M. Foucault, VIGILAR Y CASTIGAR: Nacimiento de la prisión. Castigo: El castigo generalizado

CASTIGO

I. EL CASTIGO GENERALIZADO

«Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, que la muerte no se pronuncie ya sino contra los culpables de asesinato, y que los suplicios que indignan a la humanidad sean abolidos.» (1) La protesta contra los suplicios se encuentra por doquier en la segunda mitad del siglo XVIII: entre los filósofos y los teóricos del derecho; entre juristas, curiales y parlamentarios; en los Cuadernos de quejas y en los legisladores de las asambleas. Hay que castigar de otro modo: deshacer ese enfrentamiento físico del soberano con el condenado; desenlazar ese cuerpo a cuerpo, que se desarrolla entre la venganza del príncipe y la cólera contenida del pueblo, por intermedio del ajusticiado y del verdugo. Muy pronto el suplicio se ha hecho intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la tiranía, el exceso, la sed de desquite y «el cruel placer de castigar».  (2) Vergonzoso, cuando se mira del lado de la víctima, a la que se reduce a la desesperación y de la cual se quisiera todavía que bendijera «al cielo y a sus jueces de los que parece abandonada».(3)  Peligroso de todos modos, por el apoyo que en él encuentran una contra otra, la violencia del rey y la del pueblo. Como si el poder soberano no viera, en esta emulación de atrocidad, un reto que él mismo lanza y que muy bien podrá ser recogido un día: acostumbrado «a ver correr la sangre», el pueblo aprende pronto «que no puede vengarse sino con sangre». (4) En estas ceremonias que son objeto de tantos ataques adversos, se percibe el entrecruzamiento de la desmesura de la justicia armada y la cólera del pueblo al que se amenaza. Joseph de Maistre reconocerá en esta relación uno de los mecanismos fundamentales del poder absoluto: entre el príncipe y el pueblo, el verdugo constituye un engranaje; la muerte que da es como la de los campesinos sojuzgados que construían San Petersburgo por encima de los pantanos y de las pestes: es principio de universalidad; de la voluntad singular del déspota, hace una ley para todos, y de cada uno de esos cuerpos destruidos, una piedra para el Estado; ¿qué importa que se descargue sobre inocentes? En esta misma violencia, aventurada y ritual, los reformadores del siglo XVIII denunciaron por el contrario lo que excede, de una parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder: la tiranía, según ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una a la otra. Doble peligro. Es preciso que la justicia criminal, en lugar de vengarse, castigue al fin.
Esta necesidad de un castigo sin suplicio se formula en primer lugar como un grito del corazón o de la naturaleza indignada: en el peor de los asesinos, una cosa al menos es de respetar cuando se castiga: su «humanidad». Llegará un día, en el siglo XIX, en el que este «hombre», descubierto en el criminal, se convertirá en el blanco de la intervención penal, en el objeto que pretende corregir y trasformar, en el campo de toda una serie de ciencias y de prácticas extrañas —»penitenciarias», «criminológicas». Pero en esta época de las Luces no es de ningún modo como tema de un saber positivo por lo que se le niega el hombre a la barbarie de los suplicios, sino como límite de derecho: frontera legítima del poder de castigar. No aquello sobre lo que tiene que obrar si quiere modificarlo, sino lo que debe dejar intacto para poder respetarlo. Noli me tangere. Marca el límite puesto a la venganza del soberano. El «hombre» que los reformadores han opuesto al despotismo de patíbulo, es también un hombre-medida; no de las cosas, sin embargo, sino del poder.
El problema es, pues: ¿cómo este hombre-límite le ha sido negado a la práctica tradicional de los castigos? ¿De qué manera se ha convertido en la gran justificación moral del movimiento de reforma? ¿Por qué ese horror tan unánime a los suplicios y tal insistencia lírica en favor de unos castigos considerados «humanos»? O, lo que es lo mismo, ¿cómo se articulan uno sobre otro en una estrategia única, esos dos elementos presentes por doquier en la reivindicación en pro de una penalidad suavizada: «medida» y «humanidad»? Elementos tan necesarios y con todo tan inciertos, que son ellos —confusos y todavía asociados en la misma relación dudosa— los que se encuentran, hoy que se plantea de nuevo, o más bien siempre, el problema de una economía de los castigos. Es como si el siglo XVIII hubiera abierto la crisis de esta economía, y propuesto para resolverla la ley fundamental de que el castigo debe tener la «humanidad» como «medida», sin que se haya podido (79) dar un sentido definitivo a este principio, considerado sin embargo como insoslayable. Es preciso, pues, referir el nacimiento y la primera historia de esta enigmática «benignidad».
Se encomia a los grandes «reformadores» —a Beccaria, Servan, Dupaty o Lacretelle, a Duport, Pastoret, Target, Bergasse, a los redactores de los Cuadernos o a los Constituyentes— por haber impuesto esta benignidad a un aparato judicial y a unos teóricos «clásicos» que, todavía en el siglo XVIII, la rechazaban, y con un rigor argumentado. (5)
Es preciso, sin embargo, situar esta reforma en un proceso que los historiadores han puesto en evidencia recientemente por el estudio de los archivos judiciales: la relajación de la penalidad en el curso del siglo XVIII o, de manera más precisa, el doble movimiento por el cual, durante este periodo, los crímenes parecen perder violencia, en tanto que los castigos, recíprocamente, se descargan de una parte de su intensidad, aunque a costa de intervenciones múltiples. Desde fines del siglo XVII, en efecto, se nota una disminución considerable de los crímenes de sangre y, de manera general, de las agresiones físicas; los delitos contra la propiedad parecen remplazar a los crímenes violentos; el robo y la estafa, a las muertes, las heridas y los golpes; la delincuencia difusa, ocasional, pero frecuente de las clases más pobres se encuentra sustituida por una delincuencia limitada y «hábil»; los criminales del siglo XVII son «hombres agotados, mal alimentados, dominados en absoluto por la sensación del instante, iracundos, criminales de verano»; los del siglo XVIII, «ladinos, astutos, tunantes calculadores», criminalidad de «marginados»; (6) en fin, la organización interna de la delincuencia se modifica: las grandes bandas de malhechores (merodeadores formados en pequeñas unidades armadas, grupos de contrabandistas que disparan contra los empleados del resguardo, soldados licenciados o desertores que vagabundean juntos) tienden a disociarse; mejor perseguidos, sin duda, obligados a hacerse más pequeños para pasar inadvertidos, apenas algo más que un puñado de hombres, con frecuencia se limitan a operaciones más furtivas, con un menor despliegue de fuerzas y menores riesgos de matanzas: «La liquidación física o la dislocación institucional de grandes bandas… deja después de 1755 el campo libre a una delincuencia (80) antipropiedad que se revela ya individualista o que llega a ser obra de muy pequeños grupos compuestos de ladrones de capas o de cortabolsas: sus efectivos no sobrepasan cuatro personas.» (7) Un movimiento global hace que el ilegalismo del ataque a los cuerpos derive hacia la malversación más o menos directa de los bienes; y de la «criminalidad de masas», hacia una «criminalidad de flecos y de márgenes», reservada por una parte a profesionales. Es como si hubiese ocurrido una baja progresiva de estiaje, «un desarme de las tensiones que reinan en las relaciones humanas,… un mejor control de los impulsos violentos», (8) y como si las prácticas ¡legalistas hubiesen por sí mismas aflojado su dominio sobre el cuerpo y se hubiesen dirigido a otros blancos. Suavizamiento de los crímenes antes del suavizamiento de las leyes. Ahora bien, esta trasformación no puede separarse de muchos procesos subyacentes; y en primer lugar, como lo nota P. Chaunu, de una modificación en el juego de presiones económicas, de una elevación general del nivel de vida, de un fuerte crecimiento demográfico, de una multiplicación de las riquezas y de las propiedades y de la «necesidad de seguridad que es una de sus consecuencias». (9) Además, se comprueba, a lo largo del siglo XVIII, cierta agravación de la justicia, cuyos textos, en varios puntos, aumentan su severidad: en Inglaterra, de los 223 crímenes capitales que estaban definidos, a comienzos del siglo XIX, 156 lo habían sido en el curso de los 100 últimos años; (10) en Francia, la legislación sobre la vagancia había sido renovada y agravada en varias ocasiones desde el siglo XVII; un ejercicio más ceñido y más escrupuloso de la justicia tiende a tomar en cuenta toda una pequeña delincuencia que en otro tiempo dejaba escapar más fácilmente: «se vuelve en el siglo XVIII más lenta, más pesada, más severa con el robo, cuya frecuencia relativa ha aumentado, y para el cual adopta en adelante unes aires burgueses de justicia de clase»; (11) el desarrollo en Francia sobre todo, pero más todavía en París, de un aparato policíaco que, impidiendo el desarrollo de una criminalidad organizada y a cielo abierto, la empuja hacia formas más discretas. Y a este conjunto de precauciones hay que agregar la creencia, bastante difundida, en un aumento incesante y peligroso de los crímenes. Mientras que los historiadores de hoy día comprueban una disminución de las grandes bandas de malhechores, Le Trosne ve que se abaten, como nubes de langosta, sobre toda la campiña francesa: «Son insectos voraces que destruyen cotidianamente la subsistencia de los labradores. Son, para hablar sin metáfora, tropas enemigas diseminadas sobre la superficie del territorio, que viven sobre él a discreción como en país conquistado y que imponen-verdaderas contribuciones con el título de limosna»: parece ser que les costaba a los campesinos más pobres más que la talla, (12) y un tercio al menos allí donde ésta es más elevada. (13) La mayoría de los observadores sostienen que la delincuencia aumenta; lo afirman, naturalmente, aquellos que son partidarios de un rigor mayor, lo afirman también quienes piensan que una justicia más mesurada en sus violencias sería más eficaz, menos dispuesta a retroceder ante sus propias consecuencias; (14) lo afirman los magistrados, que se dicen desbordados por el número de procesos: «la miseria de los pueblos y la corrupción de las costumbres han multiplicado los crímenes y los culpables»; (15) lo demuestra en todo caso la práctica real de los tribunales. «Es ya claramente la era revolucionaria e imperial la que anuncian los últimos años del Antiguo Régimen. Impresionará, en los procesos de 1782-1789, el aumento de los peligros. Severidad para con los pobres, negativa concertada de testimonio, aumento recíproco de las desconfianzas, de los odios y de los temores.» (16)
De hecho, la derivación de una criminalidad de sangre a una delincuencia de fraude forma parte de todo un mecanismo complejo, en el que figuran el desarrollo de la producción, el aumento de las riquezas, una valorización jurídica y moral más intensa de las relaciones de propiedad, unos métodos de vigilancia más rigurosos, una división en zonas más ceñida de la población, unas técnicas más afinadas de localización, de captura y de información: el desplazamiento de las prácticas legalistas es correlativo de una extensión y de un afinamiento de las prácticas punitivas.
¿Una trasformación general de actitud, un «cambio que pertenece al dominio del espíritu y de la subconsciencia»? (17)  Quizá, pero más segura y más inmediatamente, un esfuerzo para ajustar los mecanismos de poder que enmarcan la existencia de los individuos; una adaptación y un afinamiento de los aparatos que se ocupan de su conducta cotidiana, de su identidad, de su actividad, de sus gestos aparentemente sin importancia, y los vigilan; una política distinta respecto de la multiplicidad de cuerpos y de fuerzas que constituye una población. Lo que se perfila es sin duda menos un respeto nuevo a la humanidad de los condenados —los suplicios son todavía frecuentes incluso para los delitos leves— que una tendencia a una justicia más sutil y más fina, a una división penal en zonas más estrechas del cuerpo social. Según un proceso circular, el umbral de paso a los crímenes violentos se eleva, la intolerancia por los delitos económicos aumenta, los controles se hacen más densos y las intervenciones penales más precoces y más numerosas a la vez.
Ahora bien, si se confronta este proceso con el discurso crítico de los reformadores, se puede advertir una coincidencia estratégica notable. Lo que atacan en efecto en la justicia tradicional, antes de establecer los principios de una nueva penalidad, es indudablemente el exceso de los castigos; pero un exceso que va unido a una irregularidad más todavía que a un abuso del poder de castigar. El 24 de marzo de 1790, Thouret abre en la Constituyente la discusión sobre la nueva organización del poder judicial. Poder que según él se halla «desnaturalizado» en Francia de tres maneras. Por una apropiación privada: los oficios de juez se venden; se trasmiten por herencia; tienen un valor comercial y la justicia que se administra es, por ello mismo, onerosa. Por una confusión entre dos tipos de poder: el que administra la justicia y formula una sentencia aplicando la ley, y el que hace la ley misma. En fin, por la existencia de toda una serie de privilegios que vuelven desigual el ejercicio de la justicia: hay tribunales, procedimientos, litigantes, delitos incluso, que son «privilegiados» y que quedan fuera del derecho común. (18) Ésta no es sino una de las innumerables formulaciones de críticas, con medio siglo de antigüedad por lo menos, y todas las cuales denuncian en dicha desnaturalización el principio de una justicia irregular. La justicia penal es irregular ante todo por la multiplicidad de las instancias encargadas de su cumplimiento, pero que no constituyen una pirámide única y continua. (19) Incluso prescindiendo de las jurisdicciones religiosas, hay que tener en cuenta las discontinuidades, las imbricaciones y los conflictos entre las diferentes justicias: las de los señores, importante todavía para la represión de los delitos leves; las del rey, numerosas y mal coordinadas (los tribunales soberanos están en conflicto frecuente con las bailías y sobre todo con los presidiales (20) recientemente creados como instancias intermedias); las funciones de justicia que, de hecho o de derecho, han sido otorgadas a instancias administrativas (como los intendentes) o policiales (como los prebostes y los tenientes de policía); a lo cual habría que agregar todavía el derecho que poseen el rey o sus representantes de tomar decisiones de internamiento o de exilio al margen de todo procedimiento regular. Estas instancias múltiples, a causa de su misma plétora, se neutralizan y son incapaces de cubrir el cuerpo social en toda su extensión. Su imbricación hace que la justicia penal esté, paradójicamente, llena de lagunas. Y esto a causa de las diferencias de costumbres y de procedimientos, a pesar de la Ordenanza general de 1670; a causa de los conflictos internos de competencia; a causa de los intereses particulares —políticos o económicos— que cada instancia ha de defender; a causa, en fin, de las intervenciones del poder real, que puede oponerse, por las gracias, las conmutaciones, las avocaciones a consejo o las presiones directas sobre los magistrados, al curso regular y austero de la justicia.
Más que debilidad o crueldad, de lo que se trata en la crítica del reformador es de una mala economía del poder. Exceso de poder en las jurisdicciones inferiores que pueden —a lo cual ayudan la ignorancia y la pobreza de los condenados— pasar por alto las apelaciones de derecho y hacer ejecutar sin control sentencias arbitrarias; exceso de poder por parte de una acusación a la que se le dan casi sin límite unos medios de perseguir, en tanto que el acusado se halla desarmado frente a ella, lo cual lleva a los jueces a mostrarse ora demasiado severos, ora, por reacción, demasiado indulgentes; exceso de poder a los jueces que pueden contentarse con pruebas fútiles siempre que sean «legales» y que disponen de una libertad bastante grande en cuanto a la elección de la pena; exceso de poder concedido a la «gente del rey», no sólo respecto de los acusados, sino también de los demás magistrados; exceso de poder, finalmente, ejercido por el rey, puesto que puede suspender el curso de la justicia, modificar sus decisiones, declarar incompetentes a los magistrados, destituirlos o desterrarlos, sustituyéndolos por jueces de real orden. La parálisis de la justicia se debe menos a un debilitamiento que a una distribución mal ordenada del poder, a su concentración en cierto número de puntos, a los conflictos y a las discontinuidades resultantes.
Ahora bien, este mal funcionamiento del poder remite a un exceso-central: lo que podría llamarse el «sobrepoder» monárquico que identifica el derecho de castigar con el poder personal del soberano. Identificación teórica que hace del rey la fons justitiae; pero cuyas consecuencias prácticas son descifrables hasta en lo que parece oponerse a él y limitar su absolutismo. A causa de que el rey, por motivos de tesorería, se atribuye el derecho de vender los oficios de justicia que le «pertenecen», es por lo que encuentra frente a él a unos magistrados, propietarios de sus cargos, no sólo indóciles, sino ignorantes, interesados, dispuestos a la componenda. A causa de que crea sin cesar nuevos oficios, multiplica los conflictos de poder y de jurisdicción. A causa de que ejerce un poder demasiado ceñido sobre su «gente» y le confiere un poder casi discrecional, intensifica los conflictos en la magistratura. A causa de que ha colocado la justicia en competencia con demasiados procedimientos apresurados (jurisdicciones de los prebostes o de los tenientes de policía) o con medidas administrativas, paraliza la justicia reglamentada y la vuelve unas veces indulgente e insegura y otras precipitada y severa. (21)
No son tanto, o únicamente, los privilegios de la justicia, su arbitrariedad, su arrogancia arcaica, sus derechos sin control, los criticados; sino más bien la mezcla de sus debilidades y sus excesos, de sus exageraciones y sus lagunas, y sobre todo el principio mismo de esta mezcla, el sobrepoder monárquico. El verdadero objetivo de la reforma, y esto desde sus formulaciones más generales, no es tanto fundar un nuevo derecho de castigar a partir de principios más equitativos, sino establecer una nueva «economía» del poder de castigar, asegurar una mejor distribución de este poder, hacer que no esté ni demasiado concentrado en algunos puntos privilegiados, ni demasiado dividido entre unas instancias que se oponen: que esté repartido en circuitos homogéneos susceptibles de ejercerse en todas partes, de manera continua, y hasta el grano más fino del cuerpo social. (22) La reforma del derecho criminal debe ser leída como una estrategia para el reacondicionamiento del poder de castigar, según unas modalidades que lo vuelvan más regular, más eficaz, más constante y mejor detallado en sus efectos; en suma, que aumente estos efectos disminuyendo su costo económico (es decir disociándolo del sistema de la propiedad, de las compras y de las ventas, de la venalidad tanto de los oficios como de las decisiones mismas) y su costo político (disociándolo de la arbitrariedad del poder monárquico). La nueva teoría jurídica de la penalidad cubre de hecho una nueva «economía política» del poder de castigar. Se comprende entonces por qué esta «reforma» no ha tenido un punto de origen único. No son los justiciables más ilustrados, ni los filósofos enemigos del despotismo y amigos de la humanidad, no son siquiera los grupos sociales opuestos a los parlamentarios los que se encuentran en el punto de partida de la reforma. O, más bien, no son ellos únicamente; en el mismo proyecto global de una nueva distribución del poder de castigar y de una nueva repartición de sus efectos, no pocos intereses diferentes vienen a coincidir. La reforma no ha sido preparada en el exterior del aparato judicial y contra todos sus representantes; ha sido preparada, y en cuanto a lo esencial, desde el interior, por un número muy grande de magistrados y a partir de objetivos que les eran comunes y de los conflictos de poder que los oponían unos a otros. Cierto es que los reformadores no constituían la mayoría entre los magistrados; pero fueron efectivamente juristas quienes delinearon los principios generales: un poder de juzgar sobre el cual no habría de pesar el ejercicio inmediato de la soberanía del príncipe; un poder de juzgar liberado de la pretensión de legislar; un poder de juzgar independiente de las relaciones de propiedad, y que, no teniendo otras funciones que la de (86) juzgar, ejerciera plenamente su poder. En una palabra, hacer que el poder de juzgar no siguiera dependiendo de los privilegios múltiples, discontinuos, contradictorios a veces, de la soberanía, sino de los efectos continuamente distribuidos de la fuerza pública. Este principio general define una estrategia de conjunto que ha cobijado no pocos combates diferentes. Los de filósofos como Voltaire y publicistas como Brissot o Marat; pero también los de magistrados cuyos intereses, no obstante, eran muy distintos: Le Trosne, consejero del presidial de Orléans, y Lacretelle, fiscal general en el parlamento; Target, que con los parlamentos se opone a la reforma de Maupeou; pero también J. N. Moreau, que sostiene el poder real contra los parlamentarios; Servan y Dupaty, magistrados uno y otro, pero en conflicto con sus colegas, etc.
A lo largo de todo el siglo XVIII, en el interior y en el exterior del aparato judicial, en la práctica penal cotidiana como en la crítica de las instituciones, se advierte la formación de una nueva estrategia para el ejercicio del poder de castigar. Y la «reforma» propiamente dicha, tal como se formula en las teorías del derecho o tal como se esquematiza en los proyectos, es la prolongación política o filosófica de esta estrategia, con sus objetivos primeros: hacer del castigo y de la represión de los ilegalismos una función regular, coextensiva a la sociedad; no castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada quizá, pero para castigar con más universalidad y necesidad; introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social.
La coyuntura que vio nacer a la reforma no es, por lo tanto, la de una nueva sensibilidad, sino la de otra política respecto de los ilegalismos.
Se puede decir esquemáticamente que bajo el Antiguo Régimen, los diferentes estratos sociales tenían cada cual su margen de ilegalismo tolerado: la no aplicación de la regla, la inobservancia de los innumerables edictos u ordenanzas era una condición del funcionamiento político y económico de la sociedad. ¿Rasgo éste que no es particular al Antiguo Régimen? Sin duda. Pero este ilegalismo estaba entonces tan profundamente anclado y era tan necesario a la vida de cada capa social, que tenía en cierto modo su coherencia y su economía propias. Unas veces presentaba una forma absolutamente estatutaria que hacía de él menos un ilegalismo que una exención regular: eran los privilegios concedidos a los individuos y a las comunidades. Tan pronto presentaba la forma de una inobservancia masiva y general que hacía que durante décadas, siglos a veces, unas ordenanzas podían ser publicadas y renovadas incesantemente sin llegar jamás a aplicación. Tan pronto se trataba de un desuso progresivo que en ocasiones daba lugar a reactivaciones repentinas. Tan pronto, de un consentimiento mudo del poder, de una negligencia, o simplemente de la imposibilidad efectiva de imponer la ley y de reprimir a los infractores. Las capas más desfavorecidas de la población carecían, en principio, de privilegios, pero beneficiaban, en los márgenes de lo que les estaba impuesto por las leyes y las costumbres, de un espacio de tolerancia, conquistado por la fuerza o la obstinación, y este espacio era para ellas una condición tan indispensable de existencia, que a menudo estaban dispuestas a sublevarse para defenderlo. Las tentativas hechas periódicamente para reducirlo, prevaliéndose de viejas reglas o afinando sus procedimientos de represión, provocaban en todo caso agitaciones populares, del mismo modo que los intentos de reducir determinados privilegios agitaban a la nobleza, el clero y la burguesía.
Ahora bien, este ilegalismo necesario y del cual cada capa social llevaba consigo las formas específicas, se encontraba encerrado en una serie de paradojas. En sus regiones inferiores, coincidía con la criminalidad, de la cual le era difícil distinguirse jurídicamente ya que no moralmente: del ilegalismo fiscal al ilegalismo aduanero, al contrabando, al pillaje, a la lucha armada contra los recaudadores de contribuciones y después contra los propios soldados, y a la rebelión, existía una continuidad, cuyas fronteras eran difíciles de marcar; o también la vagancia (severamente castigada según ordenanzas jamás aplicadas), con todo lo que implicaba de rapiñas, robos calificados, asesinatos a veces, servía de medio acogedor para los desocupados, para los obreros que habían abandonado irregularmente a sus patronos, para los criados que tenían algún motivo de huir de sus amos, para los aprendices mal tratados, para los soldados desertores, para todos cuantos querían sustraerse al alistamiento forzoso. De suerte que la criminalidad se fundaba en un ilegalismo más amplio, al cual estaban ligadas las capas populares como a condiciones de existencia; e inversamente, este ilegalismo era un factor perpetuo de aumento de la criminalidad. De ahí una ambigüedad en las actitudes populares: de un lado el criminal —sobre todo cuando se trataba de un contrabandista o de un campesino que huía de las exacciones de un amo— beneficiaba de una valorización espontánea: se distinguía, en sus violencias, el hilo que unía directamente con las viejas luchas; pero, por otra parte, aquel que al abrigo de un ilegalismo aceptado por la población, cometía crímenes a costa de ésta, el mendigo vagabundo, por ejemplo, que robaba y asesinaba, llegaba a ser fácilmente objeto de un odio particular: había vuelto contra los más desfavorecidos un ilegalismo que estaba integrado a sus condiciones de existencia. Así se enlazaban en torno de los crímenes la glorificación y el horror; la ayuda efectiva y el miedo alternaban respecto de esta población inestable, de la cual se sabía estar tan cerca, pero en la que se advertía bien que podía nacer el crimen. El ilegalismo popular envolvía todo un núcleo de criminalidad que era a la vez su forma extrema y su peligro interno.
Ahora bien, entre este ilegalismo de abajo y los de las demás castas sociales, no existía ni una absoluta convergencia ni una oposición fundamental. De manera general, los diferentes ilegalismos propios de cada grupo mantenían entre sí unas relaciones que eran a la vez de rivalidad, de competencia, de conflictos de intereses, de apoyo recíproco, de complicidades: la negativa de los campesinos a pagar determinados censos estatales o eclesiásticos no era forzosamente mal vista por los propietarios de tierras; la no aplicación por los artesanos de los reglamentos de fábrica solía ser alentada por nuevos empresarios; el contrabando —la historia de Mandrin celebrada por toda la población, escuchada en los castillos y protegida por parlamentarios, lo demuestra— era muy ampliamente apoyado. En el límite, se había visto en el siglo XVII coaligarse las diferentes repulsas fiscales en rebeliones graves de capas de población muy alejadas unas de otras. En suma, el juego recíproco de los ilegalismos formaba parte de la vida política y económica de la sociedad. Más todavía: cierto número de tras-formaciones (la caída en desuso, por ejemplo, de los reglamentos de Colbert, la inobservancia de las trabas aduaneras en el reino, la dislocación de las prácticas corporativas) se habían operado en la brecha a diario ensanchada por el ilegalismo popular; ahora bien, estas trasformaciones las había necesitado la burguesía, y sobre ellas había fundado una parte del crecimiento económico. La tolerancia se volvía entonces estímulo.
Pero en la segunda mitad del siglo XVIII, el proceso tiende a invertirse. En primer lugar, con el aumento general de la riqueza, pero también con el gran empuje demográfico, el blanco principal del ilegalismo popular tiende a no ser ya en primera línea los derechos, sino los bienes: el hurto, el robo tienden a remplazar al contrabando y la lucha armada contra los agentes del fisco. Y en esta medida, los campesinos, los granjeros y los artesanos resultan ser su víctima principal. Le Trosne no hacía sin duda más que exagerar una tendencia real cuando describía a los campesinos sufriendo las exacciones de los vagabundos, más todavía que antaño las exigencias de los señores feudales: los ladrones actuales habrían caído sobre ellos como una nube de insectos perjudiciales, devorando las cosechas y destruyendo los graneros. (23) Puede decirse que se ha abierto progresivamente en el siglo XVIII una crisis del ilegalismo popular; y ni los movimientos de los comienzos de la Revolución (en torno del rechazo de los derechos señoriales) ni los más tardíos en los que venían a coincidir la lucha contra los derechos de los propietarios, la protesta política y religiosa y el rechazo de la conscripción, lo han soldado de nuevo, de hecho, en su forma antigua y acogedora. Además, si bien una gran parte de la burguesía había aceptado, sin demasiados problemas, el ilegalismo de los derechos, lo soportaba mal cuando se trataba de lo que ella consideraba como sus derechos de propiedad. Nada tan característico a este respecto como el problema de la delincuencia campesina a fines del siglo XVIII y sobre todo a partir de la Revolución. (24)
El paso a una agricultura intensiva ejerce una presión cada vez más apremiante sobre los derechos de uso, sobre las tolerancias, sobre los pequeños ilegalismos admitidos. Además, adoptada en parte por la burguesía, despojada de las cargas feudales que pesaban sobre ella, la propiedad territorial se ha convertido en una propiedad absoluta: todas las tolerancias que el campesinado había conseguido o conservado (abandono de viejas obligaciones o consolidación de prácticas irregulares: derecho de pasto en común, aprovechamiento de leña, etc.) son ahora negadas y perseguidas por los nuevos propietarios, que las estiman infracciones puras y simples (provocando con esto, entre la población, una serie de reacciones en cadena, cada vez más ilegales o si se quiere cada vez más criminales: rotura de cercados, robo o matanza de ganado, incendios, violencias, asesinatos). (25) El ilegalismo de los derechos, que aseguraba con frecuencia la supervivencia de los más desprovistos, tiende a convertirse, con el nuevo estatuto de la propiedad, en un ilegalismo de bienes. Habrá entonces que castigarlo.
Y si este ilegalismo lo soporta mal la burguesía en la propiedad territorial, se vuelve intolerable en la propiedad comercial e industrial: el desarrollo de los puertos, la aparición de los grandes depósitos donde se acumulan las mercancías, la organización de talleres de grandes dimensiones (con una masa considerable de materias primas, de herramientas, de objetos fabricados, que pertenecen al empresario, y que son difíciles de vigilar), hacen necesaria también una represión rigurosa del ilegalismo. La manera en que la riqueza tiende a invertirse, de acuerdo con unas escalas cuantitativas completamente nuevas, en las mercancías y las máquinas, supone una intolerancia sistemática y armada respecto del ilegalismo. El fenómeno es evidentemente muy sensible allí donde el desarrollo económico es más intenso. Colquhoun acometió la tarea de reunir, limitándose a la ciudad de Londres, pruebas exactas de esta urgencia en reprimir las innumerables prácticas ilegales: según los cálculos de los empresarios y de los seguros, el robo de los productos importados de América y almacenados sobre las orillas del Támesis se elevaba, un año con otro, a 250 000 libras; en total, se sustraía casi por un valor de 500 000 libras al año sólo en el puerto de Londres (y esto sin tener en cuenta los arsenales); a lo cual había que agregar 700 000 libras por la ciudad misma. Y en este saqueo permanente habría que tomar en consideración, según Colquhoun, tres fenómenos: la complicidad y a menudo la participación activa de los empleados, de los vigilantes, de los contramaestres y de los obreros: «siempre que se reúna en un mismo lugar una gran cantidad de obreros, habrá entre ellos necesariamente muchos bribones»; la existencia de toda una organización de comerció ilícito, que comienza en los talleres o en los docks, que pasa a continuación por los encubridores —encubridores mayoristas especializados en determinados tipos de mercancías y encubridores detallistas cuyas vitrinas no ofrecen sino un «miserable montón de hierros viejos, de andrajos, de ropa usada», mientras que en la trastienda se ocultan «municiones navales del mayor valor, pernos y clavos de cobre, trozos de fundición y de metales preciosos, producciones de las Indias occidentales, muebles y trapos comprados a obreros de todo género»—, y últimamente por revendedores y buhoneros que llevan y esparcen lejos, por los campos, el producto de los robos; (26) finalmente, la fabricación de moneda falsa (parece que había, diseminadas por toda Inglaterra, de 40 a 50 fábricas de moneda falsa trabajando permanentemente). Ahora bien, lo que facilita esta inmensa empresa de depredación y de competencia a la vez, es todo un conjunto de tolerancias: unas son como especies de derechos adquiridos (derecho, por ejemplo, de recoger en torno de los barcos los trozos de hierro y los cabos de maromas, o de revender las barreduras de azúcar); otras son del orden de la aceptación moral: la analogía que guarda este pillaje, en el ánimo de sus autores, con el contrabando los «familiariza con esta especie de delitos cuya enormidad no perciben en absoluto». (27)
Es, pues, necesario controlar y hacer entrar en el código todas estas prácticas ilícitas. Es preciso que las infracciones estén bien definidas y seguramente castigadas, que en esta masa de irregularidades toleradas y sancionadas de manera discontinua con una resonancia desproporcionada, se determine lo que es infracción intolerable, y que se someta a su autor a un castigo que no pueda eludir. Con las nuevas formas de acumulación del capital, de las relaciones de producción y de estatuto jurídico de la propiedad, todas las prácticas populares que dimanaban, ya bajo una forma tácita, cotidiana, tolerada, ya bajo una forma violenta, del ilegalismo de los derechos, se han volcado a la fuerza sobre el ilegalismo de los bienes. El robo tiende a convertirse en la primera de las grandes escapatorias de la legalidad, en ese movimiento que hace pasar de una sociedad de la exacción jurídico-política a una sociedad de la apropiación de los medios y de los productos del trabajo. O para decir las cosas de otra manera: la economía de los ilegalismos se ha reestructurado con el desarrollo de la sociedad capitalista. Se ha separado el ilegalismo de los bienes del de los derechos. Separación que cubre una oposición de clases, ya que, de una parte, el ilegalismo más accesible a las clases populares habrá de ser el de los bienes: trasferencia violenta de las propiedades; y, de otra, la burguesía se reservará el ilegalismo de los derechos: la posibilidad de eludir sus propios reglamentos y sus propias leyes; de asegurar todo un inmenso sector de la circulación económica por un juego que se despliega en los márgenes de la legislación, márgenes previstos por sus silencios, o liberados por una tolerancia de hecho. Y esta gran redistribución de los ilegalismos se traducirá incluso por una especialización de los circuitos judiciales: para los ilegalismos de bienes —para el robo—, los tribunales ordinarios y los castigos; para los ilegalismos de derechos —fraudes, evasiones fiscales, operaciones comerciales irregulares—, unas jurisdicciones especiales, con transacciones, componendas, multas atenuadas, etc. La burguesía se ha reservado la esfera fecunda del ilegalismo de los derechos. Y a la vez que se opera esta delimitación, se afirma la necesidad de un rastrillado constante que tiene por objeto esencialmente este ilegalismo de los bienes. Se afirma la necesidad de despedirse de la antigua economía del poder de castigar que tenía por principios la multiplicidad confusa y llena de lagunas de las instancias, una repartición y una concentración de poder correlativas a una inercia de hecho y una inevitable tolerancia, unos castigos resonantes en sus manifestaciones y aventurados en su aplicación. Se afirma la necesidad de definir una estrategia y unas técnicas de castigo en las que una economía de la continuidad y de la permanencia remplacen la del derroche y del exceso. En suma, la reforma penal ha nacido en el punto de conjunción entre la lucha contra el sobrepoder del soberano y la lucha contra el infrapoder de los ilegalismos conquistados y tolerados. Y si ha sido otra cosa que el resultado provisional de un encuentro de pura circunstancia, es porque entre ese sobrepoder y ese infrapoder se había establecido toda una red de relaciones. La forma de la soberanía monárquica, mientras situaba del lado del soberano la sobrecarga de un poder resonante, ilimitado, personal, irregular y discontinuo, dejaba del lado de los súbditos lugar libre para un ilegalismo constante; éste era como el correlato de aquel tipo de poder. A tal punto que atacar las diversas prerrogativas del soberano, era realmente atacar a la vez el funcionamiento de los ilegalismos. Los dos objetivos se hallaban en una relación de continuidad. Y según las circunstancias y las tácticas particulares, los reformadores hacían prevalecer el uno o el otro. Le Trosne, el fisiócrata que fue consejero del presidial de Orleans, puede servir aquí de ejemplo. En 1764 publica una memoria sobre la vagancia: semillero de ladrones y de asesinos «que viven en el seno de la sociedad sin ser miembros de ésta», que hacen «una verdadera guerra a todos los ciudadanos», y que están en medio de nosotros «en ese estado que se supone haber existido antes del establecimiento de la sociedad civil». Contra ellos pide las penas más severas (de una manera muy característica, se asombra de que se sea más indulgente con ellos que con los contrabandistas); quiere que se refuerce la policía, que la gendarmería los persiga con la ayuda de la población, víctima de sus robos; pide que esos seres inútiles y peligrosos «sean incorporados al Estado y le pertenezcan como unos esclavos a sus amos»; y llegado el caso, que se organicen batidas colectivas en los bosques para desalojarlos, otorgando un premio a todo aquel que capture a uno de ellos: «Se da muy bien una recompensa de 10 libras por una cabeza de lobo. Un vagabundo es infinitamente más peligroso para la sociedad.» (28) En 1777, el mismo Le Trosne pide, en las Vues sur la justice criminelle [«Opiniones sobre la justicia criminal»], que se reduzcan las prerrogativas de la parte civil, que se considere a los acusados como inocentes hasta su condena eventual, que el juez sea un arbitro justo entre ellos y la sociedad, que las leyes sean «fijas, constantes, determinadas de la manera más precisa», de suerte que los ciudadanos sepan «a qué se exponen» y los magistrados no sean más que el «órgano de la ley». (29) En Le Trosne, como en tantos otros de la misma época, la lucha por la delimitación del poder de castigar se articula directamente sobre la exigencia de someter el ilegalismo popular a un control más estricto y más constante. Se comprende que la crítica de los suplicios haya tenido tanta importancia en la reforma penal; porque era la figura en la que venían a coincidir, de manera visible, el poder ilimitado del soberano y el ilegalismo siempre despierto del pueblo. La humanidad de las penas es la regla que se da a un régimen de los castigos que debe fijar sus límites al uno y al otro. El «hombre» al que se quiere hacer respetar en la pena, es la forma jurídica y moral que se da a esta doble delimitación.
Pero si bien es cierto que la reforma, como teoría penal y como estrategia del poder de castigar, ha sido diseñada en el punto de coincidencia de estos dos objetivos, su estabilidad en el futuro se ha debido al hecho de que el segundo ocupó, durante largo tiempo, un lugar prioritario. Por el hecho de que la presión sobre los ilegalismos populares llegó a ser en la época de la Revolución, después bajo el Imperio, y finalmente durante todo el siglo XIX, un imperativo esencial, es por lo que la reforma ha podido pasar del estado de proyecto al de institución y de conjunto práctico. Es decir que si, en apariencia, la nueva legislación criminal se caracteriza por un suavizamiento de las penas, una codificación más clara, una disminución notable de la arbitrariedad, un consenso mejor establecido respecto del poder de castigar (a falta de una división más real de su ejercicio), existe bajo ella una alteración de la economía tradicional de los ilegalismos y una coacción rigurosa para mantener su nueva ordenación. Hay que concebir un sistema penal como un aparato para administrar diferencial-mente los ilegalismos, y no, en modo alguno, para suprimirlos todos.
Mudar el objetivo y cambiar su escala. Definir nuevas tácticas para dar en un blanco que es ahora más tenue, pero que está más ampliamente extendido en el cuerpo social. Encontrar nuevas técnicas para adecuar los castigos y adaptar los efectos. Fijar nuevos principios para regularizar, afinar, universalizar el arte de castigar. Homogeneizar su ejercicio. Disminuir su costo económico y político aumentando su eficacia y multiplicando sus circuitos. En suma, constituir una nueva economía y una nueva tecnología del poder de castigar: tales son, sin duda, las razones de ser esenciales de la reforma penal del siglo XVIII.
Al nivel de los principios, esta estrategia nueva se formula fácil mente en la teoría general del contrato. Se supone que el ciudadano ha aceptado de una vez para siempre, junto con las leyes de la sociedad, aquella misma que puede castigarlo. El criminal aparece entonces como un ser jurídicamente paradójico. Ha roto el pacto, con lo que se vuelve enemigo de la sociedad entera; pero participa en el castigo que se ejerce sobre él. El menor delito ataca a la sociedad entera, y la sociedad entera —incluido el delincuente— se halla presente en el menor castigo. El castigo penal es, por lo tanto, una función generalizada, coextensiva al cuerpo social y a cada uno de sus elementos. Se plantea entonces el problema de la «medida», y de la economía del poder de castigar.
La infracción opone, en efecto, un individuo al cuerpo social entero; para castigarlo, la sociedad tiene el derecho de alzarse toda entera contra él. Lucha desigual: de un solo lado, todas las fuerzas, todo el poder, los derechos todos. Y preciso es que sea así, ya que va en ello la defensa de cada cual. Se constituye de esta suerte un formidable derecho de castigar, ya que el infractor se convierte en el enemigo común. Peor que un enemigo, incluso, puesto que sus golpes los asesta desde el interior de la sociedad y contra esta misma: un traidor. Un «monstruo». ¿Cómo no iba a tener la sociedad un derecho absoluto sobre él? ¿Cómo podría dejar de pedir su supresión pura y simple? Y si es cierto que el principio de los castigos debe ser suscrito en el pacto, ¿no es preciso, en toda lógica, que cada ciudadano acepte la pena suma para quienes, de entre ellos, los atacan en común? «Todo malhechor, que ataca el derecho social, se convierte, por sus crímenes, en rebelde y traidor a la patria. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace perecer al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo.» (30) El derecho de castigar ha sido trasladado de la (95) venganza del soberano a la defensa de la sociedad. Pero se encuentra entonces reorganizado con unos elementos tan fuertes, que se vuelve casi más terrible. Se ha alejado al malhechor de una amenaza, por naturaleza, excesiva, pero se le expone a una pena que no se ve lo que pudiera limitarla. Retorno de un sobrepoder terrible. Y necesidad de oponer a la fuerza del castigo un principio de moderación.
«¿Quién no se estremece de horror al ver en la historia tantos tormentos espantosos e inútiles, inventados y empleados fríamente por unos monstruos que se daban el nombre de sensatos?» (31) Y también: «Las leyes me incitan al castigo del mayor de los crímenes. Acudo con todo el furor que me ha inspirado. Pero ¿cómo? Este furor lo sobrepasa… Dios que has impreso en nuestros corazones la aversión al dolor en nosotros mismos y nuestros semejantes, ¿son estos seres que creaste tan débiles y tan sensibles los que han inventado suplicios tan bárbaros, tan refinados?» (32) El principio de la moderación de las penas, incluso cuando se trata de castigar al enemigo del cuerpo social, comienza por articularse como un discurso del corazón. Más aún, surge como un grito del cuerpo que se rebela ante la vista o ante la imaginación de un exceso de crueldades. La formulación del principio de que la penalidad debe ser siempre «humana» la hacen los reformadores en primera persona. Como si se expresara de manera inmediata la sensibilidad de aquel que habla; como si el cuerpo del filósofo o del teorizante viniera, entre el encarnizamiento del verdugo y el supliciado, a afirmar su propia ley y a imponerla finalmente a toda la economía de las penas. ¿Lirismo que manifiesta la impotencia para encontrar el fundamento racional de un cálculo penal? Entre el principio contractual que arroja al criminal fuera de la sociedad y la imagen del monstruo «vomitado» por la naturaleza, ¿dónde encontrar un límite, como no sea en una naturaleza humana que se manifiesta no en el rigor de la ley, no en la ferocidad del delincuente, sino en la sensibilidad del hombre racional que hace la ley y no comete crimen?
Pero este recurso a la «sensibilidad» no refleja exactamente una imposibilidad teórica. Lleva de hecho consigo un principio de cálculo. El cuerpo, la imaginación, el sufrimiento, el corazón que respetar no son, en efecto, los del criminal que hay que castigar, sino los de los hombres que, habiendo suscrito el pacto, tienen el derecho de ejercer contra él el poder de unirse. Los sufrimientos que debe excluir el suavizamiento de las penas son los de los jueces o los espectadores, con todo lo que pueden implicar de dureza, de ferocidad hijas del hábito, o por el contrario, de compasión indebida, de indulgencia mal fundada: «Piedad para esas almas tiernas y sensibles sobre las cuales estos horribles suplicios ejercen una especie de tortura.» (33) Lo que es preciso moderar y calcular son los efectos de rechazo del castigo sobre la instancia que castiga y el poder que ésta pretende ejercer.
Ahí enraiza el principio de que no se debe aplicar jamás sino castigos «humanos», a un delincuente que, sin embargo, puede muy bien ser un traidor y un monstruo. La razón de que la ley deba tratar ahora «humanamente» a aquel que se halla «fuera de la naturaleza» (mientras que la justicia de antaño trataba de manera inhumana al «fuera de la ley»), no está en una humanidad profunda que el delincuente escondiera dentro de sí, sino en la regulación necesaria de los efectos de poder. Esta racionalidad «económica» es la que debe proporcionar la pena y prescribir sus técnicas afinadas. «Humanidad» es el nombre respetuoso que se da a esta economía y a sus cálculos minuciosos. «En cuestión de pena, el mínimo está ordenado por la humanidad y aconsejado por la política.» (34)
Sea, para comprender esta tecnopolítica del castigo, el caso límite, el último de los crímenes: un crimen enorme, que violara juntas todas las leyes más respetadas. Se habría producido en unas circunstancias tan extraordinarias, en medio de un secreto tan profundo, con una desmesura tal, y como en el límite tan extremo de toda posibilidad, que no podría ser sino el único y en todo caso el último de su especie: nadie podría imitarlo jamás; nadie podría tomarlo como ejemplo, ni aun escandalizarse de que se hubiera cometido. Su destino sería desaparecer sin dejar rastro. Este apólogo (35) de la  «extremidad del crimen» es un poco, en la nueva penalidad, lo que era el pecado original en la antigua: la forma pura en la que aparece la razón de las penas.
¿Debería ser castigado un crimen tal? ¿De acuerdo con qué medida? ¿De qué utilidad podría ser su castigo en la economía del poder de castigar? Sería útil en la medida en que pudiera reparar el «mal hecho a la sociedad». (36) Ahora bien, si dejamos de lado el perjuicio propiamente material —que incluso irreparable como en un asesinato, es de poca monta al nivel de una sociedad entera—, el daño que hace un crimen al cuerpo social es el desorden que introduce en él: el escándalo que suscita, el ejemplo que da, la incitación a repetirlo si no ha sido castigado, la posibilidad de generalización que lleva en sí. Para ser útil, el castigo debe tener como objetivo las consecuencias del delito, entendidas como la serie de desórdenes que es capaz de iniciar. «La proporción entre la pena y la calidad del delito está determinada por la influencia que tiene sobre el orden social el pacto que se viola.» (37) Ahora bien, esta influencia de un delito no se halla forzosamente en proporción directa de su atrocidad; un crimen que espanta la conciencia es a menudo de un efecto menor que una fechoría que todo el mundo tolera y se siente dispuesto a imitar por su cuenta. Rareza de los grandes crímenes; peligro en cambio de las pequeñas fechorías familiares que se multiplican. No buscar por consiguiente una relación cualitativa entre el delito y su castigo, una equivalencia de horror: «¿Pueden los gritos de un desdichado en el tormento retirar del seno del pasado que ya no vuelve una acción cometida ya?» (38) Calcular una pena en función no del crimen, sino de su repetición posible. No atender a la ofensa pasada sino al desorden futuro. Hacer de modo que el malhechor no pueda tener ni el deseo de repetir, ni la posibilidad de contar con imitadores. (39) Castigar será, por lo tanto, un arte de los efectos; más que oponer la enormidad de la pena a la enormidad de la falta, es preciso adecuar una a otra las dos series que siguen al crimen: sus efectos propios y los de la pena. Un crimen sin dinastía no llama al castigo. Del mismo modo que —según otra versión del mismo apólogo— en vísperas de disolverse y de desaparecer no tendría derecho una sociedad a levantar patíbulos. El último desaparecer sin dejar rastro. Este apólogo (35) de la de los crímenes no puede sino quedar impune.
Vieja concepción. No era necesario aguardar a la reforma del siglo XVIII para obtener esta función ejemplar del castigo. Que el castigo mire hacia el porvenir, y que una cuando menos de sus funciones mayores sea la de prevenir, fue, desde hace siglos, una de las justificaciones corrientes del derecho de castigar. Pero la diferencia está en que la prevención que se aguardaba como un efecto del castigo y de su resonancia —y por lo tanto de su desmesura—, tiende ahora a convertirse en el principio de su economía, y la medida de sus justas proporciones. Hay que castigar exactamente lo bastante para impedir. Desplazamiento, por lo tanto, en la mecánica del ejemplo: en una penalidad de suplicio, el ejemplo era la réplica del crimen; tenía, por una especie de manifestación gemela, que mostrarlo y que mostrar a la vez el poder soberano que lo dominaba; en una penalidad calculada de acuerdo con sus propios efectos, el ejemplo debe remitir al crimen, pero de la manera más discreta posible, indicar la intervención del poder pero con la mayor economía, y en el caso ideal impedir toda reaparición ulterior de uno y otro. El ejemplo no es ya un ritual que manifiesta, es un signo que obstaculiza. A través de esta técnica de los signos punitivos, que tiende a invertir todo el campo temporal de la acción penal, los reformadores piensan dotar el poder de castigar de un instrumento económico, eficaz, generalizable a través de todo el cuerpo social, susceptible de cifrar todos los comportamientos, y por consiguiente, de reducir todo el campo difuso de los ilegalismos. La semiotécnica con que se trata de armar el poder de castigar reposa sobre cinco o seis reglas mayores.
Regla de la cantidad mínima. Se comete un crimen porque procura ventajas. Si se vinculara a la idea del crimen la idea de una desventaja un poco mayor, cesaría de ser deseable. «Para que el castigo produzca el efecto que se debe esperar de él basta que el daño que causa exceda el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen.» (40)  Se puede, hay que admitir una proximidad de la pena y del delito; pero no ya en la forma antigua, en la que el suplicio debía equivaler al delito en intensidad, con un suplemento que marcaba el «más poder» del soberano realizando su venganza legítima; es una casi equivalencia al nivel de los intereses: un poco más de interés en evitar la pena que en arriesgar el delito.
Regla de la idealidad suficiente. Si el motivo de un delito es la ventaja que de él se representa, la eficacia de la pena está en la desventaja que de él se espera. Lo que hace la «pena» en el corazón del castigo, no es la sensación de sufrimiento, sino la idea de un dolor, de un desagrado, de un inconveniente —la «pena» de la idea de la «pena». Por lo tanto, el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación. O, más bien, si debe utilizar el cuerpo, es en la medida en que éste es menos el sujeto de un sufrimiento, que el objeto de una representación: el recuerdo de un dolor puede impedir la recaída, del mismo modo que el espectáculo, así sea artificial, de una pena física puede prevenir el contagio de un crimen. Pero no es el dolor en sí mismo el que habrá de ser el instrumento de la técnica punitiva. Por lo tanto, durante todo el tiempo que sea posible, y excepto en los casos en que se trata de suscitar una representación eficaz, es inútil desplegar el gran instrumental de los patíbulos. Elisión del cuerpo como sujeto de la pena, pero no forzosamente como elemento en un espectáculo. El rechazo de los suplicios que, en el umbral de la teoría, no había encontrado sino una formulación lírica, tiene aquí la posibilidad de articularse racionalmente: lo que debe llevarse al máximo es la representación de la pena, no su realidad corporal.
Regla de los efectos laterales. La pena debe obtener sus efectos más intensos de aquellos que no han cometido la falta, en el límite, si se pudiera estar seguro de que el culpable es incapaz de reincidir, bastaría con hacer creer a los demás que ha sido castigado. Intensificación centrífuga de los efectos, que conduce a la paradoja de que en el cálculo de las penas, el elemento menos interesante, es todavía el culpable (excepto si es susceptible de reincidencia). Beccaria ha ilustrado esta paradoja en el castigo que proponía en lugar de la pena de muerte: la esclavitud a perpetuidad. ¿Pena físicamente más cruel que la muerte? De ningún modo, decía; porque el dolor de la esclavitud está dividido para el condenado en tantas parcelas como instantes le quedan que vivir; pena indefinidamente divisible, pena eleática, mucho menos severa que el castigo capital que, de un salto, se empareja con el suplicio. En cambio, para quienes ven o se representan a esos esclavos, los sufrimientos que soportan están reunidos en una sola idea; todos los instantes de la esclavitud se contraen en una representación que se vuelve entonces más espantosa que la idea de la muerte. Es la pena económicamente ideal: es mínima para aquel que la sufre (y que, reducido a la esclavitud, no puede reincidir) y es máxima para aquel que se la representa. «Entre las penas y en la manera de aplicarlas en proporción a los delitos, hay que elegir los medios que hagan en el ánimo del pueblo la impresión más eficaz y la más duradera, y al mismo tiempo la menos cruel sobre el cuerpo del culpable.» (41)
Regla de la certidumbre absoluta. Es preciso que a la idea de cada delito y de las ventajas que de él se esperan, vaya asociada la idea de un castigo determinado con los inconvenientes precisos que de él resultan; es preciso que, entre una y otra, se considere el vínculo como necesario y que nada pueda romperlo. Este elemento general de la certidumbre que debe comunicar su eficacia al sistema punitivo implica cierto número de medidas precisas. Que las leyes que definen los delitos y prescriben las penas sean absolutamente claras, «con el fin de que cada miembro de la sociedad pueda distinguir las acciones criminales de las acciones virtuosas». (42) Que estas leyes se publiquen, que cada cual pueda tener acceso a ellas; se dan por terminadas las tradiciones orales y las costumbres, y hay en cambio una legislación escrita, que sea «el monumento estable del pacto social», unos textos impresos, facilitados al conocimiento de todos: «Únicamente la imprenta puede hacer que todo el público, y no tan sólo algunos particulares, sea depositario del código sagrado de las leyes.» (43) Que el monarca renuncie a su derecho de gracia, para que la fuerza presente en la idea de la pena no quede atenuada por la esperanza de dicha intervención: «Si se deja ver a los hombres que el crimen puede perdonarse y que el castigo no es su consecuencia necesaria, se alimenta en ellos la esperanza de la impunidad… que las leyes sean inexorables y los ejecutores inflexibles.» (44) Y sobre todo que ningún delito cometido se sustraiga a la mirada de quienes tienen que hacer justicia; nada vuelve más frágil el aparato de las leyes que la esperanza de la impunidad; ¿cómo podría establecerse en el ánimo de los justiciables un vínculo estricto entre una mala acción y una pena, si viniese a afectarlo cierto coeficiente de improbabilidad? ¿No se debería hacer que la pena fuera tanto más temible por su violencia cuanto menos de temer es por su poca certidumbre? Más que imitar así el antiguo sistema y ser «más severo, hay que ser más vigilante». (45)
(101) De ahí la idea de que el aparato de justicia debe ir unido a un órgano de vigilancia que le esté directamente coordinado, y que permita o bien impedir los delitos o bien, de haber sido conocidos, detener a sus autores; policía y justicia deben marchar juntas como las dos acciones complementarias de un mismo proceso, garantizando la policía «la acción de la sociedad sobre cada individuo», y la justicia, «los derechos de los individuos contra la sociedad»; (46) así, cada crimen saldrá a la luz del día, y será castigado con toda certeza. Pero es preciso además que los procedimientos no se mantengan secretos, que los motivos por los que se ha condenado o puesto en libertad a un inculpado sean conocidos de todos, y que cada cual pueda reconocer los motivos de castigar: «Que el magistrado pronuncie su opinión en voz alta, que esté obligado a consignar en su sentencia el texto de la ley que condena al culpable,… que los procedimientos sepultados misteriosamente en las tinieblas de las escribanías se pongan a la vista de todos los ciudadanos que se interesan por la suerte de los condenados.» (47)
Regla de la verdad común. Bajo este principio de una gran trivialidad se oculta una trasformación de importancia. £1 antiguo sistema de las pruebas legales, el uso de la tortura, el arrancar la confesión por la fuerza, la utilización del suplicio, del cuerpo y del espectáculo para la reproducción de la verdad habían aislado durante largo tiempo la práctica penal de las formas comunes de la demostración: las semipruebas hacían semiverdades y semiculpables, unas frases arrancadas por el dolor tenían valor de autentificación, una presunción llevaba emparejado un grado de pena. Sistema cuya heterogeneidad en el régimen ordinario de la prueba no constituyó realmente un escándalo hasta el día en que el poder de castigar necesitó, para su economía propia, un clima de certidumbre irrefutable. ¿Cómo unir de manera absoluta en el ánimo de los hombres la idea del crimen y la del castigo, si la realidad de éste no sigue, en todos los casos, a la realidad del hecho vituperable? Establecerla, con toda evidencia, y según unos medios válidos para todos, se convierte en una tarea primordial. La verificación del crimen debe obedecer a los criterios generales de toda verdad. La sentencia judicial, en los argumentos que emplea, en las pruebas que aporta, debe ser homogénea al juicio. Por lo tanto, abandono de las pruebas legales; rechazo de la tortura, necesidad de una demostración completa para hacer una verdad justa, supresión de toda correlación entre los grados de la sospecha y los de la pena. Lo mismo que una verdad matemática, la verdad del delito no podrá ser admitida sino una vez enteramente probada. Síguese de esto que, hasta la demostración final de su delito, debe reputarse inocente al inculpado; y que para la demostración, el juez debe utilizar no unas formas rituales, sino unos instrumentos comunes, la razón de todo el mundo, que es igualmente la de los filósofos y de los doctos: «En teoría, considero al magistrado como un filósofo que se propone descubrir una verdad interesante… Su sagacidad le hará captar todas las circunstancias y todas las relaciones, comparar o separar lo que debe serlo para juzgar sanamente.» (48) La investigación, ejercicio de la razón común, se desembaraza del antiguo modelo inquisitorial, para adoptar el mucho más flexible (y doblemente validado por la ciencia y el sentido común) de la investigación empírica. El juez será como un «piloto que navega entre los escollos»: «¿Cuáles serán las pruebas o con qué indicios podrá contentarse? Es lo que ni yo ni nadie se ha atrevido todavía a determinar en general; por estar ocasionadas las circunstancias a variar hasta el infinito, ya que las pruebas y los indicios deben deducirse de esas circunstancias, es preciso necesariamente que los indicios y las pruebas más claras varíen proporcionalmente.» (49) En adelante, la práctica penal va a encontrarse sometida a un régimen común de la verdad, o más bien a un régimen complejo en el que se enmarañan para formar la «íntima convicción» del juez unos elementos heterogéneos de demostración científica, de evidencias sensibles y de sentido común. En cuanto a la justicia penal, si bien conserva unas formas que garantizan su equidad, puede abrirse ahora a las verdades de todos los vientos, con tal de que sean evidentes, se hallen bien establecidas y puedan aceptarlas todos. El ritual judicial no es ya en sí mismo formador de una verdad compartida. Se le ha colocado en el campo de referencia de las pruebas comunes. Entáblase entonces con la multiplicidad de los discursos científicos una relación difícil e infinita, que la justicia penal no está hoy en condiciones de controlar. El que señorea la justicia no es ya señor de su verdad.
Regla de la especificación óptima. Para que la semiótica penal cubra bien todo el campo de los legalismos que se quieren reducir, se necesita que estén calificadas todas las infracciones; es preciso que se hallen clasificadas y reunidas en especies que no dejen escapar ninguna de ellas. Se hace, por lo tanto, necesario un código, (103) y un código lo suficientemente preciso para que cada tipo de infracción pueda estar en él claramente presente. Se debe evitar que, en el silencio de la ley, se precipite la esperanza de la impunidad. Se necesita un código exhaustivo y explícito, que defina los delitos y fije las penas.(50) Pero el mismo imperativo de recuperación integral por los efectos-signo del castigo obliga a ir más lejos. La idea de un mismo castigo no tiene la misma fuerza para todo el mundo; la multa no es temible para el rico ni la infamia para quien ya ha estado expuesto a la vergüenza. La nocividad de un delito y su valor de inducción no son los mismos según el estatuto del infractor; el crimen de un noble es más nocivo para la sociedad que el de un hombre del pueblo. (51) En fin, puesto que el castigo debe impedir la reincidencia, es forzoso que tenga en cuenta lo que es el criminal en su naturaleza profunda, el grado presumible de su perversidad, la cualidad intrínseca de su voluntad: «De dos hombres que han cometido el mismo robo, ¿hasta qué punto aquel que tenía apenas lo necesario es menos culpable que el que nadaba en la abundancia? Entre dos perjuros, ¿hasta qué punto aquel en quien se procuró, desde la infancia, imprimir unos sentimientos de honor es más criminal que el otro que, abandonado a la naturaleza, no recibió jamás educación alguna?» (52) Se ve apuntar a la vez que la necesidad de una clasificación paralela de los crímenes y de los castigos, la necesidad de una individualización de las penas, conforme a los caracteres singulares de cada delincuente. Esta individualización habrá de gravitar muy pesadamente sobre toda la historia del derecho penal moderno; tiene ahí su punto de en-raizamiento; sin duda en términos de teoría del derecho y de acuerdo con las exigencias de la práctica cotidiana, dicha individualización se halla en oposición radical con el principio de la codificación; pero desde el punto de vista de una economía del poder de castigar, y de las técnicas por las cuales se trata de poner en circulación, en todo el cuerpo social, unos signos de castigo exactamente ajustados, sin excesos ni lagunas, sin «gasto» inútil de poder pero sin timidez, se ve bien que la codificación del sistema delitos-casti-gos y la modulación de la pareja criminal-castigo corren paralelas y se llaman la una a la otra. La individualización aparece como el objetivo último de un código exactamente adaptado.
Ahora bien, esta individualización es muy diferente por su índole de las modulaciones de la pena que se encontraban en la jurisprudencia antigua. Ésta —y sobre este punto estaba de acuerdo con la práctica penitenciaria cristiana— utilizaba para ajustar el castigo, dos series de variables, las de la «circunstancia» y las de la «intención». Es decir unos elementos que permitían calificar el propio acto. La modulación de la pena correspondía a una «casuística» en sentido amplio.(53) Pero lo que comienza a esbozarse ahora es una modulación que se refiere al propio infractor, a su índole, a su modo de vida y de pensamiento, a su pasado, a la «calidad» y no ya a la intención de su voluntad. Se percibe, pero como un lugar que queda todavía vacío, el lugar donde, en la práctica penal, vendrá el saber psicológico a sustituir la jurisprudencia casuística. Naturalmente, en estos finales del siglo XVIII, se está todavía lejos de tal momento. El vínculo código-individualización se busca en los modelos científicos de la época. La historia natural ofrecía indudablemente el esquema más adecuado: la taxonomía de las especies según una gradación ininterrumpida. Se trata de constituir un Linneo de los crímenes y de las penas, de manera que cada infracción particular, y cada individuo punible, puedan caer sin arbitrariedad alguna bajo el peso de una ley general. «Es preciso establecer una tabla de todos los géneros de delitos que se adviertan en diferentes países. De acuerdo con el recuento de los crímenes, habrá que hacer una división en especies. La mejor regla para esta división es, a mi entender, separar los delitos por las diferencias de sus objetos. Esta división debe ser tal que cada especie sea muy distinta de otra, y que cada delito particular, considerado en todas sus relaciones, quede situado entre el que debe precederlo y el que debe seguirlo, y en la más exacta gradación. Esta tabla ha de ser tal, en fin, que pueda cotejarse con otra tabla compuesta para las penas y de manera que puedan responder exactamente la una a la otra.» (54) En teoría, o en sueño más bien, la doble taxonomía de los castigos y de los crímenes puede resolver el problema: ¿cómo aplicar leyes fijas a individuos singulares?
Pero lejos de este modelo especulativo estaban por la misma época constituyéndose, de manera todavía bastante tosca, unas formas de individualización antropológica. En primer lugar, con la noción de reincidencia. No quiere decir esto que la reincidencia fuera desconocida por las antiguas leyes criminales; (55) pero tiende a volverse una calificación del propio delincuente susceptible de modificar la pena dictada: según la legislación de 1791, a los reincidentes podía imponérseles en casi todos los casos una duplicación de la pena; según la ley de Floréal del año x, debían ser marcados con la letra R, y el Código penal de 1810 les infligía o bien el máximo de la pena, o la pena inmediatamente superior. Ahora bien, a través de la reincidencia, a lo que se apunta no es al autor de un acto definido por la ley, es al sujeto delincuente, a una voluntad determinada que manifiesta su índole intrínsecamente criminal. Poco a poco, a medida que la criminalidad se torna, en lugar del crimen, objeto de la intervención penal, la oposición entre primerizo y reincidente tenderá a ser más importante. Y a partir de esta oposición, reforzándola en no pocos puntos, se ve por la misma época formarse la noción de crimen «pasional», crimen involuntario, irreflexivo, ligado a unas circunstancias extraordinarias, que no cuenta ciertamente con la excusa de la locura, pero que promete no ser jamás un crimen habitual. Ya Le Peletier hacía observar, en 1791, que la sutil gradación de las penas que presentaba a la Constituyente, podía apartar del crimen al «malvado que a sangre fría medita una mala acción», y que puede ser retenido por el temor de la pena, y que es, en cambio, impotente contra los crímenes debidos a las «violentas pasiones que no calculan»; pero que esto tiene poca importancia, ya que tales delitos no son indicio en sus autores de «ninguna perversidad razonada». (56)
Por debajo de la humanización de las penas, lo que se encuentra son todas esas reglas que autorizan, mejor dicho, que exigen la «suavidad», como una economía calculada del poder de castigar. Pero piden también un desplazamiento en el punto de aplicación de este poder: que no sea ya el cuerpo, con el juego ritual de los sufrimientos extremados, de las marcas manifiestas en el ritual de los suplicios; que sea el espíritu o más bien un juego de representaciones y de signos circulando con discreción pero necesidad y evidencia en el ánimo de todos. No ya el cuerpo, sino el alma, decía Mably. Y vemos bien lo que hay que entender por este término: el correlato de una técnica de poder. Es la despedida a las viejas «anatomías» punitivas. Pero ¿se ha entrado, por ello, y realmente, en la era de los castigos no corporales?
(106) En el punto de partida se puede colocar, por lo tanto, el proyecto político de la exacta división en zonas y rastrillado de los ilegalismos, el de generalizar la función punitiva y el de delimitar, para controlarlo, el poder de castigar. Ahora bien, de ahí se desprenden dos líneas de objetivación del delito y del delincuente. De un lado, el delincuente designado como el enemigo de todos, que todos tienen interés en perseguir, cae fuera del pacto, se descalifica como ciudadano, y surge llevando en sí como un fragmento salvaje de naturaleza; aparece como el malvado, el monstruo, el loco quizá, el enfermo y pronto el «anormal». Es a tal título como pasará un día a ser tema de una objetivación científica y del «tratamiento» que le es correlativo. De otro lado, la necesidad de medir, desde el interior, los efectos del poder punitivo prescribe unas tácticas de intervención sobre todos los criminales, actuales o eventuales: la organización de un campo de prevención, el cálculo de los intereses , la puesta en circulación de representaciones y de signos, la constitución de un horizonte de certidumbre y de verdad, la adecuación de las penas a variables cada vez más finas; todo esto conduce igualmente a una objetivación de los delincuentes y de los delitos. En ambos casos, se ve cómo la relación de poder subyacente bajo el ejercicio del castigo comienza a acompañarse de una relación de objeto en la cual se encuentran encerrados no sólo el delito como hecho que establecer según unas normas comunes, sino el delincuente como individuo a quien conocer según unos criterios específicos. Se ve también que esta relación de objeto no viene a superponerse, desde el exterior, a la práctica punitiva, como lo haría un interdicto opuesto a la saña de los suplicios por los límites de la sensibilidad, o como lo haría una interrogación, racional o «científica», sobre lo que es ese hombre al que se castiga. Los procesos de objetivación nacen en las tácticas mismas del poder y en la ordenación de su ejercicio.
Sin embargo, estos dos tipos de objetivación que se dibujan con los proyectos de reforma penal son muy diferentes uno de otro: por su cronología y por sus efectos. La objetivación del delincuente al margen de la ley, hombre de la naturaleza, no es todavía sino una virtualidad, una línea de perspectiva, donde se entrecruzan los temas de la crítica política y las figuras de lo imaginario. Habrá que aguardar largo tiempo para que el homo criminalis llegue a ser un objeto definido en un campo de conocimiento. El otro, por el contrario, ha tenido efectos mucho más rápidos y decisivos en la medida en que estaba más directamente vinculado con la reorganización del poder de castigar: codificación, definición de los delitos, fijación de tarifas de las penas, reglas de procedimiento, definición (107) del papel de los magistrados. Y también porque se apoyaba sobre el discurso ya constituido de los Ideólogos. Éste daba, en efecto, por la teoría de los intereses, de las representaciones y de los signos, por las series y las génesis que reconstituía, una especie de receta general para el ejercicio del poder sobre los hombres: el «espíritu» como superficie de inscripción para el poder, con la semiología como instrumento; la sumisión de los cuerpos por el control de las ideas; el análisis de las representaciones como principio en una política de los cuerpos mucho más eficaz que la anatomía ritual de los suplicios. El pensamiento de los ideólogos no ha sido únicamente una teoría del individuo y de la sociedad; se ha desarrollado como una tecnología de los poderes sutiles, eficaces y económicos, en oposición a los gastos suntuarios del poder de los soberanos. Escuchemos una vez más a Servan: es preciso que las ideas de crimen y de castigo estén fuertemente ligadas y «se sucedan sin intervalo… Cuando hayáis formado así la cadena de las ideas en la cabeza de vuestros ciudadanos, podréis entonces jactaros de conducirlos y de ser sus amos. Un déspota imbécil puede obligar a unos esclavos con unas cadenas de hierro; pero un verdadero político ata mucho más fuertemente por la cadena de sus propias ideas. Sujeta el primer cabo al plano fijo de la razón; lazo tanto más fuerte cuanto que ignoramos su textura y lo creemos obra nuestra; la desesperación y el tiempo destruyen los vínculos de hierro y de acero, pero no pueden nada contra la unión habitual de las ideas, no hacen sino estrecharla más; y sobre las flojas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los Imperios más sólidos». (57)
Esta semiotécnica de los castigos, este «poder ideológico» es el que, en parte al menos, va a quedar en suspenso y habrá de ser sustituido por una nueva anatomía en la que el cuerpo, de nuevo, pero en forma inédita, será el personaje principal. Y esta nueva anatomía política permitirá volver a cruzar las dos líricas de objetivación divergentes que vemos formarse en el siglo XVIII: la que rechaza al delincuente «al otro lado», al lado de una naturaleza contra natura; y la que trata de controlar la delincuencia, por una economía calculada de los castigos. Una ojeada al nuevo arte de castigar demuestra la sustitución de la semiotécnica punitiva por una nueva política del cuerpo.

Notas:
1) Así es como la cancillería resume en 1789 la posición general de los Cuadernos de quejas en cuanto a los suplicios. Cf. E. Seligman, La justice tous la Révolution, t. I, 1901, y A. Desjardin, Les cahiers des États généraux et la justice criminelle, 1883, pp. 13-20.
2) J. Petión de Villeneuve, «Discours à la Constituante», Archives parlementaires, t. XXVI, p. 641.
3) A. Boucher d’Argis, Observations sur les lois criminelles, 1781, p. 125.
4) Lachèze, «Discours à la Constituante», 3 de junio de 1791, Archives parlementaires, t. xxvi.
5) Cf. en particular la polémica de Muyan de Vouglans contra Beccaria. Réfutation du Traite des délits et des peines, 1766.
6) P. Chaunu. Annales de Normandie, 1962. p. 236, y 1966, pp. 107-108.
7) E. Le Roy-Ladurie, en Contrepoint, 1973.
8) N. W. Mogensen, Aspects de la société augeronne aux XVIIe et XVIIIe siècles, 1971. Tesis mecanografiada, p. 326. El autor demuestra que en el país de Auge los crímenes de violencia son en vísperas de la Revolución cuatro veces menos numerosos que a fines del reinado de Luis XIV. De una manera general, los trabajos dirigidos por Pierre Chaunu sobre la criminalidad en Normandía manifiestan este aumento del fraude a expensas de la violencia. Cf. artículos de B. Boutelet, de J. Cl. Gégot y V. Boucheron en los Annales de Normandie de 1962, 1966 y 1971. Para París, cf. P. Petrovitch en Crime et criminalité en France aux XVIle et XVIIIe  siècles, 1971. El mismo fenómeno, parece ser, ocurre en Inglaterra: cf. Ch. Hibbert, The roots of  evil, 1966, p. 72; y J. Tobias, Crime and industrial society, 1967, pp. 37 ss.
9) P. Chaunu, Annales de Normandie, 1971, p. 56.
10) Thomas Powell Buxton, Parlamentary Debate, 1819, xxXIX.
11) Le Roy-Ladurie, Contrepoint, 1973. El estudio de A. Farge, sobre Le vol d’aliments à Paris au XVIIIe siècle, 1974, confirma esta tendencia: de 1750 a 1755, el 5 % de las sentencias por este motivo eran a galeras, pero el 15 % de 1775 a 1790. «La severidad de los tribunales se acentúa con el tiempo… pesa una amenaza sobre los valores útiles a la sociedad que se considera ordenada y respetuosa de la propiedad» (pp. 130-142).
12) Talla: tributo, repartido por cabeza a los plebeyos.  [T.]
13) Le Trosne, Mémoires sur les vagabonds, 1764, p. 4.
14) Cf. por ejemplo C. Dupaty, Mémoire justificatif pour trois hommes condamnés à la roue, 1786, p. 247.
15) Uno de los presidentes de la Cámara de la Tournelle en un mémorial al rey, 2 de agosto de 1768, citado en Ariette Farge, p. 66.
16) P. Chaunu, Annales de Normandie, 1966, p. 108.
17) La expresión es de N. W. Mogenscn, loc. cit.
18) Archives parlementaires, t. XII, p. 344.
19) Sobre este tema puede acudirse, entre otros, a S. Linguet, Nécessité d’une réforme dans l’administration de la justice, 1764, o A. Boucher d’Argis, Cahier d’un magistrat, 1789.
20)  Bailia: el territorio, jurisdicción y casa del baile, o juez real. Presidial: jurisdicción de ciertas senescalías reales, que conocía en Francia, sin apelación, en ciertos casos y en ciertas sumas, o cuantías. [T.]
21) Sobre esta critica del «exceso de poder» y de su mala distribución en el aparato judicial, cf. en particular C. Dupaty, Lettres sur la procédure criminelle, 1788, P. L. de Lacretelle, Dissertation sur le ministère public, en Discours sur le préjugé des peines infamantes, 1784, G. Target, L’esprit des cahiers présentés aux États généraux, 1789.
22) Cf. N. Bergasse, a propósito del poder judicial: «E* preciso que, despojado de toda especie de actividad contra el régimen político del Estado, y desprovisto de toda influencia sobre las voluntades que concurren a formar este régimen o a mantenerlo, disponga para proteger a todos los individuos y todos los derechos, de una fuerza tal que, omnipotente para defender y pan socorrer, se vuelva absolutamente nula tan pronto como, cambiando su destino, se intente hacer uso de ella para oprimir.» (Rapport à la Constituante tur le pouvoir judiciaire, 1789, pp. 11-12.)
23)  Le Trosne, Mémoire sur les vagabonds,  1764, p. 4.
24) Y.-M. Bercé, Croquants et nu-pieds, 1974, p. 161.
25) Cf. O. Festy, Les délits ruraux et leur répression sous  la  Révolution  et le Consulat, 1956.   M. Agulhon, La vie sociale en Provence, 1970.
26) P. Colquhoun, Traité sur la pólice de Londres, traducción de 1807, t. I. En las pp. 153-182 y 292-339, ofrece Colquhoun una exposición muy detallada de estas pistas y ramificaciones.
27) Ibid., pp. 297-298.
28) G. Le Trosne, Mémoire sur les vagabonds. 1764, pp. 8, 50, 54, 61-62.
29) G. Le Trosne, Vues sur la justice criminelle, 1777, pp. 31, 37, 103-106.
30) J.-J. Rousseau, Contrato social, libro II, cap. v. Hay que advertir que estas ideas de Rousseau fueron utilizadas en la Constituyente por algunos diputados que trataban de mantener un sistema de penas muy riguroso. Y lo curioso es que los principios del Contrato han podido servir para apoyar la vieja correspondencia de atrocidad entre crimen y castigo. «La protección debida a los ciudadanos exige proporcionar las penas a la atrocidad de los crímenes y no sacrificar, en nombre de la humanidad, a la humanidad misma.» (Mougins de Roquefort, que cita el pasaje en cuestión del Contrato social, «Discours à la Constituante», Archives parlementaires, t. XXVI, p. 637.)
31) Beccaria, Des délits et des peines, ed. de 1856, p. 87.
32) P. L. de Lacretelle, Discours sur le préjugé des peines infamantes, 1784, p. 129.
33) Ibid., p. 131.
34) A. Duport, «Discours à la Constituante, 22 décembre 1789», Archives parlementaires, t. x, p. 744.   Se podría citar, en el mismo sentido, los diferentes temas de concursos propuestos a fines del siglo XVIII por las academias y sociedades culturales: cómo hacer «de modo que la moderación de la instrucción y de las penas se concilie con la certeza de un castigo rápido y ejemplar y que la sociedad civil goce de la mayor seguridad posible, en pro de la libertad y la humanidad» (Société économique de Berne, 1777). Marat respondió con su Plan de Législation criminelle.   Cuáles son los «medios de suavizar el rigor de las leyes penales en Francia sin perjudicar a la seguridad pública» (Académie de Châlons-sur-Marne, 1780; los premiados  fueron  Brissot y  Bernardi);  «¿tiende la extremada severidad de las leyes a disminuir el número y la enormidad de los delitos en una nación depravada?» (Académie de Marseille, 1786; el premiado fue Eymar).
35) G. Target, Observations sur le projet du Code pénal, en Loaré, La législation de la France, t. xXIX, pp. 7-8. Se encuentra, invertidos los términos, en Kant.
36)c. E. de Pastoret, Des lois pénales, 1790, II, p. 21.
37) G. Filangieri, La science de la législation, trad. de 1786, t. IV, p. 214.
38) Beccaria, Des délits et des peines, 1856, p. 87.
39) A. Barnave, «Discours à la Constituante»: «La sociedad no ve en los castigos que inflige el bárbaro goce de hacer sufrir a un ser humano; ve en ellos la precaución necesaria para prevenir unos crímenes semejantes, para apartar de la sociedad los males con que la amenaza un atentado.» (Archives parlementaires, t. xXVII, 6 de junio de 1791, p. 9.)
40) Beccaria, Traité des délits et des peines, p. 89.
41) Beccaria, Des délits et des peines, p. 87.
42) J. P. Brissot, Théories des lois criminelles, 1781, t. I, p. 24.
43) Beccaria, Des délits et des peines, p. 26.
44) Beccaria, ibid. Cf. también Brissot: «Si la gracia es equitativa, la ley es mala; allí donde la legislación es buena, las gracias no son otra cosa que crímenes contra la ley» (Théorie des ¡ois criminelles, 1781, t. I, p. 200).
45) G. de Mably, De ¡a législation, Oeuvres complètes, 1789, t. IX, p. 327. Cf. también Vattel: «Es menos la atrocidad de las penas que la exactitud en exigirlas lo que mantiene a todo el mundo en el deber» (Le droit des gens, 1768, p. 163).
46) A. Duport, «Discours à la Constituante», Archives parlementaires, t. xxi, p. 45.
47) G. de Mably, De la législation, Oeuvres complètes, 1789, t. ix, p. 348.
48) G. Seigneux de Correvon, Essai sur l’usage de la torture, 1768, p. 49.
49) P. Risi, Observations de jurisprudence criminelle, trad. de 1758, p. 53.
50) Sobre este tema, véase entre otros, S. Linguet, Nécessité d’une réforme de l’administration de la justice criminelle, 1764, p. 8.
51) P. L. de Lacretelle, Discours sur les peines infamantes, 1784, p. 144.
52) J.-P. Marat, Plan de législation criminelle, 1780, p. 34.
53) Sobre la Índole no individualizante de la casuística, cf. P. Cariou, Les idéalités casuistiques (tesis mecanografiada).
54) P. L. de Lacretelle, Réflexions sur la législation pénale, en Discours sur les peines infamantes, 1784, pp. 351-352.
55) En contra de lo que han dicho Carnot o F. Helie y Chauveau, la reincidencia estaba muy claramente sancionada en gran número de leyes del Antiguo Régimen. La ordenanza de 1549 declara que el malhechor que repite es un «ser execrable, infame, eminentemente pernicioso para la cosa pública»; las reincidencias de blasfemia, robo, vagancia, etc., se castigaban con penas especiales.
56) Le Peletier de Saint-Fargeau, Archives parlementaires, t. xxvi, pp. 321-322. Al año siguiente, Bellart pronuncia lo que puede considerarse como la primera defensa de un crimen pasional. Se trata del caso Gras. Cf. Annales du barreau moderne, 1828. III, p. 34.
57) J. M. Servan, Discours sur l’administration de la justice criminelle, 1767, p. 35.

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