K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: Estructura básica de las neurosis

ESTRUCTURA BÁSICA DE LAS NEUROSIS
Una angustia puede obedecer enteramente a la situación actual de
conflicto. En cambio, si nos encontramos con una situación causante de
angustia en una neurosis del carácter, hemos de tomar siempre en
consideración estados angustiosos preexistentes, a fin de poder explicar
por qué en ese caso particular surgió cierta hostilidad que luego fue
reprimida. De este modo comprobaremos que esa angustia previa fue, a
su vez, resultado de una hostilidad anterior, y así sucesivamente. Para
comprender cómo se inició todo este proceso, . nos veremos forzados a
retroceder hasta la infancia (28).
Ésta será una de las pocas oportunidades en las cuales nos ocuparemos
con la cuestión de las experiencias infantiles. Nos referimos a la infancia
con menor asiduidad de lo acostumbrado en la literatura psicoanalítica,
no a causa de que adjudiquemos a las experiencias infantiles menos
trascendencia que otros psicoanalistas, sino porque en este libro nos
dedicamos a la estructura actual de la personalidad neurótica, más bien
que a las experiencias individuales que culminan en ella.
Examinando la historia infantil de gran número de neuróticos, hemos
comprobado que el denominador común de todos radica en un ambiente
que, en diversas combinaciones, presenta las características siguientes.
El factor nocivo básico es, sin excepción, la falta de auténtico afecto y
cariño. Un niño puede soportar muchísimas de las vivencias usualmente
conceptuadas traumáticas -el destete repentino, algunos castigos
corporales, experiencias sexuales-, siempre que en su intimidad se
sienta querido y amado. Superfluo es decir que el niño percibe con toda
sutileza si el amor es genuino, resultando imposible engañarle con
ninguna clase de demostraciones simuladas. El principal motivo de que
un niño no reciba suficiente cariño o amor reside en la propia
incapacidad de los padres para dar afecto, por impedírselo su propia
neurosis. Conforme a nuestra experiencia, en la mayoría de los casos la
ausencia fundamental de cariño se disfraza hábilmente, pretendiendo los
padres que sólo les preocupa el bienestar de su hijo. Las teorías
pedagógicas y la sobreprotección o la «abnegación» de una madre
«ideal» son los agentes básicos creadores de cierta atmósfera que, más
que cualquier otra cosa, echa los gérmenes de ulteriores sentimientos de
profunda inseguridad.
Por otra parte, ciertas acciones o actitudes de los padres no pueden
menos que suscitar hostilidad: su preferencia por otros niños, los
rechazos injustos, los cambios imprevistos de la extrema indulgencia al
rechazo desdeñoso, el incumplimiento de promesas, y finalmente, pero
no en último lugar entre estos factores, una actitud frente a las
necesidades del niño que oscila desde la ocasional falta de toda atención
hasta la permanente interferencia con sus deseos más legítimos, como
el entrometerse en sus amistades, ridiculizar sus ideas independientes,
malograrle todo interés por sus propias empresas, sean artísticas,
atléticas o mecánicas, en suma: una actitud paternal que, aunque no lo
intente deliberadamente, consigue quebrantar la voluntad del niño.
Los trabajos psicoanalíticos acerca de los factores que desencadenan la
hostilidad infantil subrayan, en primer término, la frustración de los
deseos del niño, especialmente la de los sexuales, así como los celos
infantiles. Es posible que la hostilidad del niño sea provocada, en parte,
por la actitud prohibitiva que la cultura adopta respecto de los placeres
en general y de la sexualidad infantil en particular, ya se exprese ésta a
manera de curiosidad sexual, masturbación o juegos eróticos con otros
niños. Mas la frustración no es, evidentemente, el único motivo de la
postura rebelde, pues la observación demuestra, en forma indudable,
que los niños, como los adultos, son capaces de tolerar muchas más
privaciones, toda vez que las reputen justas, acertadas, necesarias o
motivadas por una cierta finalidad. Así, por ejemplo, el niño no se resiste
a la educación de los hábitos higiénicos, si los padres no los imponen
con desmedida rigidez ni pretenden doblegar al niño con actos de
crueldad más o menos atenuados o groseros. Tampoco le preocupa al
niño uno que otro castigo, siempre que se sienta seguro de ser amado
en general y pueda juzgarlo como una medida ecuánime, y no aplicada
con intención de herirlo o humillarlo. Es difícil decidir sala frustración,
como tal, provoca hostilidad, pues en ambientes donde se infligen
múltiples privaciones al niño también suelen existir muchos otros factores
desencadenantes. Antes que las frustraciones mismas, importa el
espíritu con el cual son impuestas.
Hacemos resaltar este punto porque, preocupados a causa de los
supuestos peligros que las frustraciones entrañarían por sí mismas,
muchos padres se han dejado llevar mucho más lejos de lo que intentaba
el propio Freud, abandonando toda intervención en la conducta
del niño con el pretexto de que podrían ocasionarle algún trauma.
Evidentemente, los celos pueden constituir motivos violentos de odio, en
los niños como en los adultos. No caben dudas respecto del papel que
los celos entre los hermanos (29) y los celos de uno de los padres son
susceptibles de desempeñar en los niños neuróticos, o de la influencia
permanente que esta actitud pueda ejercer en la vida. Plantéase, sin
embargo, la cuestión de cuáles son las condiciones que generan estos
celos. En suma: las reacciones celosas, como las de la rivalidad fraterna
o del complejo de Edipo, ¿deben producirse forzosamente en todo niño
o, por el contrario, son inducidas por circunstancias determinadas?
Las observaciones de Freud acerca del complejo de Edipo se efectuaron
en neuróticos, comprobándose en ellos que las reacciones violentas
frente a uno de los padres eran lo bastante destructivas como para
despertar ansiedad y trastornar definitivamente la formación del carácter
y las relaciones personales. Habiendo notado la frecuencia de este
fenómeno en los neuróticos de nuestro tiempo, Freud le atribuyó carácter
universal y no sólo estimó el complejo de Edipo como núcleo mismo de
la neurosis, sino que sobre esta base trató asimismo de interpretar
intrincados fenómenos de otras culturas (30). Es esta generalización,
precisamente, la que tiene dudoso valor. Algunas reacciones de celos
pueden darse con facilidad en nuestra cultura, sea en los vínculos entre
hermanos o entre padres e hijos, según acontece en todo grupo de seres
que vivan muy juntos. Mas no hay pruebas de que las reacciones de
celos destructivas y permanentes -y son ellas a las que se refiere el
complejo de Edipo o la rivalidad fraterna- sean en nuestra cultura tan
comunes como acepta Freud, sin entrar a analizar siquiera otras
configuraciones culturales. Se trata, por el contrario, de reacciones
humanas generales que, empero, pueden ser artificialmente
engendradas por la atmósfera en la cual el niño evoluciona.
Luego, cuando estudiemos las consecuencias generales de los celos
neuróticos, nos será dable comprender también cuáles factores son
responsables de los celos, pero hemos de mencionar aquí la falta de
espontaneidad emocional y el espíritu de competencia a título de
elementos coadyuvantes. Además, los padres neuróticos, que crean esta
atmósfera espiritual, suelen estar poco satisfechos de su propia vida,
carecen de relaciones afectivas o sexuales satisfactorias y, por
consiguiente, tienden a descargar su amor en los hijos. Las expresiones
de este afecto no siempre poseen tono sexual, pero siempre tienen
elevada carga emocional. Es muy dudoso que las corrientes sexuales
subyacentes en las conexiones del niño con los padres puedan jamás
alcanzar bastante intensidad como para producir un trastorno potencial;
en todo caso, no sabemos de ejemplo alguno en el que no fueran los
padres neuróticos quienes, mediante el terror o la ternura, le impusieran
al niño tales apasionados lazos de afecto, con todas las características
de envidia y celos que Freud les adjudicó (31).
Solemos aceptar que la aversión hostil hacia la familia o hacia algún
miembro de ésta debe perjudicar el desarrollo del niño, y, claro está, es
desfavorable que éste deba luchar contra la conducta de sus padres
neuróticos; pero si su antagonismo es fundado, el riesgo en lo referente
a la formación del carácter no radica tanto en experimentar o expresar
una protesta, cuanto en reprimirla. La represión de críticas, protestas o
acusaciones entraña diversos peligros, uno de los cuales es que el niño
tiende a asumir toda la culpa y a sentirse indigno de ser amado, situación
cuyas consecuencias después examinaremos. El peligro que ahora nos
concierne es el de que la hostilidad reprimida pueda suscitar angustia y
de esta manera desencadenar el proceso descrito. Múltiples razones,
que obran con variada intensidad y en diversas combinaciones, son
susceptibles de llevar a un niño criado en semejante atmósfera a reprimir
su hostilidad; entre ellas se cuentan la indefensión, el miedo, el amor y
los sentimientos de culpa.
En cuanto al sentirse inerme e indefenso, suele considerárselo como un
mero hecho biológico. Aunque durante largos años el niño depende
realmente del medio para satisfacer sus necesidades, puesto que
dispone de menos fuerzas físicas y experiencia que los adultos, se ha
adjudicado excesiva significación al aspecto biológico de está cuestión.
Pasados los dos o tres primeros años de la vida,-está dependencia
biológica se convierte, en efecto, en un tipo de dependencia que incluye
la vida mental, espiritual e intelectual del niño, manteniéndose hasta que
el adolescente llega a la edad adúlta y adquiere así la capacidad de
dirigir su vida por sí mismo. Sin embargo, el grado en que los niños
permanecen sujetos a sus padres es muy variable en los diferentes
casos, según lo que guíe a aquéllos en la educación de sus vástagos: ya
tiendan a hacerlos fuertes, valientes, independientes y capaces de
enfrentarse con toda suerte de situaciones; ya sea su tendencia
dominante la de amparar al niño, de mantenerlo obediente e ignorante
de la vida, o, en suma, de infantilizarlo hasta los veinte años o aun más.
En los niños que se desarrollan bajo condiciones adversas, la
indefensión suele -reforzarse artificialmente por procedimientos
intimidatorios, los mimos o el hecho de colocar y guardar al niño en un
estado de dependencia emocional. Cuanto más indefenso permanezca,
tanto menos se atreverá a sentir o a mostrar la menor oposición y tanto
más quedará aplazada ésta. El sentimiento subyacente de esta
situación, o, por decirlo así, su lema, es: Tengo que reprimir mi hostilidad
porque te necesito.
El miedo puede ser provocado directamente por amenazas, prohibiciones
y castigos o por accesos de ira y escenas violentas presenciadas
por el niño; pero también puede responder a intimidaciones
indirectas, como la de amenazar al niño con los mayores peligros de la
vida, con microbios, tranvías, gente extraña, niños malos, subirlo a un
árbol, etc. Cuanto más tímido sea el niño, tanto menos se atreverá a
mostrar o inclusive a sentir hostilidad, situación cuyo lema es: Debo
reprimir mi hostilidad porque te tengo miedo.
También el amor es una de las razones que llevan a reprimir la
hostilidad. Faltando el verdadero cariño, los padres suelen reemplazarlo
con veborrágicas protestas de cuánto aman al niño y a qué punto
sacrificarían por él hasta la última gota de su sangre. Particularmente si
se lo intimida en otros sentidos, el niño puede aferrarse a estos
sucedáneos del auténtico amor, temeroso de manifestar su rebeldía por
miedo a perder la recompensa de su docilidad. En semejantes
situaciones, el lema fundamental sería: Tengo que reprimir mi hostilidad
por miedo a perder tu amor.
Hasta ahora hemos considerado los casos en que el niño reprime su
hostilidad contra los padres por miedo de que la más mínima expresión
malogrará las relaciones con éstos. Al proceder así, le impulsa el mero
temor de que estos poderosos gigantes lo abandonen, le priven de su
reconfortante benevolencia o aun se vuelvan contra él. Además, en
nuestras condiciones de cultura el niño de ordinario es obligado á
sentirse culpable por cualquier sentimiento o evidencia de hostilidad u
oposición, es decir, se le hace sentirse indigno o despreciable ante sí
mismo si se aventura a expresar o sentir .algún resentimiento contra los
padres o a trasgredir las reglas establecidas por ellos. Estos dos motivos
de los sentimientos de culpabilidad se encuentran íntimamente
relacionados entre sí. Cuanto más se haya inducido a un niño a sentirse
culpable por sus incursiones en terreno prohibido, tanto menos se
atreverá a experimentar rencor o a adoptar una actitud acusadora frente
a los padres.
En nuestra cultura es en la esfera sexual donde más a menudo se crean
sentimientos de culpabilidad. Ya se manifiesten las prohibiciones por
medio de verdaderos silencios audibles o por amenazas y castigos
expresados, el niño frecuentemente llega a convencerse de que no sólo
le está vedada la curiosidad y las actividades sexuales, sino que también
debe considerarse sucio y despreciable si osa incurrir en ellas. Si tiene
fantasías y deseos sexuales con respecto a uno de los padres, aunque
permanezcan inexpresados a consecuencia de la actitud prohibitiva
frente a la sexualidad en general, fácilmente le harán sentirse culpable.
El lema de esta situación será pues el siguiente: Tengo que reprimir mi
hostilidad, pues de lo contrario sería un niño malo.
En diversas combinaciones, cualquiera de los factores mencionados es
susceptible de llevar a un niño a reprimir su hostilidad, produciéndole la
consiguiente angustia.
¿Pero acaso toda angustia infantil conduce en última instancia a una
neurosis? Nuestros conocimientos no alcanzan todavía a responder
satisfactoriamente a esta pregunta. Creemos que la angustia infantil es
un factor necesario, pero no una causa suficiente para el desarrollo de la
neurosis. Parecería que las circunstancias favorables, así como los
oportunos cambios de ambiente o las influencias contrarrestantes de
cualquier especie, pudiesen evitar la decidida evolución hacia la
neurosis. Por el contrario, si las condiciones de vida no propenden a
atenuar la ansiedad, como en efecto suele acontecer, no sólo facilitarán
su persistencia, sino que -según veremos luego- la exacerbarán
gradualmente y desencadenarán todos los mecanismos que constituyen
la neurosis. Entre los factores que pueden estimular el desarrollo de la
angustia infantil existe uno que es preciso examinar en particular. Por
cierto, es muy distinto si la reacción de hostilidad y de angustia se limita
a personas del medio que la impusieron al niño, o si se transforma en
una disposición hostil y ansiosa para con la gente en general.
Así, por ejemplo, si el niño tiene la fortuna de que lo rodeen abuelos
cariñosos, maestros comprensivos o algunos buenos amigos, sus
experiencias con éstos pueden evitar que espere únicamente maldades
de todo el mundo. Pero cuanto más ardua sean sus experiencias en el
círculo familiar, tanto mayor será su inclinación a producir’ no sólo
reacciones de odio con respecto a los padres y otros níños, sino
asimismo actitudes desconfiadas o rencorosas frente a todo el mundo.
Cuanto más aislado quede y cuanto más se lo desanime de arriesgarse
a otras experiencias personales, con tanta mayor facilidad caerá en la
evolución descrita. Por fin, cuanto más encubra su inquina contra la
propia familia, adaptándose, por ejemplo, a todas las actitudes de los
padres, en mayor grado proyectará su angustia al mundo exterior,
llegando a convencerse a sí mismo de que el «mundo» entero es
peligroso y terrible.
La ansiedad general frente al «mundo» asimismo puede asomar o
aumentar paulatinamente. Un niño que haya crecido dentro de semejante
atmósfera, en sus relaciones con los demás no se atreverá a ser
tan emprendedor o belicoso como éstos. Habrá perdido la dichosa
certeza de que se le quiere y aprecia, e interpretará hasta la broma más
inocente como una cruel ofensa. Se sentirá herido y lastimado con mayor
facilidad que otros y será mucho menos capaz de defenderse.
Los factores mencionados, al igual que otros similares, favorecen o
producen un estado caracterizado por el sentimiento insidiosamente
progresivo y expansivo de encontrarse solo y desarmado en medio de un
mundo hostil. De esta manera, cada una de las reacciones agudas frente
a cada uno de los estímulos que las provocan, poco a poco cristalizan en
una postura general del carácter que, como tal, todavía no constituye
una neurosis, pero que es el suelo fértil en el que ésta puede germinar
en cualquier momento. Teniendo presente el papel capital que esta
actitud desempeña en las neurosis, le hemos dado la designación
especial de «angustia básica», comprendiéndose que se encuentra
inseparablemente entrelazada con una hostilidad básica similar.
Al elaborar en el análisis las distintas formas que la ansiedad puede
adoptar, cada vez se reconoce con más claridad que la angustia básica
constituye el fundamento de todas las relaciones con los otros. Mientras
cada manifestación aislada de la angustia puede ser producida por una
causa actual y real, la angustia básica persiste continuamente, aunque
no haya estímulos particulares en la situación actual. Si comparamos la
situación global de la neurosis con un estado de intranquilidad política en
la nación, la angustia y la hostilidad básicas equivaldrían al descontento
subterráneo y a la protesta latente contra el régimen. En ambos casos
puede faltar todo signo superficial, o aparecer éste en las más diversas
formas. Así, en el Estado se traduce como huelgas, tumultos, asambleas
y demostraciones, pero también en la esfera psicológica las formas de la
angustia pueden presentarse como síntomas de toda suerte.
Independientemente de su provocación particular, todas las expresiones
de la angustia emanan de un mismo fondo común.
En las neurosis de situación, relativamente simples, falta la angustia
básica. Estas neurosis están constituidas por reacciones neuróticas
frente a condiciones actuales de conflicto y se dan en individuos cuyos
vínculos personales no se hallan perturbados. El siguiente servirá como
ejemplo de los casos que suelen presentarse en la práctica
psicoterapéutica.
Una mujer de cuarenta y cinco años se queja de palpitaciones y estados
nocturnos de angustia, acompañados por copiosos sudores. No presenta
alteraciones orgánicas, y todas las observaciones acusan una persona
sana, que impresiona como sincera y cordial. Veinte años atrás, por
motivos que no obedecían tanto a ella misma cuanto a su situación, casó
con un hombre veinticinco años mayor, con el cual fue muy feliz y quedó
sexualmente satisfecha, teniendo tres hijos que se desarrollaron
excepcionalmente bien. Es un ama de casa diligente y capaz. En los
últimos cinco o seis años el marido se tornó algo maniático y poco
menos potente, pero lo soportó todo sin exhibir reacciones neuróticas.
En cambio, los conflictos comenzaron hace siete meses, cuando un
hombre de su misma edad, simpático y casadero, empezó a cortejarla.
En esa mujer se había desarrollado poco a poco un resentimiento contra
su marido avejentado, que reprimió por razones muy poderosas,
teniendo en cuenta su estructura mental y social y sus relaciones
maritales esencialmente satisfactorias. Gracias a la ligera asistencia
prestada en unas pocas sesiones de psicoterapia, pudo encararse con la
situación conflictual, librándose así de su angustia.
Nada demuestra mejor la importancia de la angustia básica que la
comparación de las reacciones individuales en las neurosis del carácter
con las que presentan aquellos casos que, como el anterior, pertenecen
al grupo de las simples neurosis situacionales. Estas últimas se
encuentran en personas sanas que por razones comprensivas son
incapaces de resolver conscientemente un estado de conflicto, o sea,
que son ineptas para enfrentarse con la existencia y la naturaleza del
conflicto y, por eso, también lo son en cuanto a adoptar una clara
decisión. Una de las más notables diferencias entre ambos tipos de
neurosis es la suma facilidad con que se alcanzan buenos resultados
terapéuticos en las neurosis de situación. En las caracterológicas, por el
contrario, el tratamiento tropieza con ingentes dificultades y en
consecuencia se prolonga durante largos períodos, a menudo excesivamente
largos para que al paciente le sea posible aguardar su cura.
En cambio, las neurosis situacionales quedan resueltas con cierta.fácilidad;
en ellas, la discusión comprensiva del estado actual suele ser
una terapia causal, y no sólo sintomática. En otros casos, el tratamiento
causal consiste en eliminar el obstáculo exterior, modificando el ambiente (32).
Así, en tanto que en las neurosis situacionales recogemos la impresión
de que la respuesta neurótica es proporcional al conflicto, esta relación
parece faltar en las neurosis del carácter. En ellas, según ya veremos
con mayor detalle, la angustia básica prevaleciente puede desencadenar
las más intensas reacciones ante la menor provocación.
Mientras la gama de las formas manifiestas de la angustia o de los
recursos protectores contra ella es infinita y variable en los distintos
individuos, la angustia básica es relativamente igual en todos, difiriendo
sólo en amplitud e intensidad. Cabe describirla a grandes rasgos como
un sentimiento de ser pequeño e insignificante, de estar inerme,
abandonado y en peligro, librado a un mundo dispuesto a abusar,
engañar, agredir, humillar, traicionar y envidiar. Una de nuestras
enfermas expresó este sentimiento mediante un dibujo espontáneo,
donde se representaba como una pequeñuela indefensa y desnuda,
rodeada de monstruos amenazantes, tanto humanos como animales,
prestos a atacarla.
Los psicóticos suelen sentir agudamente, en su conciencia, el efecto de
esta angustia, que en los paranoicos queda restringida a una o varias
personas determinadas, mientras en los esquizofrénicos en ocasiones
adopta la forma de una aguda noción de la hostilidad potencial del
mundo que les rodea, al punto que inclusive las muestras de amabilidad
tienden a interpretarlas como posibles amenazas hostiles.
Los neuróticos, por el contrario, raramente se percatan de su angustia u
hostilidad básicas, o al menos no les conceden la medida e importancia
que poseen en la vida entera. Una enferma nuestra, que en sueños se
veía como un pequeño ratón constreñido a refugiarse en una cueva para
no ser aplastado -ilustrando así, por medio de una imagen certera, cómo
actuaba en la vida-, no tenía la más remota idea de que en realidad
tuviese miedo de alguien, declarando que ignoraba lo que era la
angustia. Una desconfianza básica frente a la generalidad puede
encubrirse con el convencimiento superficial de que todos son muy
simpáticos, coexistiendo con relaciones en apariencia buenas con los
demás. También un profundo desprecio hacia todo el mundo puede
disfrazarse con la tendencia a admirar al prójimo.
Aunque la angustia básica concierne a seres humanos, es posible que
carezca totalmente de carácter personal, trocándose en un sentimiento
de ser amenazado por tormentas, convulsiones políticas, microbios,
accidentes, alimentos descompuestos, o de estar condenado por el
destino. El observador experto reconocerá con facilidad la base de todas
estas actitudes, mas se requiere una intensa elaboración psicoanalítica
para que el propio neurótico advierta que su angustia no se refiere en
verdad a los microbios ni a peligros similares, sino a personas reales;
que su ira contra éstas no es -o no sólo esuna reacción adecuada y
justificada frente a una provocación real, sino que él mismo se ha
tornado básicamente hostil para con los demás v desconfiado frente a todo el mundo.
Antes de describir las consecuencias de la angustia básica en las
neurosis, examinaremos un problema que acaso haya surgido ya en la
mente de muchos lectores. En efecto, la actitud de angustia y hostilidad
básicas frente a los demás, que hemos calificado como elemento
esencial de las neurosis, ¿no es una actitud «normal» que todos
compartimos, aunque quizás en menor grado? Al abordar este tema es
preciso distinguir dos puntos de vista.
Si usamos el término «normal» en el sentido de una actitud humana
general, cabría decir que la angustia básica tiene, en efecto, un corolario
normal en lo que la filosofía alemana y el lenguaje religioso han dado en
llamar Angst der Kreatur (miedo de la criatura humana). Esta expresión
denota que prácticamente todos nos sentimos inermes delante dé
fuerzas más poderosas que nosotros, como la muerte, las
enfermedades, la vejez, las catástrofes de la naturaleza, los sucesos
políticos y los accidentes. La desvalidez de nuestra infancia nos
suministra la primera experiencia de esta índole, pero la noción así
adquirida la conservamos durante toda la existencia. Dicha angustia de
la criatura humana comparte con la angustia básica su característica de
la indefensión ante los poderes superiores, mas no implica una actitudde
hostilidad por parte de éstos.
En cambio, si empleamos el término «normal» en el sentido de lo que es
normal en nuestra cultura, cabría agregar lo siguiente: de ordinario, en
nuestra cultura, la experiencia llevará a una persona -siempre que su
vida no sea demasiado cómoda-, a adoptar mayor reserva frente a los
otros, conforme va alcanzando su madurez, a ser más prudente en su
confianza respecto del prójimo, a familiarizarse más con el hecho de que
a menudo los actos humanos no son sinceros, sino dictados por la
cobardía o la conveniencia. Si se trata de una persona honesta, no
vacilará en aplicarse a sí misma este juicio; de lo contrario, verá con
mayor claridad todos estos atributos en los demás. En suma, pues,
desarrollará una actitud evidentemente análoga a la angustia básica, de
la cual, empero, la separan las siguientes diferencias. La persona sana y
madura no se siente inérme frente a estos defectos humanos, ni está
dominada por la ausencia de discriminación que ostenta la actitud
neurótica básica. En efecto, conserva la capacidad de acordar una
buena dosis de genuina amabilidad y confianza a señaladas personas.
Estas disimilitudes tal vez se expliquen por el hecho de que el sujeto
sano ha padecido la mayoría de sus experiencias desgraciadas a una
edad en que fue capaz de asimilarlas, mientras el neurótico las sufrió
cuando aún no le era posible dominarlas, y, debido a su indefensión,
reaccionó a ellas con angustia.
La.angustia básica tiene ciertas y determinadas consecuencias en
cuanto a la actitud del sujeto respecto de sí mismo y de los demás. Esto
significa, de hecho, un aislamiento emocional, tanto más difícil de
soportar, cuanto que va acompañado de una sensación de debilidad
intrínseca. Entraña, también, un debilitarse del fundamento mismo en
que reposa la autóconfianza. Establece el germen de un conflicto
potencial entre el deseo de confiar en los demás y la incapacidad de
abandonarse a esta inclinación, a causa del profundo recelo y hostilidad
que se profesa hacia ellos. Implica también que por su debilidad
intrínseca la persona siente el deseo de echar toda responsabilidad
sobre los demás, de ser protegida y amparada, mientras que la hostilidad
básica la torna harto desconfiada para ceder a este deseo. Por último, su
invariable resultante es que el sujeto se ve constreñido a dedicar la
mayor parte de su energía a recuperar la tranquila seguridad perdida.
Cuanto más intolerable sea la angustia, tanto más completas deberán
ser las medidas de precaución contra ella. En nuestra cultura
disponemos de cuatro recursos fundamentales, a fin de escudarnos
contra la angustia básica: el cariño, la sumisión, el poderío y el aislamiento.
En primer lugar, el procurarse cariño en cualquier forma puede constituir
una fuerte protección contra la angustia, mecanismo al cual le cuadra el
lema: Si me quieres, no me harás mal.
En segundo término, el sometimiento puede subdividirse según
concierna o no a señaladas personas o instituciones. Uno de estos focos
definidos es, por ejemplo, la sumisión a las normas tradicionales, a los
ritos de una religión o a los requerimientos de algún personaje poderoso.
En estos casos, la obediencia de tales reglas o el acatamiento de esas
demandas se convertirán en motivos determinantes de la conducta
entera, actitud susceptible de asumir la forma de setirse obligado a «ser
bueno», si bien las connotaciones de «bueno» varían según las
exigencias o las reglas cumplidas.
En cambio, si la actitud de docilidad no concierne a ninguna institución o
persona señaladas, adopta la forma más general de complacencia con
los posibles deseos de todos, evitando cuanto pudiese despertar
resentimiento. En semejantes casos, el individuo reprime toda exigencia
y crítica para con los demás, mostrándose dispuesto a dejar abusar de
él, sin defensa alguna, y prestándose siempre a ayudar al prójimo sin
discriminaciones. A veces se percata de que sus actos se motivan en la
angustia, pero comúnmente no lo reconoce y está persuadido, por el
contrario, de que obra impulsado por un ideal de altruismo y de
abnegación que llega hasta la renuncia de sus propios deseos. Tanto en
la forma definida cuanto en la general de la sumisión, el lema rector es:
Si cedo en algo, no me harán mal.
La actitud de sumisión también puede servir al propósito de obtener la
tranquilidad mediante el cariño. Cuando éste alcanza tal importancia en
una persona que su sentimiento de seguridad en la vida depende de él,
se hallará pronta a pagar cualquier precio por el cariño, disposición que,
en el fondo, implica someterse a los deseos ajenos. Sin embargo, a
menudo es incapaz de creer en ningún cariño, y entonces su actitud de
sumisión no perseguirá el propósito de atraérselo, sino de lograr
protección. Asimismo, hay personas que sólo pueden sentirse seguras si
se someten rígidamente; en ellas la angustia es tan intensa y tan
completa la desconfianza ante el cariño, que ni se concibe la posibilidad
de conseguirla.
La tercera tentativa de resguardarse contra la angustia básica consiste
en recurrir al poderío, en tratar de arribar al sentimiento de seguridad
conquistando poderío o éxito real, posesiones, la admiración de los
demás o superioridad intelectual. El lema que gobierna estos intentos de
protección es: Si soy poderoso, nadie podrá dañarme.
El cuarto medio de preservarse lo constituye el aislamiento. Los grupos
anteriores de arbitrios protectores tienen en común la disposición a lidiar
con el mundo, a superarlo de una u otra manera. Sin embargo, también
puede lograrse el sentimiento de protección retirándose totalmente del
mundo. Ello no implica recluirse en un desierto o vivir en radical soledad,
sino independizarse de los demás en el grado en que sean capaces de
afectar las propias necesidades exteriores o interiores. Así, verbigracia,
la emancipación frente a las necesidades exteriores puede alcanzarse
acumulando posesiones. Esta motivación de la búsqueda de posesiones
difiere por completo de la que busca lo mismo pero para ganar influencia
o poderío; además también es muy distinto el empleo que se hace de los
bienes. Cuando éstos son acumulados en prosecución de
independencia, el sujeto suele sentir excesiva angustia para gozar de
ellos, atesorandolos con avaricia, pues el único objetivo que busca es
prevenirse contra todas las eventualidades. Otro expediente que llena
idéntico propósito de alcanzar externamente independencia con respecto
a los otros consiste en restringir al mínimo las necesidades personales.
La independencia frente a los requerimientos internos podemos
obtenerla, verbigracia, procurando desvincularnos sentimentalmente del
prójimo, de suerte que nada ni nadie pueda defraudarnos, mas eso
significa ahogar todas las exigencias afectivas. Una expresión de este
desligamiento es la actitud de no tomar nada en serio, ni a uno mismo, la
cual suele hallarse en círculos intelectuales. El no considerarse en serio
a sí mismo es harto diferente de no estimarse importante, posturas que,
en efecto, inclusive pueden ser contradictorias.
Estos recursos de aislamiento guardan cierta semejanza con los
mecanismos de sumisión y complacencia, pues ambos implican el desistimiento
de los propios deseos. Pero mientras en los últimos la
renuncia se halla al servicio del «ser bueno» o de supeditarse a los
deseos ajenos a fin de sentirse seguro, en el primer grupo la idea de
«ser bueno» no desempeña papel alguno y el objeto de la renuncia es,
simplemente, independizarse de los demás. En este caso, el lema
director es: Si me aíslo, nada podrá dañarme.
A fin de apreciar la función que estos diversos ensayos de protección
contra la angustia básica cumplen en las neurosis, es menester valorar
su intensidad potencial. No son impuestos por el deseo de satisfacer un
anhelo de goce o felicidad sino por el impulso de alcanzar el sentimiento
de seguridad. Ello, no obstante, en modo alguno entraña que sean
menos poderosos o imperiosos que las pulsiones instintivas, pues la
experiencia demuestra que el impacto de un anhelo ambicioso, por
ejemplo, acaso sea tan potente, o más, que un impulso sexual.
Cualquiera de estos cuatro- mecanismos, perseguido solo o predominantemente,
es susceptible de ofrecer al individuo la ansiada
tranquilidad, siempre que su situación vital le permita aplicar esos
recursos sin incurrir en conflictos, aunque debe advertirse que semejante
prosecución exclusiva de una tendencia única suele traer aparejado un
empobrecimiento de la personalidad integral. Así, verbigracia, una mujer
que emprenda el camino de la sumisión puede alcanzar la paz y grandes
satisfacciones secundarias en una cultura que demande de la mujer
obediencia a la familia o al marido y sujeción a las normas tradicionales.
Si es un monarca quien desarrolla un insaciable afán de poderío y
posesiones, su resultado también puede serla consecución de seguridad
y éxito en la vida. En realidad, sin embargo, el decidido seguimiento de
un objetivo único dejará con frecuencia de cumplir su propósito, pues las
demandas impuestas son tan desmesuradas e inescrupulosas que por
fuerza acarrean conflictos con el medio. Con mayor frecuencia, la
seguridad contra uña poderosa angustia subyacente no se busca por un
solo camino, sino por varios, que, además, pueden ser incompatibles
entre sí. Es decir: que el neurótico podrá sentirse, a un tiempo,
imperiosamente compelido a dominar a todo el mundo y a pretender ser
amado por todos, a someterse a los otros y a imponerles su propia
voluntad, a desligarse de la gente y a querer su afecto. Son estos
conflictos, en verdad insolubles, los que casi siempre constituyen el
núcleo dinámico de las neurosis.
Las dos tendencias que más comúnmente chocan entre sí son los
anhelos de afecto y de poderío, razón por la cual en los próximos
capítulos nos ocuparemos de ellos en detalle.
Tal como la hemos descrito, la estructura de las neurosis no contradice
la teoría freudiana de que, en esencia, éstas serían productos de
conflictos entre las tendencias instintivas y las demandas sociales o su
representación en el «super yo». Mas en tanto nos hallamos de acuerdo
en que el conflicto entre las tendencias individuales y la presión social
del ambiente es una condición ineludible de toda neurosis, no creemos
que por sí solo baste a explicarlas. El choque entre los deseos
individuales y los requerimientos sociales no produce necesariamente
una neurosis, sino que puede conducir, con no menor facilidad, a
restricciones reales de las actividades de la vida, o sea a la simple
supresión o represión de deseos, o, en términos más generales, al
sufrimiento real y concreto. En cambio, la neurosis únicamente aparece
si este conflicto provoca angustia y si los intentos de aliviarla despiertan,
a su vez, tendencias defensivas que, aunque no menos perentorias,
resultan empero incompatibles entre sí.

Notas:
28- Aquí no consideramos en qué medida el retroceso hasta la infancia también es
necesario para el tratamiento.
29- David Levy, «Hostility Patterns in Sibling Rivalry Experiments», American Journal of
Orthopsychiatry, vol. VI 1936.
30- S. Freud, Tótem y tabú, «Obras completas», tomo IX.
31- Estas observaciones, expuestas desde un punto de vista general y discrepante de la
concepción freudiana del complejo de Edipo, se fundan en que éste no es un fenómeno
biológicamente establecido sino culturalmente condicionado. Dado que este criterio fue discutido por algunos autores -Malinowski, Boehm, Fromm, Reich-, nos limitaremos a la
simple mención de los factores susceptibles de engendrar el complejo de Edipo en nuestra
cultura: la falta de armonía matrimonial, como resultado de los conflictos entre los sexos; el
ilimitado poder autoritario de los padres; las prohibiciones impuestas a todas las vías de
descarga sexual accesibles al niño; la tendencia a mantenerlo en un nivel infantil y en
dependencia afectiva de los padres, propendiendo a aislarlo del mundo.
32- En estos casos el psicoanálisis no es necesario ni conveniente.

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