IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR

El que la concentración es condición indispensable para el dominio de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel que alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es uno de los síntomas de la falta de concentración: ocupa la mano, la boca, los ojos y la nariz.)

Un tercer factor es la paciencia. Repetimos que quien haya tratado alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas para lograr rapidez: el coche y el aeroplano nos llevan rápidamente a destino -y cuanto más rápido mejor-. La máquina que puede producir la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más antigua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones económicas.

Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es bueno para las máquinas debe serlo para el hombre -así dice la lógica-. El hombre moderno piensa que pierde algo -tiempo- cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo que gana -salvo matarlo.

Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará.

Seguirá siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un maestro. Esta condición es tan necesaria para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las otras artes.

Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones generales para aprender un arte.

No se empieza por aprender el arte directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el arte mismo. Un aprendiz de carpintería comienza aprendiendo a cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería empieza haciendo ejercicios respiratorios (Para un cuadro de la concentración, la disciplina, la paciencia y la preocupación necesarias para el aprendizaje de un arte, recomiendo al lector Zen the Art of Archery, de E. Herrigel, Nueva York, Pantheon Books, Inc., 1953.). Si se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en buenas condiciones, según las funciones específicas que deba realizar. En lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida.

¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en mejores condiciones para contestar esa pregunta. Recomendaban levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de cualquier disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que equilibraba la forma rutinizada de vida impuesta durante ocho horas de trabajo. Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos límites, actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de nuestro concepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa es «buena». El Oriente  ha reconocido hace mucho que lo que es bueno para el hombre -para su cuerpo y para su alma- también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar algunas resistencias.

La concentración es, con mucho, más difícil de practicar en nuestra cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de concentrarse. El paso más importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar la radio, fumar o beber.

Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder estar solo con uno mismo -y esa habilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar-. Si estoy ligado a otra persona porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse molesto, inquieto, e incluso considerablemente angustiado.

Se inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o sobre alguna dificultad en el trabajo que debe realizar, o sobre lo que hará esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la mente, antes que permitir que ésta se vacíe. Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples, como, por ejemplo, sentarse en una posición relajada (ni totalmente flojo ni rígido), cerrar los ojos y tratar de ver una pantalla blanca frente a los ojos, tratando de alejar todas las imágenes y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino seguirla -y, al hacerlo, percibirla-; tratar además de lograr una sensación de «yo»; yo = «mí mismo», como centro de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible, más tiempo) y todas las noches antes de acostarse2.( Si bien existe abundante cantidad de teoría y práctica sobre ese tema en las culturas orientales, especialmente en la India, también se han hecho en los últimos años intentos similares en Occidente. El más importante, en mi opinión, es la escuela de Gindler, cuyo fin es la percepción del propio cuerpo. Para la comprensión  del método de Gindler, véase el trabajo de Charlotte Selver, en sus cursos y conferencias en la New School de Nueva York.)

Además de esos ejercicios, hay que aprender a concentrarse en todo lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo. Si uno está concentrado, poco importa qué está haciendo; las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia atención. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida de lo posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no es genuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un árbol que ambas conocen, del gusto del pan que acaban de comer juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal conversación puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que hablan y no se refieran a ese tema de una manera abstracta; por otro lado, una conversación puede referirse a cuestiones religiosas o políticas y ser, no obstante, trivial; ello ocurre cuando las dos personas hablan en clisés, cuando no sienten lo que dicen.