LA GÉNESIS DE LOS NUEVOS MÉTODOS, los precursores

LA GÉNESIS DE LOS NUEVOS MÉTODOS
LOS PRECURSORES

Si los nuevos métodos de educación se definieran por la real actividad que
postulan en el niño y por el carácter recíproco de la relación que establecen entre
los sujetos a educar y la sociedad a que están destinados,
nada habría menos
nuevo que tales sistemas. Casi todos los grandes teóricos de la historia de la
pedagogía han entrevisto uno u otro de los múltiples aspectos de nuestras
concepciones.
Que la mayéutica de Sócrates es una llamada a la actividad del alumno más que a
su docilidad es evidente, como también lo es que la reacción de Rabelais y de
Montailne contra la educación verbal y la disciplina inhumana del XVI ha conducido
a finas intuiciones psicológicas:
papel real del interés, observación indispensable
de la naturaleza, necesidad de una iniciación en la vida práctica, oposición entre la
comprensión personal y la memoria (“Saber de memoria no es saber”), etc. Sin
embargo, como demostró Claparède en un conocido articulo de la Revue de
métaphysique et de morale (mayo de 1912), estas observaciones, y lo mismo las
de Fénelon, Locke y otros, sólo son fragmentarias; por el contrario, en Rousseau
encontramos una concepción de conjunto cuyo valor sorprende hoy tanto más
cuanto que no ha sido inspirada por ninguna experiencia científica y su contexto
filosófico ha impedido a menudo juzgarla objetivamente.
Precisamente a causa de sus convicciones sobre la excelencia de la naturaleza y
la perversión de la sociedad, Rousseau llegó, por esta imprevisible vía, a la idea
de que el niño es quizás útil en cuanto que natural, y que el desarrollo mental esté
quizá regulado por leyes constantes. Por tanto, la educación debería utilizar este
mecanismo en lugar de poner impedimentos a su desarrollo. De aquí se deriva una
pedagogía precisa en la agudeza del detalle; en ella puede verse una anticipación
genial de los “métodos nuevos” de educación o una simple quimera, según que se
desprecien los apriorismos filosóficos de Rousseau o que, accediendo a su
deseo, se les considere como necesariamente ligados a sus tesis sociológicas.
De hecho, al leer el Emilio es imposible hacer abstracción completa de la
metafísica roussoniana; en esto Rousseau es un precursor un tanto
comprometedor. Pero justamente esta observación nos hace comprender la
verdadera novedad de los métodos del siglo XX en oposición a los sistemas de
los teóricos clásicos.
Sin duda, Rousseau ha entrevisto que “cada edad tiene sus
recursos”, que “el niño tiene sus formas propias de ver, pensar y sentir”; sin duda
también ha demostrado elocuentemente que no se aprende nada si no es
mediante una conquista activa y que el alumno debe reinventar la ciencia en lugar
de repetirla mediante fórmulas verbales; también ha sido él quien ha dado este
consejo por el que pueden perdonársele muchas otras cosas: “Empezad por
estudiar a vuestros alumnos, porque seguramente no les conocéis lo suficiente”.
Sin embargo, esta intuición continua de la realidad del desarrollo mental no es
todavía en Rousseau más que una creencia sociológica, o sea un instrumento
polémico; si él mismo hubiera estudiado las leyes de la maduración psicológica
cuya existencia postula incesantemente, no hubiera disociado la evolución
individual del medio social. En Rousseau están ya las nociones de la significación
funcional de la infancia, de las etapas del desarrollo intelectual y moral, del interés y
de la actividad real, pero estas nociones no han inspirado realmente “métodos
nuevos” más que a partir del momento en que se las ha replanteado en el plano de
la observación objetiva y de la experiencia por autores más preocupados por la
verdad serena y el control sistemático.
Entre los continuadores de Rousseau al menos dos han llevado a la realidad
algunas dé sus ideas en el campo de la escuela misma.
A este respecto pueden
ser considerados como los verdaderos precursores de los métodos nuevos. Se
trata de Pestalozzi (1746-1827), discípulo de Rousseau, y Froebel (1782-1852),
discípulo de Pestalozzi.
Los visitantes del Instituto de Yverdon se sorprenden ante la actividad espontánea
de los alumnos, el carácter de los maestros (antes compañeros entrañables de
mayor edad que jefes), el espíritu experimental de la escuela en la que se anotan
diariamente observaciones sobre los progresos del desarrollo psicológico de los
alumnos y sobre el éxito o fracaso de las técnicas pedagógicas empleadas.
Precisamente por este mismo espíritu, Pestalozzi corrige de entrada a Rousseau
en un punto capital: la escuela es una verdadera sociedad en la que el sentido de
las responsabilidades y las normas de cooperación son suficientes para educar a
los niños sin que haya necesidad de aislar al alumno en un individualismo para
evitar las contrariedades nocivas o los peligros que implica la emulación. Es más,
el factor social interviene en el plano de la educación tanto como en el aspecto
moral: como Bell y Lancaster, Pestalozzi había organizado una especie de
enseñanza mutua de manera que los escolares se ayudaran unos a otros en sus
investigaciones.
Pero si el espíritu de la escuela activa antes de su formulación inspiraba de esta
manera los métodos de Pestalozzi, las diferencias entre los detalles de sus
concepciones y los modernos procedimientos de la nueva educación no son
menos sorprendentes; lo que faltaba al roussonianismo para engendrar una
pedagogía científica era una psicología del desarrollo mental. Es cierto que
Rousseau repetía que el niño es diferente del adulto y que cada edad tiene sus
características propias; su creencia en la constancia de las leyes de la evolución
psíquica era incluso tan grande que ha inspirado su famosa fórmula de la
educación negativa o de la inútil intervención del maestro; pero ¿qué son para
Rousseau los caracteres especiales de la infancia y las leyes del desarrollo?
Aparte de sus observaciones penetrantes sobre la utilidad del ejercicio y de la
investigación por tanteos y sobre la necesidad biológica de la infancia, las
diferencias que establece entre ésta y la edad adulta son de orden esencialmente
negativo: el niño ignora la razón, el sentimiento del deber, etc. Así, las etapas de la
evolución mental que ha establecido (se ha querido ver en ellas una analogía con
las modernas teorías de los estadios) consisten simplemente en fijar, no sin
arbitrariedad, la fecha de aparición de las principales funciones o de las
manifestaciones más importantes de la vida del espíritu: a tal edad la necesidad, a
tal otra el interés, a tal otra la razón. Por tanto, nada de una embriología real de la
inteligencia y la consciencia que muestre cómo las funciones se transforman
cualitativamente en el curso del dinamismo continuo de su elaboración. También
Pestalozzi, que como todo el mundo advertía los gérmenes de la razón y los
sentimientos morales desde las más tempranas edades (aparte de las ideas
fecundas sobre el interés, el ejercicio y la actividad), cayó en las corrientes
nociones del niño que contiene en sí mismo todo el adulto y del preforrnismo
mental. De aquí que junto a sorprendentes realizaciones en el sentido de la
escuela activa contemporánea, los institutos de Pestalozzi presenten tantas
características desusadas. Por ejemplo, Pestalozzi estaba convencido de la
necesidad de proceder de lo simple a lo complejo en todas las ramas de la
enseñanza; pero cualquiera sabe actualmente que la noción de lo simple es
relativa para ciertas mentalidades adultas y que el niño comienza por lo global e
indiferenciado. De una manera general, Pestalozzi estaba afectado por un cierto
formalismo sistemático que se señalaba en sus horarios, en la clasificación de las
materias a enseñar, en sus ejercicios de gimnasia intelectual, en su manía por las
demostraciones; este abuso muestra bastante bien lo poco que tenía en cuenta,.
en los detalles, el desarrollo real del espíritu.
Con Froebel (1782-1152), el contraste entre la idea de actividad y sus
realizaciones es quizás aún más grande. Por una parte, el ideal rousseauniano de
una zambullida espontánea del niño en la libertad, entre las cosas y no entre los
libros, en la acción y la manipulación motora y especialmente en el medio de una
atmósfera serena, sin coacción ni fealdad; pero, por otra parte, ninguna noción
positiva sobre el desarrollo mental mismo. Si bien ha comprendido por intuición la
significación funcional del juego y especialmente del ejercicio sensomotor, Froebel
cree, en cambio, en una etapa sensorial de la evolución individual: como si la
percepción no fuera un producto, ya muy complejo, de la inteligencia práctica y la
educación de los sentidos a situar en una activación de toda la inteligencia.
Es más: el material preparado por Froebel – las famosas siete series de ejercicios
-, aun constituyendo un evidente progreso en el sentido de la actividad, falsea de
golpe la noción misma de esta actividad al impedir la creación verdadera y
reemplazar la investigación concreta ligada a las necesidades reales de la vida del
niño, por un formalismo de trabajo manual.
De una manera general, se ve que si el ideal de actividad y los principios de los
nuevos métodos de educación pueden ser rastreados sin dificultad en los grandes
clásicos de la pedagogía, una diferencia esencial les separa de nosotros.
A pesar
de su conocimiento intuitivo o práctico de la infancia no han constituido la
psicología necesaria para la elaboración de las técnicas educativas realmente
adaptadas a las leyes del desarrollo mental. Los métodos nuevos sólo se han
construido verdaderamente con la elaboración de una psicología o una
psicosociología sistemática de la infancia; la aparición de los métodos nuevos
data, por tanto, de la aparición de esta última.
No obstante, queda todavía una reserva por señalar. Durante el siglo XIX algunos
sistemas pedagógicos se han basado en la psicología sin que por ello resultase lo
que hoy llamamos “métodos nuevos”. Sería inútil intentar en esta exposición ser
completos y discutir en particular las ideas de Spencer; pero parece indispensable
mencionar a Herbart. Puesto que este ha proporcionado el inoportuno modelo de
una pedagogía inspirada en una psicología aún no genética, la discusión de su
obra servirá para mostrar lo que los recientes trabajos sobre la psicología del niño
han aportado de nuevo a la pedagogía.
Sin duda, por vez primera en la historia de las ideas pedagógicas, Herbart (1776-
1841), ha intentado de una manera completamente lúcida ajustar las técnicas
educativas a las leyes de la psicología. Todo el mundo conoce los sabios
preceptos que ha transmitido a generaciones de maestros y la disposición
sistemática de fórmulas prácticas que ha sabido codificar para mayor gozo de los
doctrinarios. Según él, la vida psíquica entera consiste en una especie de
mecanismo de representaciones que suprime la inteligencia en tanto que actividad
en provecho de una estática y una dinámica de las ideas como tales y que en
último grado depende de la tendencia del alma a la autoconservación; en base a
eso, el problema pedagógico esencial es saber cómo presentar las materias para
que sean asimiladas y retenidas: el proceso de la percepción que permite
encauzar lo desconocido a lo conocido proporciona la clave del sistema; si Herbart
subráyala necesidad de tener en cuenta períodos de desarrollo, individualidad de
los alumnos o, especialmente, el interés – factor éste decisivo en los métodos
actuales -, es sólo en función del mecanismo de las representaciones: él interés es
el resultado de la percepción; las fases de edad y los tipos individuales constituyen
sus diferentes modalidades.
Ahora bien, ¿ha transformado Herbart la escuela? No: ninguna institución
comparable a las clases de Montessori, a las escuelas de Decroly, etc., puede
tener sus bases en Herbart. ¿Por qué? Porque su psicología es esencialmente
una doctrina de la receptividad y de los elementos de conservación que tiene el
espíritu. Herbart no ha sabido elaborar una teoría de la actividad que concilie el
punto de vista biológico del desarrollo con el análisis de la construcción continua
que es la inteligencia.