Imágenes y poder: El dispositivo en el cine documental político. El cine documental político

Imágenes y poder: El dispositivo en el cine documental político

Rubén Dittus

Universidad Católica de la Santísima Concepción (Chile)

3.- El cine documental político

La aplicación de la tesis del dispositivo en el género documental -y en particular en el cine político- debe considerar algunas precisiones de tipo fenomenológico (Meunier 1969), específicamente lo que se refiere al estatus de realismo versus el ideológico, los dos rasgos más relevantes del género. Considerar el documental como una práctica discursiva supone fijar su origen no en los inicios del cinematógrafo con los Lumiere, sino entre las décadas de 1920 y 1930, con la aparción de un conjunto de obras que, en oposición al cine dominante -la ficción- abren camino hacia la generación de otro cine que pretende hablar del mundo y hacer afirmaciones directas de él, proponiendo modelos de realidad desde de la particular visión del director.

Nos guía la siguiente reflexión de María Luisa Ortega (2005: 187): “Hoy, cineastas y documentalistas, al igual que los científicos sociales, parecen haberse liberado de retóricas legitimadoras y fundacionales para sus discursos sobre la realidad, pudiendo afirmarse, expresarse y representar en lenguajes que no disfracen u oculten la subjetividad y se pretendan neutrales o encarnaciones de un conocimento superior, discursos que pongan de manifiesto que los hechos y los acontecimientos no son independientes de los dispositivos que se utilicen para abordarlos, analizarlos y representarlos (…)”.

Se trata, entonces, de reconocer en este género una clara voluntad de compromiso cognitivo con el espectador, y de generar un conocimiento sobre la realidad social en primera instancia, pero en una constante experimentación de sus formas y recursos retóricos (Nichols 1997). En ese sentido, el documental se transforma en político cuando asume una postura frente a la disputa de poder en las que están en juego un modelo de sociedad, formas de identidad y contradictorios proyectos de Estado-nación. El documental es político cuando, frente a esa disputa, su relato funda una promesa, la que a su vez puede ser dominante, emergente o residual en relación al contexto en el que es presentada (Salinas y Stange 2009).

En consecuencia, vincular la noción de dispositivo con el cine documental no deja de ser cautivador. Y por dos razones. Primero, porque da sustento epistemológico a la pregunta de investigación que busca definir los discursos con los que opera el género y; segundo, porque el criterio de verosimilitud que le da identidad a la estrategia retórica del denominado cine de no ficción puede ser descrito en los términos que postula Roland Barthes (1970) sobre la estructura de los relatos (en el caso específico del formato audiovisual se identifican marcadores, herramientas, encuadres, ritmo, diálogos, montaje, etc.). Es decir, investigar esta relación permite profundizar la convención tácita que existe entre enunciador y enunciatario que busca una relación verosímil con el mundo. De ahí que sea pertinente la pregunta acerca de los discursos que moviliza el cine documental.

El documental político no es el dispositivo, sino que participa en él. Las imágenes en movimiento que vemos en la pantalla no son sólo luz y escenificación de materia registrada por un aparataje tecnológico. Se trata de una máquina coercitiva compuesta por un conjunto de fuerzas, discursos y trazados que se entrecruzan, y que otorga actos de pensamiento desde un régimen de visualidad (Salinas y Stange 2009). El documental político es parte de esa red de tensiones, y en cuya especificidad se define un dispositivo semiológico que tiene como rasgo identificatorio el poner en actualidad imágenes de archivo. Es la visualidad y las curvas de enunciación de las que habla Raymond Russell según las analiza Foucault (Deleuze 1999) como máquinas para hacer y ver y para hacer hablar. La visibilidad no se refiere a una luz en general que ilumina objetos preexistentes; está hecha de líneas de luz que forman figuras variables e inseparables de cualquier dispositivo. Cada dispositivo tiene su régimen de luz, la manera en que ésta cae, se esfuma, se difunde, al distribuir lo visible y lo invisible, al hacer nacer o desaparecer el objeto que no existe sin ella.

En efecto, el tramado visual, dramático, argumentativo y crítico que configura la máquina del documental político hacen de su realidad escenificada algo contemporáneo, pues aquél aparece y hace desaparecer. Para ello, se entretejen prácticas, situaciones, sujetos y disputas ideológicas en un terreno donde la historia se muestra como un discurso vigente y dinámico; y donde la coyuntura gana un lugar hasta eternizarse en la memoria colectiva. Aquí, el cine no es sólo un marco de imágenes, sino también arquitectura. Es una máquina de lo visible. Entrevistas, testimonios, noticieros o videos caseros ayudan a confeccionar un entramado discursivo que explicita las pruebas por medio de las cuales se desvelan acciones y omisiones, generalmente vinculados a la pobreza, las revoluciones armadas, las grandes corporaciones, el gobierno de turno o la corrupción de agentes del Estado. Es decir, el poder en todas sus facetas. La preeminencia de la figura del ciudadano o del consumidor y la denuncia anti-globalización son otros elementos que potencian el marcado afán justiciero del documentalista.

A partir de la genealogía de Foucault, el poder que se deja entrever en este género no se aparta del concepto de discurso dado por Eliseo Verón (2004), quien ha sistematizado el análisis discursivo en formatos y géneros massmediáticos. La manifestación espacio-temporal de sentido a la que está asociada el término supone reconocer en el documental político un tipo de soporte significante, del que siempre hay un trabajo social de producción ideológico. Por ejemplo, la manifestación institucional del poder es uno de esos discursos, y a la que el documentalista político habitualmente esté empeñado en develar, pero no es su única pretensión, sino que también genera pasiones colectivas, como la solidaridad, la distancia, el compromio y la movilización.

Es legítimo, entonces, preguntarse por las relaciones entre el poder y el discurso político que se expresan a través de un dispositivo audiovisual donde el realismo es la principal garantía de recepción. Para Verón, la noción de poder no es una noción descriptiva referida a los aparatos institucionales del Estado, sino un concepto que designa una dimensión analítica mucho más amplia y que abarca todo funcionamiento discursivo, donde la pregunta sobre el poder podría ser planteda respecto de cualquier discurso: el científico, el religioso, el económico o el publicitario.

¿Cómo reconocer, entonces, esa categoría política de un género cinematográfico que, por definición, siempre adhiere a una dimensión ideológica? Ese poder del discurso sugiere una implícita ideología que cubre al amplio universo cinematográfico -sea éste ficción o no-, pero es especialmente más sensible en aquel que está referido a las grandes problemáticas sociales, como la guerra, la injusticia, el hambre, la dominación, el colonialismo o las revoluciones. En ese sentido, el discurso político es un tipo de discurso que exhibe un vínculo explícito con las estructuras institucionales del poder y en el campo de relaciones sociales asociado a esas estructuras: los partidos políticos y los movimientos sociales (Verón 1980). En consonancia, el documental político no refleja en su estructura fílmica ningún tipo de discurso representativo. Es decir, no se le puede catalogar como un conjunto de enunciados en relación cognitiva con lo real, sino que puede ser categorizado como un discurso de campo, destinado a llamar y a responder sobre hechos actuales o del pasado que tienen contemporaneidad, a disuadir y a convencer. Es un sub-género cuyo discurso busca transformar sujetos y relaciones entre esos sujetos, no siendo sólo un medio para reproducir lo real según los parámetros de la indexicalidad peirceana. Aplicando la semiótica discursiva, el documental político se puede definir estructuralmente por posiciones y diferencias de campo que sugieran adversarios y partidarios del discurso que se promueve. Sin embargo, esa taxonomía no existe (Fabbri 2002), razón por la cual la investigación disciplinar prefiere adoptar posturas más clásicas, como el análisis fílmico-argumentativo en el cual se observa con precisión el ocultamiento y/o imposición de la verdad a través de discursos manifiestos que pueden llegar a configurar realidades a través de lo que no se dice.

La fuerza y la eficacia de la enunciación en el discurso del documental político presenta ciertas particularidades. Su gramática no tiene como objeto los enunciados, sino las relaciones entre enunciados. Por ejemplo, en el mediático filme Fahrenheit 9/11 (2004), de Michael Moore opera una modalidad enunciativa de tipo axiológica, pues las pruebas y testimonios anti-Bush se proponen como paradigmas de valores y que intervienen en el discurso mismo, en especial en algunas instancias de éste respecto de otras (la relación del presidente con la familia Bin Laden o la deficiente política exterior). La irrefutabilidad del discurso deja de lado la ambigüedad y falsas interpretaciones de un espectador sobrecargado y dispuesto a hacer, creer, saber y querer, cuyo fin último es incentivarlo a curiosear algo más en la política de Estados Unidos y sus niveles de des-gobierno. La película opera como un gesto políticolibertario, estrenado antes de las elecciones presidenciales de 2004. Se reitera la relación que tiene el espectador con su “personaje”, en palabras de Antonio Weinrichter (2004: 52): “una especie de versión desastrada del americano común enfrentado a las corporaciones del cine de Frank Capra”. Esta vez, el anti-héroe se enfrenta a la política neoconservadora del republicanismo norteamericano y a la ética de una defensa patriótica que se endurece desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. Su caballo de batalla es la guerra totalmente injustificada en Irak. Con ese afán, Moore no descansa en mostrar todo el poder manipulador de los expertos en comunicación, los discursos presidenciales mentirosos y el origen de una conspiración que hacen del miedo y la soledad sus principales armas de concientización. Es la imagen de la Casa Blanca y el Pentágono al servicio de las grandes corporaciones y su olvido de los intereses ciudadanos. Gracias a su “retórica expositiva cerrada y su impronta editorial sin paliativos” (Ortega 2007: 67), Moore hace gala de un humor poco presente en el género, capaz de empatizar con un espectador-ciudadano que observa los vicios de un sistema político que llevó a miles de soldados estadounidenses a un conflicto bélico innecesario pero sin caer en la nostalgia de que lo pasado fue mejor.

A pesar de esta favorable crítica que tuvo, pareciera que sólo los líderes de opinión y la prensa se hicieron eco de la tesis del director. Es un film que trasluce la opacidad para que el estadounidense común no se deje estafar. Nada de eso ocurrió. La verdad incómoda que muestra su montaje probatorio no hizo tambalear las bases del modelo norteamericano. De hecho, no fue suficiente para arrebatarle el poder en las urnas al primer mandatario. Como parte del anecdotario quedaron las referencias a la interesada relación económica de los Bush, la dinastía Saudí y la familia Bin Laden.

A pesar de ello, el filme no pasó desapercibido. Como coinciden diversos estudios derivados del filme, su contenido incomodó a todo el espectro político de Estados Unidos, especialmente por la construcción de un discurso anti-Bush que no separó aguas entre la caricatura de un incompetente gobernante (críticas que se centraron en su incapacidad para tomar decisiones o en la frivolidad de su pasado político) y las acusaciones de grueso calibre que se hicieron a su gestión. Con el “villano Bush” como actor principal, Moore fue reconocido el documentalista más retórico y efectista del cine independiente. Y las cifras así lo demuestran: en las seis semanas posteriores a su estreno se convirtió en el documental con más recaudación de toda la historia de Estados Unidos (las recaudaciones en taquilla ascendieron a más de 100 millones de dólares), luego que un fallido intento por impedir su exhibición lograra convertirlo en algo más que su eslogan de promoción: “el film que no quisieron que vieras”. Superadas esas dificultades, la película conmovió a los artistas del jurado del Festival de Cine de Cannes, que le concedieron la palma de oro por unanimidad. Con este plus promocional se posicionó aun más en la crítica especializada y en la respuesta del público: mejor día de estreno de cualquier película en las dos salas de Nueva York, primer documental en alcanzar el número uno en su debut y documental más taquillero de la historia, superando al anterior poseedor del récord (Bowling for Colombine, del mismo director) en un 600% (Moore 2005).

El cine de Moore es sólo un ejemplo de cómo el género en su dimensión más política puede lograr confortables éxitos comerciales. Pero no es el único camino, al menos en lo que a intencionalidad y estilo se refiere. El develamiento de la corrupción y las irregularidades que se cobijan tras las redes del poder es, claramente, un frágil detonante para que jóvenes directores hagan su trabajo con cámara en mano. Sin embargo, los contextos sociopolíticos marcan la orientación temática y las modalidades de un género que se nutre y participa de dispositivos discursivos.

A partir de esta especificidad discursiva se obtienen dos grandes rasgos asociados al documental político. Por un lado, es un género que explicita discursivamente su carácter polémico, es decir, manifiesta una postura respecto de hechos que existen en otros discursos del mismo tipo, que están en oposición o enfrentamiento. Por otro lado, sólo puede constituirse bajo la condición de presentar esos “otros” discursos como irremediablemente falsos, ya que el discurso político es, típicamente, un discurso con efecto ideológico, que genera una creencia. Aun cuando la realidad sea el anclaje que amarra el lenguaje del documental político, éste ofrece múltiples puntos de evasión, como si aquella fuera una plataforma difícil de abandonar, pero dispuesta a ser pensada. El imperio restrictivo del principio de realidad y el régimen de verdad históricamente impuesto son los dispositivos que abrazan la construcción de una contemporaneidad que motiva el rodaje de nuevas historias alejadas del poder oficial.

Bajo tales circunstancias, la mirada del documentalista debe conjugar tres modos de aproximación en mutuo conflicto y complementariedad: asedio de lo real, respeto por lo real y violación o redescubrimiento de lo real. El resultado es una retórica audiovisual en la que todas sus figuras están regidas por la lógica de la presencia por la cual la organización de la simultaneidad y el desarrollo dramático deben hacerse cargo de su propio efecto de sentido. Las metáforas, las metonimias, las redundancias, las elipsis, los planos, los efectos sonoros y el collage visual se construyen por los equilibrios y la tensión de signos expresivos en mutua presencia. A su vez, el juego de lo ausente en lo presente nutre el principio mismo de la retórica documental, agregando un excedente de significación que facilita la recepción de un valor afectivo, un juicio ético, un fraude ideológico o una ambivalencia histórica. De este modo, desde el ejercicio dramatúrgico de la crítica política asoma uno de los principales rasgos del género documental: su contemporaneidad.

Volver a «Imágenes y poder: El dispositivo en el cine documental político«