortaciones puramente religiosas. Debe hacerse tan frecuentemente como sea posible un trabajo sobre el alma del preso. La prisión, aparato administrativo, será al mismo tiempo una máquina de modificar los espíritus. Cuando el preso entra, se le lee el reglamento; «al mismo tiempo, los inspectores tratan de fortalecer en él sus obligaciones morales; le hacen ver la infracción que ha cometido respecto de aquéllas y el daño que resulta para la sociedad que lo protegía, así como la necesidad de compensarlo por su ejemplo y su enmienda. Lo animan a continuación a cumplir con su deber con alegría, a conducirse decentemente, prometiéndole o haciéndole esperar que antes de que expire el término de la sentencia podrá obtener su libertad, si se porta bien… De cuando en cuando, los inspectores se consideran en la obligación de conversar con los criminales, uno tras otro, respecto de sus deberes como hombres y como miembros de la sociedad». (117)
Pero lo más importante, sin duda, es que este control y esta trasformación del comportamiento van acompañados —a la vez condición y consecuencia— de la formación de un saber de los individuos. Al mismo tiempo que el propio condenado, la administración de Walnut Street recibe un informe sobre su delito, sobre las circunstancias en que fue cometido, un resumen del interrogatorio del inculpado, unas notas en cuanto a la manera en que se condujo antes y después de la sentencia. Otros tantos elementos indispensables si se quiere «determinar cuáles serán los cuidados necesarios para destruir sus antiguos hábitos». (118) Y durante todo el tiempo del encarcelamiento será observado; se consignará su conducta cotidianamente, y los inspectores —doce notables de la ciudad designados en 1795—, que, de dos en dos, visitan la prisión cada semana, deben informarse de lo que ha ocurrido, enterarse de la conducta de cada preso y designar aquellos cuyo perdón se ha de solicitar. Este conocimiento de los individuos, continuamente puesto al día, permite repartirlos en la prisión menos en función de sus delitos que de las disposiciones de que dan pruebas. La prisión se convierte en una especie de observatorio permanente que permite distribuir las variedades del vicio o de la flaqueza. A partir de 1797, los presos estaban divididos en cuatro clases: la primera, la de aquellos que han sido explícitamente condenados al confinamiento solitario, o que han cometido en la prisión faltas graves; otra, reservada a los que son «muy conocidos como antiguos delincuentes… o cuya moral depravada, carácter peligroso, disposiciones irregulares o conducta desordenada» se haya manifestado durante el tiempo en que permanecían en prisión; otra para aquellos «cuyo carácter y circunstancias, antes y después de la condena, permiten creer que no son delincuentes habituales». En fin, existe una sección especial, una clase de prueba para aquellos cuyo carácter no se conoce todavía, o que, de ser mejor conocidos, no merecen entrar en la categoría precedente. (119) Todo un saber individualista se organiza, el cual toma como dominio de referencia no tanto el crimen cometido (al menos en estado aislado), sino la virtualidad de peligros que encierra un individuo y que se manifiesta en la conducta cotidianamente observada. La prisión funciona aquí como un aparato de saber.
Entre este aparato punitivo que proponen los modelos flamenco, inglés y norteamericano, entre estos «reformatorios» y todos los castigos imaginados por los reformadores, se pueden establecer los puntos de convergencia y las disparidades.
Puntos de convergencia. En primer lugar, la inversión temporal del castigo. Los «reformatorios» se atribuyen como función, ellos también, no la de borrar un delito, sino la de evitar que se repita. Son unos dispositivos dirigidos hacia el futuro, y dispuestos para bloquear la repetición del hecho punible. «El objeto de las penas no es la expiación del delito, cuya determinación se debe abandonar al Ser supremo; sino prevenir los delitos de la misma especie.» (120) Y en Pensilvania afirmaba Buxton que los principios de Montesquieu y de Beccaria debían tener ahora «fuerza de axiomas», «la prevención de los delitos es el único fin del castigo». (121) No se castiga, pues, para borrar un crimen, sino para trasformar a un culpable (actual o virtual); el castigo debe llevar consigo cierta técnica correctiva. Aquí también, Rush se halla cercano a los juristas reformadores —a no ser, quizá, la metáfora que emplea— cuando dice: se han inventado máquinas que facilitan el trabajo; ¡cuánto más no se debería alabar a quien inventara «los métodos más rápidos y los más eficaces para volver a la virtud y a la felicidad a la parte más viciosa de la humanidad y para extirpar algo de todo el vicio que hay en el mundo!» (122) En fin, los modelos anglosajones, como los proyectos de los legisladores y de los teóricos, exigen procedimientos para singularizar la pena: en su duración, su índole, su intensidad, la manera como se desarrolla, el castigo debe estar ajustado al carácter individual, y a lo que lleva en sí de peligroso para los demás. El sistema de las penas debe estar abierto a las variables individuales. En su esquema general, los modelos más o menos derivados del Rasphuis de Amsterdam no se hallaban en contradicción con lo que proponían los reformadores. Se podría incluso pensar a primera vista que no eran sino su desarrollo —o su esbozo— al nivel de las instituciones concretas.
Y, sin embargo, la disparidad se manifiesta no bien se trata de definir las técnicas de esta corrección individualizadora. Donde se marca la diferencia es en el procedimiento de acceso al individuo, la manera en que el poder punitivo hace presa en él, los instrumentos que emplea para asegurar dicha trasformación; es en la tecnología de la pena, no en su fundamento teórico; en la relación que establece con el cuerpo y el alma, y no en la manera en que se introduce en el interior del sistema del derecho.
Consideremos el método de los reformadores. ¿El punto sobre (133) el que recae la pena, aquello por lo que ejerce presa sobre el individuo? Las representaciones: representación de sus intereses, representación de sus ventajas, de las desventajas, de su gusto y de su desagrado; y si ocurre que el castigo se apodera del cuerpo, aplicarle unas técnicas que no tienen nada que envidiar a los suplicios, es en la medida en que constituye —para el condenado y para los espectadores— un objeto de representación. ¿El instrumento por el cual se actúa sobre las representaciones? Otras representaciones, o más bien unos acoplamientos de ideas (crimen-castigo, ventaja imaginada del delito-desventaja advertida de los castigos); estos emparejamientos no pueden funcionar sino en el elemento de la publicidad: escenas punitivas que los establecen o los refuerzan a los ojos de todos, discursos que los hacen circular y revalorizan a cada instante el juego de los signos. El papel del delincuente en el castigo es el de reintroducir, frente al código y a los delitos, la presencia real del significado, es decir de esa pena que según los términos del código debe estar infaliblemente asociada a la infracción. Producir en abundancia y a la evidencia este significado, reactivar con ello el sistema significante del código, hacer funcionar la idea de delito como un signo de castigo, con esta moneda es con la que el malhechor paga su deuda a la sociedad. La corrección individual debe, pues, asegurar el proceso de recalificación del individuo como sujeto de derecho, por el fortalecimiento de los sistemas de signos y de las representaciones que hacen circular.
El aparato de la penalidad correctiva actúa de una manera completamente distinta. El punto de aplicación de la pena no es la representación, es el cuerpo, es el tiempo, son los gestos y las actividades de todos los días; el alma también, pero en la medida en que es asiento de hábitos. El cuerpo y el alma, como principios de los comportamientos, forman el elemento que se propone ahora a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de representaciones, ésta debe reposar sobre una manipulación reflexiva del individuo: «Todo delito tiene su curación en la influencia física y moral»; es preciso, pues, para determinar los castigos, «conocer el principio de las sensaciones y de las simpatías que se producen en el sistema nervioso.» (123) En cuanto a los instrumentos utilizados, no son ya juegos de representación que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción, esquemas de coacción aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos: horarios, empleos de tiempo, movimientos obligatorios, actividades regulares, meditación solitaria, trabajo en común, silencio, aplicación, respeto, buenas costumbres. Y finalmente lo que se trata de reconstituir en esta técnica de corrección, no es tanto el sujeto de derecho, que se encuentra prendido de los intereses fundamentales del pacto social; es el sujeto obediente, el individuo sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una autoridad que se ejerce continuamente en torno suyo y sobre él, y que debe dejar funcionar automáticamente en él. Dos maneras, pues, bien distintas de reaccionar a la infracción: reconstituir el sujeto jurídico del pacto social, o formar un sujeto de obediencia plegado a la forma a la vez general y escrupulosa de un poder cualquiera.
Todo esto no constituiría quizá sino una diferencia bien especulativa —ya que en suma se trata en ambos casos de formar individuos sometidos—, si la penalidad «de coerción» no llevara consigo algunas consecuencias capitales. El encauzamiento de la conducta por el pleno empleo del tiempo, la adquisición de hábitos, las coacciones del cuerpo implican entre el castigado y quien lo castiga una relación muy particular. Relación que no vuelve simplemente inútil la dimensión del espectáculo: lo excluye. (124) El agente de castigo debe ejercer un poder total, que ningún tercero puede venir a perturbar; el individuo al que hay que corregir debe estar enteramente envuelto en el poder que se ejerce sobre él. Imperativo del secreto. Y, por lo tanto, también autonomía al menos relativa de esta técnica de castigo: deberá tener su funcionamiento, sus reglas, sus técnicas, su saber; deberá fijar sus normas, decidir en cuanto a sus resultados: discontinuidad o en todo caso especificidad en relación con el poder judicial que declara la culpabilidad y fija los límites generales del castigo. Ahora bien, estas dos consecuencias —secreto y autonomía en el ejercicio del poder de castigar— son exorbitantes para una teoría y una política de la penalidad que se proponían dos fines: hacer participar a todos los ciudadanos en el castigo del enemigo social; volver el ejercicio del poder de castigar enteramente adecuado y trasparente a las leyes que públicamente lo delimitan. Unos castigos secretos y no codificados por la legislación, un poder de castigar ejerciéndose en la sombra según unos criterios y con unos instrumentos que se sustraen al control, es toda la estrategia de la reforma en peligro de comprometerse. Después de la sentencia constituye un poder que hace pensar en el que se ejercía en el antiguo sistema. El poder que aplica las penas amenaza ser tan arbitrario, tan despótico como lo era aquel que antaño decidía en cuanto a aquéllas.
En suma, la divergencia es ésta: ¿ciudad punitiva o institución coercitiva? De un lado, un funcionamiento del poder penal, repartido en todo el espacio social; presente por doquier como escena, espectáculo, signo, discurso; legible como a libro abierto; operando por una recodificación permanente del espíritu de los ciudadanos; garantizando la represión del delito por esos obstáculos puestos a la idea del mismo; actuando de manera invisible e inútil sobre las «fibras flojas del cerebro», como decía Servan. Un poder de castigar que corriese a lo largo de todo el sistema social, que actuara en cada uno de sus puntos y acabara por no ser ya percibido como poder de unos cuantos sobre unos cuantos, sino como reacción inmediata de todos con respecto de cada uno. De otro lado, un funcionamiento compacto del poder de castigar: un tomar escrupulosamente a cargo el cuerpo y el tiempo del culpable, un encuadramiento de sus gestos, de su conducta, por un sistema de autoridad y de poder; una ortopedia concertada que se aplica a los culpables a fin de enderezarlos individualmente; una gestión autónoma de ese poder que se aisla tanto del cuerpo social como del poder judicial propiamente dicho. Lo que queda comprometido en la emergencia de la prisión es la institucionalización del poder de castigar, o más precisamente: el poder de castigar (con el objetivo estratégico que él mismo se ha atribuido a fines del siglo XVIII, la reducción de los ilegalismos populares), ¿estará más garantizado ocultándose bajo una función social general, en la «ciudad punitiva», o informando una institución coercitiva, en el lugar cerrado del «reformatorio»?
En todo caso, puede decirse que al final del siglo XVIII nos encontramos ante tres maneras de organizar el poder de castigar: la primera es la que funcionaba todavía y se apoyaba sobre el viejo derecho monárquico. Las otras se refieren ambas a una concepción preventiva, utilitaria, correctiva, de un derecho de castigar que pertenecía a la sociedad entera; pero son muy diferentes una de otra, al nivel de los dispositivos que dibujan. Esquematizando mucho, puede decirse que, en el derecho monárquico, el castigo es un ceremonial de soberanía; utiliza las marcas rituales de la venganza que aplica sobre el cuerpo del condenado; y despliega a los ojos de los espectadores un efecto de terror tanto más intenso cuanto que es discontinuo, irregular y siempre por encima de sus propias leyes, la presencia física del soberano y de su poder. En el proyecto de los juristas reformadores, el castigo es un procedimiento para recalificar a los individuos como sujetos de derecho; utiliza no marcas, sino signos, conjuntos cifrados de representaciones, a los que la escena de castigo debe asegurar la circulación más rápida y la aceptación más universal posible. En fin, en el proyecto de institución carcelaria que se elabora, el castigo es una técnica de coerción de los individuos; pone en acción procedimientos de sometimiento del cuerpo —no signos—, con los rastros que deja, en forma de hábitos, en el comportamiento; y supone la instalación de un poder específico de gestión de la pena. El soberano y su fuerza, el cuerpo social, el aparato administrativo. La marca, el signo, el rastro. La ceremonia, la representación, el ejercicio. El enemigo vencido, el sujeto de derecho en vías de recalificación, el individuo sujeto a una coerción inmediata. El cuerpo objeto del suplicio, el alma cuyas representaciones se manipulan, el cuerpo que se domina: tenemos aquí tres series de elementos que caracterizan los tres dispositivos enfrentados unos a otros en la última mitad del siglo XVIII. No se los puede reducir ni a teorías del derecho (aunque coinciden con ellas) ni identificarlos a aparatos o a instituciones (aunque se apoyen en ellos) ni hacerlos derivar de opciones morales (aunque encuentren en ellas su justificación). Son modalidades según las cuales se ejerce el poder de castigar. Tres tecnologías de poder. El problema es entonces éste: ¿cómo se ha impuesto finalmente la tercera? ¿Cómo el modelo coercitivo, corporal, solitario, secreto, del poder de castigar ha sustituido al modelo representativo, escénico, significante, público, colectivo? ¿Por qué el ejercicio físico del castigo (y que no es el suplicio) ha sustituido, junto con la prisión que es su soporte institucional, el juego social de los signos de castigo y de la fiesta parlanchina que los hacía circular?

Notas:
58) Beccaria, Des délits et des peines, éd. de 1856, p. 119.
59) Ibid.
60) J.-P. Marat, Plan de législation criminelle,  1780, p.  33.
61) F. M. Vermeil, Essai sur les réformes à faire dans notre législation criminelle, 1781, pp. 68-145. Cf. igualmente Ch. E. Dufriche de Valazé, Des lois pénales, 1784, p. 349.
62) Le Peletier de Saint-Fargeau, Archives parlementaires, t. xxvi, pp. 321-322.
63) Beccaria, Des délits et des peines, 1856, p. 114.
64) Ibid., p. 135.
65) Mably, De la législation. Oeuvres complètes, DC, p. 246.
66) J.-P. Brissot, Théorie des lois criminelles, 1781, I, p. 258.
67) P. L. de Lacretelle, Réflexions sur la législation  pénale, en Discours sur les peines infamantes, 1784, p. 361.
68) Beccaria, Des délits et des peines, p. 113.
69) G. E. Pastoret, Des lois pénales. 1790, I, p. 49.
70) Le Peletier de Saint-Fargeau, Archives parlementaires, t. xxvi.  Los autores que renuncian  a  la  pena  de muerte admiten  algunas penas  definitivas: J.  P.  Brissot,  Théorie des  lois  criminelles.  1781, pp.  29-30.   Ch.  E.  Dufriche de Valazé, Des lois pénales,  1784, p.  344:  prisión perpetua para quienes han sido juzgados «irremediablemente malvados».
71) Le Peletier de Saint-Fargeau, Archives parlementaires, t. xxvi, p. 329-330
72) Ch. E. Dufriche de Valazé, De lois pénales,  1784, p.  346.
73) A. Boucher d’Argis, Observations sur les lois criminelles, 1781, p. 130.
74) Cf. L. Masson, La Révolution pénale en 1791, p. 139. Contra el trabajo penal se objetaba, sin embargo, que implicaba el recurso a la violencia (Le Peletier) o la profanación del carácter sagrado del trabajo (Duport). Rabaud Saint-Etienne hace adoptar la expresión «trabajos forzados» por oposición a los «trabajos libres, propios exclusivamente de los hombres libres», Archives parlementaires, t. xxvi, pp. 710 ss.
75) J. M. Servan, Discours sur l’administration de la justice criminelle, I767, pp. 35-36.
76) Dufau, «Discours à la Constituante», Archives parlementaires, t. xxvi, p. 688.
77) Ibid., pp. 329-330.
78) S. Bexon, Code de sûreté publique, 1807, 2a parte, pp. 24-25. Se trataba de un proyecto presentado al rey de Baviera.
79) J.-P. Brissot, Théorie des lois criminelles,  1781.
80) Archives parlementaires, t. xxvi, p.  322.
81) J. M. Servan, Discours sur l’administration de la justice criminelle, 1767, p. 37.
82) F.  M. Vermeil, Essai sur les réformes à faire dans notre législation  criminelle,  1781, pp.148-149.
83) Cf. Archives parlementaires, t. xxvi, p. 712.
84) G. de Mably, De la législation, Oeuvres complètes, 1789, t. ix, p. 338.
85) Ch. E. Dufriche de Valazé, Des lois pénales, 1784, pp. 344-345.
86) C.  F.  M. de Rémusat, Archives  parlementaires   t.  LXXII,  1  de diciembre de  1831, p.  185.
87) Cf.   E.   Decazes,  «Rapport  au  roi  sur  les  prisons».  Le Moniteur,   11   de abril de  1819.
88) Ch. Chabroud, Archives parlementaires, t. xxvi, p. 618.
89) Catalina II, instrucciones para la comisión encargada de redactar el proyecto del nuevo código de leyes, art. 67.
90) Una parte de este Código se ha traducido en la introducción de P. Col-quhoun, Traité sur la pólice de Londres, trad. francesa, 1807. I, p. 84.
91) Cf. por ejemplo Coquille, Coutume du Nivernais.
Nota: Costumbres en el texto, y coutume en la nota, se refieren a la costumbre como fuente de derecho. [T.]
92) G. du Rousseaud de la Combe, Traite des matières criminelles, 1741, p. 3.
93) F. Serpillon, Code criminel, 1767, t. m, p. 1095. Sin embargo, se encuentra en Serpillon la idea de que el rigor de la prisión es un comienzo de pena.
94) Así es como hay que comprender los numerosos reglamentos referentes a las prisiones, en cuanto a las exacciones de los carceleros, la seguridad de los locales y la imposibilidad para los presos de comunicarse unos con otros. Por ejemplo, la sentencia del parlamento de Dijon del 21 de septiembre de 1706. Cf. igualmente F. Serpillon, Code criminel, 1761, t. III, pp. 601-647.
95) Es lo que precisa la declaración del 4 de marzo de 1724 sobre las reincidencias de robo, o la del 18 de julio de 1724 referente a la vagancia. Un joven, que no tenía edad de ir a galeras, permanecía en un correccional hasta el momento en que se le podía enviar a aquéllas, a veces para purgar allí la totalidad de su pena. Cf. Crime et criminalité en France sous l’Ancien Régime, 1971, pp. 266ss.
96) Hospital general: hay que tener en cuenta que en la Edad Media el concepto de hospital era más amplio, y no sólo se recibían en él enfermos. [T.]
97) Lettre de cachet: carta cerrada con el sello real, en la que por lo general se ordenaba el encarcelamiento o el destierro de una persona. [T.]
98) F. Serpillon, Code criminel,  1767, t. III, p.  1095.
99) El toro de Falaris de Agrigento. [T.]
100) J. P. Brissot, Théorie des lois criminelles, 1781, t. I, p. 173.
101) Paris intra muros (Nobleza) citado en A. Desjardin, Les Cahiers de doléan-ce et la justice criminelle, p. 477.
102) Langres, «Trois Ordres», citado, ibid., p. 483.
103) Briey, «Tiers État», citado, ibid., p. 484. Cf. P. Goubert y M. Denis, Les Français ont la parole, 1964, p. 203. Se encuentran también en los Cuadernos peticiones para la conservación de casas de detención que las familias podrían utilizar.
104) Cf. Thorsten Sellin, Pioneering in Penology, 1944, que da un estudio exhaustivo del Rasphuis y del Spinhuis de Amsterdam. Se puede pasar por alto otro «modelo» citado con frecuencia en el siglo XVIII. Es el propuesto por Mabillon en las Réflexions sur !es prisons des ordres religieux, reditado on 1845. Parece ser que este texto fue exhumado en el siglo XIX en el momento en que los católicos disputaban a los protestantes el lugar que habían lomado en el movimiento de la filantropía y en algunas administraciones. El opúsculo de Mabillon, que parece haberse mantenido poco conocido y sin influencia, demostraría que «el primer pensamiento del sistema penitenciario norteamericano» es un «pensamiento totalmente monástico y francés, a pesar de todo lo que se haya podido decir para darle un origen ginebrino o pensil-vanio» (L. Faucher).
105) Vilan XIV, Mémoire sur les moyens de corriger les malfaiteurs, 1773l p. 64. Esta memoria, vinculada a la fundación del correccional de Gante, ha permanecido inédita hasta 1841. La frecuencia de las penas de destierro acentuaba todavía más las relaciones entre delito y vagancia. En 1771, los Estados de Flandes hacían constar que «las penas de destierro pronunciadas contra los mendigos quedan sin efecto, ya que los Estados se devuelven recíprocamente los individuos perniciosos que encuentran en su suelo. Resulta de esto que un mendigo expulsado así de lugar en lugar acabará por hacerse ahorcar, mientras que si se le hubiera habituado al trabajo, no llegaría a este mal camino» (L. Stoobant, en Annales de la Société d’histoire de Gand, t. III, 1898, p. 228). Cf. lámina 15.
106) Vilan  XIV, Mémoire, p. 68.
107) Ibid., p. 107.
108) Ibid., pp.   102-103.
109) J. Hanway, The defects of police, 1775.
110)  Preámbulo del  Bill de  1779,  citado por Julius,  Leçons  sur  les prisons, trad, francesa, 1831, I, p. 299.
111)  Los cuáqueros conocían también indudablemente el Rasphuis y el Spin-huis de Amsterdam. Cf. T.  Sellin, Pioneering in  penology, pp.  109-110.   De todos  modos,  la  prisión  de Walnut  Street seguía la línea de la Almhouse abierta en  1767  y de la  legislación  penal que  los cuáqueros  habían  querido imponer a pesar de la administración  inglesa.
112)  G.  de La   Rocliefoncauld-I.iancourt,   Des  prisons   de  Philadelphie,   1796, p. 9.
113 )J. Turnbull, Visite à la prison de Philadelphie, trad, francesa, 1797, pp. 15-16.
114) Caleb Lownes, en N. K. Teeters, Cradle of penitentiary, 1955, p. 49.
115) Sobre los desórdenes provocados por esta ley, cf. B. Rush, An inquiry into the effects of public punishments, 1787, pp. 5-9, y Robert Vaux, Notices, p. 45. Hay que advertir que en el informe de J.-L. Siegel que había inspirado el Rasphuis de Amsterdam, estaba previsto que las penas no se proclamarían públicamente, que los presos serían conducidos de noche al correccional, que los guardianes se comprometerían bajo juramento a no revelar la identidad de aquéllos y que no se permitiría visita alguna (T. Sellin, Pioneering in penology, pp. 27-28).
116) Primer informe de los inspectores de Walnut Street, citado por Teeters, pp. 53-54.
117) J. Turnbull. Visite à la prison de Philadelphie, trad. de 1797, p. 27.
118) B. Rush, que fue uno de los inspectores, nota lo siguiente después de •una visita a Walnut Street: «Cuidados morales: predicación, lectura de buenos libros, limpieza de las ropas y de las habitaciones, baños; no se levanta la voz, poco vino, la menor cantidad posible de tabaco, poca conversación obscena o profana. Trabajo constante; se ocupan del jardín; es bonito: 1200 coles.» En N. K. Teeters, The cradle of penitentiary, 1935, p. 50.
119) «Minutes of the Board», 16 de junio de 1797, citado en N. K. Teeters, loc. cit., p. 59.
120) W. Blackstone, Commentaire sur le Code criminel d’Angleterre, trad. francesa, 1776, p. 19.
121) W. Bradford, An inquiry how far the punishment of death is necessary in Pennsylvania, 1793, p. 3.
122) B. Rush, An inquiry into the effects of public punishments, 1787, p. 14. Esta idea de un aparato que trasforme se encuentra ya en Hanway en el proyecto de un «reformatorio»: «La idea de hospital y la de malhechor son incompatibles; pero probemos a hacer de la prisión un reformatorio (reformatory) auténtico y eficaz, en lugar de que sea como los otros una escuela de vicio.» (Defects of police, p. 52.)
123) B. Rush, An inquiry into the effects of public punishments, 1787, p. 13.
124) Cf. las críticas que Rush hacía de los espectáculos punitivos, en particular de los que había imaginado Dufriche de Valazé. An inquiry into the effects of public punishments, 1787, pp. 5-9.

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