Imposible morir. Escribir la muerte en Maurice Blanchot y Claudio Rodríguez: La muerte muerta. La poética de Claudio Rodríguez

Imposible morir. Escribir la muerte en Maurice Blanchot y Claudio Rodríguez
(Jorge Fernández Gonzalo)
Fuente: “Duererías. Analecta Philosophiae”. Revista de Filosofía, 2ª época, nº 2, febrero 2011

La muerte muerta. La poética de Claudio Rodríguez

El poeta zamorano Claudio Rodríguez (1934-1999) es sin duda una de las voces más interesantes de su generación y de toda la rica tradición poética española del siglo XX. Con tan sólo cinco libros publicados, más dos obras de carácter póstumo, la aventura claudiana constituye una profunda reflexión sobre la escritura, la relación de la palabra y la emoción poética, el canto, la certeza y la participación entre los hombres. A pesar de la amplia trayectoria del autor, al menos por lo que a hondura y rigor estético se refiere, el tema de la muerte ofrece una aparición muy localizada en su obra, tal y como han sabido tratar autores como Juan José Pérez Zarco, Antonio García Berrio o Ángel Rupérez, entre otros. Claudio Rodríguez es un poeta de la celebración, del canto desmesurado ante la vida, de la búsqueda de lo sencillo, de la claridad y del tortuoso camino que ha de llevarnos hasta ella, por lo que son pocas las vetas de su poesía que nos muestran ese perfil oscuro de la muerte. Sin embargo, cuando ésta aparezca, lo hará con una lucidez y una luminosidad que poco o nada deben a los retablos medievales y la iconografía truculenta de otras épocas. En Don de la ebriedad, su primera obra, de 1954, la muerte surge como metáfora de la unión, de esa noche fundante de la ebrietas, del Uno armónico en sintonía con el río, los álamos, la naturaleza entera. Apenas cabe un resquicio para señalar la misteriosa figura de un cristalero azul que se pasea por los versos de esta temprana obra:
Oh más allá del aire y de la noche
(¡El cristalero azul, el cristalero
de la mañana!), entre la muerte misma
que nos descubre un camino sereno
vaya hacia atrás o hacia delante el rumbo,
vaya el camino al mar o tierra adentro.
(PC: 55) (1)
Sin embargo, en el lento crecer de la meditación claudiana, es el enigma, el misterio, aquello que contornea la obra y va dando volúmenes, formas, al pensamiento. Habrían de pasar casi cuarenta años para que se nos volviera a señalar la aparición de este misterioso personaje, ahora sí, identificado plenamente con la fatalidad en una suerte de danza de la muerte moderna titulada «El cristalero azul (la muerte)»:
Danza sobre esta lápida.
«¡El cristalero azul, el cristalero
de la mañana!»
Antes de que se oiga
la melodía inacabada ahí quedas,
ahí, muy sola, sola,
sola en el baile.
(PC: 360)

Entre estos dos momentos, Don de la ebriedad de 1954, y su último poemario publicado en vida, Casi una leyenda, de 1991, de donde datan estas últimas líneas, el tema de la muerte apenas ha tenido desarrollo alguno. Baste citar como magistral excepción el portentoso poema que abre su cuarto libro, El vuelo de la celebración (1976), y que canta la muerte de su hermana, asesinada a manos de su ex pareja. Sin embargo, la novedosa reflexión del autor sobre la muerte desemboca en su libro de 1991 con unas texturas muy similares a las que nos proponía el pensamiento blanchotiano en una “cita obligada en una obra como ésta, que no ha elidido en su grandeza ética ninguna de las cuestiones vitales” (García Berrio, 1998: 399). En los compases finales del libro, a través de la sección «Nunca vi muerte tan muerta» y como resolución de su trayectoria lírica, el poeta hace gala de una concepción de la muerte vista aquí desde una aceptación gozosa y celebratoria que ya había caracterizado algunas de sus composiciones precedentes. La muerte, nos dice Claudio Rodríguez, es lo que no tiene nombre, lo que ya no puede vencer al poeta, sino que se aparece como una suerte de muerte creadora, de muerte como entrega y participación con todo lo creado, con el paisaje, con el otro, en un encuentro perfilado desde la simbología telúrica y el dinamismo cíclico de la imaginación, desde la apropiación de los ritmos de la naturaleza como atenuación del desgaste individual, para extender, más allá del cerco de la corporalidad, la trama vital en una arriesgada resolución de síntesis con el otro, lo que a menudo se identificará con el amor, tal y como sucede en el poema “Con los cinco pinares”:
CON LOS CINCO PINARES
Con los cinco pinares de tu muerte y la mía
tú volverás. Escucha. La promesa besada
sobre tu cicatriz sin huella con racimo en silencio
nos da destino y fruto en la herida del aire.
Si yo pudiera darte la creencia y los años,
la visión renovada esta tarde de otoño
deslumbrada y segura sin recuerdo cobarde,
vileza macilenta, sin soledad ni ayuda…
Es el amor que vuelve. ¿Y qué hacemos ahora
si está la alondra de alba cantando en la resina
de los cinco pinares de tu muerte y la mía?
Fue demasiado pronto pero ahora no es tarde.
¡Si es el amor sin dueño, si es nuestra creación:
el misterio que salva y la vida que vive!
(PC: 346)
Vemos aparecer aquí tímidamente algunos de los trasuntos del pensamiento blanchotiano: la muerte de los amantes, que en último término significará una especie de unión (y, al mismo tiempo, la imposibilidad de la unión), rompe con la experiencia de morir, con el acontecimiento de la muerte, con ese espacio subjetivo del morir. Se torna imposible, de algún modo, la experiencia de la mortalidad, por lo que Claudio Rodríguez hablará de un “misterio que salva” y de una “vida que vive”: “la vida y la muerte se necesitan mutuamente para seguir siendo lo que son. La vida, en consecuencia, está en la muerte. La muerte, por su parte, está en la vida. No hay un abismo real entre ambas. La vida humana imita esa serena correspondencia y se acoge a su enseñanza” (Rupérez, 1992: 31, en cursiva). Es decir, el punto en que la muerte se vuelve oscura, en que escapa de toda dimensión del análisis, a toda escritura o palabra, hace que ésta, la muerte, se aproxime a la vida, a una suerte de vida en las cosas, en la resina, en los cinco pinares, en la alondra. El amor que unía (y a la vez separaba) a los amantes ya no tiene dueño, ya no está corporeizado en la subjetividad de los protagonistas, sino que, a causa del aciago tránsito que los arrastra, se torna en una forma final de unión, de intimidad, y hace de la muerte la ausencia de muerte, la imposibilidad de la muerte sin amantes que puedan dar fe de ella. Se ha abolido la subjetividad, la posibilidad de vivir el acontecimiento, pero, sin embargo, esta falta hará de la experiencia claudiana una experiencia gozosa, de participación con todo lo creado y con la amada. Imposible morir, por tanto, porque no habrá nadie que dé fe de aquella muerte, y ya sin nadie no quedará otra cosa que amor, que unión del cuerpo con la naturaleza y los ciclos naturales de destrucción, reciclaje, renacimiento…
Pareciera que, bajo los mismos presupuestos del pensamiento blanchotiano, Claudio Rodríguez llegara a una expresión celebratoria de esa separación con la muerte, como si, tal y como apuntara Foucault, al contar a través del lenguaje la imposibilidad de la muerte se estuviera distanciando de ella a pesar de que todo lenguaje no es más que la salvaguarda del funesto final. Este movimiento será mucho más evidente en el poema “Solvet seclum”, de cierta raigambre religiosa, pero que dilata mucho más la experiencia de la mortalidad y que ofrece una visión animista del hecho trágico.
El esqueleto entre la cal y el sílice
y la ceniza de la cobardía,
la servidumbre de la carne en voz,
en el ala,
del hueso que está a punto de ser flauta,
y el cerebro de ser panal o mimbre
junto a los violines del gusano,
la melodía en flor de la carcoma,
el pétalo roído y cristalino,
el diente de oro en el osario vivo,
y las olas y el viento
con el incienso de la marejada
y la salinidad de alta marea,
la liturgia abisal del cuerpo en la hora
de la supremacía de un destello,
de una bóveda en llama sin espacio
con la putrefacción que es amor puro,
donde la muerte ya no tiene nombre…
(PC: 362-363)
El poema “Solvet seclum” reproduce en el título un fragmento de la Misa de los Difuntos del Dies irae, creada en el siglo XIII por Thomas de Celano (“el día de la ira, ese día, se reducirán los siglos a cenizas). La composición relata esa “reducción” del mundo a cenizas, pétalos roídos, violines del gusano, incienso, putrefacción, etc., pero siempre bajo la promesa de un resurgimiento a través de los ciclos de la naturaleza. Así los contrarios aparecen eufemizados ya que “la poesía de Claudio Rodríguez es fundamentalmente vitalista, incluso en la experiencia de lo negativo, porque lo fundamental es la capacidad de asombro ante el hecho de existir” (Yubero, 2006: 102). El hueso se nos presenta como flauta, el incienso entra a formar parte de la marejada, el cerebro panal, etc., hasta aproximar la putrefacción, esa desmesura de la muerte, al amor puro, a la unión del poeta con las cosas. Todo es resurrección, como dirá el poeta en otra de las composiciones, “Los almendros de Marialba”:
¿todo es resurrección entonces, tal como se repite en el mencionado poema como si fuera un ritornello dulce y provocador (…)? Sí, todo es resurrección, definitivamente. Esa es la calma que se abre en el horizonte de este libro, una calma novedosa (…) que no esperábamos porque estábamos acostumbrados a seguir el curso duro y fértil de los altos y los bajos, de las corrientes y los remansos, de las elevaciones y las caídas en picado de los vuelos más arriesgados y portentosos (Rupérez, 1992: 31, en cursiva).
Se ha producido, en cierto modo, una lectura vitalista del trance final, justamente, tal y como veremos a continuación, por una pérdida de las palabras, por una desobra (el término es netamente blanchotiano) del libro, es decir, por la incertidumbre del lenguaje a la hora de apuntar hacia sí mismo, lo que deja como resultado que, más allá de las palabras, de su redoblamiento espejeante, no se reduzcan las cosas a su expresión de sentido, a su muerte bajo la tutela de la significación, sino que, fuera de la escritura, el mundo parece rodar ajeno a la fijación de las palabras, en un devenir perpetuo, en esa música de variaciones y cambios constantes en la materia y sus texturas. En cierto modo, se ha producido lo que Claudio Rodríguez denominaba con el nombre de revelación, de milagro: una ruptura de las palabras consigo mismas que nos deparan la extrañeza de la muerte, que nos permiten atisbar esa separación que es unión (amor) aunque no exista lenguaje o subjetividad alguna que logran registrarla. Se trataría de una “muerte muerta”, es decir, de una muerte a la que se le ha retirado la palabra que la nombra, “donde la muerte ya no tiene nombre…”.

Continúa en «Sin epitafio. Muerte más allá de las palabras«

NOTAS:
1- Citamos por la edición de Poesía completa, Barcelona, Tusquets, 2001.