K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: El papel de la sexualidad en la necesidad neurótica de afecto

PAPEL DE LA SEXUALIDAD EN LA NECESIDAD NEURÓTICA DE AFECTO.
La necesidad neurótica de afecto toma muchas veces la forma de una
pasión sexual o de una insaciable sed de goces eróticos. Cabe por
consiguiente preguntar si todo el fenómeno de la necesidad neurótica de
afecto no sería provocado por la insatisfacción en la vida sexual; si todo
ese anhelo de amor, simpatía, aprecio y sostén no sería, acaso, producto
de la libido insatisfecha, más bien que del impulso a la segura tranquilidad.
Freud se inclinaría hacia aquella explicación, pues observó que muchos
neuróticos están muy ansiosos de fijarse como una consecuencia de la
libido insatisfecha. Sin embargo, tal concepto se funda en ciertas
premisas. Da por supuesto que las manifestaciones en sí mismas no
sexuales, como el deseo de recibir consejos, encomio o apoyo, expresan
necesidades sexuales atenuadas o «sublimadas». Presupone, además,
que la ternura es una expresión inhibida o «sublimada» de los impulsos sexuales.
Pero estas premisas son inconsistentes, pues las conexiones entre los
sentimientos amorosos, las expresiones del cariño y la sexualidad no son
tan íntimas como suele admitirse. Los antropólogos e historiadores nos
informan que el amor individual es un producto del desarrollo cultural.
Briffault (39) sugiere que la sexualidad tendría mayor afinidad con la
crueldad que con la ternura, aunque sus afirmaciones no son muy
convincentes. Empero, a través de observaciones realizadas en nuestra
cultura sabemos que la sexualidad es susceptible de presentarse sin
amor o ternura, y que, recíprocamente, estos afectos pueden existir
desprovistos de sentimientos sexuales. Así, nada prueba que la ternura
maternal o filial sea de naturaleza erótica; todo cúanto podemos
comprobar -y esto sólo en virtud de los descubrimientos de Freud- es la
posibilidad de que en ella intervengan elementos sexuales. Existen
múltiples nexos entre la ternura y la sexualidad; aquélla puede preceder
a los sentimientos sexuales; es da-, ble tener deseos eróticos sin
percatarse más qué de los sentimientos de cariño; y los deseos sexuales
pueden estimular los sentimientos tiernos o aun convertirse en éstos. Si
bien tales transiciones entre la ternura y la sexualidad indican en forma
incuestionable la íntima relación que las vincula, convendrá, no obstante,
ser cautelosos y aceptar la existencia de dos diferentes categorías de
sentimientos, capaces de coincidir entre sí, convertirse el uno en el otro o
sustituirse mutuamente.
Además, si aceptamos la hipótesis de Freud de que la libido insatisfecha
constituye la fuerza dinámica que impulsa a perseguir el afecto,
difícilmente podríase comprender por qué hallamos idéntico anhelo
insaciable de cariño. con todas las complicaciones reseñadas (afán de
posesión, amor incondicional, sentimiento de ser despreciado, etc.),
también en personas cuya vida sexual es por completo satisfactoria
desde el punto de vista físico. Sin embargo, como es indudable que
estos casos se dan realmente, impónese la conclusión de que, por lo
menos en ellos. tal fenómeno no obedece a la libido insatisfecha, sino
que sus motivos son ajenos a lo sexual (40).
Por último, si la necesidad neurótica de cariño no fuese más que un
fenómeno sexual, resultaría harto dificultoso comprender los múltiples
problemas que involucra, como el afán de posesión, de amor
incondicional, el sentimiento de ser repudiado. Es cierto que todos estos
problemas han sido estudiados y descritos en detalle por Freud: los
celos, verbigracia, son reducidos a la rivalidad fraterna y al complejo de
Edipo; el amor incondicional se atribuye al erotismo oral; el afán de
posesión se explica como consecuencia del erotismo anal, etcétera. Pero
no se ha alcanzado a penetrar que, en realidad, toda esa gama de
actitudes y reacciones apuntadas en los capítulos anteriores forman un
conjunto, son partes constituyentes de una única estructura integral. Si
no se ve en la angustia una fuerza dinámica que impulsa la necesidad de
afecto, no se llegará a comprender las condiciones precisas bajo las
cuales ésta se exalta o atenúa.
Gracias al ingenioso método de la asociación libre, creado por Freud, es
factible observar con exactitud, en el curso del análisis, el vínculo entre la
angustia y la apetencia de afecto, prestando especial atención a las
fluctuaciones de ésta en el paciente. Después de cierto período de labor
constructiva durante el cual el enfermo coopera con el analista, es
posible que de súbito se produzca un cambio en su conducta,
empezando a exigirle más dedicación, o deseando con fervor su
amistad, admirándolo ciegamente, tornándose celoso en demasía,
afanoso y desgraciado de ser «sólo un paciente». Al mismo tiempo crece
la angustia, lo que se expresa en los sueños, en la nerviosidad o en
síntomas típicos como la diarrea o la frecuente necesidad de orinar. El
enfermo no reconoce que está angustiado o que la mayor fijación al
analista obedece a su angustia. Si el analista descubre esta conexión y
se la explica, ambos comprobarán que antes del brusco arranque de
pasión fueron removidos ciertos problemas profundos que suscitaron
ansiedad en el paciente; así, éste puede haber sentido cierta
interpretación del analista a manera de acusación injusta o cómo una
humillación.
El orden de las reacciones parece ser el siguiente: surge un problema
cuya discusión motiva intensa hostilidad contra el analista; el paciente
comienza a odiarlo, a soñar que se está muriendo; inmediatamente
reprime sus impulsos hostiles, se asusta y, por su urgencia de
tranquilizarse, se aferra al analista; una vez elaboradas todas estas
reacciones, vuelven a disminuir la hostilidad, la angustia y, con ellas, la
exaltada necesidad de afecto. El incremento de la exigencia de afecto
representa un índice tan constante de la ansiedad, que sin temor a
equivocarse cabe interpretarlo como señal de alarma indicadora de que
cierta angustia ha aflorado a la superficie y requiere ser aplacada. Este
proceso en modo alguno es privativo de la situación analítica, dado que
idénticas reacciones se presentan en toda relación humana. En el
matrimonio, verbigracia, el marido puede asirse en forma compulsiva a la
mujer, tornarse celoso y vehemente, idealizarla y admirarla, aunque en el
fondo la odie y tema.
Cabría hablar aquí de una devoción exagerada superpuesta a una
hostilidad oculta, a manera de «sobrecompensación», pero sólo si se
tiene en cuenta que el término únicamente ofrece una descripción
grosera y nada dice acerca de los dinamismos del proceso.
Si por todo lo expuesto rehusamos aceptar la etiología sexual de la
necesidad neurótica de afecto, plantéasenos la cuestión de si sólo por
casualidad ésta se combina a veces con un deseo sexual y aun aparece
exclusivamente bajo forma de tal, o si existen señaladas condiciones en
las que ella sé siente y revela a través de manifestaciones sexuales.
Hasta cierto punto, la expresión sexual de la necesidad de afecto
depende de que las circunstancias exteriores la favorezcan o no; o sea,
en cierta medida, de la diversidad de cultura, vitalidad y temperamento
sexual. Y, por fin, de que la vida sexual del sujeto sea satisfactoria, pues
de lo contrario será más propenso a reaccionar de manera sexual que
las personas dotadas de actividades eróticas placenteras.
Aunque en conjunto estos factores son evidentes y ejercen indudable
influencia sobre las reacciones persónales, no bastan para explicar, de
por sí, las diferencias básicas entre los individuos. Así, comprobaremos
que varían en determinado número de sujetos, animados, todos, por la
misma necesidad neurótica de afecto, pues mientras algunos al punto
establecen con el prójimo una relación de tinte sexual más o menos
intenso, pero siempre compulsivo, en otros la excitabilidad o las
actividades sexuales se mantienen dentro de los límites normales del
sentimiento y de la conducta.
Al primer grupo pertenecen aquellas personas, hombres o mujeres, que
sin intermitencia suelen pasar de una situación a la otra. Analizando
detenidamente sus reacciones, verificamos que se sienten inseguras,
desprotegidas y descentradas cuando no tienen relaciones eróticas o en
tanto no ven la inmediata posibilidad de entablarlas. Del mismo grupo,
pero más inhibidos, son los que en verdad poseen escasas relaciones,
pero crean entre sí y los demás una atmósfera de intenso erotismo,
estén o no atraídos por ellos. Por fin, cabe considerar aquí un tercer
grupo de personas, en las que se observan todavía mayores inhibiciones
sexuales, pero que se excitan sexualmente con facilidad y se hallan
dominadas por la compulsión de ver en todo hombre o en toda mujer una
posible presa de sus deseos. En este último subgrupo, la masturbación
compulsiva puede sustituir a las relaciones sexuales, aunque no es
forzoso que deba ocurrir así.
En lo atinente al grado de la satisfacción física alcanzada, este grupo
ofrece grandes variaciones. Lo que todos sus casos tienen en común –
aparte de la naturaleza imperativa de sus necesidades sexuales-, es una
pronunciada ausencia de discriminación al elegir sus objetos amorosos.
Presentan las mismas características que se enumeró al examinar en
general la necesidad neurótica de afecto, pero en éstos llama la
atención, además, la discrepancia entre su disposición, real o imaginaria,
a las relaciones sexuales, y la honda perturbación de sus vínculos
afectivos, trastorno de mayor profundidad que en las personas comunes
dominadas por su angustia básica. No sólo les resulta quimérico creer en
el amor, sino que en realidad son susceptibles de llegar a sentirse
intensamente perturbados -hasta impotentes, si de hombres se tratacuando
se les ofrece amor. Pueden tener conciencia de su propia actitud
defensiva, o bien sentirse inclinados a inculpar al compañero. En este
caso se hallan persuadidos de que jamás han encontrado una muchacha
o un hombre dignos de ser amados.
Las relaciones sexuales representan para ellos no sólo una liberación de
tensiones específicas sexuales, sino también el único medio de entablar
conexiones humanas. Si una persona se ha convencido de que le es
prácticamente imposible obtener cariño, el contacto físico puede servirle
como sucedáneo de los lazos afectivos. En tal caso, la sexualidad se
convierte en el principal, o acaso en el exclusivo puente hacia los demás,
adquiriendo así desmesurada importancia.
En algunas personas la ausencia de discriminación se acusa frente al
sexo de un posible compañero erótico; en efecto, unas buscan activamente
las relaciones con ambos sexos; otras ceden en forma pasiva
a las demandas sexuales, sin atender a que provengan de una persona
del propio sexo o del opuesto. Las primeras no nos interesan aquí, pues
aunque en ellas la sexualidad se halla asimismo al servicio del
establecimiento de relaciones humanas -arduas de obtener de otra
manera-, su motivo desencadenante no es tanto la apetencia de afecto
cuanto el afán de conquistar o de subyugar a los demás. Éste puede ser
tan imperioso, que la diferencia sexual se torne más o menos
insignificante. Precisan someter tanto a hombres como a mujeres, ya
sean sexualmente o de otro modo. En cambio, las personas del segundo
grupo, propensas a ceder a las seducciones eróticas de cualquier sexo,
son impulsadas por su insaciable necesidad de amor, en especial por
miedo de quedarse sin el otro si rechazan un requerimiento sexual o
atreviéndose a resistir cualquier exigencia que se les haga, sea justa o
injusta. No quieren perder la pareja, a causa de su tan perentoria
dependencia del contacto con ella.
A nuestro juicio, sería una mala interpretación intentar la explicación del
fenómeno de las relaciones indiscriminadas con ambos sexos partiendo
de una bisexualidad establecida, pues estos casos no presentan signo
alguno de genuina inclinación al mismo sexo. Los rasgos aparentemente
homosexuales tienden a desaparecer en cuanto la angustia deja el lugar
a una sólida autoafirmación, desapareciendo con aquélla también la
indiscriminación frente al sexo opuesto.
Cuanto se ha dicho acerca de las actitudes bisexuales puede esclarecer
asimismo el problema de la homosexualidad. En realidad, existen
muchos estados intermedios entre lo que se designa tipo «bisexual» y el
verdadero tipo homosexual. La evolución de éste presenta ciertos
factores que explican la exclusión de las personas del sexo opuesto
como compañeros sexuales. El problema dula homosexualidad es, claro
está, harto intrincado.como para permitir su comprensión desde un solo
punto de vista, pero baste aquí decir que todavía no hemos visto un
homosexual en el que estuvieran ausentes los factores mencionados en el grupo «bisexual».
Diversos psicoanalistas indicaron en los últimos años que los deseos
sexuales son susceptibles de reforzarse debido a que la excítación
sexual y su satisfacción sirven como válvulas de escape para la
ansiedad y las tensiones psíquicas acumuladas. Esta explicación
mecanicista acaso sea válida, pero creemos que, asimismo, existen procesos
psíquicos que conducen de la ansiedad al aumento de las necesidades
sexuales, procesos que igualmente pueden ser reconocidos.
Tal creencia se funda tanto en observaciones psicoanalíticas cuanto en
el estudio del desarrollo de estos pacientes en relación con sus rasgos
de carácter ajenos a la esfera sexual.
Al comenzar su análisis, los enfermos de esta clase suelen fijarse
apasionadamente en el analista, exigiéndole con perentoriedad alguna
señal de amor; o bien se mantienen muy distanciados, transfiriendo su
apremio de vinculación sexual hacia otra persona ajena al tratamiento, la
que sirve de sustituto, según lo evidencia su parecido con el analista o la
identificación de ambos en los sueños. Por último, dicha necesidad de
contacto sexual con el analista puede aparecer únicamente en los
sueños o en excitaciones sexuales durante la sesión. Con frecuencia
estos pacientes se muestran muy asombrados ante tales signos
inequívocos de su deseo sexual, ya que no se sienten atraídos por el
analista ni tienen el menor apego por él. En realidad, el atractivo sexual
del analista no desempeña un rol determinante, ni es el temperamento
sexual de tales pacientes más impetuosos o indómito que el de otros, o
su ansiedad mayor o menor. Lo que los caracteriza es su profunda
desconfianza ante cualquier forma de cariño auténtico. Están cabalmente
persuadidos de que el analista se preocupa de ellos sólo a instancias de
mezquinos intereses, despreciándolos en lo íntimo, y que con toda
probabilidad les hará más mal que bien.
En el curso de todo psicoanálisis surgen reacciones de odio, rabia y
sospecha debidas a la hipersensibilidad del neurótico; pero cuando las
necesidades sexuales son particularmente fuertes, como en los casos
que estamos considerando, tales reacciones llegan a constituir una
actitud rígida y permanente. Consiguen aparentar que una muralla
invisible e impenetrable los separa del analista. Cuando se les enfrenta
con un embarazoso problema de su propia neurosis, su primer impulso
es abandonarlo todo e interrumpir el análisis. El cuadro que en éste
desarrollan es copia fiel de lo que han venido haciendo durante toda su
existencia. La diferencia sólo estriba en que antes del análisis les era
dable eludir el reconocimiento de lo débiles e intrincados que eran en
verdad sus vínculos personales, pues el hecho de que con facilidad
adoptaban un matiz sexual les permitía confundir la situación,
induciéndoles a creer que por entablar contactos sexuales sin dificultad
ya tenían buenos lazos humanos en general.
Las- actitudes a las cuales acabamos de referirnos se dan juntas con tal
regularidad, que siempre que en los inicios de un psicoanálisis el
paciente empieza a revelarnos sus deseos, fantasías o sueños sexuales
en conexión con el analista, nos disponemos a comprobar perturbaciones
especialmente graves de sus relaciones personales. Según
todas las observaciones al respecto, el sexo del analista tiene más bien
escasa importancia, pues enfermos tratados en forma sucesiva por
analistas de los dos sexos exhiben igual curva de reacción frente a
ambos. Por lo tanto, en estos casos puede constituir un serio error tomar
al pie de la letra los deseos homosexuales expresados en sueños o de
cualquier otra manera.
Así como «no todo lo que brilla es oro», así también, en general, «no
todo lo que parece ser sexualidad lo es». Gran parte de lo que se
presenta como sexualidad tiene en verdad muy poco que ver con ella, y
antes bien es una expresión del anhelo de seguridad. Fácil es exagerar
el papel de aquélla si no se tiene presente esta circunstancia.
Quien sienta aguzarse sus necesidades sexuales bajo el ignorado
imperio de la angustia, ingenuamente tenderá a atribuir esa intensidad a
su temperamento innato o a su emancipación de los convencionalismos
sociales. Al hacerlo, comete idéntico error al de los que conceden
desmesurada importancia a su necesidad de dormir, pensando que su
constitución reclama diez horas de sueño o inclusive más, cuando en
realidad su acentuada somnolencia puede depender de muy diversas
emociones reprimidas, ya que el sueño es capaz de servirles para eludir
todo conflicto. Otro tanto es válido para las compulsiones de comer o de
beber. Comer, beber, dormir, sexualidad: todas son necesidades vitales;
su magnitud no varía únicamente con la constitución individual; sino con
muchas otras condiciones: clima, falta o existencia de otras
satisfacciones, ausencia o presencia de estímulos externos, intensidad
del trabajo físico, estado general del organismo. Mas todas aquellas
necesidades asimismo pueden ser acrecentadas por factores inconscientes.
La conexión entre la sexualidad y la exigencia de afecto esclarece el
problema de la abstinencia sexual que, según las diferentes culturas e
individuos puede tolerarse mejor o peor, dependiendo en este último de
varios agentes físicos y psíquicos. Sin embargo, es fácil comprender que
un individuo que precisa de la sexualidad como vía de salida destinada a
aliviar su angustia, tendrá especial inpapacidad para soportar cualquier
privación de tal índole, por breve que ella fuere.
Estas consideraciones nos inducen a reflexionar acerca del papel que la
sexualidad desempeña en nuestra cultura. Nos inclinamos a señalar con
cierto orgullo y complacencia nuestra actitud liberal en este respecto, y
por, cierto-que hemos progresado un tanto desde la época victoriana,
pues hoy rige mayor libertad en las relaciones sexuales y son más
amplias las posibilidades de cumplirlas. Está última cuestión reviste
particular importancia en lo que se refiere a las mujeres: la frigidez no se
juzga ya como una condición normal en ellas, sino que de ordinario se la
ve como una deficiencia. No obstante dicho cambio, el progreso carece
de toda la envergadura que podría atribuírsele, dado que gran parte de la
actividad sexual continúa siendo una válvula de escape para las
tensiones psíquicas, antes que una descarga auténticamente sexual,
debiendo por consiguiente conceptuársela más como un sedante que
como un genuino goce o felicidad erótica.
Esta situación cultural también se refleja en los conceptos psicoanalíticos.
Es uno de los mayores méritos de Freud el haber contribuido
a dar a la sexualidad su debida trascendencia; pero, entrando en
detalles, se interpretan como sexuales muchos fenómenos que en
realidad no son más que expresiones de complejas condiciones
neuróticas, principalmente de la necesidad neurótica de afecto.
Verbigracia, los deseos sexuales hacia el analista suelen considerarse
como repeticiones de la fijación sexual al padre o a la madre, cuando
muchas veces ni siquiera son verdaderos deseos sexuales, sino intentos
de establecer alguna relación reconfortante que mitigue la angustia. Es
indudable que a menudo el paciente relata asociaciones o sueños –
significando, por ejemplo, el deseo de estar junto al seno materno o de
retornar al útero- que sugieren una «transferencia» relativa al padre o a
la madre; pero no debe olvidarse que tal aparente transferencia puede
no ser otra cosa que una forma de expresar un deseo actual de afecto o protección.
Aun si se aceptara que los deseos hacia el analista constituyesen
repeticiones directas de otros similares enderezados al padre o a la
madre, ello no demostraría que los lazos infantiles con los progenitores
fuesen, a su vez, genuinamente sexuales. Hay abundantes pruebas de
que todos los rasgos de amor y celos de la neurosis del adulto, que
Freud reconoció como debidos al complejo de Edipo, pueden haber
existido en la infancia, pero esto es mucho menos común de lo que
Freud suponía. Conforme se expresó ya, creemos que el complejo de
Edipo es resultado de varios procesos distintos entre sí, y no un proceso
primario. Podría ser, en cambio, una respuesta relativamente simple del
niño, generada por las caricias parentales de cierto tinte sexual, ponla
contemplación de escenas sexuales, o por la ciega devoción que uno de
los padres haya volcado sobre el niño. Asimismo, acaso represente la
terminación de un proceso mucho más complicado, pues, según ya
dijimos, en aquellas situaciones familiares que obran como terreno fértil
para la germinación del complejo de Edipo, el niño asimismo suele ser
víctima de intenso recelo y hostilidad, cuya represión conduce al
desarrollo de la angustia. Nos parece probable que en estos casos el
complejo de Edipo sea producido por la fijación del niño en uno de los
padres en busca de una seguridad reconfortante. En verdad, un
complejo de Edipo enteramente desarrollado, como Freud lo ha descrito,
presenta todos estos rasgos característicos de la necesidad neurótica de
afecto: excesiva demanda de amor incondicional, celos, afán de
posesión, odio por rechazo. Cabe concluir, pues, que en estos casos el
complejo de Edipo no es el origen de la neurosis, sino, a su vez, una formación neurótica.

Notas:
39- Robert Briffault, The Mothers (Las madres). Londres y Nueva York, 1927.
40- Los casos como éstos, con acusadas perturbaciones en la esfera emocional y a la vez
con plena capacidad de satisfacción sexual, siempre fueron enigmas para algunos
analistas; mas la circunstancia de que no concuerden con la teoría de la libido no es óbice
para que no existan.

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