K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: Significado cultural y psicológico de las neurosis

SIGNIFICADO CULTURAL Y PSICOLÓGICO DE LAS NEUROSIS
El término «neurótico» suele aplicarse hoy día con la mayor liberalidad,
sin que, empero, se tenga siempre un concepto claro de lo que denota.
Muchas veces no pasa de ser una manera algo presumida de expresar
reprobación por alguien, pues quienes se habrían conformado otrora con
calificarlo de holgazán, pusilánime, caprichoso o suspicaz, tenderán hoy
a endilgarle el epíteto de «neurótico». No obstante, al usar tal palabra es
forzoso que imaginemos algo, y al elegirla quizá nos dejemos llevar por
determinados criterios, sin percatarnos de éstos cabalmente.
En primer lugar, los neuróticos discrepan de los seres comunes en sus
reacciones. Así, tenderemos a considerar neurótica a una joven que
prefiera quedar en el anonimato, negándose a aceptar un aumento de
sueldo y a identificarse con sus superiores; o bien a un artista que sólo
gane treinta dólares por semana cuando podría tener ingresos muy
superiores, dedicando algún tiempo más a su labor, y que, en cambio,
opte por gozar de la existencia en la medida en que se lo permitan sus
modestos ingresos, malgastando buena parte de su vida en compañía de
mujeres o entregado a meras aficiones técnicas. La razón por la cual
llamamos neuróticas a tales personas reside en que la mayoría de
nosotros estamos dominados -acaso exclusivamente- por normas de
conducta que entrañan un anhelo de progresar en el mundo, de
aventajar a los otros, de ganar más dinero que el requerido para el
sustento.
Estos ejemplos nos demuestran que uno de los criterios aplicados para
llamar neurótica a una persona es el de si su manera de vivir coincide
con alguno de los tipos de conducta aceptados en nuestra época. Si la
muchacha que carece de todo afán de competencia, o por lo menos de
deseos manifiestos de emulación, viviese en alguna tribu de los indios
Pueblo, sin duda se la reputaría enteramente normal; también lo sería el
mencionado artista si habitara en algún villorrio de Italia meridional o de
México, pues en esos medios no se concibe que alguien desee ganar
más dinero o realizar mayor esfuerzo que el estrictamente indispensable
para satisfacer las exigencias del sustento cotidiano. Retrocediendo en el
tiempo, en Grecia, la actitud de querer trabajar fuera del límite de las
propias necesidades habría sido conceptuada a todas luces indecente.
Así, el término neurótico, aunque procedente de la medicina, ya no
puede utilizarse sin tomar en cuenta su significado cultural. Es posible
diagnosticar una fractura de pierna sin conocer el fondo cultural del
paciente, pero sería muy arriesgado calificar de psicótico a un muchacho
indio por el mero hecho de habernos dicho que tiene visiones en cuya
existencia real cree (1); pues en las condiciones particulares de cultura en
que viven estos indios, las visiones y alucinaciones se estiman como un
don especial, como una verdadera bendición de los espíritus que se trata
de provocar deliberadamente, ya que confieren cierto prestigio a la
persona que las tiene. Entre nosotros sería neurótico o psicótico quien se
pasara las horas hablando con su finado abuelo, mientras semejante
comunicación con los antepasados es una actividad aceptada en
algunas tribus indias. Una persona que se sienta mortalmente ofendida si
en su presencia se menciona el nombre de un pariente fallecido, también
será considerada evidentemente neurótica, pero, en cambio, resultaría
por completo normal en la cultura de los indios apaches Jicarilla (2). No
menos neurótico estimaríamos a un hombre que fuese presa de pánico
al aproximársele una mujer menstruante, mientras entre muchas tribus
primitivas el miedo a la menstruación es una actitud corriente.
El concepto de lo normal no sólo varía con las distintas culturas, sino
también con el tiempo, en idénticas condiciones culturales. Así,
verbigracia, si una mujer de nuestros días, adulta e independiente, se
juzgase una «perdida» e «indigna del amor de un hombre honrado» por
el simple hecho de haber tenido relaciones sexuales, igualmente se
sospecharía que padece una neurosis, al menos en muchos círculos de
la sociedad. Sin embargo, hace cuarenta años semejante actitud de
culpabilidad se habría calificado de normal. Esta idea también varía con
las distintas clases sociales, pues en la aristocracia, por ejemplo, se
estima normal que un hombre se dedique constantemente a la vagancia,
cultivando como únicas actividades la caza y la guerra, en tanto se
juzgaría decididamente anormal al pequeño bilrgués que adoptase esa
misma conducta. Esta variación se observa también a propósito’ de las’
distinciones sexuales, por lo menos en- la medida en que existen en
nuestra cultura occidental, donde se.adtnite que hombres y mujeres
están dotados de temperamentos diferentes. De ahí resulta, pues,
normal que a una mujer la obseda el temor a la vejez cuando se
aproxima a los cuarenta años, mientras sería, por cierto, neurótico, un
hombre que a tal altura de la vida le preocupase su edad.
En cierta medida, toda persona educada sabe perfectamente qué lo
normal está expuesto a marcadas variaciones. Así, no ignoramos que la
cocina china es distinta de la nuestra; que los esquimales tienen
diferentes concepciones de la higiene; que el hechicero primitivo curaba
a sus enfermos de manera diversa que el médico moderno. En cambio,
no se halla tan difundida la noción de que no sólo las costumbres sino
también los impulsos y los sentimientos están sujetos a variaciones, a
pesar de que los antropólogos la han establecido implícita o
explícitamente (3). Como señala Sapir, uno de los méritos de la
antropología moderna es su constante dedicación a redescubir la
normalidad (4).
Por sólidos motivos, toda cultura se aferra a la creencia de que sus
propios impulsos y sentimientos constituyen la única expresión normal de
la «naturaleza humana» (5), y tampoco la psicología ha podido escapar a
esta regla. Freud, por ejemplo, deduce de sus observaciones que la
mujer es más celosa que el hombre, procurando justificar luego, con
fundamentos biológicos, este presunto fenómeno general (6). También
parece admitir que todos los seres padecen sentimientos de culpabilidad
ante la idea del homicidio (7), pero es indiscutible que son muy variables las
actitudes frente al asesinato. Como lo ha demostrado Peter Freuchen (8)
los esquimales no consideran que se deba castigar al asesino, y en
muchas tribus primitivas el perjuicio infligido a una familia a la cual matan
uno de sus miembros es susceptible de repararse ofreciendo un
sustituto. En algunas culturas los sentimientos de una madre cuyo hijo ha
sido muerto pueden ser mitigados adoptando en su lugar al homicida (9).
Prosiguiendo con la aplicación de las comprobaciones antropológicas,
nos vemos forzados a reconocer que ciertas concepciones nuestras
acerca de la naturaleza humana son más bien ingenuas, como,
verbigracia, la noción de que el sentido de competencia, la rivalidad entre
hermanos, el vínculo del cariño con la sexualidad, constituyen
características inherentes a la naturaleza humana. Alcanzamos nuestro
concepto de la normalidad adoptando ciertas pautas de conducta y de
sentimiento vigentes en un grupo determinado que las impone a todos
sus miembros; pero olvidamos que esas pau-. tas varían con la cultura,
la época, la clase social y el sexo. La trascendencia de estas
consideraciones para la psicología es mucho mayor de lo gtie a simple
vista parecería. Su resultado inmediato son ciertas dudas acerca de la
omnisciencia de la psicología. Las sintilitudes entre los hallazgos que
ofrece nuestra cultura y los realizados en otras, no nos permiten inferir
que ambas obedezcan a idénticas motivaciones. Ya no es lícito admitir
que toda nueva comprobación psicológica revela una tendencia universal
inherente a la naturaleza humana. La consecuencia de todo ello es la
confirmación de lo que ya repetidas veces sostuvieron algunos
sociólogos: que no existe algo que pueda llamarse psicología normal,
extensible a toda la especie humana.
Sin embargo, estas limitaciones se compensan ampliamente al
abrírsenos nuevas posibilidades de conocimiento. La consecuencia
fundamental de semejantes consideraciones antropológicas es que los
sentimientos y las actitudes son plasmados én sorprendente medida por
las condiciones bajo las cuales vivimos, sean culturales o individuales,
que se hallan inseparablemente entrelazadas. Esto significa, a su vez,
que conociendo nuestras condiciones culturales de vida nos será fácil
llegar a una comprensión harto más profunda del carácter especial de los
sentimientos y las actitudes normales, y siendo las neurosis desviaciones
del tipo normal de conducta, también ellas podrán comprenderse mucho
mejor.
Al adoptar esta orientación seguimos en parte el camino que hubo de
recorrer Freud para brindarnos un entendimiento de las neurosis
ignorado hasta entonces. Aunque teóricamente redujo nuestras
peculiaridades a impulsos instintivos biológicamente dados, Freud
sostuvo con energía -en’la teoría y, aún más, en la práctica- que no es
factible penetrar una neurosis sin conocer en detalle las circunstancias
de la vida individual y, en particular, las influencias moldeadoras del
afecto que el niño recibe en la temprana infancia. Aplicando idéntico
principio al problema de las estructuras normales y neuróticas en una
cultura dada, arribamos a la conclusión de que no podemos comprender
esas formaciones psíquicas sin conocer previamente, en sus
pormenores, las influencias que esa cultura particular ejerce sobre el
individuo (10).
Por otra parte, sin embargo, esa orientación involucra un decisivo paso
más allá de la actitud de Freud; avance posible de realizar, aunque sólo
basándose en sus reveladores descubrimientos. Efectivamente, mientras
en cierto sentido Freud se adelantó mucho a su época, en otro -por
ejemplo, en la desmedida importancia que asigna al origen biológico de
los rasgos mentales- permaneció arraigado en las orientaciones
científicas de aquélla. En efecto, Freud acepta que las tendencias
instintivas o las relaciones objetales más frecuentes en nuestra cultura
(como las frases «pregenitales» biológicamente establecidas y el
complejo de Edipo), están biológicamente determinadas por la
«naturaleza humana» o son producto de situaciones inalterables.
El menosprecio de los factores culturales por Freud, además de conducir
a generalizaciones erróneas, obstaculiza sobremanera la comprensión
de las fuerzas reales que motivan nuestras actitudes y actos. A nuestro
modo de ver, esta desestimación constituye la principal razón por la cual
el psicoanálisis, mientras siga fielmente las sendas teóricas trazadas por
Freud, y a pesar de sus perspectivas en apariencia ilimitadas, se
encontrará en un callejón sin salida, como lo testimonia la exuberante
producción de teorías abstrusas y el empleo de una terminología
nebulosa.
Hemos visto, pues, que la neurosis implica una desviación de la
normalidad, criterio en verdad muy importante, aunque insuficiente para
resolver el problema. Por cierto, una persona puede apartarse de la
norma general, sin padecer por ello una neurosis. Así, el ya citado artista
que rehusa dedicar más tiempo que el indispensable a ganarse el
sustento, puede tener una neurosis, o bien, simplemente, asumir una
actitud muy sabia, no dejándose precipitar en el torrente de la
competencia material. Por otro lado, numerosas personas que a primera
vista impresionan hallarse bien adaptadas a las normas estatuidas de la
existencia, quizá sufran una grave neurosis. En estos casos,
precisamente, es imprescindible adoptar el punto de vista psicológico o
médico.
Desde esta perspectiva, por curioso que parezca, no es nada fácil
establecer lo que constituye una neurosis; pero, sea como fuere,
mientras nos limitemos a estudiar exclusivamente su aspecto manifiesto,
resultará difícil fijar características comunes a todas ellas. No cabe duda
de que es imposible usar como criterio los síntomas -fobias, depresiones,
trastornos somáticos funcionales- pues éstos bien pueden faltar en las
neurosis. Es cierto que siempre existen inhibiciones de cualquier
naturaleza, por motivos que veremos más adelante, pero podrían ser tan
sutiles o estar tan ocultas que escaparan a la observación superficial.
Tropezaríamos con idénticas dificultades si, teniendo presente sólo el
cuadro manifiesto, pretendiésemos juzgar los trastornos de las
relaciones con los demás, incluyendo los desórdenes de las relaciones
sexuales. Éstos tampoco faltan nunca, pero pueden ser muy difíciles de
discernir. Con todo, existen dos características que nos es dable apreciar
en cualquier neurosis, sin necesidad de conocer íntimamente la
estructura de la personalidad: primero, cierta rigidez en las reacciones, y
segundo, una estimable discrepancia entre las capacidades del individuo
y sus realizaciones.
Es menester explicar mejor ambas características. Por «rigidez de las
reacciones» entendemos la ausencia de la flexibilidad que nos permite
reaccionar de diversa manera frente a diferentes situaciones. Una
persona normal, por ejemplo, abriga sospechas cuando siente o advierte
razones que las justifiquen; en cambio, una persona neurótica podrá
estar dominada por incesantes sospechas, sin tener en cuenta la
situación dada, y tenga o no conciencia de su estado. El ser normal es
capaz de distinguir un cumplido sincero de otro falso; el neurótico, por su
parte, no atina a diferenciarlos o puede rechazarlos totalmente, bajo
cualquier circunstancia. Una persona normal experimenta encono
cuando cree que se le quiere imponer algo sin causa ni motivo
razonables, en tanto que el neurótico responderá con malevolencia a
cualquier insinuación, aun cuando comprenda que es en su propio
interés. Una persona normal podrá sentirse indecisa en determinados
casos, ante asuntos importantes y arduos de solucionar; el neurótico
constantemente suele mostrarse incapaz de decidirse.
Sin embargo, la rigidez o inflexibilidad sólo es índice de neurosis cuando
discrepa de las normas culturales, pues la mayoría de los campesinos de
la civilización occidental de ordinario suelen ser muy suspicaces ante
todo lo nuevo o extraño, y en la pequeña burguesía nos encontramos
con un estricto sentido de la economía que también es un ejemplo de rigidez normal.
Análogamente, la discordancia entre la capacidad potencial de una
persona y lo que en realidad cumple en su vida puede obedecer sólo a
factores externos. En cambio, sería índice de neurosis si el sujeto
continuase siendo improductivo a pesar de sus buenas dotes y contando,
además, con todas las posibilidades externas favorables a su realización;
o bien si pese a tener a su alcance toda las condiciones para sentirse
feliz, no acertase a gozar lo que posee; o, en otro caso, si una mujer se
creyera incapaz de atraer a los hombres no obstante su gran belleza. En
otras palabras, el neurótico tiene la impresión de que él mismo es un
obstáculo en su propio camino.
Apartándonos del cuadro manifiesto que presentan las neurosis y
atendiendo a los dinamismos que intervienen en su producción, nos
enfrentamos con un factor esencial, común a todas ellas: la angustia y
las defensas levantadas contra ésta. Por compleja que sea la estructura
de una neurosis, esa angustia es el factor que desencadena el proceso
neurótico y lo mantiene en actividad. En los capítulos subsiguientes ya
se aclarará el significado de esta regla, de modo que por ahora no
citaremos ejemplos. Necesita, empero, ser explicada, aunque no sea
sino para aceptarla provisoriamente a título de hipótesis de trabajo.
Expresada en los términos antedichos, esa regla evidentemente es
demasiado general, pues tanto las angustias o temores (por el momento
usaremos estos términos en forma indistinta) cuanto las defensas contra
ellos, no sólo se encuentran sin excepción, sino que no constituyen
reacciones privativas de la especie humana. En efecto, cuando un
animal asustado por algún peligro se defiende o recurre a la fuga,
estamos exactamente ante la misma situación de temor y defensa.
También intervienen estos dos factores cuando, atemorizados por el
peligro del rayo, instalamos un pararrayos en el techo de nuestra casa, o
cuando el miedo a las consecuencias de posibles accidentes nos induce
a concertar una póliza de seguro. Ambos factores se encuentran en
diversas formas específicas en cualquier cultura, y hasta pueden asumir
el carácter de institución: verbigracia, la costumbre de usar amuletos
para protegerse contra el mal de ojo, la observancia de ritos
circunstanciales por temor a los muertos, y los tabúes que llevan a evitar
el contacto con mujeres menstruantes como defensa contra el miedo a
las malignas emanaciones que éstas desprenderían.
Tales similitudes podrían inducirnos a cometer un error lógico, pues si los
factores del miedo y de las defensas son esenciales en las neurosis,
¿por qué no ver en las defensas colectivas contra el miedo pruebas de la
existencia de «neurosis culturales»? La falacia de este razonamiento
radica en que dos fenómenos no son necesariamente idénticos por tener
un elemento común. No se nos ocurriría llamar «roca» a una casa por el
mero hecho de estar construida con el mismo material que aquélla.
¿,Cuál es, entonces, el ¡asgo distintivo de las defensas y los temores
neuróticos, que les confiere este carácter específico? ¿Son tal vez
imaginarios los temores neuróticos? En modo alguno, pues también
podríamos calificar de imaginario el miedo a. los muertos, y tanto en un
caso como en otro no haríamos más que emitir un juicio fundado en su
defectuosa comprensión. ¿Quizá deban ese carácter a que el neurótico
ignora esencialmente por qué tiene miedo? No, pues tampoco el hombre
primitivo sabe por qué teme a los muertos. Esa distinción nada tiene que
ver con el mayor o menor grado de conciencia o racionalidad, sino que
reside en los dos factores siguientes.
En primer lugar, las condiciones de vida imperantes en toda cultura
engendran ciertos temores que pueden responder a peligros externos
(las fuerzas de la naturaleza o los enemigos), a las formas que adoptan
las relaciones sociales (desencadenamiento de la hostilidad por
opresión, injusticia, dependencia forzada o frustraciones), a tradiciones
culturales (miedo ancestral a los demonios o a la violación de los
tabúes), sin tener en cuenta su origen. Un individuo podrá hallarse más o
menos sujeto a estos temores, pero en términos generales es dable
aceptar justificadamente que se imponen a todo indivíduo de
determinada cultura, no disponiendo éste de medio alguno para eludirlos.
En cambio, el neurótico no sólo comparte los temores comunes a todos
los individuos de una cultura, sino qué sufre además otras angustias
distinguidas por su cantidad o calidad de las correspondientes a su
cultura, y que obedecen a ciertas condiciones propias de su vida
individual, vinculadas a las condiciones generales.
En segundo lugar, los temores reinantes en una cierta cultura suelen
soslayarse mediante determinados recursos de protección, como los
tabúes, los ritos y las costumbres. Por lo común tales defensas
representan formas más económicas de resolver la angustia que las
defensas que el neurótico erige de distintas maneras. Así, aunque deba
someterse a las aprensiones y defensas de su cultura, una persona
normal de ordinario se hallará en condiciones de realizar todas sus
capacidades y de gozar lo que la vida puede ofrecerle. En otros
términos, al individuo normal le es factible aprovechar al máximo las
posibilidades brindadas por su cultura y, expresándolo en términos
negativos, no sufre sino lo inevitable en estas condiciones. El neurótico,
en cambio, siempre sufre más que el individuo medio, pues de continuo
se ve obligado a pagar un precio desorbitado por sus defensas; precio
consistente en el menoscabo de su vitalidad y de su expansividad o, más
específicamente, en la restricción de sus capacidades de realización y de
goce, que da lugar a la citada discrepancia. En verdad, el neurótico
siempre es un sujeto que sufre, y la única razón por la cual no hemos
mencionado este hecho entre las características generales de las
neurosis susceptibles de ser notadas por la observación superficial, es
que no resulta necesariamente accesible a la observación exterior, pues,
inclusive, acaso él mismo no se percate de su sufrimiento.
Hablando de recelos y defensas, tememos que, a esta altura, no pocos
lectores comenzarán a impacientarse con una exposición tan amplia de
un asunto tan simple como el de qué constituye una neu-. rosis. En
descargo nuestro podemos aducir que todos los fenómenos psíquicos
son complejos; que, si bien existen problemas sencillos en apariencia,
ninguno de ellos admite una solución fácil; y que, por último, la tesis aquí
planteada desde el principio en modo alguno es excepcional, sino que
nos acompañará a través de todo el libró, cualquiera sea la cuestión que
tratemos. La particular dificultad que presenta la definición de neurosis
estriba en que ni los recursos psicológicos, ni los sociológicos, permiten,
por sí solos, suministrar una respuesta satisfactoria, pues deben
aplicarse alternativamente, primero uno y luego otro, según en efecto
hicimos. Si pretendiésemos considerar la neurosis únicamente según el
aspecto de sus dinamismos y de su estructura psíquica, habríamos de
conceder existencia objetiva a un ser humano normal que no se da en la
realidad. Dificultades mayores aún se nos presentan apenas
traspasamos las fronteras de nuestro propio país o de los que poseen
culturas similares a la nuestra. Por otra parte, si abordamos la neurosis
sólo desde el punto de vista sociológico, conceptuándola como una mera
desviación de la norma de conducta común a determinada sociedad,
desdeñaremos groseramente cuanto sabemos acerca de las características
psicológicas de la neurosis, y en ninguna escuela o país se encontrará
un psiquiatra que acepte tales resultados como lícitos y justificados.
La conciliación de ambos puntos de vista se logra por un
método de observación que tenga presente los fenómenos anormales
tanto en el cuadro manifiesto de la neurosis cuanto en los dinamismos
del proceso psíquico, pero sin juzgar a ninguno de ellos como anormalidad
primitiva y decisiva, pues ambos están combinados entre sí. En
general, es éste el método que hemos seguido al indicar que el temor y
la defensa constituyen uno de los centros dinámicos de la neurosis, pero
que sólo producen una neurosis cuando discrepan en cantidad y calidad
frente a los temores y las defensas normales en la misma cultura.
Es preciso quedemos un paso más en igual sentido. Hay todavía otra
característica esencial de las neurosis: la presencia de tendencias en
conflicto, de cuya existencia, o por lo menos de cuyo contenido preciso el
mismo neurótico no se percata y ante las cuales automáticamente
procura alcanzar ciertas soluciones de compromiso. Esta última
característica es la que bajo diversas formas Freud ha destacado como
elemento indispensable dulas neurosis. Lo que distingue los conflictos
neuróticos de los que habitualmente se dan en una cultura no es su
contenido ni el hecho de ser en esencia inconsciente; (en ambos
aspectos tos conflictos culturales comunes pueden ser idénticos), sino,
por el contrario, la circunstancia de que esos conflictos son en el
neurótico más agudos y acentuados. Este persigue y alcanza soluciones
de compromiso -legítimamente clasificadas como neuróticas- menos
satisfactorias que las obtenidas por el individuo común y establecidas
con gran perjuicio para la personalidad total.
Resumiendo estas consideraciones, todavía no podríamos suministrar
una definición concisa de la neurosis, aunque atinamos a discribirla: la
neurosis es un trastorno psíquico producido por temores, por defensas
contra los mismos y por intentos de establecer soluciones de
compromiso entre las tendencias en conflicto. Debido a razones
prácticas, sólo conviene llamar «neurosis» a este trastorno cuando se
aparta de ta norma vigente en la cultura respectiva.

Notas:
1- Véase 11. Scudder Mekeel, Clinic and Culture (Clínica y cultura), en el «Journal of
Abnormal and Social Psychology», 1935, vol. 30, págs. 292-300.
2- M. E. Opler, An Interpretation of Ambivalente of two American Indian Tribes
(Interpretación de la ambivalencia en dos tribus de indios americanos), en el «Journal of
Social Psychology», 1936, vol. 7, págs. 82-116.
3- Consúltese el excelente material antropológico de los siguientes libros: Margaret Mead,
Sex and Temperament in Three Primitive Societies [Sexo y temperamento. Buenos Aires,
ed. Paidós, 1961. (T.)]; Ruth Benedict, El hombre y la cultura. Editorial Sudamericana,
Buenos Aires, 1939; así como la obra de A. S. Hallowell, Handbook of Psychological Leads
for Ethnological Field Workers (Manual de orientación psicológica para estudios prácticos de etnología).
4- Edward Sapir, Cultural Anthropology and Psychiatry (Antropología cultural y psiquiatría),
en el «Journal of Abnormal and Social Psychology», vol. 27, 1932, páginas 229-242.
5- Ruth Benedict, op. cit.
6- En Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica («Obras
completas», tomo XX), Freud expone la teoría de que la diferencia sexual anatómica
inevitablemente lleva a que toda niña envidie el pene del varón. Más tarde, este deseo de
poseer un falo se transforma en el de poseer a un hombre, como portador de aquél. Luego,
envidia a otras mujeres por sus relaciones con los hombres -en términos más precisos, por
su posesión de los hombres- tal como primitivamente envidió el atributo viril. Al formular
aseveraciones como éstas, Freud cede a la tendencia común de su época: establecer
generalizaciones válidas para toda la humanidad, en cuanto se refiera a la naturaleza
humana, aunque se basen únicamente en la observación de un solo medio cultural.
El antropólogo no pretende restar validez a las observaciones de Freud, pero sólo puede
otorgarles vigencia en determinado sector de la población y en determinada cultura y
época; en cambio, niega valor a sus generalizaciones, señalando que las diferencias entre
los pueblos, en cuanto a su actitud ante los celos, son . infinitas; así, hay pueblos donde los
hombres son más celosos que las mujeres; otros, en los cuales ninguno de los sexos sabe
de celos personales, y otros, donde ambos sexos son desmesuradamente celosos.
Teniendo presentes estas variedades, podrá refutarse el intento de Freud -o de quienquiera
que lo emprenda- de reducir sus observaciones a las diferencias anatómicas entre lo
sexos. En cambio, apuntará la necesidad de estudiar las distintas condiciones de vida y su
influencia sobre la génesis de los celos en el hombre y en la mujer. Dentro de nuestras condiciones culturales, por ejemplo, cabría preguntarnos si la observación de Freud sobre las
mujeres neuróticas de nuestra cultura es también aplicable a las mujeres normales de la
misma. Es preciso plantear esta cuestión, ya que los psicoanalistas, obligados a tratar a
diario con neuróticos, suelen olvidar que en nuestra cultura existen asimismo seres
normales. Igualmente podríamos preguntarnos qué condiciones psicológicas contribuyen a
exacerbar los celos o el sentido de posesión frente al sexo opuesto, y qué diferencias en
las condiciones de vida de hombres y mujeres de nuestra cultura explican el dispar
desarrollo de los celos en ambos sexos.
7- Sigmund Freud, Totem y tabú. «Obras completas», tomo VIII. Editorial: Americana, Buenos Aires, 1943.
8- Peter Freuchen, Arctic Adventure and Eskimoes (Aventuras en el Ártico y los esquimales).
9- Robert Briffault, The Mothers (las madres).
10- Muchos autores han reconocido la importancia de los factores culturales como
influencias determinantes de las condiciones psicológicas. Así, Erich Fromm, en su trabajo
Zur Entstehung des Christusdogmas (Sobre el origen del dogma cristiano), publicado, en la
revista «Imago», 1930, vol. 16, págs. 307-373, fue quien presentó y elaboró antes que
nadie este método de investigación en la literatura psicoanalítica alemana. (Véase la
reseña de este trabajo en Revista de Psicoanálisis, Buenos Aires, 1945, N.° 3, págs. 186-
188. [E.]). Más tarde fue adoptado por otros, como Wilhelm Reich y Otto Fenichel. En
Estados Unidos, Harry Stack Sullivan fue el primero en reparar en la necesidad de que la
psiquiatría tomara en cuenta los factores culturales. Otros psiquiatras norteamericanos que
encararon el problema de esta manera son Adolf Meyer, William A. White,(Twentieth
Century Psychiatry – Psiquiatría del siglo veinte). William A. Healy y Augusta Bronner (New
Light an Delinquency-Nuevos esclarecimientos acerca de la delincuencia). Recientemente,
algunos psicoanalistas, como F. Alexander y A. Kardiner, se han interesado por la
significación cultural de los problemas psicológicos. Entre los sociólogos que comparten
este punto de vista, consúltese muy, especialmente a H. D. Lasswell (World Politics and
Personal insecurity – Política mundial e insEguridad personal) y a John Dollard (Criteria for
the Life History -Criterios para la historia de la vida).

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