Historia del comer. Lazo social y tradición cultural

Historia del comer. Lazo social y tradición cultural
Por Lucía Rossi

Los lazos heredados de los inmigrantes y la comida como
espacio de encuentro, de expresión cultural y de identidad.
Al sentarnos a comer, no advertimos que en ese acto cotidiano
se agazapa la historia entera de la humanidad. Cada detalle
constituye una escena en la que convergen actitudes, sentires,
posturas, gestos, rituales; los muebles, la mesa, las sillas, los
utensilios, manteles, platos, la comida misma; ese conjunto
dispara olores y sabores que culminan en el comer. Descubrimos
que en esos hábitos colectivos espontáneos se juega toda
nuestra condición de “homínidos”, definida desde el inicio como
social y cultural. Comemos en grupo y abandonando la postura
erguida; no comemos comida, comemos emblemas.
Dicen los neurobiólogos que todo empieza con una
característica de los mamíferos: la evolución del sentido del
olfato en coordinación con el gusto. Todo comienza por la
nariz, que localiza y atrae al alimento, señala sus coordenadas
de ubicación, o repulsa y alerta sobre lo podrido, envenenante
y atentatorio. Desde los albores, la humanidad ha debido
aprender qué comer, a seleccionar qué sí y qué no en la
recolección, donde se añade el tacto. ¿Quién compra hoy
la fruta sin tocarla?, ¿cómo se sabe si una palta o un melón
están listos para comer? El tacto es el contacto directo que
media entre el olfato y el gusto: la mano lleva a la boca. Hay
culturas que conservan en momentos informales la costumbre
de comer con las manos, como muestran las tapas españolas,
los sandwiches ingleses, el pan árabe; mientras que otras usan
palillos, pinchos y/o cubiertos.
Pero volvamos a la escena original. El bebé humano al nacer
–cuando aún vista y oído no son organizados y prevalentes– se
orienta hacia la madre por el olfato; en la noche, en la oscuridad,
y ya siendo tenido y abrazado, toma la teta: el gusto. Come de
otro. Esto nos hace distintos a otras especies, pero también
señala que la experiencia de satisfacción originaria, fundante de
la futura subjetividad, se encuentra en las trazas de esa relación
primera absoluta en la que uno “upa” del otro –”sostenido”–, toma
la teta mirando a este otro en un situación afectiva absoluta que
modelará para siempre la primera experiencia de satisfacción.
De acá me llevo la expresión “comer del otro”, superpuesta a
“ser tenido por el otro”, previa a toda significación que indica que
el comer está en el campo del otro.
¿Cómo se come? Comemos de otro, comemos con otro:
Primera zona libidinal del sujeto; al comer con otros, nos
comemos al otro, tabú máximo de la antropofagia. Frases que
quedan en lo cotidiano, como “Me gustás”, “¡Qué rico sos!”,
“¡Amargo!”, “¡Dulce!”, hablan de la relación afectiva entre las
personas en términos de gusto. También la frase “Es un gusto
conocerte”, o el saludo chino (que los delata) “¿Comiste?”. Y
si uno –monito primitivo– se cae, el reflejo de moro permite
inicialmente abrazarse al otro, colgarse del otro, agarrarse de
los pelos, escena primordial que abre al tema de la caricia y
la relación entre la mano aplicada a la piel de sí y del otro. Los
antojos maternos de comida se imprimen en la piel del bebé si
no son satisfechos.
Ser “sostenido”, indica que se trata de una experiencia primordial,
inaugural, social, afectiva, que anuda alrededor de tres sentidos
reunidos que también nos acompañan en el final de la vida:
paquetes que reúnen sabores, olores, texturas, son los últimos
en dejarnos, lo último que se pierde. Un cheff español aclimatado
a la Argentina decía” el placer de comer es el último que nos
acompaña”. La carpatognosia (“conocer tocando”) detectada
ya por los médicos de la Antigua Grecia, nos inaugura, pero
también es recurso último; indica la proximidad y despedida al
final de la vida –como ellos habían advertido.
Las posturas se trasuntan en muebles: el triclinium griego y
romano muestra a la gente comiendo recostada –tendida–. La
cathedra o silla griega muestra otra posición: la sentada, que
recuerda el regazo materno. Si a la silla le ponemos “brazos”
nos queda el “sillón”, donde se es más sostenido. El mueble
complementario, la mesa, era originariamente el “tabernáculo”
judío, de uso religioso, al principio alargado (como muestran
las tabernas romanas y medioevales), se fue reduciendo con el
tiempo, a medida que disminuían los integrantes del grupo. En
las casas antiguas, en recuerdo de las comilonas colectivas, aún
quedan mesas alargadas.
Las culturas que cargan los bebés a la espalda poseen
costumbres cuclilleras a la hora de comer, con mesas bajas y
almohadones. Indudablemente, para alimentarse se renuncia a
la posición bípeda y con ello a la agresividad: se dejan las armas
y se regresa a una situación primaria primordial, regresiva.
Así, la historia de nuestras comidas deja vestigios en el cuerpo. En
nuestra dentadura hay muestras de la recolección y masticación
de hojas, semillas y frutos: tenemos nuestra molienda,
empezamos siendo rumiantes y teníamos hasta cuatro y cinco
molares por lado –hoy acotados a tres–. De la caza, nos quedan
los colmillos que desgarran la carne y cuatro pequeños cuchillos
que aún hoy se muestran en señal de furia o enojo y llevan a la
expresión “mostrar los dientes”. Los incisivos cortan. La mejor
sonrisa es la de la Gioconda: boca cerrada y amable.
El hombre congelado que se descubrió en los Alpes de Bolzano,
en su mochilita llevaba pan de grano (un conglomerado de
semillas) y hongos que –como dice Robert Graves– aparecen
en los albores de todas las culturas referidos a lo sagrado,
con la doble función de provocar alucinaciones rituales y
servir de antibióticos. Se caza en grupo, se come en grupo.
El neanderthal llevaba, además, un cuchillito, una hachita y
piedritas para hacer fuego.
La revolución neolítica nos muestra el impacto de la domesticación
de animales en la alimentación. La elevada ingesta de lácteos por
ordeñe deja como recuerdo en el cuerpo dos enfermedades que
datan de esa época: la intolerancia a la lactosa y a los granos
(celiaquía). La sedentarización o domesticación –adaptación al
domus o casa, abandono de lo nómade– lleva al desarrollo de
la alfarería y con ella de los utensilios de cocina y de comida:
cuencos, platos, jarras, elementos del comer que mediatizan de
maneras diferentes el uso directo de la mano en la comida. La
utilización del fuego introduce una socialización diferente a la del
grupo que se reúne a cazar; la nueva escena es comer alrededor
del fuego. Grupos humanos reunidos comiendo, la comida
adscribe una significación simbólica, totémica; se come todo
menos el animal sagrado, tabú reemplaza al muerto. Una serie
de desplazamientos convierte la comida compartida en solemne
ritual simbólico que acompaña los cultos funerarios. Se entierra a
los muertos “para que no se los coman los animales”; de allí, en
la obra Antígona, el terrible castigo que Creonte impone: prohibir
el entierro de Polinices para que sea devorado por los lobos, por
considerarlo un traidor.
Se come el animal totémico (en lugar del muerto) en primer lugar,
para operar luego un segundo desplazamiento hacia la comida.
Los depósitos de huesos de pescado desordenados, pozos con
restos, ofrecen indicios de presencia humana, junto con el arte
rupestre y los tatuajes. Jamás la comida es “un hecho natural”. Es
cultural, social, simbólica. La comunión católica es la heredera de
esta repartición simbólica de dones para el “alma”, simbolizada
en la última cena en el pan y el vino: cuerpo y sangre.
La cocción por fuego directo recuerda los asados de los
cazadores, a cargo del género masculino. Hoy los hombres
hacen asado. Fuego indirecto: el caldero, la olla: el domus –las
mujeres en la casa.
De Egipto y Babilonia nos viene la elaboración de bebidas –
como protección frente a los peligros del agua–. Se encontró en
la Tumba de Tutankamón (Tut-anj-Amón) una máquina de hacer
cerveza. Esta bebida, entonces, es antigua como los egipcios. Los
ingleses reprodujeron esa cerveza –de elevado tenor alcohólico–
y la llaman hoy “Tuth”. Sabemos que a los obreros constructores
de las pirámides se les repartía diariamente una vianda constituida
por cerveza y pan de granos. Al vino, dicen, lo trajo de la India el
dios griego Dionisio: es antiguo como la humanidad misma. Si la
humanidad avanza con stress, campeando escenas excesivas,
también el hombre produce estas bebidas, que proveen el
relax descontracturante: el ansiolítico moderno. Fermentados
y destilados: entre los primeros agregamos la sidra celta de
manzana y entre los segundos, el saque, el vodka y el whisky.
El comer se acompaña del beber y es colectivo y ritual. Se bebe
comiendo en grupo. El agua segura, pura, es una conquista
tardía de la especie humana. A esto, clave para la salud psíquica,
los griegos lo llamaban eutimia (buen humor, buen talante).
Anfitrión –en la Grecia Clásica– es el que recibe en la casa, a
comer. Ágape es amor comensal primero, ofrecer comida a los
amigos, la forma de mostrar amor por excelencia. La palabra
griega “apetito” es conato, ganas naturales. Viene del vientre (la
cocina del cuerpo), liderado por el hígado: sede del deseo.
El historiador inglés contemporáneo R. Young propone una
lectura de La Odisea como manual de los buenos modales que
los griegos debían tener ante la mesa: Cuidado con comer las
vacas sagradas, propiedad exclusiva de los dioses; no comer
la planta del olvido; el cíclope cuidador del vino y el queso de
los dioses no se tocan o serán comidos; antropofagia no;
cuidado con las mujeres que embrujan con magia las comidas,
que sumadas al vino y el sexo, resultan en una combinación
enajenante que convierte en cerdos a los hombres de Ulises, y
saca a Ulises de su camino para retenerlo. Ulises, al despejarse,
se suelta del sortilegio.
Los médicos griegos hacen del vino su medicina central:
caliente y mezclado con hidromiel, una receta magistral que
aún usamos contra la phthisis, resfrío o catarro; caliente,
frío, dosificado, mezclado, es la bebida “que todo lo cura”. El
gran médico Hipócrates revoluciona al decir que el “hombre
es lo que come y lo que respira”. Inventa un remedio clave
que se convierte en el hallazgo para la humanidad: la sopa,
comida en la que se hierven hasta desmenuzar vegetales,
carnes, etc.; caliente, disuelve y desinfecta, reconforta, cura
y alimenta. Tortura de infancias, sin embargo, un gran salto
para la humanidad: trozos grandes, sucios, podridos, quedan
licuados y purificados, aptos para el consumo en el lento y
prolongado hervido de la sopa. El fantasma de la muerte, del
envenenamiento y la intoxicación, siempre agazapado en el
acto de comer –próximo al efecto de aderezos, especias,
brebajes, pócimas, embrujos, elixires, fármacos (griegos)
y venenos (egipcios y romanos) que tienen su origen en los
vegetales del jardín, vieja despensa antigua y medieval.
Las especias gobernaban la comida goda en la Edad Media
y eran tan preciadas que promovían expediciones que
descubrieron continentes y provocaron guerras. Las comidas
median situaciones bélicas: dicen que las medialunas con café
turco en Viena eran una burla al asedio turco. La nueva sede,
la taberna medioeval, cuenta con mesas alargadas, bancos y,
como muestra la pintura de Brueghel, bandejas cargadas de
potes con guisados. También hay cuadros que retratan la antigua
costumbre de comer por la calle, como atestiguan las tabernas de
Pompeya que mantenían caliente la comida al paso; las tabernas
en que los transeúntes venían a calentar, cocinar o comprar la
comida porque no todas las viviendas podían darse el lujo de
tener horno individual, ni todos los hombres tenían hogar con
esposa (recordemos que hogar es horno), y fundamentalmente
porque no todos aprecian comer solos y prefieren compartir el
momento. Los bancos y sillas –la posición sentada– sustituyen
los sofisticados triclinium o divanes y la posición recostada de la
antigüedad, ahorrando espacio y asegurando mayor cercanía.
Las cervecerías centroeuropeas todavía se ufanan de este clima
festivo colectivo, donde la gente se encuentra, charla, ríe, canta y
baila a la usanza medioeval.
El Renacimiento nos muestra dos peculiaridades: La primera
es un hallazgo de Leonardo Da Vinci: el restaurante, con
platos, manteles, copas, vino, pan y cubiertos, antecedente del
restaurante que hoy conocemos y que todavía tiene la misión
de restaurar y recomponer al viajero del cansancio, el hambre
y la sed. Y la segunda es la transmigración de la comida y los
jardines como signo de poder: Catalina de Médici traslada
con ella a París los helados florentinos, las salsas, los menúes
exquisitos, las comidas –joyas vigentes aún hoy– y los jardines.
Las Tullerías de París son réplicas agigantadas de los jardines
del Bóboli en Florencia.
Con el descubrimiento de América, el azúcar, la papa, la
batata, el maíz, y el chocolate mexicano llegan a las cocinas
europeas… Es hermoso el recorrido discursivo del tomatl azteca,
que se convierte en la corte francesa en la “pomme d’amour”
con propiedades afrodisíacas o el “pomme d’oro” en Italia –
pomodoro, el tomate de hoy–. El maní también llega desde
América; es aconsejable, según los incas, llevar un puñado en el
bolsillo para acompañar un gran viaje, como el chicle azteca o el
tabaco norteamericano.
La gente se reúne a comer, a beber, a charlar… y sobre todo a
festejar. No hay festejo sin comida totémica compartida. Como
antaño, alrededor del fuego se cocinan tradiciones, maneras…
A través de la comida, los inmigrantes recrean el hogar perdido
–estar como en casa–. Una socialidad, una historia cotidiana
compartida, decires, sentires. Los negocios se hacen comiendo,
los amores se consolidan con una invitación a cenar; todo el
decurso de la vida humana está atravesado en su cotidianeidad,
resorte clave de la identidad alrededor de una comida y un
fogón. Hay culturas que aún hoy conservan el fogón en la mesa:
la bagna cauda piamontesa, la fondeau de queso, el braserito,
la comida japonesa, coreana, todas muestras de que aún hay
fuego en la mesa.
Hoy, la identidad cultural de pueblos que se han dispersado
está presente y se recuerda en las comidas, que celebran
desapercibidamente en sus rituales cotidianos tradiciones
ancestrales, pero también tradiciones próximas: comida
mediterránea –con pescado y mariscos–, celta, visigoda de
caldero y chancho, vasca o mora, entretejida en multiplicidad de
matices en el caso de España. Identidad de cada generación
en que elabora sus propias vicisitudes. La de los españoles
inmigrantes en Argentina es una cocina que quedó detenida en
el momento en que partieron, centrifugada en el cosmopolitismo
de la gran inmigración. Así, en las cocinas, bares y restaurantes
en Argentina, la empanada gallega y los chorizos colorados se
mezclaban con el amasado de ravioles de seso y con la pizza
napolitana en los cuarenta. Hoy esas comidas ya no se encuentran
ni en Italia ni en España. Cada generación entreteje su propio
producto con las tradiciones, las identidades, sus problemas,
su idea de futuro. La sopa de los pobres (ajo, cebolla, papa y
pan) de los años treinta hoy es una exoticidad porque la comida
propone tendencias minimalistas, futuristas, verdaderas obras
de arte y creaciones sofisticadas y suntuarias que se comen. Un
futuro sofisticado que sin embargo recuerda toda la historia de
la humanidad en un sentarse a la mesa, la historia de la cultura,
la historia personal y afectiva: las reminiscencias emocionales de
la infancia –la patria del alma– en cómo se come, cuánto, qué.
Hasta el no comer es todo un pronunciamiento subjetivo: “en mi
hambre mando yo”.
Hoy, ¿compartimos?, ¿nos encontramos? Siempre celebrando,
festejando, brindando, agasajando al otro en el cocinar, en el
degustar. Momento en que se degusta, se recuerda, se ríe, se
charla, se discute, se traga, se mastican cuestiones humanas,
se tejen acuerdos.
Conferencia dictada durante la Primera Semana Gastronómica
Española, celebrada del 15 al 21 de abril del 2013 en Centro Cultural de
España, Buenos Aires. Mesa Redonda: Cocina y Psicología. Actividades
culturales en colaboración con la oficina cultural de la Embajada de
España.

Lucía Rossi es Doctora en Psicología (UBA),
Vicedecana y Profesora Titular Regular de Historia de la
Psicología II en la Facultad de Psicología, UBA.

Fuente: INTERSECCIONES PSI REVISTA ELECTRÓNICA DE LA FACULTAD DE PSICOLOGÍA – UBA