M. Foucault, VIGILAR Y CASTIGAR: Nacimiento de la prisión. PRISIÓN: Lo carcelario

III. LO CARCELARIO

Si tuviera que fijar la fecha en que termina la formación del sistema carcelario, no eligiría la de 1810 y el Código penal, ni aun la de 1844, con la ley que fijaba el principio del internamiento celular. No elegiría quizá la de 1838, en que fueron publicados, sin embargo, los libros de Charles Lucas, de Moreau-Christophe y de Faucher sobre la reforma de las prisiones. Sino el 22 de enero de 1840, fecha de la apertura oficial de Mettray. O quizá mejor, aquel día, de una gloria sin calendario, en que un niño de Mettray agonizaba diciendo: «¡Qué lastima tener que dejar tan pronto la colonial» (1) Era la muerte del primer santo penitenciario. Muchos bienaventurados han ido sin duda a reunirse con él, si es cierto que los colonos solían decir, para cantar las alabanzas de la nueva política punitiva del cuerpo: «Preferiríamos los golpes, pero la celda nos conviene más.»
¿Por qué Mettray? Porque es la forma disciplinaria en el estado más intenso, el modelo en el que se concentran todas las tecnologías coercitivas del comportamiento. Hay en él algo «del claustro, de la prisión, del colegio, del regimiento». Los pequeños grupos, fuertemente jerarquizados, entre los que se hallan repartidos los detenidos, se reducen simultáneamente a cinco modelos: el de la familia (cada grupo es una «familia» compuesta de «hermanos» y de dos «mayores»); el del ejército (cada familia, mandada por un jefe, está dividida en dos secciones cada una de las cuales tiene un subjefe; cada detenido tiene un número de matrícula y debe aprender los ejercicios militares esenciales; todos los días se pasa una revista de aseo, y todas las semanas una revista de indumentaria; lista tres veces al día); el del taller, con jefes y contramaestres que aseguran el encuadramiento en el trabajo y el aprendizaje de los más jóvenes; el de la escuela (una hora y media de clase al día; la enseñanza la dan el maestro y los subjefes); y finalmente, el modelo judicial: todos los días se hace en el locutorio una «distribución de justicia». «La menor desobediencia tiene su castigo y el mejor medio de evitar delitos graves es castigar muy severamente las faltas más ligeras: una palabra inútil se reprime en Mettray.» El principal de los castigos que se infligen es el encierro en celda; porque «el aislamiento es el mejor medio de obrar sobre la moral de los niños; ahí es sobre todo donde la voz de la religión, aunque jamás haya hablado a su corazón, recobra todo su poder emotivo»; (2) toda la institución parapenal, que está pensada para no ser la prisión, culmina en la celda, sobre cuyas paredes está escrito en letras negras: «Dios os ve.»
Esta superposición de modelos diferentes permite circunscribir, en lo que tiene de específico, la función de encauzamiento de la conducta. Los jefes y subjefes de Mettray no deben ser del todo ni jueces, ni profesores, ni contramaestres, ni suboficiales, ni «padres», sino un poco de todo esto y con un modo de intervención que es específico. Son en cierta manera unos técnicos del comportamiento: ingenieros de la conducta, ortopedistas de la individualidad. Tienen que fabricar unos cuerpos dóciles y capaces a la vez: controlan las nueve o diez horas de trabajo cotidiano (artesanal o agrícola); dirigen los desfiles, los ejercicios físicos, la escuela de pelotón, el acto de levantarse, el de acostarse, las marchas ritmadas por el clarín o el silbato; organizan la gimnasia, (3) inspeccionan la limpieza, asisten a los baños. Educación que va acompañada de una observación permanente; sobre la conducta cotidiana de los colonos, se obtiene sin cesar un conocimiento; se la organiza como instrumento de apreciación perpetua: «A su entrada en la colonia, se somete al niño a una especie de interrogatorio para enterarse de su origen, de la situación de su familia, de la falta que lo ha conducido ante los tribunales y de todos los delitos que componen su breve y a menudo bien triste existencia. Estos informes se inscriben en un cuadro en el que se anotan sucesivamente todo cuanto concierne a cada colono, su estancia en la colonia y su colocación después de haber salido de ella.» (4) El modelado del cuerpo da lugar a un conocimiento del individuo, el aprendizaje de las técnicas induce modos de comportamiento y la adquisición de aptitudes se entrecruza con la fijación de relaciones de poder; se forman buenos agricultores vigorosos y hábiles; en este trabajo mismo, con tal de que se halle técnicamente controlado, se fabrican individuos sumisos, y se constituye sobre ellos un saber en el cual es posible fiarse. Doble efecto de esta técnica disciplinaria que se ejerce sobre los cuerpos: un «alma» que conocer y una sujeción que mantener. Un resultado autentifica este trabajo de encauzamiento de la conducta: en 1848, en el momento en que «la fiebre revolucionaria apasionaba todas las imaginaciones, en el momento en que las escuelas de Angers, de La Fleche, de Alfort, y hasta los colegios se amotinaron, la apacibilidad de los colonos de Mettray pareció aumentar». (5)
Donde Mettray es ejemplar sobre todo es en la especificidad que allí se reconoce a esta operación de encauzamiento de la conducta. Coexiste junto a otras formas de control sobre las cuales se apoya: la medicina, la educación general, la dirección religiosa. Pero no se confunde en absoluto con ellas. Ni tampoco con la administración propiamente dicha. Jefes o subjefes de familia, instructores o contramaestres, los directivos vivían lo más cerca posible de los colonos; llevaban una indumentaria «casi tan humilde» como la suya; no se separaban de ellos prácticamente jamás, vigilándolos noche y día, y constituían entre ellos un sistema de observación permanente. Y para formarlos por sí mismos, se había organizado en la colonia una escuela especializada. El elemento esencial de su programa era someter a los directivos futuros a los mismos aprendizajes y a las mismas coerciones que a los propios detenidos: estaban «sometidos como alumnos a la disciplina que como profesores habrían de imponer más tarde». Se les enseñaba el arte de las relaciones de poder. Primera escuela normal de la disciplina pura: lo «penitenciario» no era allí simplemente un proyecto que buscara su garantía en la «humanidad» o sus fundamentos en una «ciencia»; sino una técnica que se aprende, se trasmite y obedece a unas normas generales. La práctica que normaliza por fuerza la conducta de los indisciplinados o los peligrosos puede ser, a su vez, por una elaboración técnica y una reflexión racional, «normalizada». La técnica disciplinaria se convierte en una «disciplina» que también tiene su escuela.
Ocurre que los historiadores de las ciencias humanas sitúan en esta época el acta de nacimiento de la psicología científica: según parece, Weber comenzó por los mismos años a manipular su pequeño compás para medir las sensaciones. Lo que ocurre en Mettray (y en los demás países de Europa un poco antes o un poco después) es evidentemente de un orden completamente distinto. Es la emergencia o más bien la especificación institucional y como el bautismo de un nuevo tipo de control —a la vez conocimiento y poder— sobre los individuos que resisten a la normalización disciplinaria. Y sin embargo, en la formación y desarrollo de la psicología, la aparición de estos profesionales de la disciplina, de la normalidad y del sometimiento, vale bien sin duda la medida de un umbral diferencial. Se dirá que la estimación cuantitativa de las respuestas sensoriales podía al menos invocar la autoridad de los prestigios de la fisiología naciente y que, con tal título, merece figurar en la historia de los conocimientos. Pero los controles de normalidad se hallan fuertemente enmarcados por una medicina o una psiquiatría que les garantizaban una forma de «cientificidad»; estaban apoyados en un aparato judicial que, de manera directa o indirecta, les aportaba su garantía legal. Así, al abrigo de estas dos considerables tutelas y sirviéndoles por lo demás de vínculo, o de lugar de intercambio, se desarrolló sin interrupción hasta hoy una técnica reflexiva del control de las normas. Los soportes institucionales y específicos de esos procedimientos se han multiplicado desde la pequeña escuela de Mettray; sus aparatos han aumentado en cantidad y en superficie; sus contactos se han multiplicado, con los hospitales, las escuelas, las administraciones públicas y las empresas privadas; sus agentes han proliferado en número, en poder, en calificación técnica; los técnicos de la indisciplina han proliferado. En la normalización del poder de normalización, en el acondicionamiento de un poder-saber sobre los individuos, Mettray y su escuela hacen época.
Pero, ¿por qué haber elegido este momento como punto de llegada en la formación de cierto arte de castigar, que es todavía casi el nuestro? Precisamente porque esta elección es un poco «injusta». Porque sitúa el «término» del proceso en las naves laterales del derecho criminal. Porque Mettray es una prisión, pero defectuosa: prisión, puesto que en ella se encerraba a los jóvenes delincuentes condenados por los tribunales; y sin embargo, había en cierto modo otra cosa, ya que se encerraba allí a unos menores que habían sido inculpados pero absueltos en virtud del artículo 66 del Código, y a unos detenidos internados, como en el siglo XVIII, invocando la corrección paternal. Mettray, modelo punitivo, se halla en el límite de la penalidad estricta. Ha sido la más famosa de toda una serie de instituciones que, mucho más allá de las fronteras del derecho criminal, han constituido lo que pudiera llamarse el archipiélago carcelario.
Los principios generales, los grandes códigos y las legislaciones lo habían dicho en efecto, sin embargo; no hay prisión «fuera de la ley», no hay detención que no haya sido decidida por una institución judicial calificada, se acabaron esos encierros arbitrarios y, no obstante, masivos. Ahora bien, el principio mismo del encarcelamiento extrapenal jamás fue abandonado en la realidad. (6) Y si bien el aparato del gran encierro clásico fue desmantelado en parte (y en parte solamente), muy pronto fue reactivado, reorganizado, desarrollado en ciertos puntos. Pero lo que es más importante todavía es que fue homogeneizado por intermedio de la prisión, de una parte con los castigos legales, y de otra parte con los mecanismos disciplinarios. Las fronteras, que ya estaban confundidas en la época clásica entre el encierro, los castigos judiciales y las instituciones de disciplina, tienden a borrarse para constituir un gran continuo carcelario que difunde las técnicas penitenciarias hasta las más inocentes disciplinas, trasmite las normas disciplinarias hasta el corazón del sistema penal y hace pesar sobre el menor ilegalismo, sobre la más pequeña irregularidad, desviación o anomalía, la amenaza de la delincuencia. Una red carcelaria sutil, desvanecida, con unas instituciones compactas pero también unos procedimientos carcelarios y difusos, ha tomado a su cargo el encierro arbitrario, masivo, mal integrado, de la época clásica.
No procede reconstituir aquí todo ese tejido que forma el entorno primero y mediato y luego cada vez más lejano de la prisión. Basten algunos puntos de referencia para apreciar la amplitud, y algunos datos para medir la precocidad.
Ha habido las secciones agrícolas de las casas centrales (el primer ejemplo de las cuales fue Gaillon en 1824, seguido más tarde por Fontevrault, Les Douaires, Le Boulard); ha habido las colonias para niños pobres, abandonados y vagabundos (Petit-Bourg en 1840, Ostwald en 1842); ha habido los refugios, las casas de caridad, las de misericordia destinadas a las mujeres culpables que «retroceden ante el pensamiento de volver a una vida de desorden», para las «pobres inocentes a quienes la inmoralidad de su madre expone a una perversidad precoz», o para las muchachas pobres a quienes se encuentra a la puerta de los hospitales y de las habitaciones que se alquilan amuebladas. Ha habido las colonias penitenciarias previstas por la ley de 1850: los menores, absueltos, o condenados, debían ser allí «educados en común bajo una disciplina severa, y aplicados a los trabajos de la agricultura, así como a las principales industrias que se relacionan con ella», y más tarde vendrían a reunirse con ellos los menores confinables y «los pupilos viciosos y prófugos de la Asistencia pública». (7) Y, alejándose cada vez más de la penalidad propiamente dicha, los círculos carcelarios se ensanchan y la forma de la prisión se atenúa lentamente antes de desaparecer por completo: las instituciones para niños abandonados o indigentes, los orfanatos (como Neuhof o el Mesnil-Firmin), los establecimientos para aprendices (como el Bethléem de Reims o la Maison de Nancy); más lejos todavía las fábricas-convento, como la de La Sauvagère, y después la de Tarare y de Jujurieu (donde las obreras entran hacia la edad de trece años, viven encerradas durante unos cuantos y no salen sino bajo vigilancia; no reciben salario, sino gajes modificados por primas de celo y de buena conducta, que no cobran hasta su salida). Y todavía ha habido además una serie entera de dispositivos que no reproducen la prisión «compacta», pero utilizan algunos de los mecanismos carcelarios: sociedades de patronato, obras de moralización, oficinas que a la vez distribuyen los socorros y establecen la vigilancia, ciudades y alojamientos obreros, cuyas formas primitivas y más toscas llevan aún de manera muy legible las marcas del sistema penitenciario. (8) Y finalmente, esta gran trama carcelaria coincide con todos los dispositivos disciplinarios, que funcionan diseminados en la sociedad.
Se ha visto que la prisión trasformaba, en la justicia penal, el procedimiento punitivo en técnica penitenciaria; en cuanto al archipiélago carcelario, trasporta esta técnica de institución penal al cuerpo social entero. Y ello con varios efectos importantes.
1) Este vasto dispositivo establece una gradación lenta, continua, imperceptible, que permite pasar como de una manera natural del desorden a la infracción y en sentido inverso de la trasgresión de la ley a la desviación respecto de una regla, de una media, de una exigencia, de una norma. En la época clásica, a pesar de cierta referencia común a la falta en general, (9) el orden de la infracción, el orden del pecado y el de la mala conducta se mantenían separados en la medida en que dependían de criterios y de instancias distintos (la penitencia, el tribunal, el encierro). El encarcelamiento con sus mecanismos de vigilancia y de castigo funciona por el contrario según un principio de relativa continuidad. Continuidad de las propias instituciones que remiten las unas a las otras (de la asistencia al orfanato, a la casa de corrección, a la penitenciaría, al batallón disciplinario, a la prisión; de la escuela a la sociedad de patronato, al obrador, al refugio, al convento penitenciario; de la ciudad obrera al hospital, a la prisión). Continuidad de los criterios y de los mecanismos punitivos que a partir de la simple desviación hacen progresivamente más pesada la regla y agravan la sanción. Gradación continua de las autoridades instituidas, especializadas y competentes (en el orden del saber y en el orden del poder) que, sin arbitrariedad, pero según los términos de reglamentos, por vía de atestiguación y de medida jerarquizan, diferencian, sancionan, castigan, y conducen poco a poco de la sanción de las desviaciones al castigo de los crímenes. Lo «carcelario», con sus formas múltiples, difusas o compactas, sus instituciones de control o de coacción, de vigilancia discreta y de coerción insistente, establece la comunicación cualitativa y cuantitativa de los castigos; pone en serie o dispone según unos empalmes sutiles las pequeñas y las grandes penas, los premios y los rigores, las malas notas y las menores condenas. Tú acabarás en presidio, puede decir la menor de las disciplinas; y la más severa de las prisiones dice al sentenciado a perpetuidad: yo advertiré la menor desviación de tu conducta. La generalidad de la función punitiva que el siglo XVIII buscaba en la técnica «ideológica» de las representaciones y de los signos tiene ahora como soporte la extensión, la armazón material, compleja, dispersa pero coherente, de los distintos dispositivos carcelarios. Por ello mismo, cierto significado común circula entre la primera de las irregularidades y el último de los crímenes: ya no es la falta, tampoco es ya el atentado al interés común, es la desviación y la anomalía; esto es lo que obsesiona a la escuela, al tribunal, al asilo o a la prisión. Generaliza del lado del sentido la función que lo carcelario generaliza del lado de la táctica. El adversario del soberano, y después el enemigo social se ha trasformado en un desviacionista que lleva consigo el peligro múltiple del desorden, del crimen, de la locura. El sistema carcelario empareja, según unas relaciones múltiples, las dos series, largas y múltiples, de lo punitivo y de lo anormal.
2) Lo carcelario, con sus canales, permite el reclutamiento de los grandes «delincuentes». Organiza lo que podría llamarse las «carreras disciplinarias» en las que, bajo el aspecto de las exclusiones y de los rechazos, se opera un trabajo completo de elaboración. En la época clásica, se abría en los confines o los intersticios de la sociedad el dominio confuso, tolerante y peligroso del «fuera de la ley» o al menos de lo que se sustraía a las presas directas del poder: espacio vago que era para la criminalidad un lugar de formación y una región de refugio; en él se encontraban, en idas y venidas aventuradas, la pobreza, el desempleo, la inocencia perseguida, el ardid, la lucha contra los poderosos, el rechazo de las obligaciones y de las leyes, el crimen organizado; era el espacio de la aventura que Gil Blas, Sheppard o Mandrin recorrían minuciosamente cada uno a su manera. El siglo XIX, por medio del juego de las diferenciaciones y de las ramificaciones disciplinarias, ha construido unos canales rigurosos que, en el corazón del sistema, encauzan la docilidad y fabrican la delincuencia por los mismos mecanismos. Ha habido una especie de «formación» disciplinaria, continua y coactiva, que tiene cierta relación con el curso pedagógico y con el escalafón profesional. Diséñanse de este modo unas carreras tan seguras, tan fatales, como las de la función pública: patronatos y sociedades de socorros, colocaciones a domicilio, colonias penitenciarias, batallones de disciplina, prisiones, hospitales, hospicios. Estos escalafones estaban ya muy bien localizados a principios del siglo XIX: «Nuestros establecimientos de beneficencia presentan un conjunto admirablemente coordinado por medio del cual el indigente no permanece un momento sin socorro desde su nacimiento hasta la tumba. Seguid al infortunado: lo veréis nacer en medio de los expósitos; de ahí pasa al hospicio y después a las salas del asilo, de donde sale a los seis años para entrar en la escuela primaria y más tarde en las escuelas de adultos. Si no puede trabajar, se le inscribe en las oficinas de beneficencia de su distrito, y si cae enfermo puede elegir entre 12 hospitales… En fin, cuando el pobre de París llega al fin de su carrera, 7 hospicios aguardan su vejez y a menudo su régimen sano prolonga sus días inútiles bastante más allá del término a que llega el rico.» (10)
El sistema carcelario no rechaza lo inasimilable arrojándolo a un infierno confuso: no tiene exterior. Toma de un lado lo que parece excluir del otro. Lo economiza todo, incluido lo que sanciona. No consiente en perder siquiera lo que ha querido descalificar. En esta sociedad panóptica de la que el encarcelamiento es la armadura omnipresente, el delincuente no está fuera de la ley; está, y aun desde el comienzo, en la ley, en el corazón mismo de la ley, o al menos en pleno centro de esos mecanismos que hacen pasar insensiblemente de la disciplina a la ley, de la desviación a la infracción. Si bien es cierto que la prisión sanciona la delincuencia, ésta, en cuanto a lo esencial, se fabrica en y por un encarcelamiento que la prisión, a fin de cuentas, prolonga a su vez. La prisión no es sino la continuación natural, nada más que un grado superior de esa jerarquía recorrida paso a paso. El delincuente es un producto de institución. Es inútil por consiguiente asombrarse de que, en una proporción considerable, la biografía de los condenados pase por todos esos mecanismos y establecimientos de los que fingimos creer que estaban destinados a evitar la prisión. Puede encontrarse en esto, si se quiere, el indicio de un «carácter» delincuente irreductible: el recluso de Mende ha sido cuidadosamente producido a partir del niño de correccional, de acuerdo con las líneas de fuerza del sistema carcelario generalizado. E inversamente, el lirismo de la marginalidad puede muy bien encantarse con la imagen del «fuera de la ley», gran nómada social que merodea en los confines del orden dócil y amedrentado. No es en los márgenes, y por un efecto de destierros sucesivos como nace la criminalidad, sino gracias a inserciones cada vez más compactas, bajo unas vigilancias cada vez más insistentes, por una acumulación de las coerciones disciplinarías. En una palabra, el archipiélago carcelario asegura, en las profundidades del cuerpo social, la formación de la delincuencia a partir de los ilegalismos leves, la recuperación de éstos por aquélla y el establecimiento de una criminalidad especificada.
3) Pero el efecto más importante quizá del sistema carcelario y de su extensión mucho más allá de la prisión legal, es que logra volver natural y legítimo el poder de castigar, y rebajar al menos el umbral de tolerancia a la penalidad. Tiende a borrar lo que puede haber de exorbitante en el ejercicio del castigo. Y esto haciendo jugar uno con respecto del otro los dos registros en que se despliega: el —legal— de la justicia, y el —extralegal— de la disciplina. En efecto, la gran continuidad del sistema carcelario de una y otra parte de la ley y de sus sentencias procura una especie de garantía legal a los mecanismos disciplinarios, a las decisiones y a las sanciones que emplean. De un extremo a otro de este sistema, que comprende tantas instituciones «regionales», relativamente autónomas e independientes, se trasmite, con la «forma-prisión», el modelo de la gran justicia. Los reglamentos de las casas de disciplina pueden reproducir la ley, las sanciones imitar los veredictos y las penas, la vigilancia repetir el modelo policiaco; y por encima de todos estos establecimientos múltiples, la prisión, que es respecto de todos ellos una forma pura, sin mezcla ni atenuación, les da una especie de garantía estatal. Lo carcelario, con su largo desvanecido que se extiende del presidio o de la reclusión criminal hasta los encuadramientos difusos y ligeros, comunica un tipo de poder que la ley valida y que la justicia utiliza como su arma preferida. ¿Cómo las disciplinas y el poder que en ellas funciona podrían aparecer como arbitrarios, cuando no hacen sino poner en acción los mecanismos de la propia justicia, a reserva de atenuar su intensidad? ¿Cuando que, si generalizan los efectos, si ¡os trasmiten hasta los últimos escalones, es para evitar sus rigores? La continuidad carcelaria y la difusión de la forma-prisión permiten legalizar, o en todo caso legitimar, el poder disciplinario que de esta manera elude lo que puede llevar en sí de exceso o de abuso.
Pero, inversamente, la pirámide carcelaria da al poder de infligir castigos legales un contexto en el cual aparece como liberado de todo exceso y de toda violencia. En la gradación sabiamente progresiva de los aparatos de disciplina y de los «empotramientos» que implican, la prisión no representa en absoluto el desencadenamiento de un poder de otra índole, sino precisamente un grado suplementario en la intensidad de un mecanismo que no ha cesado de jugar desde las primeras sanciones. Entre la última de las instituciones de «reforma» donde el que es acogido evita la prisión, y la prisión adonde se envía al que comete una infracción caracterizada, la diferencia es (y debe ser) apenas sensible. Rigurosa economía que tiene como efecto hacer lo más discreto posible el singular poder de castigar. Nada en él recuerda ya el antiguo exceso del poder soberano cuando vengaba su autoridad en el cuerpo de los supliciados. La prisión continúa, sobre aquellos que se le confían, un trabajo comenzado en otra parte y que toda la sociedad prosigue sobre cada uno por innumerables mecanismos de disciplina. Gracias al continuo carcelario, la instancia que condena se desliza entre todas aquellas que controlan, trasforman, corrigen, mejoran. En el límite, nada lo distinguiría ya de ellas realmente, a no ser el carácter singularmente «peligroso» de los delincuentes, la gravedad de sus desviaciones y la solemnidad necesaria del rito. Pero, en su función, este poder de castigar no es esencialmente diferente del de curar o de educar. Recibe de ellos, y de su misión menor y menuda, una garantía de abajo; pero que no es menos importante, ya que se trata de la de la técnica y de la racionalidad. Lo carcelario «naturaliza» el poder legal de castigar, como «legaliza» el poder técnico de disciplinar. Al homogeneizarlos así, borrando lo que puede haber de violento en el uno y de arbitrario en el otro, atenuando los efectos de rebelión que ambos pueden suscitar, haciendo por consiguiente inútiles su exasperación y su encarnizamiento, haciendo circular de uno a otro los mismos métodos mecánicos y discretos, lo carcelario permite efectuar esta gran «economía» del poder cuya fórmula había buscado el siglo XVIII cuando montaba el problema de la acumulación y de la gestión útil de los hombres.
La generalidad carcelaria, al jugar en todo el espesor del cuerpo social y al mezclar sin cesar el arte de rectificar al derecho de castigar, rebaja el nivel a partir del cual se vuelve natural y aceptable el ser castigado. Se plantea con frecuencia la cuestión de saber cómo, antes y después de la Revolución, se ha dado un nuevo fundamento al derecho de castigar. Y es sin duda del lado de la teoría del contrato por donde hay que buscar. Pero es preciso también y quizá sobre todo plantear la cuestión inversa: ¿cómo se ha hecho para que se acepte el poder de castigar, o simplemente para que los castigados toleren serlo? La teoría del contrato no puede responder a ello sino por la ficción de un sujeto jurídico que da a los demás el poder de ejercer sobre él el derecho que él mismo tiene sobre ellos. Es muy probable que el gran continuo carcelario, que hace comunicar el poder de la disciplina con el de la ley, y se extiende sin ruptura desde las más pequeñas coerciones a la gran detención penal, haya constituido el doblete técnico y real, inmediatamente material, de esta cesión quimérica del derecho de castigar.
4) Con esta nueva economía del poder, el sistema carcelario que es su instrumento de base ha hecho valer una nueva forma de «ley»: un conjunto mixto de legalidad y de naturaleza, de prescripción y de constitución, la norma. De ahí una serie entera de efectos: la dislocación interna del poder judicial o al menos de su funcionamiento; cada vez más una dificultad de juzgar, y como una vergüenza en condenar; un furioso deseo en los jueces de aquilatar, de apreciar, de diagnosticar, de reconocer lo normal y lo anormal; y el honor reivindicado de curar o de readaptar. De esto, es inútil hacer crédito a la conciencia buena o mala de los jueces ni aun a su inconsciente. Su inmenso «apetito de medicina» que se manifiesta sin cesar —desde su llamamiento a los expertos psiquiatras hasta su atención al parloteo de la criminología— revela el hecho mayor de que el poder que ejercen ha sido «desnaturalizado»; que se halla realmente a cierto nivel regido por las leyes, y que a otro, y más fundamental, funciona como un poder normativo; es la economía del poder que ejercen, y no la de sus escrúpulos o de su humanismo, la que les hace formular veredictos «terapéuticos», y decidir encarcelamientos «readaptadores». Pero inversamente, si los jueces aceptan cada vez peor tener que condenar por condenar, la actividad de juzgar se ha multiplicado en la medida misma en que se ha difundido el poder normalizador. Conducido por la omnipresencia de los dispositivos de disciplina, tomando apoyo sobre todos los equipos carcelarios, se ha convertido en una de las funciones principales de nuestra sociedad. Los jueces de normalidad están presentes por doquier. Nos encontramos en compañía del profesor-juez, del médico-juez, del educador-juez, del «trabajador social»-juez; todos hacen reinar la universalidad de lo normativo, y cada cual en el punto en que se encuentra le somete el cuerpo, los gestos, los comportamientos, las conductas, las actitudes, las proezas. La red carcelaria, bajo sus formas compactas o diseminadas, con sus sistemas de inserción, de distribución, de vigilancia, de observación, ha sido el gran soporte, en la sociedad moderna, del poder normalizador.
5) El tejido carcelario de la sociedad asegura a la vez las captaciones reales del cuerpo y su perpetua observación; es, por sus propiedades intrínsecas, el aparato de castigo más conforme con la nueva economía del poder, y el instrumento para la formación del saber de que esta economía misma necesita. Su funcionamiento panóptico le permite desempeñar este doble papel. Por sus procedimientos de fijación, de distribución, de registro, ha sido durante largo tiempo una de las condiciones, la más simple, la más tosca, la más material también, pero quizá la más indispensable para que se desarrolle esa inmensa actividad de examen que ha objetivado el comportamiento humano. Si hemos entrado, después de la edad de la justicia «inquisitoria», en la de la justicia «examinatoria», si, de una manera más general aún, el procedimiento de examen ha podido cubrir tan ampliamente toda la sociedad, y dar lugar por una parte a las ciencias del hombre, uno de sus grandes instrumentos ha sido la multiplicidad y el entre-cruzamiento compacto de los mecanismos diversos de encarcelamiento. No se trata de decir que de la prisión hayan salido las ciencias humanas. Pero si han podido formarse y producir en la episteme todos los efectos de trastorno que conocemos, es porque han sido llevadas por una modalidad específica y nueva de poder: determinada política del cuerpo, determinada manera de hacer dócil y útil la acumulación de los hombres. Ésta exigía la implicación de relaciones definidas de saber en las relaciones de poder; reclamaba una técnica para entrecruzar la sujeción y la objetivación; comportaba procedimientos nuevos de individualización. El sistema carcelario constituye una de las armazones de ese poder-saber que ha hecho históricamente posibles las ciencias humanas. El hombre cognoscible (alma, individualidad, conciencia, conducta, poco importa aquí) es el efecto-objeto de esta invasión analítica, de esta dominación-observación.
6) Esto explica sin duda la extremada solidez de la prisión, este pobre invento criticado, sin embargo, desde su aparición. Si no hubiera sido otra cosa que un instrumento de rechazo o de aplastamiento al servicio de un aparato estatal, habría sido más fácil modificar sus formas demasiado llamativas o encontrarle un sustitutivo más confesable. Pero hundida como lo está en medio de dispositivos y de estrategias de poder, le es posible oponer a quien quisiera trasformarla una gran fuerza de inercia. Hay un hecho característico: cuando se trata de modificar el régimen del encarcelamiento, el bloqueo no viene de la sola institución judicial; lo que resiste no es la prisión-sanción penal, sino la prisión con todas sus determinaciones, vínculos y efectos extrajudiciales; es la prisión, relevo en una red general de las disciplinas y de las vigilancias; la prisión, tal como funciona en un régimen panóptico. Lo cual no quiere decir que no pueda ser modificada, ni que sea de una vez para siempre indispensable para un tipo de sociedad como la nuestra.  Se puede, por el contrario, situar los dos procesos que en la continuidad misma de los procesos que la han hecho funcionar son susceptibles de restringir considerablemente su uso y de trasformar su funcionamiento interno. Y, sin duda, están ya ampliamente iniciados. El uno es el que disminuye la utilidad (o hace crecer los inconvenientes) de una delincuencia acondicionada como un ilegalismo específico, cerrado y controlado; así, con la constitución a una escala nacional o internacional de grandes ilegalismos directamente conectados con los aparatos políticos y económicos (ilegalismos financieros, servicios de información, tráfico de armas y de drogas, especulaciones inmobiliarias) es evidente que la mano de obra un poco rústica y llamativa de la   delincuencia resulta ineficaz; o también, a una escala más restringida, desde el momento en que la exacción económica sobre el placer sexual se realiza mucho mejor con la venta de anticonceptivos, o por la vía indirecta de las publicaciones, de los filmes y de los espectáculos, la jerarquía arcaica de la prostitución pierde una gran parte de su antigua utilidad.  El otro proceso es el crecimiento de los sistemas disciplinarios, la multiplicación de sus intercambios con el aparato penal, los poderes cada vez más importantes que se les atribuyen, la trasferencia cada vez más masiva hacia ellos de funciones judiciales; ahora bien, a medida que la medicina, la psicología, la educación, la asistencia, el «trabajo social» se van quedando con una parte mayor de los poderes de control y de sanción, el aparato penal, en compensación, podrá medicalizarse, psicologizarse, pedagogizarse; y con ello se hace menos útil el eje que constituía la prisión, cuando, por el desfasamiento entre su discurso penitenciario y su efecto de consolidación de la delincuencia articulaba el poder penal y el poder disciplinario. En medio de todos estos dispositivos de normalización que se van estrechando, la especificidad de la prisión y su papel de juntura pierden parte de su razón de ser.
Si algo político de conjunto está en juego en torno de la prisión, no es, pues, saber si será correctora o no; si los jueces, los psiquiatras o los sociólogos ejercerán en ella más poder que los administradores y los vigilantes; en el límite, no existe siquiera en la alternativa prisión u otra cosa que la prisión. El problema actualmente está más bien en el gran aumento de importancia de estos dispositivos de normalización y toda la extensión de los efectos de poder que suponen, a través del establecimiento de nuevas objetividades.
En 1836, un corresponsal escribía a La Phalange: «Moralistas, filósofos, legisladores, aduladores de la civilización, he aquí el plano de vuestro París puesto en orden, he aquí el plano perfeccionado en el que están reunidas todas las cosas semejantes. En el centro, y en un primer recinto: hospitales de todas las enfermedades, hospicios de todas las miserias, casas de locos, prisiones, presidios de hombres, de mujeres y de niños. En torno del primer recinto, cuarteles, tribunales, comandancia de policía, casa de los esbirros, emplazamiento de los patíbulos, morada del verdugo y de sus ayudantes. En los cuatro extremos, cámara de los diputados, cámara de los pares, Instituto y Palacio del Rey. Al margen, lo que alimenta el recinto central, el comercio, sus bribonadas, sus bancarrotas; la industria y sus luchas furiosas; la prensa, sus sofismas; las casas de juego; la prostitución, el pueblo muriéndose de hambre o revolcándose en el desenfreno, siempre al acecho de la voz del Genio de las Revoluciones; los ricos sin corazón… en fin, la guerra encarnizada de todos contra todos.» (11)
Aquí me detendré, en este texto sin nombre. Estamos muy lejos ahora del país de los suplicios, sembrado de ruedas, patíbulos, horcas, picotas; estamos muy lejos también del sueño de los reformadores, menos de cincuenta años antes: la ciudad de los castigos en la que en mil pequeños escenarios se habría ofrecido sin cesar la representación multicolor de la justicia y en la que los castigos puntualmente puestos en escena sobre cadalsos decorativos habrían constituido permanentemente la feria del Código. La ciudad carcelaria, con su «geopolítica» imaginaria, se halla sometida a principios completamente distintos. El texto de La Phalange recuerda algunos entre los más importantes: que en el corazón de esa ciudad, y como para que resista, no hay el «centro del poder», no un núcleo de fuerzas, sino una red múltiple de elementos diversos: muros, espacio, institución, reglas, discursos; que el modelo de la ciudad carcelaria no es, pues, el cuerpo del rey con los poderes que de él emanan, ni tampoco la reunión contractual de las voluntades de la que naciera un cuerpo a la vez individual y colectivo, sino una distribución estratégica de elementos de índole y de nivel diversos. Que la prisión no es la hija de las leyes, ni de los códigos, ni del aparato judicial; que no está subordinada al tribunal como el instrumento dócil o torpe de las sentencias que da y de los esfuerzos que quisiera obtener; que es él, el tribunal, el que es, por relación a ella, exterior y subordinado. Que en la posición central que ocupa, la prisión no está sola, sino ligada a toda una serie de otros dispositivos «carcelarios», que son en apariencia muy distintos —ya que están destinados a aliviar, a curar, a socorrer—, pero que tienden todos como ella a ejercer un poder de normalización. Que estos dispositivos se aplican no sobre las trasgresiones respecto de una ley «central», sino en torno del aparato de producción —el «comercio» y la «industria»—, una verdadera multiplicidad de ilegalismos con su diversidad de índole y de origen, su papel específico en el provecho y la suerte diferente que les procuran los mecanismos punitivos. Y que, finalmente, lo que rige todos estos mecanismos no es el funcionamiento unitario de un aparato o de una institución, sino la necesidad de un combate y las reglas de una estrategia. Que, por consiguiente, las nociones de institución, de represión, de rechazo, de exclusión, de marginación, no son adecuadas para describir, en el centro mismo de la ciudad carcelaria, la formación de las blanduras insidiosas, de las maldades poco confesables, de las pequeñas astucias, de los procedimientos calculados, de las técnicas, de las «ciencias» a fin de cuentas que permiten la fabricación del individuo disciplinario. En esta humanidad central y centralizada, efecto e instrumento de relaciones de poder complejas, cuerpos y fuerzas sometidos por dispositivos de «encarcelamiento» múltiples, objetos para discursos que son ellos mismos elementos de esta estrategia, hay que oír el estruendo de la batalla. (12)

Notas:
1-  E. Ducpétiaux, De la condition physique et morale des jeanes ouvriers, t. II, p. 383.
2- Ibid., p.  377.
3- «Todo lo que contribuye a fatigar contribuye a ahuyentar los malos pensamientos; por eso se tiene el cuidado de que los juegos se compongan de ejercicios violentos.   Por la  noche, se duermen  en  el  instante mismo en que se acuestan.»  (Ibid., pp. 375-376). Cf., lám. 27.
4- E. Ducpétiaux, Des colonies agricoles, 1851, p. 61.
5- G. Ferrus, Des prisonniers,  1850.
6- Habría que hacer un verdadero estudio sobre los debates que se desarrollaron bajo la Revolución a propósito de los tribunales de familia, de la corrección paterna y del derecho de los padres a hacer encerrar a sus hijos.
7- Sobre todas estas instituciones, cf. H. Gaillac, Les maisons de correction, 1971, pp. 99-107.
8- Cf. por ejemplo a propósito de los alojamientos obreros construidos en Lila a mediados del siglo XIX: «La limpieza está a la orden del día. Es el alma del reglamento. Algunas disposiciones severas contra los escandalosos, los borrachos, los desordenes de toda índole. Una falta grave supone la exclusión. Reducidos a hábitos regulares de orden y de economía, los obreros ya no desertan de los talleres los lunes… Los niños, mejor vigilados, dejan de ser una causa de escándalo… Se otorgan primas al orden y limpieza de los alojamientos, a la buena conducta, a los rasgos de abnegación, y cada año gran número de competidores se disputan estas primas.» Houzé de l’Aulnay, Des logements ouvriers à Lille, 1863, pp. 13-15.
9- Se la encuentra explícitamente formulada en ciertos juristas, como Muyart de Vouglans, Réfutation des principes hasardés dans le traité des délits et des peines, 1767, p. 108. Les lois criminelles de la France, 1780. p. S; o como Rousseaud de la Combe, Traité des matières criminelles, 1741, pp. 1-2.
10- Moreau de Jonnès, citado en H. du Touquet, De la condition des classes pauvres, 1846.
11- I.a Phalange, 10 de agosto de 1836.
12- Interrumpo aquí este libro que debe servir de fondo histórico a diversos estudios sobre el poder de normalización y la formación del saber en la sociedad moderna.

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