Guía práctica de salud mental en situaciones de desastres: capítulo I

CAPÍTULO I: Los problemas psicosociales en situaciones de desastres y emergencias: marco general de referencia.

En este capítulo nos referimos a algunos elementos conceptuales sobre el
impacto psicosocial que producen los desastres en las personas, como
marco general de referencia. Este breve resumen le puede servir al lector
no especializado como base para una mejor comprensión de los
capítulos posteriores.
Desde el punto de vista de la salud mental, las emergencias y los desastres
implican una perturbación psicosocial
que sobrepasa la capacidad de manejo o
afrontamiento de la población afectada (1-5).
Por lo general, los desastres tienen consecuencias económicas, producen
devastación, empobrecimiento, destrucción ambiental y de la infraestructura, y
carencia de servicios básicos como agua potable y alimentos; pero, también, producen
un deterioro en la vida de las personas y una desintegración de las familias
y de la comunidad.
Cuando hablamos de impacto psicosocial, nos referimos a los efectos que
generan los desastres en el ámbito psicológico individual, familiar y social de las
víctimas. Estos efectos se relacionan con muchas variables, entre las que se encuentran
las condiciones de vida de la persona y el grado de deterioro de su ambiente
físico y social (3).
Construcción de defensas ante el estrés
Para una mejor comprensión de las consecuencias psicológicas de los
eventos catastróficos resulta útil revisar brevemente la manera como las personas
adquieren y desarrollan la capacidad de enfrentarse a las situaciones difíciles de
la vida y cómo se preparan para sobrevivir exitosamente las experiencias dolorosas
excepcionales.
En la vida diaria estamos permanentemente expuestos a situaciones conflictivas
(a veces, repetitivas) que producen modificaciones emocionales en forma de
ansiedad (“nervios”), miedo, tristeza, frustración o rabia, y que se acompañan de
cambios en el funcionamiento corporal, como palpitaciones, tensión de los músculos,
sensación de vacío en el estómago, etc. Son reacciones transitorias de duración
variable que actúan como mecanismos de defensa y que, de alguna manera,
nos alertan y preparan para enfrentarnos a la situación traumática (1, 2, 6).
Normalmente, esas respuestas al estrés se relacionan estrechamente con el
aprendizaje y se convierten en un mecanismo de supervivencia y de alivio para la
tensión emocional. La vivencia repetitiva de los pequeños traumas cotidianos y la
comprobación de que pueden afrontarse permiten desarrollar una capacidad de
tolerancia a la frustración y la esperanza de que se pueden superar los escollos. El
proceso de aprendizaje permite desarrollar las defensas y el moldeamiento de una
personalidad más fuerte y preparada para enfrentar y superar exitosamente las
adversidades de la vida (6-8).
Este proceso ocurre en el ámbito de la familia y la comunidad que, en condiciones
normales, se convierten en nichos que facilitan la maduración de los niños
para llegar a ser adultos independientes y seguros. En la medida en que las relaciones
interpersonales brindan seguridad y afecto, se facilita la construcción de sentimientos
de confianza en sí mismo y en los demás, e ir armando un proyecto de
vida optimista. La familia, como medio protector y modelo, permite al niño copiar
y volver propios los comportamientos sanos de las personas mayores. De otra
parte, el grupo social de pertenencia también genera redes de apoyo para las
familias y los individuos.

La suma de toda esa experiencia durante la infancia y la adolescencia
construye las bases de la personalidad y contribuye al desarrollo de lo que se conoce
como “resiliencia”* (* Nota del editor: aunque el término “resiliencia” (del inglés “resilience”) no existe en español, hemos decidido dejarlo por su uso frecuente y aceptado en el ámbito de los desastres y porque su traducción literal “elasticidad” no refleja el concepto que se intenta explicar.), definida como la capacidad de resurgir de la adversidad,
adaptarse, recuperarse y volver a acceder a una vida significativa y productiva.
Esta capacidad no es estática sino permanentemente fluctuante en relación con las
circunstancias que se van viviendo y trata de lograr un equilibrio entre los factores
de riesgo y los elementos protectores.
Estos mecanismos de defensa, maduración y crecimiento personal no funcionan
completamente cuando el individuo enfrenta situaciones que superan sus
capacidades de adaptación y, entonces, hablamos de eventos traumáticos que
generan crisis, en las cuales se rompe el equilibrio. Esto puede suceder en eventos
catastróficos que representan amenazas extremas que rompen las defensas de
manera brusca, o en circunstancias que se viven como agresiones repetitivas que
se van acumulando y paulatinamente van debilitando las defensas hasta que se
llega a un punto en el que se rompe el equilibrio. Cuando esto ocurre, aparecen
reacciones más o menos duraderas, con expresiones corporales y psicológicas que
ya no son protectoras, sino que conducen a alteraciones emocionales de gravedad
variable y, en algunos casos, a verdaderas enfermedades mentales.

El impacto psicosocial de los eventos traumáticos.
El impacto psicosocial de cualquier evento traumático depende de los siguientes factores (4):
• la naturaleza misma del evento,
• las características de la personalidad de las víctimas y
• el entorno y las circunstancias.
La naturaleza misma del evento. Por lo general, producen un
mayor impacto los eventos inesperados, los ocasionados por el hombre, los que
implican una situación de estrés prolongada y los de afectación colectiva.
Los eventos inesperados, como los terremotos, no dan tiempo a estrategias
de prevención individuales o colectivas y, usualmente, generan sentimientos de
impotencia y reacciones emocionales que inhiben las funciones defensivas que
pudieran ser eficaces; por ello, son más frecuentes las reacciones de pánico paralizante
o de huida, con graves modificaciones de la capacidad de reflexionar y
tomar decisiones acertadas.
El origen humano del trauma, como es el caso de los conflictos armados o
los actos terroristas (4, 9), potencializa el miedo y la ansiedad con sentimientos de
rabia y odio, así como deseos de venganza, puesto que hay a quienes culpar; esto
complica la reacción emocional y la elaboración del duelo. Además, cuando se
trata de violencia política, la búsqueda y la prestación de atención implican una
situación de peligro, lo cual puede dar lugar a tardanzas e iniquidades que se convierten
en factores secundarios de estrés y cierran un círculo vicioso de violencia y
maltrato.
Cuando la situación traumática es prolongada, como en el caso de secuestros,
desplazamientos forzados y en poblaciones que viven en cercanías de volcanes
con posibilidades de erupción, generalmente, las personas se sienten sin posibilidades
de escape, pronto retorno o de reubicación segura y digna. La víctima
se siente atrapada e impotente y, fácilmente, llega a una fase de desesperanza y
agotamiento de las defensas. Si, además, se agrega la tortura, la pérdida de las
estructuras de las defensas es mucho más rápida. Es frecuente ver que, incluso la
amenaza o la posibilidad de padecer dolor o de morir (la persona o sus seres queridos),
debilita la fortaleza de cualquier persona razonablemente equilibrada.
Usualmente, en situaciones de crisis individuales, la víctima cuenta con el
apoyo de quienes la rodean y de la estructura social. Cuando la emergencia es
colectiva, el impacto es mucho mayor, pues no sólo se vive el drama personal sino
el de los allegados y, además, se afecta la red familiar y social de apoyo. En estos
casos, es frecuente la desorganización en el aprovechamiento de las fuentes de
apoyo externo.
Las características de la personalidad y la vulnerabilidad individual de las víctimas (6, 8).
Se valora, en primera instancia, la personalidad
de los individuos y su capacidad de afrontamiento ante eventos catastróficos
e inesperados. Podemos encontrar debilidades pero, también, muchas fortalezas
que pueden ser estimuladas y aprovechadas. Además, las condiciones preexistentes
dan lugar a grupos más vulnerables, como son los niños y los adolescentes,
quienes aún no han construido las defensas suficientes para enfrentar la adversidad
y dependen de la ayuda y el apoyo externos; y los más pequeños no tienen
aún la capacidad de comprender plenamente lo que ocurre.
Los ancianos, por su parte, frecuentemente viven en situaciones de privación
y desesperanza, y es frecuente que padezcan de afecciones físicas o emocionales
que ocasionan dependencia y sentimientos de minusvalía, todo lo cual contribuye
a disminuir sus capacidades de adaptación y defensa.
Las mujeres son un grupo vulnerable pues suelen estar sometidas a condiciones
sociales más adversas (en relación con los hombres) y a mayores riesgos
para su salud. Además, en situaciones de crisis, suelen soportar la mayor responsabilidad
en el cuidado y el mantenimiento de la estabilidad de la familia.
Otro grupo de alto riesgo son las personas con una enfermedad mental o
física previa que ocasiona una mayor fragilidad del individuo.
Igualmente, es necesario destacar que la confluencia de múltiples situaciones
traumáticas en individuos bien estructurados y emocionalmente fuertes puede
debilitar sus defensas y hacerlos más vulnerables ante un nuevo trauma que ocurra
antes de haber recuperado el equilibrio.
El entorno y las circunstancias (4, 7, 9).
Aunque los desastres no escogen las víctimas, es evidente que no afectan al azar; siempre inciden más
duramente en los más pobres, quienes tienen limitaciones de acceso a los servicios
sociales y, en particular, a los de salud. Las comunidades pobres usualmente carecen
de planes y recursos para prevenir y enfrentar las tragedias pues, incluso, carecen
de redes de atención de lo cotidiano y ello las convierte en grupos de mayor
riesgo que se encuentran en los límites de un equilibrio precario.
Los grupos sociales desestructurados o que han sufrido situaciones adversas
repetitivas son más vulnerables.
La provisión de ayuda, cuando es precaria, desorganizada, tardía o se
agota muy prontamente, puede constituirse en una circunstancia agravante de la
problemática y puede generar conflictos sociales.
Finalmente, es necesario recordar que las minorías (raciales o religiosas,
por ejemplo) a menudo están en condiciones previas de discriminación, con estructuras
de soporte social precarias, y tienen el riesgo de ser tratadas inequitativamente
en la atención de la emergencia.

La respuesta individual según fases:
Para una mejor comprensión, dividimos la respuesta individual en fases
(antes, durante y después del evento) (1, 3, 4, 7). No obstante, es necesario resaltar
que en la realidad, la delimitación entre estas etapas no siempre es tan clara.
Antes. En la fase de amenaza se produce miedo y una tensión emocional
colectiva que prepara el enfrentamiento a la amenaza. Las reacciones individuales
dependen de varios factores, entre los cuales está la experiencia previa.
Pueden surgir actitudes de negación del peligro en las que la persona continúa con
sus actividades cotidianas y no toma precauciones; en otros casos, aparecen actitudes
desafiantes, de gran desorganización, o comportamientos pasivos o agitados
que resultan poco adaptativos.
Durante. Si la situación pasa de ser una amenaza y se convierte en realidad,
los individuos deben enfrentarse de manera abrupta a hechos que pueden
ser aterradores; se generan cambios neuroquímicos en el sistema nervioso central
y pueden afectarse las respuestas inmunológicas. Las reacciones emocionales son
intensas, el individuo siente interrumpida su vida y presenta reacciones muy variadas
que van desde el miedo paralizante a la agitación desordenada y desde la
anestesia sensorial al dolor extremo. Puede haber un estado de hiperalerta pero,
más frecuentemente, hay moderados grados de confusión en la conciencia que se
manifiestan como aturdimiento, desorientación y dificultad para pensar y tomar
decisiones. Se pueden presentar diversos grados de disociación en los que el individuo
se siente colocado en posición pasiva ante una realidad que es vivida como
película ajena.
Después. Una vez pasado el evento agudo que, en algunos casos,
puede prolongarse por horas, días y meses (volcanes, guerra), la víctima continúa
experimentando oleadas de temor y ansiedad al recordar el trauma o al comenzar
a elaborar las consecuencias del mismo. Al miedo y a la ansiedad se suma una
inestabilidad emocional sobre un trasfondo de tristeza e ira. La alteración emocional
incide en el resto del funcionamiento psicosocial.

Pueden aparecer ideas o conductas inapropiadas, el sueño se hace irregular
y poco reparador, disminuye el apetito, surgen la irritabilidad y los conflictos en
las relaciones interpersonales, y se dificulta el cumplimiento de tareas habituales.
Además, aparecen o se acentúan las quejas somáticas (dolores o molestias variados)
y pueden surgir o agravarse las enfermedades preexistentes, puesto que se disminuyen
globalmente las defensas o se hacen insuficientes las medidas de control.
Si el impacto es grave y colectivo, en esta fase ya se nota el daño en la
cohesión familiar y social, lo cual dificulta obviamente la superación individual del
trauma. Si a ello le sumamos la persistencia de la amenaza o la necesidad del desplazamiento,
resulta fácil entender que los procesos de readaptación se postergan
y las manifestaciones psíquicas corren el riesgo de agravarse y volverse secuelas
permanentes.
La necesidad de manejar simultáneamente las emociones personales y las
relaciones y compromisos interpersonales, y cumplir con las tareas de la vida diaria
resulta abrumadora para las víctimas, que se confrontan permanentemente con
la necesidad de adaptarse a la pérdida y a lo nuevo.
Fase de readaptación. Las circunstancias ambientales y contextuales
favorables facilitan que el individuo recupere la capacidad de asumir su cotidianidad y supere exitosamente las pérdidas.
Sin embargo, no siempre sucede así y es
frecuente que las reacciones psicosomáticas persistan y se hagan crónicas.
También, aunque el temor y la ansiedad se vayan atenuando, persisten por mucho
más tiempo la tristeza y la rabia; así mismo, surgen sentimientos de culpa por haber
sobrevivido o no haber impedido la pérdida.
El ritmo de normalización emocional es muy variable; obviamente, los más
frágiles demoran más en alcanzar un equilibrio. A este respecto, merecen especial
mención los niños, porque la situación de pérdida de las estructuras entorpece un
desarrollo normal y la construcción de defensas protectoras; también, suelen ser
objeto de maltrato intrafamiliar, lo que, a la larga, los convierte en personas con
dificultades para establecer vínculos afectivos duraderos y, eventualmente, en adultos
a su vez generadores de violencia.

Consideraciones finales:
Se ha demostrado que la intervención en salud mental en situaciones de desastre no puede limitarse a ampliar la cobertura de los servicios especializados.
Junto a esto, es necesario elevar el nivel de resolución de los problemas psicosociales de los trabajadores de atención primaria en salud, socorristas, voluntarios y otros agentes comunitarios.
Este manual puede servir como guía práctica para el trabajo de campo en el “qué hacer” (individual y grupal) y, también, como base de referencia bibliográfica para procesos de capacitación que respondan a las necesidades de elevar la capacidad resolutiva en salud mental de los trabajadores de la salud y los equipos de primera respuesta.

Referencias
1. Cohen R. Reacciones individuales ante desastres naturales. Bol Of Sanit Panam 1985;98.
2. Lima B. La atención comunitaria en salud mental en víctimas de desastres. En: Levav I (edit.). Temas de salud mental. Washington, D.C.: Organización Panamericana de la Salud; 1992. p.218-36.
3. Gerrity E, Flynn BW. Mental health consequences of disasters. En: Noji EK (edit.) The public health consequences of disasters. New York: Oxford University Press; 1997.
4. Organización Panamericana de la Salud. Protección de la salud mental en situaciones de desastres y emergencias. Washington, D.C., OPS/OMS; 2002. Serie de manuales y guías sobre desastres.
5. World Health Organization. Psychosocial consequences of disasters. Prevention
and management. Geneve: Division of Mental Health, WHO; 1992.
6. Sandin B. El estrés. En: Belloch A, Sandin B, Ramos F (edit.) Manual de psicopatología.
Madrid: Mc Graw-Hill; 1995.
7. Ehrenreich JH. Enfrentando el desastre. Una guía para la intervención psicosocial.
Disponible de: [email protected], 1999.
8. Slaikeu KA. Intervención en crisis. Manual para práctica e investigación.
México, D.F.: El Manual Moderno; 1995.
9. Organización Mundial de la Salud. La salud mental de los refugiados.
Geneva: OMS, ACNUR; 1997

Bibliografía complementaria:
Shalev AY. Estrés traumático y sus consecuencias: manual para el personal de asistencia
profesional. Washington, D.C.: Organización Panamericana de la Salud; 2000.

Material elaborado por la organización panamericana de la salud:
http://www.paho.org/spanish/dd/ped/GuiaSaludMental.htm