III- Usos de las nuevas tecnologías en las aulas:

Aprender y enseñar en la cultura digital – Inés Dussel

Un elemento a favor de este tipo de presentaciones, además del interés y entusiasmo que parecen suscitar en los alumnos –elemento que después retomaremos– es que combinan texto e imagen de maneras novedosas: no hay prácticamente Power Point que use solo palabras, y muchas veces se suma música a la edición, lo que los vuelve textos multimediales. Esto puede significar enriquecer nuestros lenguajes para representar la experiencia (Kress, 2005), aunque cabría aventurar que también puede empobrecerlos.
Cuando surgió el Power Point, se lo presentó como el programa que le permite al usuario controlar la presentación del contenido: podía elegir la tipografía, el color, el diseño, y crear sus propias plantillas, incluso combinando el sonido y decidiendo el ritmo de la presentación.
Sin embargo, se olvida que el formato establece limitaciones muy importantes a los tipos de presentación que es posible hacer. Uno de los más críticos analistas del Power Point señala que “el programa controla el contenido, militando contra la comunicación de ideas complejas a favor de punteos simplistas proyectados en una pantalla” (Tufte, en: Petroski, 2006: 36). El riesgo es que estas presentaciones promuevan un pensamiento superficial, asociados a frases
cortas y contundentes que no permiten argumentos más desarrollados ni narraciones que articulen distintos ítems. También es probable que, de no mediar una formación más especializada, los usos “por default” (por defecto) terminen siendo los menos ricos e interesantes.
Con el uso de las imágenes, se plantean otros problemas: la presentación solo permite utilizar imágenes que se adecuan a un formato de pantalla de computadora (tamaño carta en posición horizontal) (2). Tampoco está claro qué tipo de imágenes se seleccionan: probablemente sean las más convencionales, las más difundidas, o las primeras que aparecen en los buscadores como Google. Probablemente deberíamos someter la búsqueda de imágenes a la misma crítica que realiza Baricco sobre la búsqueda de palabras o términos.
Tomemos el ejemplo del trabajo sobre los planetas que mencionaba la docente patagónica. Vale la pena preguntarse: ¿qué tipo de imágenes juzgaremos más útiles para la enseñanza, y por qué criterios: científicos, estéticos, didácticos? Quizás una buena imagen científica no sea clara desde el punto de vista didáctico; también puede suceder que una imagen bella sea, sin embargo, poco precisa y hasta errónea desde el punto de vista científico. Es probable que la propia docente no haya reflexionado sobre estas tensiones en la secuencia que propuso. En ese caso, ¿no habría que pensar en una formación docente para abordar estos problemas, dado este extendido uso de la imagen en las aulas? En
caso contrario, ¿daremos por bueno lo que el buscador de turno nos ofrezca en primer lugar, o lo que el gusto de los alumnos sancione como válido? ¿Qué consecuencias tendría dar eso por bueno en términos del conocimiento y de la cultura pública?

De la misma manera, cabe preguntarse qué tipo de trabajo se puede realizar con imágenes que producen los alumnos, como en el caso de las salidas escolares o los autorretratos que traen a la clase de inglés. ¿Cómo juzgar el valor de estas imágenes? No estamos hablando solamente de la calificación, tema antipático, pero, sin embargo, central para la escuela porque, al final del recorrido, tiene que poner una nota a la producción de los alumnos que, se cree, es el indicador de sus aprendizajes. Más allá de la nota, hay que preguntarse por qué tipo de trabajo se propone con las imágenes, que también son parte de producir un conocimiento sobre el mundo. ¿Cómo se califica una foto que saca un alumno: por su valor estético –en cuyo caso, habría que incluir entre los contenidos escolares la enseñanza de técnicas y estéticas fotográficas–, o por su valor expresivo –lo que abre un panorama mucho más difícil de calificar–? También puede considerarse su valor testimonial, esto es, su peso como representación más o menos fiel del fenómeno en cuestión –aunque cualquiera que lea un poco de historia y teoría fotográfica sabrá que la fidelidad realista es cada vez más cuestionada y puesta bajo sospecha–. Ante la falta de criterios claros y sobre todo de formación que permita siquiera problematizar la imagen, lo que termina sucediendo es que la escuela se conforma, muchas veces, con la
presencia de fotos: pareciera que, si están, es suficiente signo de actualización didáctica, de participación y de compromiso con el aprendizaje.
Este señalamiento abre una reflexión pedagógica más amplia que, si bien excede a los alcances de este trabajo, no queremos dejar de plantear. En contra de las pedagogías autoritarias, desde los años 80 muchas escuelas se preocuparon por promover el debate y la participación de los alumnos. El problema es que la circulación de la palabra en las aulas hoy se da en un marco que viene configurado muchas veces desde la televisión y su “teatro posmoderno de los afectos” (como lo llama Beatriz Sarlo, 2005), que postula un régimen de la opinión en la cual lo único que importa es que lo que uno siente, cree u opina, y dice que “si querés llorar, llorá”: parece que, si es auténtico, todo está permitido.

Esta primacía de un “yo incontinente” (Abramowski, 2010) en la participación en la esfera pública alcanza al aula, y se combina con el descrédito en que cayeron las variantes expositivas o las lecciones en las clases. Por eso muchos docentes confiesan no saber qué hacer una vez que se les da la palabra a los alumnos: clausurada por autoritaria la posibilidad de organizar la información y producir cierres aunque sea provisorios en los que se llegue a algún acuerdo sobre el significado, muchas pedagogías hoy navegan en el terreno de la catarsis y de la opinión, terminan cerrando los debates caprichosamente, y muestran muchas dificultades para proponer estrategias de conocimiento más sistemáticas y rigurosas. En un trabajo anterior señalamos que el problema es que “la escuela, pensada como la introducción sistemática a marcos de conocimiento establecidos, no puede despachar ligeramente la pregunta por la verdad de los enunciados o incluso de los afectos, y abrazar sin más, como sí lo hacen los medios, el valor de la autenticidad como el criterio
para habilitar lo que se dice o lo que se hace. Hay una contradicción de época entre el discurso de la verdad y el de la autenticidad que en la escuela se siente más claramente, aunque todavía esté poco explicitada o conceptualizada” (Dussel, 2010b:11).
El predominio del “régimen de la opinión” en las aulas tiene un correlato en las prácticas de evaluación que, por varios motivos, son poco claras respecto al tipo de aprendizaje que se juzga relevante, y tienden a valorar el acto de participar mucho más que el contenido de lo que se dice o se aprende. Un estudio realizado por el CIPPEC en el año 2009 encontró gran diversidad normativa sobre la evaluación y la promoción en el nivel primario entre las distintas provincias, pero, además, en las entrevistas con docentes observó una alta ponderación de la dimensión “actitudinal” para tomar decisiones sobre la aprobación y eventual promoción (la conocida “nota por concepto”) (CIPPEC, 2009).
En esto también influye la voluntad de mantener a los alumnos en el sistema educativo, sobre todo a los sectores más marginales que han sido recientemente incluidos, y por eso muchas veces prima la nota conceptual antes que el desempeño en distintos tipos de evaluaciones, ya sea escritas u orales. El tema es muy complejo y amerita un tratamiento mucho más cuidadoso del que podemos darle en estos breves párrafos, porque hace a las dos funciones más importantes de la escuela hoy: incluir y educar. Pero quisiéramos sugerir que hay que estar muy atentos a cómo estas pedagogías del régimen de la opinión, instaladas por convicción, necesidad o imposición, condicionan lo que se hace con las nuevas tecnologías.
Para desplegar un poco más lo que consideramos un nudo didáctico de la incorporación actual de las nuevas tecnologías, volvamos al ejemplo de las presentaciones en Power Point antes mencionado, y analicemos las propuestas didácticas de registrar fotográficamente las salidas, o de traer imágenes propias como disparadores para la escritura en otra lengua. La pregunta que uno podría formular a este tipo de secuencia didáctica es qué tipo de operaciones de conocimiento se proponen a partir de las imágenes, que no se queden solamente en suscitar el interés o la participación de los alumnos. Entre otras
cosas, habría que preocuparse porque en esas actividades los alumnos puedan establecer diversas relaciones entre imágenes y palabras como sistemas de representación distintos, pero con puntos de contacto (cf. Didi-Huberman, 2006); también habría que promover que traigan otras producciones de la cultura, ya sean imágenes o textos, que vayan más allá del “yo creo-yo siento-yo opino”; y también habría que pensar sobre cómo se evalúan esas producciones, nuevamente no solo ni principalmente en el sentido estricto
de una nota sino como textos que pueden ser revisados, enriquecidos y mejorados con el diálogo y la perspectiva de otros y con conocimientos técnicos que pueden ser más precisos y ajustados.
En el fondo, no es un trabajo distinto al que debería proponerse con la lengua escrita o con cualquier otro conocimiento, y que no empieza ahora sino que se viene postulando desde hace tiempo. Elizabeth Birr Moje da un buen argumento sobre la continuidad de formas de lectura entre la cultura impresa y la cultura electrónica. Cita un argumento de un biólogo sobre distintos tipos de explicación sobre las causas de la tuberculosis: mientras que un biólogo diría que la enfermedad se debe al tubercle bacillus, un historiador plantearía que fue por la falta de regulación del capitalismo industrial en el siglo xix. La
autora sostiene que en el fondo la literacidad, es decir, la capacidad de leer críticamente, es “un asunto de conocimiento: comprender, interpretar, cuestionar y criticar son actividades que dependen en gran medida de saber algo acerca del mundo y su funcionamiento. En otras palabras, es difícil saber cómo se coordinan los elementos en los discursos si se desconocen, con cierta profundidad, los elementos necesarios” (Birr Moje, 2010: 67).
Y, como señalamos anteriormente, las dificultades que está teniendo la escuela en formar lectores críticos de textos impresos son las mismas que está manifestando en formar lectores críticos de textos multimediales en la cultura digital. El problema es que ahora tiene que combinar lenguajes que conoce menos, y en condiciones más difíciles por su posición más débil como institución cultural (Walsh, 2008).
Señalamos anteriormente que la principal motivación para usar imágenes que explicitan los docentes tiene que ver con la convicción de que suscitan el interés inmediato de los niños y los jóvenes. Esta es una afirmación que también debería discutirse más profundamente en espacios de formación docente. Veamos algunos enunciados de los docentes entrevistados:
“[Los alumnos] están más atentos, lo que les entra visualmente se graba más. Es más divertido, más motivador.”
“Los chicos están tan acostumbrados a lo visual que si una clase les resulta muy monótona, tal vez con un video o alguna otra estrategia se pueda agilizar e incorporan más rápido.”

Autor: psicopsi

Sitio dedicado a la divulgación de material de estudio. Psicoanálisis, psicología, antropología, sociología, filosofía y toda ciencia, disciplina y práctica dedicada al estudio del ser humano