K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: El sentido del sufrimiento neurótico (el problema del masoquismo)

EL SENTIDO DEL SUFRIMIENTO NEURÓTICO
EL PROBLEMA DEL MASOQUISMO
Como hemos visto, al luchar con sus conflictos, el neurótico padece
intensos sufrimientos y, además, suele usarlos a modo de arbitrio para
alcanzar ciertos fines, que de otra manera le resultan dificiles a causa de
los dilemas en que se encuentra preso. Aunque en cada situación
aislada podemos percatarnos de las razones por las cuales se acude al
sufrimiento y los objetivos que comúnmente se logran, no cabe menos
que extrañarnos ante el hecho de que el hombre esté dispuesto a pagar
un precio tan desmesurado. Parecería que la disposición a recurrir al
sufrimiento y a rehuir el dominio activo de la vida surgiera de una
tendencia. subyacente que podríamos calificar, aproximadamente, como
inclinación a hacerse a sí mismo más débil, y no más fuerte; más
desgraciado y no más feliz.
Puesto que semejante tendencia contradice todas las concepciones
aceptadas sobre la naturaleza humana, siempre significó para la
psicología y la psiquiatría un enigma e inclusive un sensible obstáculo.
Trátase, en efecto, del problema básico del masoquismo. Originariamente,
el término masoquismo aplicóse a perversiones y fantasías
sexuales en las que se obtiene satisfacción a través del sufrimiento,
siendo castigado, torturado, violado, esclavizado y humillado. Freud
reconoció que tales perversiones y fantasías sexuales son muy afines a
las tendencias generales hacia el sufrimiento, es decir, a las que carecen
de fundamento sexual manifiesto, y que se clasifican bajo el epígrafe de
«masoquismo moral». Dado que en las fantasías y perversiones
sexuales el sufrimiento persigue una satisfacción positiva, se dedujo que
todo padecer neurótico también está determinado por el deseo de
obtener satisfacción, o, para expresarlo en palabras más simples, que el
neurótico realmente desea sufrir. Asimismo, se admite que la diferencia
entre las perversiones sexuales y el denominado masoquismo moral sólo
reside en el mayor grado de conciencia que estos impulsos alcanzan. En
aquéllas, tanto la tendencia a la satisfacción como la satisfacción misma
son conscientes; en el segundo, ambas son inconscientes.
La consecución del placer a través del sufrimiento constituye un difícil
problema, aun en las perversiones, pero se torna más enigmático en las
tendencias generales al sufrimiento.
Se han realizado múltiples intentos para explicar los fenómenos
masoquistas: el más brillante lo representa la hipótesis del instinto de
muerte, establecida por Freud (50). Ésta sostiene, en definitiva, la existencia
de dos fuerzas biológicas cardinales que actuarían en el hombre: el
instinto de vida y el instinto de muerte. El último, que persigue la
autodestrucción, cuando se combina con impulsos libidinales daría lugar
a los fenómenos del masoquismo.
Una cuestión de sumo interés, que nos placería examinar aquí, es la de
si la tendencia a sufrir es susceptible de comprenderse psicológicamente,
sin auxiliarnos con una hipótesis biológica.
Ante todo, hemos de rectificar una mala interpretación, que consiste en
confundir el sufrimiento real con la tendencia a sufrir. No hay razón
alguna para precipitarse a concluir que, si existe el sufrimiento, también
debería existir la tendencia a incurrir en éste, a provocarlo o inclusive a
gozar de él. Así, por ejemplo, no nos es posible seguir a Helene
Deutsch (51), cuando considera el hecho de que en nuestra cultura las
mujeres experimentan dolores en el parto como prueba de que en el
fondo sienten placer masoquista con ellos, aunque esto sea
evidentemente cierto en señalados casos excepcionales. Gran parte de
los sufrimientos que ocurren en las neurosis nada tienen que ver con un
deseo de sufrir; sólo son consecuencias inevitables de los conflictos
existentes, padeciéndose tan simplemente como se padece luego de
haberse roto una pierna. En ambos casos los dolores aparecen con
independencia de que la persona los quiera o no, y nada gana ésta con
su sufrimiento. La angustia manifiesta, engendrada por los conflictos
existentes, constituye el ejemplo más notable, pero no el único, de esta
índole de sufrimiento en las neurosis. Otras formas de sufrimiento
neurótico también han de entenderse de este modo, como aquella
producida por la comprensión de la creciente discrepancia entre las
capacidades del sujeto y sus realizaciones objetivas, por el sentimiento
de encontrarse desesperadamente preso en determinados dilemas, por
la hipersensibilidad frente a las más leves ofensas, por el desprecio’de sí
mismo a causa de la’neurosis. Estas formas del sufrimiento neurótico, en
razón de ser muy’ imperceptibles, sueleñ pasar inadvertidas por
completó cuando se aborda este problema con la hipótesis de que el
neurótico desea sufrir. Ante semejante error, en ocasiones no podemos
menos que asombrarnos de la medida en que los profanos, y hasta
algunos psiquiatras, comparten inconscientemente la actitud despectiva
del neurótico con respecto a su propia neurosis.
Excluidos así los sufrimientos neuróticos no causados por tendencias a
sufrir, dirijámonos ahora a los que obedecen a este motivo y caen por
consiguiente en la categoría de impulsos masoquistas. En éstos
recogemos la impresión superficial de que el neurótico sufre en mayor
grado de lo que la realidad justifica. Más precisamente, impresiona como
si en él hubiese algo que se precipitara con avidez sobre cualquier
oportunidad de martirio; que el neurótico hasta consigue trocar
circunstancias fortuitas en algo doloroso para él; que de ningún modo
está dispuesto a renunciar al sufrimiento. Pero tengamos presente, en
este caso, que la conducta que nos produce semejante efecto obedece,
en buena medida, a las funciones que el sufrimiento neurótico cumple en
la persona afectada.
En lo que a estas funciones del sufrimiento neurótico se refiere, cabe
limitarnos a sintetizar lo expuesto en los capítulos anteriores. El sufrir
puede tener para el neurótico el valor de una defensa directa, y acaso
sea, muchas veces, la única manera que le permite protegerse contra los
peligros inminentes. Gracias a las autoacusaciones evita ser acusado y
acusar a los demás; al aparentar que es un enfermo o un ignorante,
elude los reproches; al rebajarse a sí mismo, aparta el riesgo de la
competencia; mas el sufrimiento que de tal modo se inflige a sí mismo
es, a la par, un medio de defensa. El sufrimiento también constituye un
recurso para obtener lo que quiere, para realizar eficazmente sus
demandas y sustentarlas sobre base justificada. En cuanto a sus deseos
frente a la vida, el neurótico se encuentra en un dilema. Éstos son ó se
han tornado imperativos e incondicionales, en parte porque es la
angustia la que los impone, y asimismo, en parte, porque no son
coartados por consideración real alguna para con los demás. Pero, por
otro lado, su propia capacidad de establecer exigencias se halla harto
afectada por su carencia de autoafirmación espontánea o, en términos
más generales, por sus sentimientos básicos de indefensión.
El resultado final de este dilema es que aguarda que los demás se hagan
cargo de sus deseos. El neurótico impresiona como si todos sus actos se
basaran en la convicción de que sus prójimos son responsables dé su
vida y que ha de inculparlos si las cosas no le van bien, idea contraria a
su otra convicción de que nadie le concede nada; conflicto que tiene por
consecuencia el que sienta la necesidad de obligar a los otros a cumplir
sus requerimientos. Aquí es donde el sufrimiento acude en su ayuda. En
efecto, el sufrimiento y la indefensión devienen sus primordiales recursos
para obtener cariño, ayuda, dominio sobre sí mismo y, a la vez, evadir
todas las exigencias que podrían imponerle.
Por último, el sufrimiento llena la función de expresar imputaciones
contra los demás, en forma disfrazada, pero efectiva. Es este objetivo el
que hemos considerado con cierto detalle en el capítulo precedente.
Reconocidas las funciones que cumple el sufrimiento neurótico, el
problema queda desprovisto en parte de su carácter misterioso, aunque
no por ello plenamente resuelto. A pesar del alto valor estratégico del
sufrimiento, hay un elemento favorable al concepto de que el neurótico
en verdad quiere sufrir: muchas veces, es cierto, padece más de lo que
justificaría la necesidad estratégica; propende a exagerar su desgracia, a
abismarse en sentimientos de indefensión, infelicidad y
automenosprecio. Aunque sabemos cabalmente que sus emociones
tienden a la exageración y que no cabe adjudicarles todo el valor que
parecen tener, no deja de llamar nuestra atención el hecho de que las
decepciones que resultan de sus tendencias en conflicto lo precipiten en
un tráfago de miserias desproporcionadas á la magnitud que la situación
tuvo para él. Así, cuando sólo logra relativo éxito, abulta dramáticamente
su derrota, como si fuese una desgracia irremediable; cuando no ha
conseguido imponerse en forma absoluta, su autoaprecio se desinfla a
manera de un globo pinchado; cuando en el análisis se topa con la
desagradable perspectiva de tener que elaborar un nuevo problema, cae
en la más profunda desesperación. Todavía resta por examinar, pues, el
motivo de que el neurótico aumente sus sufrimientos, al parecer por
voluntad, más allá de lo estratégicamente necesario.
Con el uso de este sufrimiento no hay ventajas visibles que ganar, no
existe ningún público al que se pueda impresionar, ninguna simpatía
para conquistar, ni el triunfo íntimo de imponerse a los demás. Sin
embargo, el neurótico obtiene un beneficio, pero de distinta índole que
los citados. Para una persona con ideas tan exaltadas de su
singularidad, es insoportable experimentar un fracaso amoroso o una
derrota en las competencias; aceptar una debilidad o un visible defecto.
Así, al quedar reducido a la nada en su autoestimación, ya no funcionan
las categorías de triunfo y fracaso, superioridad e inferioridad; al
exagerar sus dolores, hundirse en un sentimiento general de miseria y
menosprecio, la experiencia agraviante pierde parte de su realidad y el
aguijón del dolor es embotado, narcotizado. En éste proceso actúa un
principió dialéctico que lleva implícita la verdad filosófica de que, en
cierto punto, la cantidad deviene calidad. Concretamente, esto significa
que si bien el sufrimiento es doloroso, el abandonarse al sufrimiento
excesivo puede obrar como un atenuante del dolor.
En una novela danesa nos encontramos con una magistral descripción
de este proceso (52). Trátase de un poeta cuya esposa fue víctima de un
crimen pasional; dos años antes pudo aliviar su insoportable dolor
percatándose sólo vagamente de lo que en realidad había sucedido y
para escapar a la comprensión de su sufrimiento se precipitó en el
trabajo, dedicándose infatigablemente día y noche a escribir un libro. El
relato comienza en la fecha en que la obra ha sido concluida, es decir,
en el momento psicológico en que el autor se ve compelido a enfrentarse
con su pena. Lo encontramos por primera vez en el cementerio, adonde
sus pasos lo han llevado inadvertidamente. Las más horripilantes y
fantásticas especulaciones lo embargan; imagina gusanos bullendo en el
cadáver de la muerta, personas enterradas vivas y otras ideas
semejantes. Por último queda agotado y torna a su casa, donde los
tormentos continúan. Se siente impulsado, así, a recordar con minucia
cuanto ha sucedido. Quizás el crimen no habría ocurrido si hubiese
acompañado a su mujer la noche que fue a visitar a algunos amigos; si
ella lo hubiera llamado por teléfono para que la buscara; si ella se
hubiese quedado junto a aquéllos; si por casualidad él hubiese salido de
paseo y la hubiera encontrado en la estación del ferrocarril. Constreñido
a imaginar con todo detalle cómo ocurrió el crimen, acaba por hundirse
en un éxtasis de dolor y por perder el conocimiento. Hasta aquí la novela
reviste especial interés para la cuestión que venimos examinando. En
punto a lo restante, una vez repuesto el protagonista de su orgía de
tormentos, aún tiene que elaborar el problema de su venganza,
adquiriendo por fin la capacidad de enfrentarse con su dolor en un plano
realista. El proceso expuesto en esta novela es el mismo que hallamos
en ciertas costumbres funerarias destinadas a mitigar el dolor de la
pérdida exacerbándolo agudamente, para facilitar así su completo
abandono luego de cumplido el período de duelo.
Reconocido este efecto narcótico del dolor exagerado, será más fácil
advertir que los impulsos masoquistas responden a motivos comprensibles,
pero todavía subsiste el problema de por qué tales sufrimientos
son susceptibles de procurar satisfacción, según evidentemente
ocurre en las fantasías y perversiones masoquistas, y como
sospechamos que también ocurre en todas las tendencias neuróticas a sufrir.
A fin de resolverlo es preciso antes reconocer los elementos comunes a
todas las tendencias masoquistas, o, más exactamente, la actitud básica
frente a la vida subyacente a todas ellas. Examinándolas desde este
punto de vista, compruébase sin lugar a dudas que su común
denominador lo constituye cierto sentimiento de intrínseca debilidad;
sentimiento que se expresa en las posturas ante uno mismo, ante los
demás y ante el destino en general. En síntesis, podemos calificarlo
como un profundo sentimiento de insignificancia, o, más bien, de
nadería: de ser como una hoja a merced del viento, de estar librado al
poderío de los demás; de encontrarse pasivamente entregado a su
albedrío. Sentimiento que se manifiesta por la tendencia a la excesiva
subordinación y por la exageración defensiva del dominio de sí mismo y
de la reticencia a ceder a los impulsos; por dependencia del afecto y
juicio ajenos, expresándose aquélla por la desmesurada necesidad de
cariño y ésta por el indomable temor de ser reprobado. Además, es un
sentimiento de no tener nada que decidir en su propia vida,
abandonando a los otros la responsabilidad y las decisiones, de que
tanto el bien como el mal vienen del exterior, de que uno se halla por
completo desarmado frente al destino; lo cual se traduce negativamente
por la sensación de inminentes desastres, y positivamente por la
esperanza de que suceda algún milagro, sin necesidad de tener que
mover un dedo; sentimiento frente a la vida en general, de no poder
respirar, trabajar, ni gozar de nada, sin que los demás le den los
incentivos, los medios y los objetivos; sentimiento, en suma, de ser
arcilla en manos del escultor. ¿Cómo comprender, pues, este
sentimiento de debilidad intrínseca? ¿Es, acaso, en último análisis, la
expresión de una falta de energía vital? Podría serlo en ciertos
individuos, pero en general las diferencias de vitalidad entre algunos
neuróticos no son mayores que en el resto de la gente. ¿Quizá es una
simple consecuencia de la angustia básica? Sin duda, se relaciona con
la angustia; mas ella, por sí sola, puede surtir el efecto opuesto de
impulsarlo a uno a anhelar y obtener cada vez mayor fuerza y poderío, a
fin de sentirse seguro.
La respuesta está en que, primariamente, tal sentimiento de debilidad
intrínseca no es un hecho real: lo que se experimenta como debilidad y
lo que semeja serlo no es sino el resultado de una inclinación hacia ella.
Este hecho puede deducirse de características que ya hemos expuesto:
en las sensaciones que tiene de sí mismo, el neurótico abulta
inconscientemente su debilidad e insiste con tenacidad en sentirse débil.
Sin embargo, esta inclinación a la debilidad no sólo por deducción es
susceptible de descubrirse, pues en muchas ocasiones también es dable
observarla actuando. Así, los pacientes pueden aferrarse, en su
imaginación, a todas las posibilidades de creer que padecen una
enfermedad orgánica; verbigracia, un caso nuestro que cada vez que
surgía una dificultad deseaba conscientemente ser un tuberculoso,
hallarse internado en un sanatorio, cuidado y amparado enteramente por
los demás. Ante una exigencia que se les plantea, el primer impulso de
estas personas podría ser el de ceder, pero luego pasan al otro extremo
y a ningún precio acceden a someterse. En el análisis, las
autoacusaciones de un paciente suelen ser la consecuencia de que
adopta como opinión personal una crítica ajena anticipada, traduciendo
así su tendencia a atacar de antemano cualquier juicio extraño. La
inclinación a aceptar a ciegas toda declaración autoritaria, a apoyarse en
alguien, a rehuir siempre las dificultades con un inerme «no puedo», en
lugar de admitirlas como un desafío a la acción, constituye un testimonio
más de la profunda tendencia hacia la debilidad.
De ordinario los sufrimientos que entrañan estas tendencias a la
debilidad no brindan la menor satisfacción consciente; por el contrario,
integran la conciencia general que el neurótico posee de su miseria,
cualquiera sea el propósito que cumplan. Tales tendencias, empero,
persiguen un placer, aunque no lo alcancen o, por lo menos, no lo
parezcan. A veces es posible observar este fin, y otras hasta llega a ser
evidente que ha sido logrado el objetivo de la satisfacción. Así, una
paciente que fue a visitar a algunos amigos en el campo sintióse
defraudada al comprobar que nadie había ido a buscarla a la estación y
que algunos de ellos ni siquieran estaban en casa a su llegada. Hasta
ese momento, decía, la experiencia había sido muy dolorosa, pero luego
se sintió deslizarse hacia un sentimiento de plena desolación y
abandono, sentimiento cuya cabal desproporción respecto de las causas
motivantes resultóle factible reconocer poco después. Esta inmersión en
la desgracia no sólo atenuó su dolor, sino que incluso fue percibida como
positivamente placentera.
El alcance de la satisfacción es harto más frecuente y manifiesto en las
fantasías y perversiones sexuales de carácter masoquista: fantasías de
ser violado, golpeado, humillado, esclavizado, o su realización efectiva.
En verdad, no son sino otras manifestaciones dula misma inclinación
general a la debilidad. El logro de la satisfacción por el hundimiento en la
miseria es una expresión del principio general de buscar el placer
perdiéndose en algo mayor que el individuo, disolviendo la individualidad,
liberándose a sí mismo, con todas sus dudas, conflictos, dolores,
limitaciones y soledades (53). Es lo que Nietzsche llamó «liberación del
principium individuationis», y lo que este pensador designa al hablar de
tendencia «dionisíaca» -a la cual considera uno de los anhelos básicos
del ser humano-, opuesta á la tendencia «apolínea», enderezada a la
plasmación y al dominio activo de la vida. También Ruth Benedict se
refiere a los rasgos dionisíacos al mencionar las tentativas de provocar
experiencias de éxtasis, señalando cuán difundidas se hallan tales
tendencias en las diversas culturas y cuán múltiples son sus
expresiones.
El término dionisíaco procede de los ritos griegos de Dionisios. Éstos, al
igual que los anteriores de los tracios (54), tenía por objeto la máxima
estimulación de todos los sentimientos, hasta arribar a estados de
éxtasis religioso. A modo de instrumentos para producir este último
recurríase a la música, a los ritmos uniformes de flauta, a delirantes
danzas nocturnas, a bebidas intoxicantes y a orgías sexuales, tratando
así de despertar violenta excitación y éxtasis. (Literalmente, esta palabra
éxtasis significa estar fuera de sí o ajeno a sí mismo.) En todo el mundo
existen costumbres y cultos que se ajustan al mismo principio: en lo
colectivo, los vemos en los festivales y en los éxtasis religiosos; en lo
individual, en la afición a los narcóticos. También el dolor interviene en la
producción del estado dionisíaco. En algunas tribus indias se provocan
las visiones ayunando, dejándose cortar un trozo de carne o haciéndose
atar en una posición dolorosa. En las danzas del sol, una de las más
importantes ceremonias de estas tribus, las torturas físicas constituían
recursos muy corrientes para desencadenar experiencias extáticas (55). Los
flagelantes de la Edad Media también empleaban los castigos a fin de
provocar el éxtasis, y los penitentes de Nuevo México se torturan con
espinas, con golpes o llevando pesadas cargas sobre sus hombros.
Aunque semejantes expresiones culturales de las tendencias dionisíacas
distan de representar normas habituales en nuestra cultura, no nos
resultan, empero, del todo extrañas. En cierta medida, todos sabemos de
la satisfacción que produce el «abandonarse a sí mismo». Lo percibimos
en el proceso de caer dormidos luego de un gran esfuerzo físico o
mental, o al hundirnos gradualmente en la narcosis.
Idéntico efecto puede ser producido por el. alcohol. Claro que al recurrir
a éste, la pérdida de las inhibiciones es uno de los principales factores
del placer, y otro, el adormecimiento de la aflicción y de la angustia; pero
igualmente aquí la satisfacción última es la del olvidó y del abandono.
Por lo demás, pocas son las personas que no conocen el placer de
entregarse a un gran sentimiento, ya sea el amor, la naturaleza, la
música, el entusiasmo por una causa o el abandono sexual. ¿Cómo
explicar, pues, el carácter aparentemente universal de estas tendencias?
No obstante toda la felicidad que la vida pueda brindarnos, está colmada,
al mismo tiempo, de ineludibles tragedias. Aunque no nos aqueje
sufrimiento particular alguno, siempre quedan los hechos inexorables de
la senectud, la enfermedad y la muerte; en términos más generales, no
es factible separar de la vida humana el hecho de que el individuo es
limitado y aislado: limitado en lo que le es dable comprender, alcanzar o
gozar; aislado, en cuanto es un ente singular, separado de sus
congéneres y de la naturaleza circundante. Son precisamente esta
limitación y este aislamiento individuales lo que la mayoría de las
tendencias culturales al olvido y al abandono tratan de superar. La
expresión más cabal y hermosa de este anhelo la encontramos en el
Upanishad, en esa imagen de los ríos que fluyen y que, al desaparecer
en el océano, pierden su nombre y su configuración. Al disolverse en
algo que lo excede y al devenir parte de una entidad mayor, el individuo
vence en cierto grado sus propias limitaciones y, según lo expresa el
Upanishad: Al desvanecernos en la nada, nos tornamos parte del
principio creador del Universo. Éste parece ser el gran consuelo y la
profunda gratificación que las religiones pueden darle al ser humano que,
al perderse, llega a la comunión con Dios o con la naturaleza. La misma
satisfacción es susceptible de alcanzarse en la devoción a una gran
causa, pues al rendirse uno mismo a ésta se siente en comunidad con
un ente mayor.
En nuestra cultura es la opuesta actitud del individuo frente a sí mismo,
es decir, el destacarse y valorizar las propias peculiaridades y
singularidades, la que predomina. En efecto, el hombre actual está
imbuido del sentimiento de que su propio yo es una unidad aislada,
distinta y opuesta al mundo exterior. No sólo insiste en esta individualidad,
sino que asimismo deriva gran satisfacción de ella; encuentra
felicidad en desplegar sus peculiares capacidades, en dominarse a sí
mismo y al mundo mediante una contienda activa, en ser constructivo y
en realizar un trabajo creador. De este ideal del desarrollo personal dijo
Goethe: Hoechstes Glueck der Menschenkinder ist doch die
Persoenlichkeit (La mayor felicidad del ser humano es la personalidad).
Pero la ya mencionada tendencia opuesta a irrumpir a través de la
coraza de la individualidad, a superar sus limitaciones y su aislamientorepresenta
una actitud humana de no menos profundas raíces, y que
igualmente entraña gran satisfacción potencial. Ninguna de estas
tendencias es patológica en sí misma: tanto la conservación y el
desarrollo de la individualidad como su sacrificio son objetivos legítimos
para la solución de los problemas humanos.
Apenas existen neurosis en las cuales no se exprese la tendencia a
desembarazarse de sí mismo. Puede aparecer en las fantasías de
abandonar el hogar y convertirse en un vagabundo, o de perder su
filiación, en la identificación con un personaje del que se ha leído algo;
en el sentimiento, expresado por un paciente nuestro, de hallarse
extraviado entre las tinieblas y las olas del mar, de volverse uno con las
tinieblas y las olas. Del mismo modo se acusa esa tendencia en el deseo
de ser hipnotizado, en la inclinación al misticismo, en los sentimientos de
irrealidad, en la desmesurada necesidad de dormir y en el atractivo de la
enfermedad, la insania y la muerte. Y, según ya lo mencionamos, el
común denominador de las fantasías masoquistas es un sentimiento de
ser a manera de arcilla en manos del escultor, de estar desposeído de
toda voluntad, de todo poder, de encontrarse sometido al dominio del
prójimo. Cada una de estas manifestaciones tiene, desde luego, sus
causas peculiares y sus particulares consecuencias. Por ejemplo, el
sentimiento de hallarse esclavizado puede integrar una tendencia
general a sentirse víctima de los demás, y en calidad de tal representar
una defensa contra los impulsos a sojuzgar a los otros, así como una
acusación contra éstos por no dejarse gobernar. Pero aunque tiene este
valor de expresar la defensa y la hostilidad, posee asimismo el oculto
valor positivo de un abandono de sí mismo.
La satisfacción que el neurótico buscó parece ser la de debilitar o aun
extinguir su misma individualidad, ya se supedite a una persona o al
destino, y cualquiera sea el tipo de sufrimiento al que se entregue. En
efecto, en todo caso deja de constituir el sujeto activo de sus actos y se
transforma en un objeto carente de voluntad propia.,
Al integrar así las tendencias masoquistas en el fenómeno general de la
tendencia al abandono de la personal individualidad, el placer que se
persigue o alcanza mediante la debilidad y el sufrimiento pierde toda
extrañeza, pues aquel impulso básico queda incluido en un sistema de
referencias que nos resulta familiar (56). Efectivamente, de este modo la
tenacidad de los impulsos masoquistas de los neuróticos puede
explicarse por el hecho de que a la vez son una manera de protección
contra la angustia y brindan satisfacción potencial O real. Conforme
vimos,, pocas -veces esta satisfacción es real, excepto en las fantasías o
perversiones sexuales, por más que la tendencia,a la misma constituya
un importante elemento de los impulsos generales hacia la debilidad y la
pasividad. Plantéase, de este modo, ,la cuestión final de por qué el
neurótico sólo tan raramente logra el olvido y el abandono y, con ello, la
satisfacción buscada.
Una importante circunstancia que impide la satisfacción plena es la de
que los impulsos masoquistas son contrarrestados por el extraordinario
valor que el neurótico asigna al carácter singular de su individualidad. La
mayoría de los fenómenos masoquistas comparten con los síntomas
neuróticos la característica de representar soluciones de compromiso
entre impulsos incompatibles. El neurótico tiende a sentirse a merced de
la voluntad de todos, pero al mismo tiempo insiste en que el mundo se
adapte a él. Tiende a sentirse esclavizado, pero al mismo tiempo insiste
en que no se dude de su poderío sobre los demás. Desea ser inerme y
amparado, pero al mismo tiempo no sólo insiste en bastarse a sí mismo,
sino, por cierto, en ser omnipotente. Propende a suponerse una nulidad,
y pese a ello se enoja cuando no lo consideran un genio. No existe
absolutamente solución satisfactoria alguna susceptible de conciliar
estos extremos, en particular cuando ambas tendencias son tan vigorosas.
El impulso al olvido es sobradamente más imperioso en el neurótico que
en el sujeto normal, pues aquél no sólo trata de librarse de los temores,
las limitaciones y el aislamiento universales en la existencia humana,
sino también de sus sentimientos de hallarse preso en conflictos
insolubles, y de su consiguiente dolor. Simultáneamente, su tendencia
contradictoria al poderío y a la exaltación de sí mismo no es menos
perentoria y de intensidad mayor que la normal. Desde luego, trata de
alcanzar lo imposible: ser al propio tiempo todo y nada; así, puede vivir
en desesperada dependencia y a la vez tiranizar a los otros mediante su
debilidad. Acaso él mismo confunda tales compromisos con una
presunta capacidad de abandonarse. Más aún: en ocasiones hasta los
psicólogos parecen inclinarse a caer en esta confusión, aceptando que el
abandono es, en sí mismo, una actitud masoquista. Por el contrario, el
masoquista es en realidad totalmente incapaz de abandonarse a nada o
a nadie; es incapaz, verbigracia, de consagrar todas sus fuerzas al
servicio de una causa o de entregarse por entero al amor. Puede
abandonarse al sufrimiento, pero en este abandono es completamente
pasivo, y sólo utiliza el sentimiento, el interés o la persona que causan
sus sufrimientos como medios para perderse sólo por perderse, y nada
más que para eso. No hay interrelación activa alguna entre él mismo y
los otros, sino únicamente una egocéntrica absorción en sus propios
fines. El genuino darse a una persona o a una causa traduce fuerza
interior; el abandono masoquista, en cambio, es, en última instancia, un
signo de debilidad.
Otro motivo en razón del cual rara vez se alcanza la satisfacción
anhelada estriba en la cuestión de los elementos destructivos inherentes
a la estructura neurótica, que ya hemos señalado. Ellos faltan en las
tendencias culturales «dionisíacas», pues no ofrecen nada comparable
con la tendencia neurótica a destruir cuanto constituye la personalidad, a
aniquilar toda capacidad de acción y de felicidad. Cotejemos, por
ejemplo, el culto dionisíaco griego con las fantasías neuróticas de
volverse loco. En aquél, el deseo era el de lograr una experiencia
extática transitoria que permitiese exaltar la alegría de vivir; en las
últimas, la misma tendencia al olvido y al abandono no contribuye a una
inmersión transitoria que conduzca a la reemergencia, ni sirve como
medio para enriquecer y completar la vida. Sufinalidad es librarse de
toda la personalidad atormentadora, cualesquiera sean sus valores, de
suerte que la porción intacta de la personalidad reacciona
temerosamente contra ella. En efecto, el miedo a las desastrosas
perspectivas hacia las que tiende una parte de la personalidad suele ser
el exclusivo factor del proceso que llega a la conciencia. Cuanto el
neurótico sabe de él es que tiene miedo de enloquecer. Únicamente
luego de discriminado el proceso en sus componentes -tendencia al
abandono de sí mismo y temor reactivo- es dable comprender que el
neurótico persigue determinado placer, pero que sus temores le impiden alcanzarlo.
Un factor peculiar de nuestra cultura concurre a reforzar la angustia
vinculada con las tendencias al olvido. En la civilización occidental
existen pocos o ningún medio cultural que permita satisfacer estas
tendencias, aun independientemente de su carácter neurótico. La
religión, que brindaba tal posibilidad, ha perdido su atractivo para la
mayoría de la gente. No sólo carecemos de instrumentos culturales
eficaces para lograr tal satisfacción, sino que su desarrollo se ve activamente
contrarrestado, dado que en una cultura individualista se
espera que el individuo se defienda a sí mismo, sea independiente, se
imponga y, en caso necesario, luche por sus objetivos. En nuestra
cultura, ceder verdaderamente a las tendencias hacia el abandono de sí
mismo entraña el peligro del ostracismo social.
Teniendo en cuenta los temores que por lo común le vedan al neurótico
las complacencias específicas que anhela, resultará posible apreciar el
valor que para él poseen las fantasías y perversiones masoquistas. En
efecto, si realiza sus tendencias al autoabandono en fantasías o
prácticas sexuales, podrá evitar el peligro de la completa obliteración de
sí mismo. Como los cultos dionisíacos, tales prácticas. masoquistas
suministran olvido y abandono temporales, con relativamente escaso
riesgo de perjudicarse. De ordinario invaden’toda la estructura de la
personalidad, pero a veces se concentran en las actividades sexuales,
en tanto que los elementos restantes de aquélla se conservan más o
menos indemnes. Hay hombres capaces de ser activos, agresivos y
eficientes en su propio trabajo, pero que se ven compelidos a incurrir
ocasionalmente en perversiones masoquistas, como la de vestirse de
mujer o la de hacerse el «niño malo» que se hace castigar. Por otro lado,
los temores que le imposibilitan al neurótico llegar a una solución
satisfactoria de sus conflictos pueden invadir, asimismo, sus tendencias
masoquistas. Si éstas son de índole sexual, se mantendrá apartado de la
sexualidad, experimentando entonces repugnancia por el sexo opuesto
o, cuando menos, graves inhibiciones eróticas.
Freud considera los impulsos masoquistas fenómenos esencialmente
sexuales, habiendo propuesto teorías para explicarlos. En un principio
los juzgó como un aspecto de cierta fase definida y biológicamente
determinada del desarrollo sexual: la llamada fase analsádica. Más tarde
formuló la hipótesis de que los impulsos masoquistas guardan una
relación intrínseca con la naturaleza femenina, significando algo así
como la realización del deseo de ser mujer (57). Ya hemos apuntado que en
su última hipótesis sostiene que los impulsos masoquistas representan
combinaciones de las tendencias autodestructivas con las sexuales, y
que su función es la de tornar a aquéllas inofensivas para el individuo.
En cuanto a nuestro punto de vista, puede sintetizarse de la siguiente
manera. Las tendencias masoquistas no constituyen fenómenos
esencialmente sexuales, no resultan de procesos biológicamente
determinados, ni se originan en los conflictos de la personalidad. Su
objetivo no es el sufrimiento; el neurótico no desea sufrir más que lo que
todos lo deseamos. En la medida en que cumple determinadas
funciones, el sufrimiento neurótico no es lo que el sujeto quiere, sino el
precio que se ve obligado a pagar, y la satisfacción que persigue no es la
de sufrir, sino la de autoabandonarse.

Notas:
50- Sigmund Freud, Más allá del principio del placer. «Obras completas», tomo II.
51- H. Deutsch, «Motherhood and Sexuality» (Maternidad y sexualidad), en Psychoanalytic
Quarteriy, 1933, vol. 2, págs. 476-488.
52- Aage Von Kohl, Der Weg durch die Nacht (El camino a través de la noche). Traducida al
alemán.
53- Esta interpretación del tipo de placer alcanzado en el masoquismo es fundamentalmente
la misma que formula E. Fromm, op. cit., editada por Max Horkheimer (1936).
54- Erwin Rodhe, Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos. Ed. Fondo de
Cultura Económica, México, 1949.
55- Leslie Spier, «La danza del sol entre los indios de las llanuras: su origen y su difusión»,
en Anthropological Papers of the American Museum of Natural History, New York, 1921,
vol. 16, 7ª parte.
56- Wilhelm Reich, en Psychischer Kontakt und vegetative Stroemung (Contacto psíquico y
corriente vegetativa) y en Ueber Charakteranalyse (Análisis del carácter), ha realizado un
intento similar de resolver el problema del masoquismo. También él afirma que las
tendencias masoquistas no son opuestas al principio del placer, pero, en cambio, las
reduce a un fundamento sexual y concibe como tendencia al orgasmo lo que nosotros
hemos calificado como tendencia a la disolución de los límites individuales.
57- Sigmund Freud, El problema económico del masoquismo. «Obras completas», tomo XIII.
Nuevas aportaciones al psicoanálisis. «Obras completas», tomo XVII. Véase también Karen
Horney, «El problema del masoquismo femenino», en Psychoanalytic Review, 1935, vol. 22.

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