IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR

IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR – Erich Fromm

EL ARTE DE AMAR – Erich Fromm

IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR

Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos enfrentamos ahora con un problema mucho más difícil, el de la práctica del arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un arte, excepto practicándolo?

La dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la mayoría de la gente de hoy en día, y, por lo tanto, muchos de los lectores de este libro, esperan recibir recetas del tipo «cómo debe usted hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a amar. Mucho me temo que quien comience este último capítulo con tales esperanzas resultará sumamente decepcionado. Amar es una experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya tenido esa experiencia, por lo menos en una forma rudimentaria, cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen de la práctica del amor puede hacer es considerar las premisas del arte de amar, los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso decisivo. Sin embargo, creo que el examen de los enfoques puede resultar útil para el dominio del arte -por lo menos para quienes han dejado de esperar «recetas»-.

La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales, independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir un «hobby» agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días durante cierto número de horas), sino en la disciplina en toda la vida. Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de manera sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando no trabaja, quiere estar ocioso, haraganear, o, para usar una palabra más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad constituye, en gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida. Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concentración.