M. Foucault, VIGILAR Y CASTIGAR: Nacimiento de la prisión. Disciplina: El panoptismo

III. EL PANOPTISMO

He aquí, según un reglamento de fines del siglo XVIII, las medidas que había que adoptar cuando se declaraba la peste en una ciudad. (1)
En primer lugar, una estricta división espacial: cierre, naturalmente, de la ciudad y del «terruño», prohibición de salir de la zona bajo pena de la vida, sacrificio de todos los animales errantes; división de la ciudad en secciones distintas en las que se establece el poder de un intendente. Cada calle queda bajo la autoridad de un síndico, que la vigila; si la abandonara, sería castigado con la muerte. El día designado, se ordena a cada cual que se encierre en su casa, con la prohibición de salir de ella so pena de la vida. El síndico cierra en persona, por el exterior, la puerta de cada casa, y se lleva la llave, que entrega al intendente de sección; éste la conserva hasta el término de la cuarentena. Cada familia habrá hecho sus provisiones; pero por lo que respecta al vino y al pan, se habrá dispuesto entre la calle y el interior de las casas unos pequeños canales de madera, por los cuales se hace llegar a cada cual su ración, sin que haya comunicación entre los proveedores y los habitantes; en cuanto a la carne, el pescado y las hierbas, se utilizan poleas y cestas. Cuando es preciso en absoluto salir de las casas, se hace por turno, y evitando todo encuentro. No circulan por las calles más que los intendentes, los síndicos, los soldados de la guardia, y también entre las casas infectadas, de un cadáver a otro, los «cuervos», que es indiferente abandonar a la muerte. Son éstos «gentes de poca monta, que trasportan a los enfermos, entierran a los muertos, limpian y hacen muchos oficios viles y abyectos». Espacio recortado, inmóvil, petrificado. Cada cual está pegado a su puesto. Y si se mueve, le va en ello la vida, contagio o castigo.
La inspección funciona sin cesar. La mirada está por doquier en movimiento: «Un cuerpo de milicia considerable, mandado por buenos oficiales y gentes de bien», cuerpos de guardia en las puertas, en el ayuntamiento y en todas las secciones para que la obediencia del pueblo sea más rápida y la autoridad de los magistrados más absoluta, «así como para vigilar todos los desórdenes, latrocinios  y saqueos». En las puertas, puestos de vigilancia; al extremo de cada calle, centinelas. Todos los días, el intendente recorre la sección que tiene a su cargo, se entera de si los síndicos cumplen su misión, si los vecinos tienen de qué quejarse; «vigilan sus actos». Todos los días también, pasa el síndico por la calle de que es responsable; se detiene delante de cada casa; hace que se asomen todos los vecinos a las ventanas (los que viven del lado del patio tienen asignada una ventana que da a la calle a la que ningún otro puede asomarse); llama a cada cual por su nombre; se informa del estado de todos, uno por uno, «en lo cual los vecinos estarán obligados a decir la verdad bajo pena de la vida»; si alguno no se presenta en la ventana, el síndico debe preguntar el motivo; «así descubrirá fácilmente si se ocultan muertos o enfermos». Cada cual encerrado en su jaula, cada cual asomándose a su ventana, respondiendo al ser nombrado y mostrándose cuando se le llama, es la gran revista de los vivos y de los muertos.
Esta vigilancia se apoya en un sistema de registro permanente: informes de los síndicos a los intendentes, de los intendentes a los regidores o al alcalde. Al comienzo del «encierro», se establece, uno por uno, el papel de todos los vecinos presentes en la ciudad; se consigna «el nombre, la edad, el sexo, sin excepción de condición»; un ejemplar para el intendente de la sección, otro para la oficina del ayuntamiento, otro más para que el síndico pueda pasar la lista diaria. De todo lo que se advierte en el curso de las visitas —muertes, enfermedades, reclamaciones, irregularidades— se toma nota, que se trasmite a los intendentes y a los magistrados. Éstos tienen autoridad sobre los cuidados médicos; han designado un médico responsable, y ningún otro puede atender enfermos, ningún boticario preparar medicamentos, ningún confesor visitar a un enfermo, sin haber recibido de él un billete escrito «para impedir que se oculte y trate, a escondidas de los magistrados, a enfermos contagiosos». El registro de lo patológico debe ser constante y centralizado. La relación de cada cual con su enfermedad y su muerte pasa por las instancias del poder, el registro a que éstas la someten y las decisiones que toman.
Cinco o seis días después del comienzo de la cuarentena, se procede a la purificación de las casas, una por una. Se hace salir a todos los habitantes; en cada aposento se levantan o suspenden «los muebles y los objetos»; se esparce perfume, que se hace arder, tras de haber tapado cuidadosamente las ventanas, las puertas y hasta los agujeros de las cerraduras, llenándolos con cera. Por último, se cierra la casa entera mientras se consume el perfume; como a la entrada, se registra a los perfumistas, «en presencia de los vecinos de la casa, para ver si al salir llevan sobre sí alguna cosa que no tuvieran al entrar». Cuatro horas después, los habitantes de la casa pueden volver a ocuparla.
Este espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados, en el que un trabajo ininterrumpido de escritura une el centro y la periferia, en el que el poder se ejerce por entero, de acuerdo con una figura jerárquica continua, en el que cada individuo está constantemente localizado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos —todo esto constituye un modelo compacto del dispositivo disciplinario. A la peste responde el orden; tiene por función desenredar todas las confusiones: la de la enfermedad que se trasmite cuando los cuerpos se mezclan; la del mal que se multiplica cuando el miedo y la muerte borran los interdictos. Prescribe a cada cual su lugar, a cada cual su cuerpo, a cada cual su enfermedad y su muerte, a cada cual su bien, por el efecto de un poder omnipresente y omnisciente que se subdivide él mismo de manera regular e ininterrumpida hasta la determinación final del individuo, de lo que lo caracteriza, de lo que le pertenece, de lo que le ocurre. Contra la peste que es mezcla, la disciplina hace valer su poder que es análisis. Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran, que abandonan su identidad estatutaria y la figura bajo la cual se los reconocía, dejando aparecer una verdad totalmente distinta. Pero ha habido también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones estrictas; no las leyes trasgredidas, sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento capilar del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su «verdadero» nombre, de su «verdadero» lugar, de su «verdadero» cuerpo y de la «verdadera» enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina. Por detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los «contagios», de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden.
Si bien es cierto que la lepra ha suscitado rituales de exclusión que dieron hasta cierto punto el modelo y como la forma general del gran Encierro, la peste ha suscitado esquemas disciplinarios. Más que la división masiva y binaria entre los unos y los otros, apela a separaciones múltiples, a distribuciones individualizantes, a una organización en profundidad de las vigilancias y de los controles, a una intensificación y a una ramificación del poder. El leproso está prendido en una práctica del rechazo, del exilio-clausura; se le deja perderse allí como en una masa que importa poco diferenciar; los apestados están prendidos en un reticulado táctico meticuloso en el que las diferenciaciones individuales son los efectos coactivos de un poder que se multiplica, se articula y se subdivide. El gran encierro de una parte; el buen encauzamiento de la conducta de otra. La lepra y su división; la peste y su reticulado. La una está marcada; la otra, analizada y repartida. El exilio del leproso y la detención de la peste no llevan consigo el mismo sueño político. El uno es el de una comunidad pura, el otro el de una sociedad disciplinada. Dos maneras de ejercer el poder sobre los hombres, de controlar sus relaciones, de desenlazar sus peligrosos contubernios. La ciudad apestada, toda ella atravesada de jerarquía, de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada. La peste (al menos la que se mantiene en estado de previsión), es la prueba en el curso de la cual se puede definir idealmente el ejercicio del poder disciplinario. Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los derechos y las leyes, los juristas se imaginaban en el estado de naturaleza; para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste. En el fondo de los esquemas disciplinarios la imagen de la peste vale por todas las confusiones y los desórdenes; del mismo modo que la imagen de la lepra, del contacto que cortar, se halla en el fondo de los esquemas de exclusión.
Esquemas diferentes, pues, pero no incompatibles. Lentamente, se les ve aproximarse; y corresponde al siglo XIX haber aplicado al espacio de la exclusión cuyo habitante simbólico era el leproso (y los mendigos, los vagabundos, los locos, los violentos, formaban su población real) la técnica de poder propia del reticulado disciplinario. Tratar a los «leprosos» como a «apestados», proyectar los desgloses finos de la disciplina sobre el espacio confuso del internamiento, trabajarlo con los métodos de distribución analítica del poder, individualizar a los excluidos, pero servirse de los procedimientos de individualización para marcar exclusiones —esto es lo que ha sido llevado a cabo regularmente por el poder disciplinario desde los comienzos del siglo XIX: el asilo psiquiátrico, la penitenciaría, el correccional, el establecimiento de educación vigilada, y por una parte los hospitales, de manera general todas las instancias de control individual, funcionan de doble modo: el de la división binaria y la marcación (loco-no loco; peligroso-inofensivo; normal-anormal); y el de la asignación coercitiva, de la distribución diferencial (quién es; dónde debe estar; por qué caracterizarlo, cómo reconocerlo; cómo ejercer sobre él, de manera individual, una vigilancia constante, etc.). De un lado, se «apesta» a los leprosos; se impone a los excluidos la táctica de las disciplinas individualizantes; y, de otra parte, la universalidad de los controles disciplinarios permite marcar quién es «leproso» y hacer jugar contra él los mecanismos dualistas de la exclusión. La división constante de lo normal y de lo anormal, a que todo individuo está sometido, prolonga hasta nosotros y aplicándolos a otros objetos distintos, la marcación binaria y el exilio del leproso; la existencia de todo un conjunto de técnicas y de instituciones que se atribuyen como tarea medir, controlar y corregir a los anormales, hace funcionar los dispositivos disciplinarios a que apelaba el miedo de la peste. Todos los mecanismos de poder que, todavía en la actualidad, se disponen en torno de lo anormal, para marcarlo, como para modificarlo, componen estas dos formas, de las que derivan de lejos.
El Panóptico de Bentham es la figura arquitectónica de esta composición. Conocido es su principio: en la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción. Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la torre, y la otra, que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una parte a otra. Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándose perfectamente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la peri-feria. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone unas unidades espaciales que permiten ver sin cesar y reconocer al punto. En suma, se invierte el principio del calabozo; o más bien de sus tres funciones —encerrar, privar de luz y ocultar—; no se conserva más que la primera y se suprimen las otras dos. La plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra, que en último término protegía. La visibilidad es una trampa.
Lo cual permite en primer lugar —como efecto negativo— evitar esas masas, compactas, hormigueantes, tumultuosas, que se encontraban en los lugares de encierro, las que pintaba Goya o describía Howard. Cada cual, en su lugar, está bien encerrado en una celda en la que es visto de frente por el vigilante; pero los muros laterales le impiden entrar en contacto con sus compañeros. Es visto, pero él no ve; objeto de una información, jamás sujeto en una comunicación. La disposición de su aposento, frente a la torre central, le impone una visibilidad axial; pero las divisiones del anillo, las celdas bien separadas implican una invisibilidad lateral. Y ésta es garantía del orden. Si los detenidos son unos condenados, no hay peligro de que exista complot, tentativa de evasión colectiva, proyectos de nuevos delitos para el futuro, malas influencias recíprocas; si son enfermos, no hay peligro de contagio; si locos, no hay riesgo de violencias recíprocas; si niños, ausencia de copia subrepticia, ausencia de ruido, ausencia de charla, ausencia de disipación. Si son obreros, ausencia de riñas, de robos, de contubernios, de esas distracciones que retrasan el trabajo, lo hacen menos perfecto o provocan los accidentes. La multitud, masa compacta, lugar de intercambios múltiples, individualidades que se funden, efecto colectivo, se anula en beneficio de una colección de individualidades separadas. Desde el punto de vista del guardián está remplazada por una multiplicidad enumerable y controlada; desde el punto de vista de los detenidos, por una soledad secuestrada y observada. (2)
De ahí el efecto mayor del Panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción. Que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio; que este aparato arquitectónico sea una máquina de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se hallen insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los portadores. Para esto, es a la vez demasiado y demasiado poco que el preso esté sin cesar observado por un vigilante: demasiado poco, porque lo esencial es que se sepa vigilado; demasiado, porque no tiene necesidad de serlo efectivamente. Para ello Bentham ha sentado el principio de que el poder debía ser visible e inverificable. Visible: el detenido tendrá sin cesar ante los ojos la elevada silueta de la torre central de donde es espiado. Inverificable: el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se le mira; pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado. Bentham, para hacer imposible de decidir si el vigilante está presente o ausente, para que los presos, desde sus celdas, no puedan siquiera percibir una sombra o captar un reflejo, previo la colocación, no sólo de unas persianas en las ventanas de la sala central de vigilancia, sino de unos tabiques en el interior que la cortan en ángulo recto, y para pasar de un pabellón a otro, en vez de puertas unos pasos en zigzag; porque el menor golpeo de un batiente, una luz entrevista, un resplandor en una rendija traicionarían la presencia del guardián. (3) El Panóptico es una máquina de disociar la pareja verser visto: en el anillo periférico, se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central, se ve todo, sin ser jamás visto. (4)
Dispositivo importante, ya que automatiza y desindividualiza el poder. Éste tiene su principio menos en una persona que en cierta distribución concertada de los cuerpos, de las superficies, de las luces, de las miradas; en un equipo cuyos mecanismos internos producen la relación en la cual están insertos los individuos. Las ceremonias, los rituales, las marcas por las cuales el exceso de poder se manifiesta en el soberano son inútiles. Hay una maquinaria que garantiza la asimetría, el desequilibrio, la diferencia. Poco importa, por consiguiente, quién ejerce el poder. Un individuo cualquiera, tomado casi al azar, puede hacer funcionar la máquina: a falta del director, su familia, los que lo rodean, sus amigos, sus visitantes, sus servidores incluso. (5) Así como es indiferente el motivo que lo anima: la curiosidad de un indiscreto, la malicia de un niño, el apetito de saber de un filósofo que quiere recorrer este museo de la naturaleza humana, o la maldad de los que experimentan un placer en espiar y en castigar. Cuanto más numerosos son esos observadores anónimos y pasajeros, más aumentan para el detenido el peligro de ser sorprendido y la conciencia inquieta de ser observado. El Panóptico es una máquina maravillosa que, a partir de los deseos más diferentes, fabrica efectos homogéneos de poder.
Una sujeción real nace mecánicamente de una relación ficticia. De suerte que no es necesario recurrir a medios de fuerza para obligar al condenado a la buena conducta, el loco a la tranquilidad, el obrero al trabajo, el escolar a la aplicación, el enfermo a la observación de las prescripciones. Bentham se maravillaba de que las construcciones panópticas pudieran ser tan ligeras: nada de rejas, ni de cadenas, ni de cerraduras formidables; basta con que las separaciones sean definidas y las aberturas estén bien dispuestas. La pesada mole de las viejas «casas de seguridad», con su arquitectura de fortaleza, puede ser sustituida por la geometría simple y económica de una «casa de convicción». La eficacia del poder, su fuerza coactiva, han pasado, en cierto modo, al otro lado —al lado de su superficie de aplicación. El que está sometido a un campo de visibilidad, y que lo sabe, reproduce por su cuenta las coacciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo; inscribe en sí mismo la relación de poder en la cual juega simultáneamente los dos papeles; se convierte en el principio de su propio sometimiento. Por ello, el poder externo puede aligerar su peso físico; tiende a lo incorpóreo; y cuanto más se acerca a este límite, más constantes, profundos, adquiridos de una vez para siempre e incesantemente prolongados serán sus efectos: perpetua victoria que evita todo enfrentamiento físico y que siempre se juega de antemano.
Bentham no dice si se inspiró, para su proyecto, en la casa de fieras que Le Vaux había construido en Versalles: primera colección zoológica cuyos diferentes elementos no estaban, según era tradicional, diseminados en un parque: (6) en el centro, un pabellón octogonal que, en el primer piso, sólo tenía una estancia, el salón regio; en todos los lados se abrían anchas ventanas que daban a siete jaulas (el octavo lado se reservaba a la entrada), donde estaban encerradas diferentes especies de animales. En la época de Bentham, esta casa de fieras había desaparecido. Pero se encuentra en el programa del Panóptico la preocupación análoga de la observación individualizadora, de la caracterización y de la individualización, de la disposición analítica del espacio. El Panóptico es una colección zoológica real; el animal está remplazado por el hombre, por la agrupación específica la distribución individual, y el rey por la maquinaria de un poder furtivo. Con esta diferencia: el Panóptico, también, hace obra de naturalista. Permite establecer las diferencias: en los enfermos, observar los síntomas de cada cual, sin que la proximidad de las camas, la circulación de los miasmas, los efectos del contagio mezclen los cuadros clínicos; en los niños, notar los hechos singulares (sin que exista imitación o copia), localizar las aptitudes, y en relación con una evolución normal, distinguir lo que es «pereza y terquedad» de lo que es «imbecilidad incurable»; en los obreros notar las aptitudes de cada cual, comparar el tiempo que tardan en hacer una obra, y si se les paga por día, calcular su salario consiguientemente. (7)
Esto por lo que toca al aspecto jardín. En cuanto al aspecto laboratorio, el Panóptico puede ser utilizado como máquina de hacer experiencias, de modificar el comportamiento, de encauzar o reducar la conducta de los individuos. Experimentar medicamentos y verificar sus efectos. Probar diferentes castigos sobre los presos, según sus delitos y su carácter, y buscar los más eficaces. Enseñar simultáneamente diferentes técnicas a los obreros, establecer cuál es la mejor. Intentar experiencias pedagógicas —y en particular repetir el célebre problema de la educación reclusa, utilizando niños expósitos. Se verá lo que ocurre cuando al cumplir los dieciséis o dieciocho años se provoca el encuentro de muchachos y muchachas; podría comprobarse si, como piensa Helvecio, cualquiera puede aprender cualquier cosa; podría seguirse «la genealogía de toda idea observable»; podría educarse a diferentes niños en diferentes sistemas de pensamiento, hacer creer a algunos que dos y dos no son cuatro o que la luna es un queso, y después ponerlos a todos juntos cuando hubieran cumplido veinte o veinticinco años; se escucharían entonces discusiones que valdrían muy bien los sermones o las conferencias en las que se gasta tanto dinero; se tendría al menos la ocasión de realizar descubrimientos en el dominio de la metafísica. El Panóptico es un lugar privilegiado para hacer posible la experimentación sobre los hombres, y para analizar con toda certidumbre las trasformaciones que se pueden obtener en ellos. El Panóptico puede incluso constituir un aparato de control sobre sus propios mecanismos. Desde su torre central, el director puede espiar a todos los empleados que tiene a sus órdenes: enfermeros, médicos, contramaestres, maestros, guardianes; podrá juzgarlos continuamente, modificar su conducta, imponerles los métodos que estime los mejores; y él mismo a su vez podrá ser fácilmente observado. Un inspector que surja de improviso en el centro del Panóptico juzgará de una sola ojeada, y sin que se le pueda ocultar nada, cómo funciona todo el establecimiento. Y por lo demás, encerrado como lo está en medio de ese dispositivo arquitectónico, ¿no se halla el director comprometido con él? El médico incompetente, que haya dejado que se extienda el contagio, el director de prisión o de taller que haya sido torpe, serán las primeras víctimas de la epidemia o del motín. «Mi destino, dice el maestro del Panóptico, está ligado al suyo (al de los detenidos) por todas las ataduras que he podido inventar.» (8) El Panóptico funciona como una especie de laboratorio de poder. Gracias a sus mecanismos de observación, gana en eficacia y en capacidad de penetración en el comportamiento de los hombres; un aumento de saber viene a establecerse sobre todas las avanzadas del poder, y descubre objetos que conocer sobre todas las superficies en las que éste viene a ejercerse.
Ciudad apestada, establecimiento panóptico, las diferencias son importantes. Marcan, a siglo y medio de distancia, las trasformaciones del programa disciplinario. En un caso, una situación de excepción: contra un mal extraordinario, el poder se alza; se hace por doquier presente y visible; inventa engranajes nuevos; compartimenta, inmoviliza, retícula; construye por un tiempo lo que es a la vez la contra-ciudad y la sociedad perfecta; impone un funcionamiento ideal, pero que se reduce a fin de cuentas, como el mal que combate, al dualismo simple vida-muerte: lo que se mueve lleva la muerte, y se mata lo que se mueve. El Panóptico, por el contrario, debe ser comprendido como un modelo generalizable de funcionamiento; una manera de definir las relaciones del poder con la vida cotidiana de los hombres. Sin duda Bentham lo presenta como una institución particular, bien cerrada sobre ella misma. Se ha hecho con frecuencia de él una utopía del encierro perfecto. Frente a las prisiones ruinosas, hormigueantes y llenas de suplicio que grababa Piranese, el Panóptico se considera jaula cruel y sabia. El hecho de que haya, aun hasta nuestros días, dado lugar a tantas variaciones proyectadas o realizadas, demuestra cuál ha sido durante cerca de dos siglos su intensidad imaginaria. Pero el Panóptico no debe ser comprendido como un edificio onírico: es el diagrama de un mecanismo de poder referido a su forma ideal; su funcionamiento, abstraído de todo obstáculo, resistencia o rozamiento, puede muy bien ser representado como un puro sistema arquitectónico y óptico: es de hecho una figura de tecnología política que se puede y que se debe desprender de todo uso específico.
Es polivalente en sus aplicaciones; sirve para enmendar a los presos, pero también para curar a los enfermos, para instruir a los escolares, guardar a los locos, vigilar a los obreros, hacer trabajar a los mendigos y a los ociosos. Es un tipo de implantación de los cuerpos en el espacio, de distribución de los individuos unos en relación con los otros, de organización jerárquica, de disposición de los centros y de los canales de poder, de definición de sus instrumentos y de sus modos de intervención, que se puede utilizar en los hospitales, los talleres, las escuelas, las prisiones. Siempre que se trate de una multiplicidad de individuos a los que haya que imponer una tarea o una conducta, podrá ser utilizado el esquema panóptico. Es aplicable —bajo reserva de las modificaciones necesarias— «a todos los establecimientos donde, en los límites de un espacio que no es demasiado amplio, haya que mantener bajo vigilancia a cierto número de personas». (9)
En cada una de sus aplicaciones, permite perfeccionar el ejercicio del poder. Y esto de varias maneras; porque puede reducir el número de los que lo ejercen, a la vez que multiplica el número de aquellos sobre quienes se ejerce. Porque permite intervenir a cada instante y la presión constante actúa aun antes de que las faltas, los errores, los delitos se cometan. Porque, en estas condiciones, su fuerza estriba en no intervenir jamás, en ejercerse espontáneamente y sin ruido, en constituir un mecanismo cuyos efectos se encadenan los unos a los otros. Porque sin otro instrumento físico que una arquitectura y una geometría, actúa directamente sobre los individuos; «da al espíritu poder sobre el espíritu». El esquema panóptico es un intensificador para cualquier aparato de poder: garantiza su economía (en material, en tiempo); garantiza su eficacia por su carácter preventivo, su funcionamiento continuo y sus mecanismos automáticos. Es una manera de obtener poder «en una cantidad hasta entonces sin ejemplo», «un grande y nuevo instrumento de gobierno… ; su excelencia consiste en la gran fuerza que es capaz de imprimir a toda institución a que se lo aplica». (10)
Una especie de «huevo de Colón» en el orden de la política. Es capaz, en efecto, de venir a integrarse a una función cualquiera (de educación, de terapéutica, de producción, de castigo); de so-¿revalorar esta función, ligándose íntimamente a ella; de constituir un mecanismo mixto en el que las relaciones de poder (y de saber) puedan ajustarse exactamente, y hasta en el detalle, a los procesos que hay que controlar; de establecer una proporción directa entre el «exceso de poder» y el «exceso de producción». En suma, hace de modo que el ejercicio del poder no se agregue del exterior, como una coacción rígida o como un peso, sobre las funciones en las que influye, sino que esté en ellas lo bastante sutilmente presente para aumentar su eficacia aumentando él mismo sus propias presas. El dispositivo panóptico no es simplemente un punto de unión, un cambiador entre un mecanismo de poder y una función; es una manera de hacer funcionar unas relaciones de poder en una función, y una función por esas relaciones de poder. El panoptismo es capaz de «reformar la moral, preservar la salud, revigorizar la industria, difundir la instrucción, aliviar las cargas públicas, establecer la economía como sobre una roca, desatar, en lugar de cortar, el nudo gordiano de las leyes sobre los pobres, todo esto por una simple idea arquitectónica». (11)
Además, la disposición de esta máquina es tal que su cierre no excluye una presencia permanente del exterior: se ha visto que cualquiera puede venir a ejercer en la torre central las funciones de vigilancia, y que al hacerlo puede adivinar la manera en que la vigilancia se ejerce. De hecho, toda institución panóptica, así sea tan cuidadosamente cerrada como una penitenciaría, podrá sin dificultad estar sometida a esas inspecciones a la vez aleatorias e incesantes; y esto no sólo de parte de los inspectores designados, sino de parte del público. Cualquier miembro de la sociedad tendrá derecho a ir a comprobar con sus propios ojos cómo funcionan las escuelas, los hospitales, las fábricas, las prisiones. No hay peligro, por consiguiente, de que el aumento de poder debido a la máquina panóptica pueda degenerar en tiranía; el dispositivo disciplinario estará democráticamente controlado, ya que será accesible sin cesar «al gran comité del tribunal del mundo». (12) Este panóptico, sutilmente dispuesto para que un vigilante pueda observar, de una ojeada, a tantos individuos diferentes, permite también a todo el mundo venir a vigilar al vigilante de menor importancia. La máquina de ver era una especie de cámara oscura donde espiar a los individuos; ahora se convierte en un edificio trasparente donde el ejercicio del poder es controlable por la sociedad entera.
El esquema panóptico, sin anularse ni perder ninguna de sus propiedades, está destinado a difundirse en el cuerpo social; su vocación es volverse en él una función generalizada. La ciudad apestada ofrecía un modelo disciplinario excepcional: perfecto pero absolutamente violento; a la enfermedad que aportaba la muerte, oponía el poder su perpetua amenaza de muerte; la vida estaba reducida a su expresión más simple; era contra el poder de la muerte el ejercicio minucioso del derecho de la espada. El Panóptico, por el contrario, tiene un poder de amplificación; si acondiciona el poder, si quiere hacerlo más económico y más eficaz, no es por el poder en sí, ni por la salvación inmediata de una sociedad amenazada: se trata de volver más fuertes las fuerzas sociales —aumentar la producción, desarrollar la economía, difundir la instrucción, elevar el nivel de la moral pública; hacer crecer y multiplicar.
¿Cómo fortalecer el poder de tal manera que, lejos de obstaculizar ese progreso, lejos de pasar sobre él por sus exigencias y sus lentitudes, lo facilite por el contrario? ¿Qué intensificador de poder podrá ser a la vez un multiplicador de producción? ¿Cómo al aumentar sus fuerzas, podrá el poder acrecentar las de la sociedad en lugar de confiscarlas o de frenarlas? La solución del Panóptico a este problema es que el aumento productivo del poder no puede ser garantizado más que si de una parte tiene la posibilidad de ejercerse de manera continua en los basamentos de la sociedad, hasta su partícula más fina, y si, por otra parte, funciona al margen de esas formas repentinas, violentas, discontinuas, que están vinculadas al ejercicio de la soberanía. El cuerpo del rey, con su extraña presencia material y mítica, con la fuerza que él mismo despliega o que trasmite a algunos, se halla en el extremo opuesto de esta nueva física del poder que define el panoptismo; su dominio es por el contrario toda esa región de abajo, la de los cuerpos irregulares, con sus detalles, sus movimientos múltiples, sus fuerzas heterogéneas, sus relaciones espaciales. Se trata de mecanismos que analizan distribuciones, desviaciones, series, combinaciones, y que utilizan instrumentos para hacer visible, registrar, diferenciar y comparar: física de un poder relacional y múltiple, que tiene su intensidad máxima no en la persona del rey, sino en los cuerpos que esas relaciones, precisamente, permiten individualizar. Al nivel teórico, Bentham define otra manera de analizar el cuerpo social y las relaciones de poder que lo atraviesan; en términos de práctica, define un procedimiento de subordinación de los cuerpos y de las fuerzas que debe aumentar la utilidad del poder realizando la economía del Príncipe. El panoptismo es el principio general de una nueva «anatomía política» cuyo objeto y fin no son la relación de soberanía sino las relaciones de disciplina.
En la famosa jaula trasparente y circular, con su elevada torre, poderosa y sabia, se trata quizá para Bentham de proyectar una institución disciplinaria perfecta; pero se trata también de demostrar cómo se puede «desencerrar» las disciplinas y hacerlas funcionar de manera difusa, múltiple, polivalente en el cuerpo social entero. Con estas disciplinas que la época clásica elaborara en lugares precisos y relativamente cerrados —cuarteles, colegios, grandes talleres— y cuyo empleo global no se había imaginado sino a la escala limitada y provisional de una ciudad en estado de peste, Bentham sueña hacer un sistema de dispositivos siempre y por doquier alerta, que recorrieran la sociedad sin laguna ni interrupción. La disposición panóptica da la fórmula de esta generalización. Programa, al nivel de un mecanismo elemental y fácilmente trasferible, el funcionamiento de base de una sociedad toda ella atravesada y penetrada por mecanismos disciplinarios.
Dos imágenes, pues, de la disciplina. A un extremo, la disciplina-bloqueo, la institución cerrada, establecida en los márgenes, y vuelta toda ella hacia funciones negativas: detener el mal, romper las comunicaciones, suspender el tiempo. Al otro extremo, con el panoptismo, tenemos la disciplina-mecanismo: un dispositivo funcional que debe mejorar el ejercicio del poder volviéndolo más rápido, más ligero, más eficaz, un diseño de las coerciones sutiles para una sociedad futura. El movimiento que va de un proyecto al otro, de un esquema de la disciplina de excepción al de una vigilancia generalizada, reposa sobre una trasformación histórica: la extensión progresiva de los dispositivos de disciplina a lo largo de los siglos XVII y XVIII, su multiplicación a través de todo el cuerpo social, la formación de lo que podría llamarse en líneas generales la sociedad disciplinaría.
Toda una generalización disciplinaria, de la que la física benthamiana del poder representa el testimonio, se ha operado en el, trascurso de la época clásica. Lo prueba la multiplicación de las instituciones de disciplina, con su red que comienza a cubrir una superficie cada vez más amplia, y a ocupar sobre todo un lugar cada vez menos marginal: lo que era islote, lugar privilegiado, medida circunstancial, o modelo singular, pasa a ser fórmula general; las reglamentaciones características de los ejércitos protestantes y piadosos de Guillermo de Orange o de Gustavo Adolfo se trasforman en reglamentos para todos los ejércitos de Europa; los colegios modelo de los jesuítas, o las escuelas de Batencour y de Demia, después de la de Sturm, diseñan las formas generales de disciplina escolar; la ordenación de los hospitales marítimos y militares sirve de esquema a toda la reorganización hospitalaria del siglo XVIII.
Pero esta extensión de las instituciones disciplinarias no es, sin duda, otra cosa que el aspecto más visible de diversos procesos más profundos.
1) La inversión funcional de las disciplinas. Se les pedía sobre todo originalmente que neutralizaran los peligros, que asentaran las poblaciones inútiles o agitadas, que evitaran los inconvenientes de las concentraciones demasiado numerosas; se les pide desde ahora, ya que se han vuelto capaces de ello, el desempeño de un papel positivo, haciendo que aumente la utilidad posible de los individuos. La disciplina militar no es ya un simple medio para impedir el saqueo, la deserción, o la desobediencia de las tropas; se ha convertido en una técnica de base para que el ejército exista, no ya como un tropel de individuos, sino como una unidad que obtiene de esta unidad misma un aumento de fuerzas; la disciplina hace crecer la habilidad de cada cual, coordina estas habilidades, acelera los movimientos, multiplica la potencia de fuego, ensancha los frentes de ataque sin disminuir su vigor, aumenta la capacidad de resistencia, etc. La disciplina de taller, sin dejar de ser una manera de hacer respetar los reglamentos y las autoridades, de impedir los robos o la disipación, tiende a que aumenten las aptitudes, las velocidades, los rendimientos, y por ende las ganancias; moraliza siempre las conductas pero cada vez más finaliza los comportamientos, y hace que entren los cuerpos en una maquinaria y las fuerzas en una economía. Cuando en el siglo XVII se desarrollaron las escuelas de provincias o las escuelas cristianas elementales, las justificaciones que se daban para ello eran sobre todo negativas: como los pobres no contaban con medios para educar a sus hijos, los dejaban «en la ignorancia de sus obligaciones: el cuidado que se toman para subsistir, y el hecho de haber sido ellos mismos mal educados, hace que no puedan trasmitir una buena educación que jamás tuvieron»; lo cual implica tres inconvenientes mayores: la ignorancia de Dios, la holgazanería (con todo su cortejo de embriaguez, de impureza, de latrocinios, de bandidaje), y la formación de esas partidas de mendigos y picaros, siempre dispuestos a provocar desórdenes públicos y «buenos todo lo más para agotar los fondos del Hospital». (13) Ahora bien, en los comienzos de la Revolución, el objetivo que se prescribirá a la enseñanza primaria será, entre otras cosas, el de «fortificar», el de «desarrollar el cuerpo», el de disponer al niño «para cualquier trabajo mecánico en el futuro», el de procurarle «un golpe de vista preciso, la mano segura, los movimientos habituales rápidos». (14) Las disciplinas funcionan cada vez más como unas técnicas que fabrican individuos útiles. De ahí el hecho de que se liberen de su posición marginal en los confines de la sociedad, y que se separen de las formas de la exclusión o de la expiación, del encierro o del retiro. De ahí el hecho de que desenlacen lentamente su parentesco con las regularidades y las clausuras religiosas. De ahí también que tiendan a implantarse en los sectores más importantes, más centrales, más productivos de la sociedad; que vengan a conectarse sobre algunas de las grandes funciones esenciales: la producción manufacturera, la trasmisión de conocimientos, la difusión de aptitudes y de tacto, el aparato de guerra. De ahí, en fin, la doble tendencia que vemos -desarrollarse a lo largo del siglo XVIII a multiplicar el número de las instituciones de disciplina y a disciplinar los aparatos existentes. 2) La enjambrazón de los mecanismos disciplinarios. Mientras que por una parte, se multiplican los establecimientos de disciplina, sus mecanismos tienen cierta tendencia a «desinstitucionalizarse», a salir de las fortalezas cerradas en que funcionaban y a circular en estado «libre»; las disciplinas masivas y compactas se descomponen en procedimientos flexibles de control, que se pueden transferir y adaptar. A veces, son los aparatos cerrados los que agregan a su función interna y específica un papel de vigilancia externa, desarrollando en torno suyo un margen entero de controles laterales. Así la escuela cristiana no debe simplemente formar niños dóciles; debe también permitir vigilar a los padres, informarse de su modo de vida., de sus recursos, de su piedad, de sus costumbres. La escuela tiende a constituir minúsculos observatorios sociales para penetrar hasta los adultos y ejercer sobre ellos un control regular: la mala conducta de un niño, o su ausencia, es un pretexto legítimo, según Demia, para ir a interrogar a los vecinos, sobre todo si hay motivos para creer que la familia no dirá la verdad; después a los propios padres, para comprobar si saben el catecismo y las oraciones, si están resueltos a desarraigar los vicios de sus hijos, cuántas camas tienen y cómo se reparten en ellas durante la noche; la visita termina eventualmente por una limosna, el regalo de una estampa, o la atribución de lechos suplementarios. (15) De la misma manera, el hospital está concebido cada vez más como punto de apoyo para la vigilancia médica de la población externa; después del incendio del Hôtel-Dieu en 1772, muchos piden que se remplacen los grandes establecimientos, tan vastos y tan desordenados, por una serie de hospitales de pequeñas dimensiones, cuya función sería recibir a los enfermos del barrio pero también reunir informaciones, estar atentos a los fenómenos endémicos o epidémicos, abrir dispensarios, dar consejos a los vecinos y tener a las autoridades al corriente de la situación sanitaria de toda la región. (16)
Se ven también difundirse los procedimientos disciplinarios, a partir no de instituciones cerradas, sino de focos de control diseminados en la sociedad. Grupos religiosos, asociaciones de beneficiencia desempeñaron durante mucho tiempo este papel de «organización de disciplina» de la población. Desde la Contrarreforma hasta la filantropía de la monarquía de Julio, se multiplicaron las iniciativas de este tipo; tenían objetivos religiosos (la conversión y la moralización), económicos (el socorro y la incitación al trabajo), o políticos (se trataba de luchar contra el descontento o la agitación). Baste citar a título de ejemplo los reglamentos para las compañías de caridad de las parroquias parisienses. El territorio por cubrir se divide en cuarteles y en cantones, que se reparten los miembros de la compañía. Éstos tienen que visitarlos regularmente. «Trabajarán en impedir los lugares de perdición, tabaquerías, academias, juegos de naipes, escándalos públicos, blasfemias, impiedades y otros desórdenes que pudieran llegar a su conocimiento.» Habrán también de hacer visitas individuales a los pobres, y los puntos de información se precisan en los reglamentos: estabilidad del alojamiento, conocimiento de las oraciones, frecuentación de los sacramentos, conocimiento de un oficio, moralidad (y «si no han caído en la pobreza por su culpa»); en fin, «es preciso informarse hábilmente de qué manera se comportan en su hogar, si se hallan en paz entre sí y con sus vecinos, si se cuidan de educar a sus hijos en el temor de Dios… si no hacen que duerman sus hijos mayores de distinto sexo juntos y con ellos, si no toleran libertinaje y zalamerías en sus familias, principalmente a sus hijas mayores. Si hay duda sobre si están casados, hay que pedirles un certificado de su matrimonio». (17)
3) La nacionalización de los mecanismos de disciplina. En Inglaterra, son grupos privados de inspiración religiosa los que han realizado, durante largo tiempo, las funciones de disciplina social; (18) en Francia, si bien una parte de este papel ha quedado en manos de patronatos o de sociedades de socorro, otra —y la más importante sin duda—- ha sido recobrada muy pronto por el aparato de policía.
La organización de una policía centralizada ha pasado durante mucho tiempo, y a los propios ojos de los contemporáneos, por la expresión más directa del absolutismo monárquico; el soberano había querido tener «un magistrado de su hechura a quien poder confiar directamente sus instrucciones, sus misiones, sus intenciones, y que se encargara de la ejecución de las órdenes y de las lettres de cachet». (19) En efecto, a la par que recobraban cierto número de funciones prexistentes —persecución de los delincuentes, vigilancia urbana, control económico y político—, las tenencias de policía y la tenencia general, que era la corona y remate en París, las convertían en una máquina administrativa, unitaria y rigurosa: «Todos los radios de fuerza y de instrucción que parten de la circunferencia vienen a converger en el lugarteniente general… Él es quien hace marchar todas las ruedas cuyo conjunto produce el orden y la armonía. Los efectos de su administración no pueden ser mejor comparados que al movimiento de los cuerpos celestes.» (20)
Pero si bien la policía como institución ha sido realmente organizada bajo la forma de un aparato del Estado, y si ha sido realmente incorporada de manera directa al centro de la soberanía política, el tipo de poder que ejerce, los mecanismos que pone en juego y los elementos a que los aplica son específicos. Es un aparato que debe ser coextensivo al cuerpo social entero y no sólo por los límites extremos que alcanza, sino por la minucia de los detalles de que se ocupa. El poder policíaco debe actuar «sobre todo»: no es en absoluto, sin embargo, la totalidad del Estado ni del reino, como cuerpo visible e invisible del monarca; es el polvo de los acontecimientos, de las acciones, de las conductas, de las opiniones, —»todo lo que pasa»; (21) el objeto de la policía son esas «cosas de cada instante», esas «cosas de nada» de que hablaba Catalina II en su Gran Instrucción. (22) Con la policía, se está en lo indefinido de un control que trata idealmente de llegar a lo más elemental, al fenómeno más pasajero del cuerpo social: «El ministerio de los magistrados y oficiales de policía es de los más importantes; los objetos que abarca son en cierto modo indefinidos; no puede percibírselos sino por un examen suficientemente detallado»; (23) es lo infinitamente pequeño del poder político.
Y para ejercerse, este poder debe apropiarse de instrumentos de una vigilancia permanente, exhaustiva, omnipresente, capaz de hacerlo todo visible, pero a condición de volverse ella misma invisible. Debe ser como una mirada sin rostro que trasforma todo el rostro social en un campo de percepción: millares de ojos por doquier, atenciones móviles y siempre alerta, un largo sistema jerarquizado, que, según Le Maire, supone para París los 48 comisarios, los 20 inspectores, y además los «observadores» pagados regularmente, los «bajos soplones» retribuidos por día, después los denunciadores, calificados según la misión, y finalmente las prostitutas. Y esta incesante observación debe acumularse en una serie de informes y de registros; a lo largo de todo el siglo XVIII, un inmenso texto policíaco tiende a cubrir la sociedad gracias a una organización documental compleja. (24) Y a diferencia de los métodos de la escritura judicial o administrativa, lo que se registra así son conductas, actitudes, virtualidades, sospechas —una toma en cuenta permanente del comportamiento de los individuos.
Ahora bien, hay que advertir que este control policíaco, si bien se halla entero «en la mano del rey», no funciona en una sola dirección. Es de hecho un sistema de doble entrada: tiene que responder, eludiendo el aparato de justicia, a la voluntad inmediata del rey; pero es susceptible también de responder a las solicitaciones de abajo; en su inmensa mayoría, las famosas lettres de cachet, que han sido durante mucho tiempo el símbolo de la arbitrariedad regia y que han descalificado políticamente la práctica de la detención, estaban de hecho solicitadas por las familias, los amos, los notables locales, los vecinos de los barrios, los párrocos; y tenían como función hacer sancionar por medio de un internamiento toda una infrapenalidad, la del desorden, de la agitación, de la desobediencia, de la mala conducta; lo que Ledoux quería expulsar de su ciudad arquitectónicamente perfecta, y que él llamaba los «delitos de la no vigilancia». En suma, la policía del siglo XVIII, a su papel de auxiliar de justicia en la persecución de los criminales y de instrumento para el control político de las conjuras, de los movimientos de oposición o de las revueltas, añade una función disciplinaria. Función compleja, ya que une el poder absoluto del monarca a las más pequeñas instancias de poder diseminadas en la sociedad; ya que, entre estas diferentes instituciones cerradas de disciplina (talleres, ejércitos, escuelas), extiende una red intermedia, que actúa allí donde aquéllas no pueden intervenir, disciplinando los espacios no disciplinarios; pero que cubre, une entre ellos, garantiza con su fuerza armada: disciplina intersticial y metadisciplina. «El soberano, por medio de una prudente policía, acostumbra al pueblo al orden y a la obediencia.» (25)
La organización del aparato policíaco del siglo XVIII sanciona una generalización de las disciplinas que alcanza las dimensiones del Estado. Se comprende —aunque se haya encontrado vinculada de la manera más explícita a todo lo que, en el regio poder, excedía el ejercicio de la justicia regulada— por qué la policía pudo resistir con un mínimo de modificaciones la reorganización del poder judicial, y por qué no ha cesado de imponer cada vez más pesadamente, hasta hoy, sus prerrogativas. Es sin duda por ser su brazo secular; pero es también porque mucho más que la institución judicial forma cuerpo, por su magnitud y sus mecanismos, con la sociedad de tipo disciplinario. Sería inexacto, sin embargo, creer que las funciones disciplinarías han sido confiscadas y absorbidas de una vez para siempre por un aparato del Estado.
La «disciplina» no puede identificarse ni con una institución ni con un aparato. Es un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo, implicando todo un conjunto de instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de metas; es una «física» o una «anatomía» del poder, una tecnología. Puede ser asumida ya sea por instituciones «especializadas» (las penitenciarías, o las casas de corrección del siglo XIX), ya sea por instituciones que la utilizan como instrumento esencial para un fin determinado (las casas de educación, los hospitales), ya sea por instancias preexistentes que encuentran en ella el medio de reforzar o de reorganizar sus mecanismos internos de poder (será preciso demostrar un día cómo las relaciones intrafamiliares, esencialmente en la célula padres-hijos, se han «disciplinado», absorbiendo desde la época clásica esquemas externos, escolares, militares, y después médicos, psiquiátricos, psicológicos, que han hecho de la familia el lugar de emergencia privilegiada para la cuestión disciplinaria de lo normal y de lo anormal), ya sea por aparatos que han hecho de la disciplina su principio de funcionamiento interno (disciplinarización del aparato administrativo a partir de la época napoleónica), ya sea, en fin, por aparatos estatales que tienen por función no exclusiva sino principal hacer reinar la disciplina a la escala de una sociedad (la policía).
Se puede, pues, hablar en total de la formación de una sociedad disciplinaria en este movimiento que va de las disciplinas cerradas, especie de «cuarentena» social, hasta el mecanismo indefinidamente generalizable del «panoptismo». No quiere decir esto que la modalidad disciplinaria del poder haya remplazado a todas las demás; sino que se ha infiltrado entre las otras, descalificándolas a veces pero sirviéndoles de intermediaria, ligándolas entre sí, prolongándolas, y sobre todo permitiendo conducir los efectos de poder hasta los elementos más sutiles y más lejanos. Garantiza una distribución infinitesimal de las relaciones de poder.
Pocos años después de Bentham, Julius redactaba el certificado de nacimiento de esta sociedad. (26) Hablando del principio panóptico, decía que había en él mucho más que una ingeniosidad arquitectónica: un acontecimiento en «la historia del espíritu humano». En apariencia, no es sino la solución de un problema técnico; pero a través de ella, se dibuja todo un tipo de sociedad. La Antigüedad había sido una civilización del espectáculo. «Hacer accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos»: a este problema respondía la arquitectura de los templos, de los teatros y de los circos. Con el espectáculo predominaban la vida pública, la intensidad de las fiestas, la proximidad sensual. En estos rituales en los que corría la sangre, la sociedad recobraba vigor y formaba por un instante como un gran cuerpo único. La edad moderna plantea el problema inverso: «Procurar a un pequeño número, o incluso a uno solo la visión instantánea de una gran multitud.» En una sociedad donde los elementos principales no son ya la comunidad y la vida pública, sino los individuos privados de una parte, y el Estado de la otra, las relaciones no pueden regularse sino en una forma exactamente inversa del espectáculo: «Al tiempo moderno, a la influencia siempre creciente del Estado, a su intervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social, le estaba reservado aumentar y perfeccionar sus garantías, utilizando y dirigiendo hacia este gran fin la construcción y la distribución de edificios destinados a vigilar al mismo tiempo a una gran multitud de hombres
Julius leía como un proceso histórico consumado lo que Bentham había descrito como un programa técnico. Nuestra sociedad no es la del espectáculo, sino de la vigilancia; bajo la superficie de las imágenes, se llega a los cuerpos en profundidad; detrás de la gran abstracción del cambio, se persigue el adiestramiento minucioso y concreto de las fuerzas útiles; los circuitos de la comunicación son los soportes de una acumulación y de una centralización del saber; el juego de los signos define los anclajes del poder; la hermosa totalidad del individuo no está amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social, sino que el individuo se halla en él cuidadosamente fabricado, de acuerdo con toda una táctica de las fuerzas y de los cuerpos. Somos mucho menos griegos de lo que creemos. No estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena, sino en la máquina panóptica, dominados por sus efectos de poder que prolongamos nosotros mismos, ya que somos uno de sus engranajes. La importancia, en la mitología histórica, del personaje napoleónico tiene quizás ahí uno de sus orígenes: se halla en el punto de unión del ejercicio monárquico y ritual de la soberanía y del ejercicio jerárquico y permanente de la disciplina indefinida. Es el que lo domina todo de una sola mirada, pero al que ningún detalle, por ínfimo que sea, escapa jamás: «Podéis juzgar que ninguna parte del Imperio está privada de vigilancia, que ningún crimen, ningún delito, ninguna infracción debe permanecer sin ser perseguida, y que el ojo del genio que sabe alumbrarlo todo abarca el conjunto de esta vasta máquina, sin que, sin embargo, pueda escaparle el menor detalle.» (27)  La sociedad disciplinaria, en el momento de su plena eclosión, toma todavía con el Emperador el viejo aspecto del poder de espectáculo. Como monarca a la vez usurpador del antiguo trono y organizador del nuevo Estado, ha recogido en una figura simbólica y postrera todo el largo proceso por el cual los fastos de la soberanía, las manifestaciones necesariamente espectaculares del poder, se han extinguido uno a uno en el ejercicio cotidiano de la vigilancia, en un panoptismo en que unas miradas entrecruzadas y despiertas pronto harán tan inútil el águila como el sol.
La formación de la sociedad disciplinaria remite a cierto número de procesos históricos amplios en el interior de los cuales ocupa lugar: económicos, jurídico-políticos, científicos, en fin.
1) De una manera global puede decirse que las disciplinas son unas técnicas para garantizar la ordenación de las multiplicidades humanas. Cierto es que no hay en esto nada de excepcional, ni aun de característico: a todo sistema de poder se le plantea el mismo problema. Pero lo propio de las disciplinas es que intentan definir respecto de las multiplicidades una táctica de poder que responde a tres criterios: hacer el ejercicio del poder lo menos costoso posible (económicamente, por el escaso gasto que acarrea; políticamente por su discreción, su poca exteriorización, su relativa invisibilidad, la escasa resistencia que suscita), hacer que los efectos de este poder social alcancen su máximo de intensidad y se extiendan lo más lejos posible, sin fracaso ni laguna; ligar en fin este crecimiento «económico» del poder y el rendimiento de los aparatos en el interior de los cuales se ejerce (ya sean los aparatos pedagógicos, militares, industriales, médicos), en suma aumentar a la vez la docilidad y la utilidad de todos los elementos del sistema. Este triple objetivo de las disciplinas responde a una coyuntura histórica muy conocida. Es de un lado el gran impulso demográfico del siglo XVIII aumento de la población flotante (uno de los primeros objetos de la disciplina es fijar; la disciplina es un procedimiento de antinomadismo) ; cambio de escala cuantitativa de los grupos que se trata de controlar o de manipular (de los comienzos del siglo XVII a la víspera de la Revolución Francesa, la población escolar se multiplicó, como sin duda la población hospitalizada; el ejército en tiempo de paz contaba a fines del siglo XVIII más de 200 000 hombres). El otro aspecto de la coyuntura es el crecimiento del aparato de producción, cada vez más extenso y complejo, cada vez más costoso también y cuya rentabilidad se trata de hacer crecer. El desarrollo de los procedimientos disciplinarios responde a estos dos procesos o más bien, sin duda, a la necesidad de ajustar su correlación. Ni las formas residuales del poder feudal, ni las estructuras de la monarquía administrativa, ni los mecanismos locales de control, ni el entrecruzamiento inestable que formaban entre todos ellos podían garantizar este papel: se lo impedía la extensión llena de lagunas y sin regularidad de su red, su funcionamiento a menudo conflictual, y sobre todo el carácter «dispendioso» del poder que se ejercía. Dispendioso en varios sentidos: porque directamente costaba mucho al Tesoro, porque el sistema de los oficios venales o el de los arriendos pesaba de manera indirecta pero agobiante sobre la población, porque las resistencias que encontraba lo arrastraban a un ciclo de intensificación completa, porque procedía esencialmente por extracción (extracción de dinero o de productos por la tributación monárquica, señorial y eclesiástica; toma de hombres o de tiempo por las prestaciones personales o los alistamientos, el encierro de los vagabundos o su destierro). El desarrollo de las disciplinas marca la aparición de técnicas elementales del poder que corresponden a una economía completamente distinta: unos mecanismos de poder que, en lugar de venir «en descuento», se integran desde el interior a la eficacia productiva de los aparatos, al crecimiento de esta eficacia, y a la utilización de lo que produce. Las disciplinas sustituyen el viejo principio «exacción-violencia» que regía la economía del poder, por el principio «suavidad-producción-provecho». Se utilizan como técnicas que permiten ajustar, según este principio, la multiplicidad de los hombres y la multiplicación de los aparatos de producción (y por esto hay que entender no sólo «producción» propiamente dicha, sino la producción de saber y de aptitudes en la escuela, la producción de salud en los hospitales, la producción de fuerza destructora con el ejército).
En esta tarea de ajuste, la disciplina tiene que resolver cierto número de problemas, para los cuales la antigua economía del poder no estaba lo suficientemente armada. Puede hacer decrecer la «desutilidad» de los fenómenos de masa: reducir lo que, en una multiplicidad, hace que sea mucho menos manejable que una unidad; reducir lo que se opone a la utilización de cada uno de sus elementos y de su suma; reducir todo lo que en ella corre el peligro de anular las ventajas del número; a causa de esto, la disciplina fija; inmoviliza o regula los movimientos; resuelve las confusiones, las aglomeraciones compactas sobre las circulaciones inciertas, las distribuciones calculadas. Debe también dominar todas las fuerzas que se forman a partir de la constitución misma de una multiplicidad organizada, debe neutralizar los efectos de contrapoder que nacen de ella y que forman resistencia al poder que quiere dominarla: agitaciones, revueltas, organizaciones espontáneas, coaliciones —todo lo que puede depender de las conjunciones horizontales. De ahí el hecho de que las disciplinas utilicen los procedimientos de tabicamiento y de verticalidad, que introduzcan entre los diferentes elementos del mismo plano unas separaciones tan estancas como sea posible, que definan unas redes jerárquicas tupidas; en suma, que opongan a la fuerza intrínseca y adversa de la multiplicidad el procedimiento de la pirámide continua e individualizante. Deben igualmente hacer que crezca la utilidad singular de cada elemento de la multiplicidad pero por unos medios que sean los más rápidos y los menos costosos, es decir utilizando la propia multiplicidad como instrumento de este crecimiento: de ahí, para extraer de los cuerpos el máximo de tiempo y de fuerzas, esos métodos de conjunto que son los empleos del tiempo, las educaciones colectivas, los ejercicios, la vigilancia a la vez global y detallada. Es preciso, además, que las disciplinas hagan crecer el efecto de utilidad propio de las multiplicidades, y que se vuelvan cada una de ellas más útiles que la simple suma de sus elementos: para que aumenten los efectos utilizables de lo múltiple es por lo que las disciplinas definen unas tácticas de distribución, de ajuste recíproco de los cuerpos, de los gestos y de los ritmos, de diferenciación de las capacidades, de coordinación recíproca en relación con unos aparatos o unas tareas. En fin, la disciplina tiene que hacer jugar las relaciones de poder no por encima, sino en el tejido mismo de la multiplicidad, de la manera más discreta que se pueda, la mejor articulada sobre las demás funciones de estas multiplicidades, la menos dispendiosa también. A esto responden unos instrumentos de poder anónimos y coextensivos a la multiplicidad que regimentan, como la vigilancia jerárquica, el registro continuo, el juicio y la clasificación perpetuos. En suma, sustituir un poder que se manifiesta por el esplendor de los que lo ejercen, por un poder que objetiva insidiosamente aquellos a quienes se aplica; formar un saber a propósito de éstos, más que desplegar los signos fastuosos de la soberanía. En una palabra, las disciplinas son el conjunto de las minúsculas invenciones técnicas que han permitido hacer que crezca la magnitud útil de las multiplicidades haciendo decrecer los inconvenientes del poder que, para hacerlos justamente útiles, debe regirlas. Una multiplicidad, ya sea un taller o una nación, un ejército o una escuela, alcanza el umbral de la disciplina cuando la relación de una a otra llega a ser favorable.
Si el despegue económico de Occidente ha comenzado con los procedimientos que permitieron la acumulación del capital, puede decirse, quizá, que los métodos para dirigir la acumulación de los hombres han permitido un despegue político respecto de las formas de poder tradicionales, rituales, costosas, violentas, y que, caídas pronto en desuso, han sido sustituidas por toda una tecnología fina y calculada del sometimiento. De hecho los dos procesos, acumulación de los hombres y acumulación del capital, no pueden ser separados; no habría sido posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el crecimiento de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos y de utilizarlos; inversamente, las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los hombres aceleran el movimiento de acumulación de capital.
A un nivel menos general, las mutaciones tecnológicas del aparato de producción, la división del trabajo y la elaboración de los procedimientos disciplinarios han mantenido un conjunto de relaciones muy estrechas.  Cada uno de los dos ha hecho al otro posible, y necesario; cada uno de los dos ha servido de modelo al otro. La pirámide disciplinaria ha constituido la pequeña célula de poder en el interior de la cual la separación, la coordinación y el control de las tareas han sido impuestos y hechos eficaces; y el reticulado analítico del tiempo, de los gestos, de las fuerzas de los cuerpos, ha constituido un esquema operatorio que se ha podido fácilmente transferir de los grupos que someter a los mecanismos de la producción; la proyección masiva de los métodos militares sobre la organización industrial ha sido un ejemplo de este modelado de la división del trabajo a partir de esquemas de poder. Pero, en cambio, el análisis técnico del proceso de producción, su descomposición «maquinal» se han proyectado sobre la fuerza de trabajo que tenía por misión asegurarla: la constitución de estas máquinas disciplinarias en que están compuestas y con esto ampliadas las fuerzas individuales que asocian es el efecto de esta proyección. Digamos que la disciplina es el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo está con el menor gasto reducida como fuerza «política», y maximizada como fuerza útil. El crecimiento de una economía capitalista ha exigido la modalidad específica del poder disciplinario, cuyas fórmulas generales, los procedimientos de sumisión de las fuerzas y de los cuerpos, la «anatomía política» en una palabra, pueden ser puestos en acción a través de los regímenes políticos, de los aparatos o de las instituciones muy diversas.
2) La modalidad panóptica del poder —al nivel elemental, técnico, humildemente físico en que se sitúa— no está bajo la dependencia inmediata ni en la prolongación directa de las grandes estructuras jurídico-políticas de una sociedad; no es, sin embargo, absolutamente independiente. Históricamente, el proceso por el cual la burguesía ha llegado a ser en el curso del siglo XVIII la clase políticamente dominante se ha puesto a cubierto tras de la instalación de un marco jurídico explícito, codificado, formalmente igualitario, y a través de la organización de un régimen de tipo parlamentario y representativo. Pero el desarrollo y la generalización de los dispositivos disciplinarios han constituido la otra vertiente, oscura, de estos procesos. Bajo la forma jurídica general que garantizaba un sistema de derechos en principio igualitarios había, subyacentes, esos mecanismos menudos, cotidianos y físicos, todos esos sistemas de micropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que constituyen las disciplinas. Y si, de una manera formal, el régimen representativo permite que directa o indirectamente, con o sin enlaces, la voluntad de todos forme la instancia fundamental de la soberanía, las disciplinas dan, en la base, garantía de la sumisión de las fuerzas y de los cuerpos. Las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas. El contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción. No ha cesado de trabajar en profundidad las estructuras jurídicas de la sociedad para hacer funcionar los mecanismos efectivos del poder en oposición a los marcos formales que se había procurado. Las Luces, que han descubierto las libertades, inventaron también las disciplinas.
En apariencia, las disciplinas no constituyen otra cosa más que un infraderecho. Parecen prolongar hasta el nivel infinitesimal de las existencias singulares, las formas generales definidas por el derecho; o también aparecen como maneras de aprendizaje que permite a los individuos integrarse a estas exigencias generales. Constituirían el mismo tipo de derecho cambiándolo de escala y haciéndolo con ello más minucioso y, sin duda, más indulgente. Es preciso más bien ver en las disciplinas una especie de contraderecho. Desempeñan el papel preciso de introducir unas disimetrías insuperables y de excluir reciprocidades. En primer lugar, porque la disciplina crea entre los individuos un vínculo «privado», que es una relación de coacciones enteramente diferentes de la obligación contractual; la aceptación de una disciplina puede ser suscrita por vía de contrato; la manera en que está impuesta, los mecanismos que pone en juego, la subordinación no reversible de los unos respecto de los otros, el «exceso de poder» que está siempre fijado del mismo lado, la desigualdad de posición de los diferentes «miembros» respecto del reglamento común oponen el vínculo disciplinario y el vínculo contractual, y permite falsear sistemáticamente éste a partir del momento en que tiene por contenido un mecanismo de disciplina. Sabido es, por ejemplo, cuántos procedimientos reales influyen en la ficción jurídica del contrato de trabajo: la disciplina de taller no es el menos importante. Además, en tanto que los sistemas jurídicos califican a los sujetos de derecho según unas normas universales, las disciplinas caracterizan, clasifican, especializan; distribuyen a lo largo de una escala, reparten en torno de una norma, jerarquizan a los individuos a los unos en relación con los otros, y en el límite descalifican e invalidan. De todos modos, en el espacio y durante el tiempo en que ejercen su control y hacen jugar las disimetrías de su poder, efectúan una suspensión, jamás total, pero jamás anulada tampoco, del derecho. Por regular e institucional que sea, la disciplina, en su mecanismo, es un «contraderecho». Y si el juridismo universal de la sociedad moderna parece fijar los límites al ejercicio de los poderes, su panoptismo difundido por doquier hace funcionar, a contrapelo del derecho, una maquinaría inmensa y minúscula a la vez que sostiene, refuerza, multiplica la disimetría de los poderes y vuelve vanos los límites que se le han trazado. Las disciplinas ínfimas, los panoptismos de todos los días pueden muy bien estar por bajo del nivel de emergencia de los grandes aparatos y de las grandes luchas políticas. Han sido, en la genealogía de la sociedad moderna, con la dominación de clase que la atraviesa, la contrapartida política de las normas jurídicas según las cuales se redistribuía el poder. De ahí sin duda la importancia que se atribuye desde hace tanto tiempo a los pequeños procedimientos de la disciplina, a esos ardides de poca monta que ha inventado, o también a los conocimientos que le dan un aspecto confesable; de ahí el temor de deshacerse de las disciplinas si no se les encuentra sustituto; de ahí la afirmación de que se hallan en el fundamento mismo de la sociedad y de su equilibrio, cuando son una serie de mecanismos para desequilibrar definitivamente y en todas partes las relaciones de poder; de ahí el hecho de que se obstinen en hacerlas pasar por la forma humilde pero completa de toda moral, cuando son un haz de técnicas físico-políticas.
Y para volver al problema de los castigos legales, la prisión, con toda la tecnología correctiva de que va acompañada, hay que colocarla ahí: en el punto en que se realiza la torsión del poder codificado de castigar, en un poder disciplinario de vigilar; en el punto en que los castigos universales de las leyes vienen a aplicarse selectivamente a ciertos individuos y siempre a los mismos; hasta el punto en que la recalificación del sujeto de derecho por la pena se vuelve educación útil del criminal; hasta el punto en que el derecho se invierte y pasa al exterior de sí mismo, y en que el contraderecho se vuelve el contenido efectivo e institucionalizado de las formas jurídicas. Lo que generaliza entonces el poder de castigar no es la conciencia universal de la ley en cada uno de los sujetos de derecho, es la extensión regular, es la trama infinitamente tupida de los procedimientos panópticos.
3) Tomados uno a uno, la mayoría de estos procedimientos tienen una larga historia tras ellos. Pero el punto de la novedad, en el siglo XVIII es que componiéndose y generalizándose, alcanzan el nivel a partir del cual formación de saber y aumento de poder se refuerzan regularmente según un proceso circular. Las disciplinas franquean entonces el umbral «tecnológico». El hospital primero, después la escuela y más tarde aún el taller no han sido simplemente «puestos en orden» por las disciplinas; han llegado a ser, gracias a ellas, unos aparatos tales que todo mecanismo de objetivación puede valer corno instrumento de sometimiento, y todo aumento de poder da lugar a unos conocimientos posibles; a partir de este vínculo, propio de los sistemas tecnológicos, es como han podido formarse en el elemento disciplinario la medicina clínica, la psiquiatría, la psicología del niño, la psicopedagogía, la racionalización del trabajo. Doble proceso, por lo tanto: desbloqueo epistemológico a partir de un afinamiento de las relaciones de poder; multiplicación de los efectos de poder gracias a la formación y a la acumulación de conocimientos nuevos.
La extensión de los métodos disciplinarios se inscribe en un proceso histórico amplio: el desarrollo casi por la misma época de no pocas otras tecnologías —agronómicas, industriales, económicas. Pero hay que reconocerlo: al lado de las industrias mineras, de la química naciente, de los métodos de la contabilidad nacional, al lado de los altos hornos o de la máquina de vapor, el panoptismo ha sido poco celebrado. Apenas si se reconoce en él otra cosa que una curiosa pequeña utopía, el sueño de una perversidad, algo así como si Bentham hubiese sido el Fourier de una sociedad policial, cuyo Falansterio hubiera adoptado la forma del Panóptico. V sin embargo, se tenía en él la fórmula abstracta de una tecnología muy real, la de los individuos. Que haya habido para ella pocas alabanzas, tiene muchos motivos; el más evidente es que los discursos a que ha dado lugar han adquirido rara vez, excepto para las clasificaciones académicas, el estatuto de ciencias; pero el más real es sin duda que el poder que utiliza y que permite aumentar es un poder directo y físico que los hombres ejercen los unos sobre los otros. Para un punto de llegada sin gloria, es un origen difícil de confesar. Pero sería injusto confrontar los procedimientos disciplinarios con inventos como la máquina de vapor o el microscopio de Amici. Son mucho menos; y sin embargo, en cierto modo, son mucho más. Si hubiera que encontrarles un equivalente histórico o al menos un punto de comparación, sería más bien del lado de la técnica «inquisitorial».
El siglo XVIII inventó las técnicas de la disciplina y del examen, un poco sin duda como la Edad Media inventó la investigación judicial. Pero por caminos completamente distintos. El procedimiento de investigación, vieja técnica fiscal y administrativa, se había desarrollado sobre todo con la reorganización de la Iglesia y el incremento de los Estados regidos por príncipes en los siglos xii y XIII. Entonces fue cuando penetró con la amplitud que conocemos en la jurisprudencia de los tribunales eclesiásticos, y después en los tribunales laicos. La investigación como búsqueda autoritaria de una verdad comprobada o atestiguada se oponía así a los antiguos procedimientos del juramento, de la ordalía, del duelo judicial, del juicio de Dios o también de la transacción entre particulares. La investigación era el poder soberano arrogándose el derecho de establecer la verdad por medio de cierto número de técnicas reguladas. Ahora bien, si la investigación, desde ese momento, formó cuerpo con la justicia occidental (y hasta nuestros días), no hay que olvidar ni su origen político, su vínculo con el nacimiento de los Estados y de la soberanía monárquica, ni tampoco su desviación ulterior y su papel en la formación del saber. La investigación, en efecto, ha sido la pieza rudimentaria, sin duda, pero fundamental para la constitución de las ciencias empíricas; ha sido la matriz jurídico-política de este saber experimental, del cual se sabe bien que fue muy rápidamente desbloqueado a fines de la Edad Media. Es quizá cierto que las matemáticas, en Grecia, nacieron de las técnicas de la medida; las ciencias de la naturaleza, en todo caso, nacieron por una parte, a fines de la Edad Media, de las prácticas de la investigación. El gran conocimiento empírico que ha recubierto las cosas del mundo y las ha trascrito en la ordenación de un discurso indefinido que comprueba, describe y establece los «hechos» (y esto en el momento en que el mundo occidental comenzaba la conquista económica y política de ese mismo mundo) tiene sin duda su modelo operatorio en la Inquisición —esa inmensa invención que nuestra benignidad reciente ha colocado en la sombra de nuestra memoria. Ahora bien, lo que esa investigación político-jurídica, administrativa y criminal, religiosa y laica fue para las ciencias de la naturaleza, el análisis disciplinario lo ha sido para las ciencias del hombre. Estas ciencias con las que nuestra «humanidad» se encanta desde hace más de un siglo tienen su matriz técnica en la minucia reparona y aviesa de las disciplinas y de sus investigaciones. Éstas son quizá a la psicología, a la psiquiatría, a la pedagogía, a la criminología, y a tantos otros extraños conocimientos, lo que el terrible poder de investigación fue al saber tranquilo de los animales, de las plantas o de la tierra. Otro poder, otro saber. En el umbral de la época clásica, Bacon, el hombre de la ley y del Estado, intentó hacer la metodología de la investigación en lo referente a las ciencias empíricas. ¿Qué Gran Vigilante hará la del examen, en cuanto a las ciencias humanas? A menos que, precisamente, no sea posible. Porque, si bien es cierto que la investigación, al convertirse en una técnica para las ciencias empíricas, se ha desprendido del procedimiento inquisitorial en que históricamente enraizaba, en cuanto al examen, ha quedado muy cerca del poder disciplinario que lo formó. Es todavía y siempre una pieza intrínseca de las disciplinas. Como es natural, parece haber sufrido una depuración especulativa al integrarse a ciencias como la psiquiatría y la psicología. En efecto, lo vemos, bajo la forma de tests, de conversaciones, de interrogatorios, de consultas, rectificar en apariencia los mecanismos de la disciplina: la psicología escolar está encargada de corregir los rigores de la escuela, así como la conversación médica o psiquiátrica está encargada de rectificar los efectos de la disciplina de trabajo. Pero no hay que engañarse; estas técnicas no hacen sino remitir a los individuos de una instancia disciplinaria a otra, y reproducen, en una forma concentrada o formalizada, el esquema de poder-saber propio de toda disciplina. (29) La gran investigación que ha dado lugar a las ciencias de la naturaleza se ha separado de su modelo político-jurídico; el examen en cambio sigue inserto en la tecnología disciplinaria.
El procedimiento de investigación en la Edad Media se ha impuesto a la vieja justicia acusatoria, pero por un proceso venido de arriba; en cuanto a la técnica disciplinaria, ha invadido, insidiosamente y como por abajo, una justicia penal que es todavía, en su principio, inquisitoria. Todos los grandes movimientos de desviación que caracterizan la penalidad moderna —la problematización del criminal detrás de su crimen, la preocupación por un castigo que sea una corrección, una terapéutica, una normalización, la división del acto de juzgar entre diversas instancias que se suponen medir, apreciar, diagnosticar, curar, trasformar a los individuos—, todo esto revela la penetración del examen disciplinario en la inquisición judicial.
Lo que en adelante se impone a la justicia penal como su punto de aplicación, su objeto «útil», no será ya el cuerpo del culpable alzado contra el cuerpo del rey; no será tampoco el sujeto de derecho de un contrato ideal; sino realmente el individuo disciplinario. El punto extremo de la justicia penal bajo el Antiguo Régimen era el troceado infinito del cuerpo del regicida: manifestación del poder más fuerte sobre el cuerpo del criminal más grande, cuya destrucción total hace manifestarse el crimen en su verdad. El punto ideal de la penalidad hoy día sería la disciplina indefinida: un interrogatorio que no tuviera término, una investigación que se prolongara sin límite en una observación minuciosa y cada vez más analítica, un juicio que fuese al mismo tiempo la constitución de un expediente jamás cerrado, la benignidad calculada de una pena que estaría entrelazada a la curiosidad encarnizada de un examen, un procedimiento que fuera a la vez la medida permanente de una desviación respecto de una norma inaccesible y el movimiento asintótico que obliga a coincidir con ella en el infinito. El suplicio da fin lógicamente a un procedimiento impuesto por la Inquisición. El sometimiento a «observación» prolonga naturalmente una justicia invadida por los métodos disciplinarios y los procedimientos de examen. ¿Puede extrañar que la prisión celular con sus cronologías ritmadas, su trabajo obligatorio, sus instancias de vigilancia y de notación, con sus maestros de normalidad, que relevan y multiplican las funciones del juez, se haya convertido en el instrumento moderno de la penalidad? ¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones?

Notas:

1- Archives militaires de Vincennes, A 1 516 91 sc. Documento. Este reglamento es semejante, en cuanto a lo esencial, a toda una serie de otros de la misma época o de un periodo anterior.
2- J. Bentham, Panopticon, Works, ed. Bowring, t. iv, pp. 60-64. Cf. lám.  17.
3- En el Postscript to the Panopticon, 1791, Bentham agrega unas galerías oscuras pintadas de negro que dan la vuelta al pabellón de vigilancia, cada una de las cuales permite observar dos pisos de celdas.
4- Cf. lám. 17. Bentham en su primera versión del Panóptico había imaginado también una vigilancia acústica, por medio de tubos que unían la celda a la torre central. Abandonó esta idea en el Postscript, quizá porque no podía introducir asimetría e impedir a los presos oír al vigilante tan bien como el vigilante los oía a ellos. Julius probó a desarrollar un sistema de escucha asimétrico (Leçons sur les prisons, trad. francesa, 1831, p. 18).
5- J. Bentham, Panopticon, Works, t. iv, p. 45.
6- G. Loisel, Histoire des ménageries, 1912, II pp.  104-107. Cf. lám.  14.
7- Ibid., pp. 60-64.
8- J.  Bentham,  Panopticon  versus  New  South   Wales.   Works, ed.  Bowring, t. IV. p. 177.
9- Ibid., p. 40. Si Bentham ha puesto en evidencia el ejemplo de la penitenciaría, es porque en ésta se ejercen funciones múltiples (vigilancia, control automático, confinamiento, soledad, trabajo forzado, instrucción).
10- Ibid., p. 65.
11- Ibid., p. 39.
12- El imaginar esta corriente continua de visitantes penetrando por un subterráneo hasta la torre central, y observando desde allí la vista circular del Panóptico, hace suponer que Bentham conocía los Panoramas que Barker construía exactamente por el mismo tiempo (el primero parece ser de 1787), y en los cuales los visitantes, ocupando el lugar central, veían desarrollarse en torno suyo un paisaje, una ciudad, una batalla. Los visitantes ocupaban exactamente el lugar de la mirada soberana.
13-Ch. Demia, Règlement pour les ecoles de ¡a ville de Lyon, 1716, pp. 60-61.
14- Informe de Talleyrand a la Constituyente, 10 de septiembre de 1791. Citado por A. Léon, La Révolution française et l’éducation technique, 1968, p. 106.
15- Ch. Demia, Règlement pour les ecoles de la ville de Lyon, 1716, pp. 39-40.
16- En la segunda mitad del siglo XVIII, se soñó mucho en utilizar al ejército como instancia de vigilancia y de rastrillado general que permitiera vigilar a la población. El ejército, por disciplinar todavía en el siglo XVII, está concebido como «disciplinante». Cf. p. ej. J. Servan, Le soldat citoyen, 1780.
17- Arsenal, ms. 2565. Bajo esta signatura, se encuentran numerosos reglamentos para las compañías de caridad de los siglos XVII y XVIII.
18- Cf. L. Radzinovitz, The English criminal law, 1956, t. II, pp. 203-214.
19- Nota de Duval, primer secretario de la tenencia de policía, citada por Funck-Brentano, Catalogue des manuscrits de la bibliothèque de l’Arsenal, t. IX, p. 1.
20- N. T. Des Essarte, Dictionnaire universel de police, 1787, pp. 344, 528.
21- Le Maire en una memoria redactada a petición de Sartine, para responder a 16 preguntas de José II sobre la policía parisiense.   Esta memoria fue publicada por Gazier en 1879.
22- Suplemento a la Instruction pour la rédaction d’un nouveau code, 1769, S  535.
23- N. Delamare, Traité de la police, 1705, prefacio no foliado.
24- Sobre los registros de policía en el siglo XVIII, podemos remitirnos a  M. Chassaigne, La Lieutenance générale de police, 1906.
25- E. de Vattel, Le droit des gens, 1768, p. 162.
26- N. H. Julius, Leçons sur les prisons, trad. francesa,  1831,  1, pp. 384-386.
27- J. B. Treilhard, Motifs du code d’instruction criminelle, 1808, p. 14.
28- Cf. K. Marx, El capital, libro I, sección 4a, cap. xi. Y el muy interesante análisis de F. Guerry y D. Deleule, Le corps productif, 1973.

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