Jean Piajet Psicologia del niño

Capítulo Primero
INTELIGENCIA Y ADAPTACION BIOLOGICA
Toda explicación psicológica termina tarde o temprano por apoyarse en la biología o en la lógica (o en la sociología, aunque ésta también termina, a su vez, en la misma alternativa).  Para unos, los fenómenos mentales no se hacen inteligibles si no se los relaciona con el organismo.  Este criterio se impone, efectivamente, cuando se trata de las funciones elementales (percepción, motricidad, etc.), de las que la inteligencia depende en sus primeros movimientos.  Pero nunca se ha visto que la neurología explique por qué dos y dos son cuatro, ni por qué las leyes de la deducción se imponen al espíritu con necesidad.  Ahí se origina la segunda tendencia, que considera irreductibles las relaciones lógicas y matemáticas, y vincula al análisis de las mismas el de las funciones intelectuales superiores.  La cuestión que se plantea consiste en saber si la lógica, concebida fuera de las tentativas de explicación de la psicología experimental, puede legítimamente explicar a su vez algo de la experiencia psicológica como tal.
La lógica formal, o logística, constituye simplemente la axiomática de los estados de equilibrio del pensamiento, y la ciencia real que corresponde a esta axiomática no es otra que la psicología misma del pensamiento.  Distribuidas así las tareas, la psicología de la inteligencia debe seguir teniendo en cuenta los descubrimientos logísticos, pero éstos no llegarán nunca a dictar al psicólogo sus propias soluciones: sólo se limitarán a plantearle problemas.
Habremos de partir, por consecuencia, de esta doble naturaleza, biológica y lógica, de la inteligencia.  Los dos capítulos que siguen tienen precisamente el fin de delimitar estas cuestiones previas y buscar, sobre todo, la reducción a la mayor unidad posible -dentro del actual estado de los conocimientos- de esos dos aspectos fundamentales, aunque aparentemente irreductibles, de la vida del pensamiento.
Situación de la inteligencia en la organización mental.  Toda conducta, trátese de un acto desplegado al exterior, o interiorizado en pensamiento, se presenta como una adaptación o, mejor dicho, como una readaptación.
El individuo no actúa sino cuando experimenta una necesidad, es decir, cuando el equilibrio se halla momentáneamente roto entre el medio y el organismo: la acción tiende a restablecer ese equilibrio, es decir, precisamente, a readaptar el organismo (Claparède).  Una “conducta” constituye, pues, un caso particular de intercambio entre el mundo exterior y el sujeto; pero, contrariamente a los intercambios fisiológicos, que son de orden material y suponen una transformación interna de los cuerpos que se enfrentan, las “conductas” que estudia la psicología son de orden funcional y operan a distancia cada vez mayor en el espacio (percepción, etc.) y en el tiempo (memoria, etc.), y siguen trayectorias cada vez más complejas (rodeos, retornos, etc.).
Así concebida en términos de intercambios funcionales, la conducta supone dos aspectos esenciales y estrechamente interdependientes: uno afectivo, otro cognoscitivo.
Diremos, pues, simplemente, que cada conducta supone un aspecto energético y afectivo, y un aspecto estructural o cognoscitivo.
Pero si toda conducta, sin excepción, implica así una energética o una “economía” que constituye su aspecto afectivo, los intercambios que provoca con el medio comportan igualmente una forma o una estructura determinante de los diversos circuitos que se establecen entre el sujeto y los objetos.  Es en esta estructuración de la conducta donde reside su aspecto cognoscitivo.  Una percepción, un aprendizaje sensomotor (hábito, etc.), un acto de comprensión, un razonamiento, etc., vienen a estructurar todos, de una manera u otra, las relaciones entre el medio y el organismo.  Allí es donde presentan ciertos parentescos entre sí: parentescos que los oponen a los fenómenos afectivos.  Sobre este particular, hablaremos de las funciones cognoscitivas en sentido amplio, incluyendo las adaptaciones sensomotrices.
La vida afectiva y la vida cognoscitiva, aunque distintas, son inseparables.  Lo son porque todo intercambio con el medio supone a la vez una estructuración y una valorización, sin que por eso sean menos distintas, puesto que estos dos aspectos de la conducta no pueden reducirse el uno al otro.  Es así como no se podría razonar, incluso en matemáticas puras, sin experimentar ciertos sentimientos, y como, a la inversa, no existen afecciones que no se hallen acompañadas de un mínimo de comprensión o de discriminación.  Un acto de inteligencia supone, pues, una regulación energética interna (interés, esfuerzo, facilidad, etc.) y una externa (valor de las soluciones buscadas y de los objetos a los que se dirige la búsqueda), pero ambas regulaciones son de naturaleza afectiva y comparables a todas las demás regulaciones del mismo orden.
Recíprocamente, los elementos perceptivos o intelectuales que se encuentran en todas las manifestaciones emocionales afectan a la vida cognoscitiva del mismo modo que cualquier otra reacción perceptiva o inteligente.
Lo que el sentido común llama “sentimientos” e “inteligencia”, considerándolos como dos “facultades” opuestas entre sí, son simplemente las conductas relativas a las personas y las que se refieren a las ideas o a las cosas: pero en cada una de esas conductas intervienen los mismos aspectos afectivos y cognoscitivos de la acción, aspectos siempre unidos que en ninguna forma caracterizan facultades independientes.
Más aún, la inteligencia no consiste en una categoría aislable y discontinua de procesos cognoscitivos.  Hablando con propiedad, no es una estructuración entre otras: es la forma de equilibrio hacia la cual tienden todas las estructuras cuya formación debe buscarse a través de la percepción, del hábito y de los mecanismos sensomotores elementales.  Hay que comprender, en efecto, que, si la inteligencia no es una facultad, esta negación implica una continuidad funcional radical entre las formas superiores del pensamiento y el conjunto de los tipos inferiores de adaptación cognoscitiva o motriz: la inteligencia no sería, pues, más que la forma de equilibrio hacia la cual tienden estos últimos.
Ello no significa, naturalmente, que un razonamiento consista en una coordinación de estructuras perceptivas, ni que percibir equivalga a razonar inconscientemente (aún cuando ambas tesis hayan sido sostenidas), pues la continuidad funcional no excluye en forma alguna la diversidad ni tampoco la heterogeneidad de las estructuras.  Cada estructura debe concebirse 
como una forma particular de equilibrio, más o menos estable en su campo restringido y susceptible de ser inestable en los límites de éste.  Pero esas estructuras, escalonadas por sectores, deben considerarse como sucediéndose según una ley de evolución tal que cada una asegure un equilibrio más amplio y más estable a los procesos que intervenían ya en el seno de la precedente.  La inteligencia no es así más que un término genérico que designa las formas superiores de organización o de equilibrio de las estructuras cognoscitivas.
Este modo de hablar implica primero una insistencia sobre el papel capital de la inteligencia en la vida del espíritu y del mismo organismo: equilibrio estructural de la conducta, más flexible y a la vez durable que ningún otro, la inteligencia es esencialmente un sistema de operaciones vivientes y actuantes.  Es la adaptación mental más avanzada, es decir, el instrumento indispensable de los intercambios entre el sujeto y el universo, cuando sus circuitos sobrepasan los contactos inmediatos y momentáneos para alcanzar las relaciones extensas y estables.  Por otra parte, este mismo lenguaje nos prohibe delimitar la inteligencia en cuanto a su punto de partida: ella es un punto de llegada, y sus fuentes se confunden con las de la adaptación sensomotriz en general, así como, más allá de ella, con las de la adaptación biológica misma.
Naturaleza adaptativa de la inteligencia.  Si la inteligencia es adaptación, convendrá que ante todo quede definida esta última.  Ahora bien, salvo las dificultades del lenguaje finalista, la adaptación debe caracterizarse como un equilibrio entre las acciones del organismo sobre el medio y las acciones inversas.  “Asimilación” puede llamarse, en el sentido más amplio del término, a la acción del organismo sobre los objetos que lo rodean, en tanto que esta acción depende de las conductas anteriores referidas a los mismos objetos o a otros análogos.  En efecto, toda relación entre un ser viviente y su medio presenta ese carácter específico de que el primero, en lugar de someterse pasivamente al segundo, lo modifica imponiéndole cierta estructura propia.  Así es cómo, fisiológicamente, el organismo absorbe substancias y las transforma en función de la suya.  En el terreno de la psicología sucede lo mismo, salvo que las modificaciones de que se trata no son ya de orden substancial, sino únicamente funcional, y son determinadas por la motricidad, la percepción y el juego de las acciones reales o virtuales (operaciones conceptuales, etc.).  La asimilación mental es, pues, la incorporación de los objetos en los esquemas de la conducta, no siendo tales esquemas más que la rama de las acciones susceptibles de repetirse 
activamente.
Recíprocamente, el medio obra sobre el organismo, pudiendo designarse esta acción inversa, de acuerdo con el lenguaje de los biólogos, con el término de “acomodación”, entendiéndose que el ser viviente no sufre nunca impasiblemente la reacción de los cuerpos que lo rodean, sino que esta reacción modifica el ciclo asimilador acomodándolo a ellos.  Psicológicamente, encuéntrase de nuevo el mismo proceso, en el sentido de que la presión de las cosas concluye siempre, no en una sumisión pasiva, sino en una simple modificación de la acción que se refiere a ellas.  Dicho esto, puede entonces definirse la adaptación como un equilibrio entre la asimilación y la acomodación, que es como decir un equilibrio de los intercambios entre el sujeto y los objetos.
En el caso de la adaptación orgánica, tales intercambios, cuando son de naturaleza material, suponen una interpretación entre tal o cual parte del cuerpo viviente y tal o cual sector del medio exterior.  En cambio, la vida psicológica comienza, como hemos visto, con los intercambios funcionales, es decir, en el punto en que la asimilación no altera ya de modo fisicoquímico los objetos asimilados, sino que los incorpora simplemente en las formas de actividad propia (y donde la acomodación modifica sólo esta actividad).
Compréndese entonces que, a la interpenetración directa del organismo y del medio, se superponen, con la vida mental, intercambios mediatos entre el sujeto y los objetos, los que se efectúan a distancias espacio-temporales cada vez más grandes, y según trayectos cada vez más complejos.  Todo el desarrollo de la actividad mental, desde la percepción y el hábito hasta la representación y la memoria, como las operaciones superiores del razonamiento y del pensamiento formal, es así función de esta distancia gradualmente creciente de los intercambios, o sea, del equilibrio entre una asimilación de realidades cada vez más alejadas de la acción propia y de una acomodación de ésta a aquéllas.
En este sentido la inteligencia, cuyas operaciones lógicas constituyen un equilibrio a la vez móvil y permanente entre el universo y el pensamiento, prolonga y concluye el conjunto de los procesos adaptativos.  La adaptación orgánica no asegura, en efecto, más que un equilibrio inmediato, y consecuentemente limitado, entre el ser viviente y el ambiente actual,  Las funciones cognoscitivas elementales, tales como la percepción, el hábito y la memoria, la prolongan en el sentido de la extensión presente (contacto perceptivo con los objetos distantes) y de las anticipaciones o reconstituciones próximas.  
Unicamente la inteligencia, capaz  de todas las sutilezas y de todos los subterfugios por la acción y por el pensamiento, tiende al equilibrio total, con vista a asimilar el conjunto de lo real y a acomodar a él la acción que ella desease de su sujeción al hic y al nunc iniciales.
El desarrollo del niño es un proceso temporal por excelencia.  Me esforzaré en ofrecer algunos datos necesarios para la comprensión de este problema.
En particular me referiré a dos puntos.  El primero es el papel necesario del tiempo en el ciclo vital.  Todo desarrollo, tanto psicológico como biológico, supone una duración, y la infancia dura tanto más cuanto superior es la especie; la infancia de un gato, la infancia de un pollo, duran menos que la infancia del hombre, porque el niño tiene mucho más que aprender.  Esto es lo que intentaré demostrar ahora.
También desearía tratar un segundo punto, que se formula así:  ¿El ciclo vital expresa acaso un ritmo biológico fundamental, una ley inexorable?  ¿La civilización modifica este ritmo, y en qué medida?  Dicho de otra manera, ¿existe la posibilidad de acelerar o de retardar este desarrollo temporal?
Para tratar estos dos puntos me ocuparé únicamente del desarrollo del niño, en oposición a su desarrollo escolar o a su desarrollo familiar; es decir, insistiré en especial sobre el aspecto espontáneo de este desarrollo; más aun, me limitaré sólo al desarrollo propiamente intelectual o cognoscitivo.
Se pueden distinguir, en efecto, dos aspectos en el desarrollo intelectual del niño.  Por una parte, lo que se puede llamar el aspecto psicosocial, es decir, todo lo que el niño recibe desde afuera, aprende por transmisión familiar, escolar o educativa en general y, además, existe el desarrollo que se puede llamar espontáneo, que para resumir denominaré psicológico, que es el desarrollo de la inteligencia propiamente dicha: lo que el niño aprende o piensa, aquello que no se le ha enseñado pero que debe descubrir por sí solo, y es esto esencialmente lo que toma tiempo.
Veamos en seguida dos ejemplos: en una colección de objetos, por ejemplo, un ramo de flores donde hay seis violetas y seis flores que no son violetas, se trata de descubrir que hay más flores que violetas, que el todo supera a la parte.  Esto parece tan evidente que a nadie se le ocurriría enseñárselo al niño.  Y sin embargo, como veremos, harán falta muchos años para descubrir leyes de este género.
Otro ejemplo banal es el de la transitividad.  Si una varilla comparada a otra es igual a ésta y si la segunda es igual a una tercera, ¿será la primera, que yo he escondido bajo la mesa, igual a la tercera?  ¿Es verdad que A = C si A = B y B = C? De nuevo, se trata aquí de una evidencia completa para nosotros; no se nos ocurriría la idea de enseñársela a un niño.  Sin embargo, a éste le hará falta llegar a los siete años, como veremos, para descubrir las leyes lógicas de esta forma.
Trataré, entonces, de estudiar el aspecto espontáneo de la inteligencia y es del único sobre el que hablaré, porque soy psicólogo y no educador y, además, porque desde el punto de vista de la acción del tiempo es, precisamente, este desarrollo espontáneo lo que constituye la condición previa evidente y necesaria del desarrollo escolar, por ejemplo.
En nuestras escuelas de Ginebra se comienza a enseñar la noción de proporción a los alumnos solamente alrededor de los once años.  ¿Por qué no antes?  Es evidente que si el niño pudiera comprenderla siendo más joven los programas escolares habrían comenzado la iniciación de las proporciones a la edad de nueve ó aun de siete años; si hace falta esperar once años, es 
debido a que esta noción supone todo tipo de operaciones complejas.  Una proporción es una relación de relaciones.  Para comprender una relación de relaciones es preciso, ante todo, comprender lo que es una relación, es necesario constituir previamente toda la lógica de relaciones y hace falta luego aplicar esta lógica de relaciones a la lógica de los números.  
Se encuentra aquí un conjunto amplio de operaciones que son implícitas, que no se distinguen desde un primer contacto y que se encuentran escondidas detrás de esta noción de proporción.  Este ejemplo muestra, entre cien otros posibles, de qué manera el desarrollo psicosocial se subordina al desarrollo espontáneo y psicológico.
Me voy a limitar, pues, a este último y utilizaré para comenzar un ejemplo concreto.  Se trata de una experiencia que hemos hecho en Ginebra hace tiempo y que es la siguiente: se presentan al niño dos bolitas de plastilina de 3 ó 4 cm. de diámetro. 
 El niño verifica que tienen el mismo volumen, el mismo peso, que son similares en todo, y luego se pide al niño que transforme una de las bolitas en una salchicha, o bien que las aplaste como una galleta, o que la seccione en trozos pequeños.  Luego se le hacen tres preguntas.
Primera pregunta: ¿Acaso ha quedado la misma cantidad de materia?  Se entiende que se empleará el lenguaje del niño; se dirá, por ejemplo, ¿ha quedado la misma cantidad de plastilina una vez que la bola se convirtió en salchicha, o bien, hay más o menos plastilina que antes?
Cantidad de materia, conservación de la materia … es extraordinario que sólo alrededor de los ocho años de promedio este problema se resuelve en el 75 % de los niños.  No es más que una media.  Si ustedes realizan esta experiencia con sus propios hijos naturalmente encontrarán una edad más precoz, puesto que sus niños, evidentemente, están más avanzados que el promedio.  Pero para el promedio son ocho años …
Segunda pregunta:  ¿El peso sigue siendo el mismo?  Se presenta a los niños una pequeña balanza: si pongo una bolita de plastilina sobre uno de los platillos y en el otro la salchicha, suponiendo que haya salido de la bolita por un simple cambio de forma, ¿acaso el peso seguirá siendo el mismo?
La noción de conservación del peso no se adquiere sino alrededor de los nueve o diez años; alrededor de los diez años por el 75 % de los niños, es decir, dos años después de la adquisición de la noción de sustancia.
Tercera pregunta:  ¿El volumen sigue siendo el mismo?  Para el volumen, como el lenguaje es un problema difícil, se empleará un procedimiento indirecto.  Se sumerge la bolita de plastilina en un vaso de agua, se hace verificar que el agua sube porque la bolita ocupa su lugar.  En seguida se pregunta si la salchicha sumergida en el vaso de agua tomara el mismo lugar, es decir, si hará subir el agua la misma cantidad.  Este problema se resuelve únicamente a los doce años, es decir, que hay nuevamente un desfasaje de dos años en relación a la solución del problema de la conservación del peso.
Veamos rápidamente cuáles son los argumentos de aquellos niños que no tienen la noción de conservación de sustancia, de peso o de volumen.  El argumento es siempre el mismo.  El niño dirá:  “antes era redonda, después se estiró la plastilina, como ha sido estirada hay más”.  El niño mira una de las dimensiones pero olvida la otra.  Lo que llama la atención en este razonamiento es que considera la configuración de la partida y la configuración de la llegada, pero no razona sobre la transformación propiamente dicha.  El niño olvida que una cosa se transformó en otra y compara la bolita testigo del comienzo con su estado final y responde: “pero no, es más larga y por lo tanto hay más”.
Luego descubrirá que es la misma sustancia, la misma cantidad de materia pero dirá:  “es más largo y es sin duda más pesado”, con los dos años de desfasaje que mencionara antes y con los mismos argumentos.
Veamos cuáles son los argumentos que permiten llegar a la noción de conservación.  Son siempre los mismos y suman tres.
Primer argumento, que llamaré argumento de identidad.  El niño dice: “pero no se ha sacado nada ni agregado nada, por consiguiente es lo mismo, la misma cantidad de plastilina”.  Y alrededor de los ocho años encuentra tan extraordinario que se le pregunte algo tan fácil que sonríe, levanta los hombros, sin pensar que había dado una respuesta contraria el año anterior.  Dirá entonces:  “es lo mismo porque usted no ha sacado nada ni agregado nada”, pero con respecto al peso: “es más largo y por consiguiente más pesado”, y vuelve al argumento precedente.
Segundo argumento: la reversibilidad.  El niño dirá: “usted ha estirado la plastilina, pero no tiene más que volverla a convertir en bolita y podrá ver que es lo mismo”.
Tercer argumento: la compensación.  El niño dice:  “se ha alargado, de acuerdo, hay más, pero al mismo tiempo es más delgada.  La plastilina ha ganado por una parte pero ha perdido por otra y por eso se compensa y es lo mismo”.  Estos hechos sencillos permiten hacer inmediatamente dos verificaciones referentes al tiempo y distinguir en el tiempo dos aspectos fundamentales: la duración, por una parte, y el orden de sucesión de los eventos, por otra; la duración no es más que el intervalo entre los órdenes de sucesión.
I)  El tiempo es, ante todo, necesario como duración.
Es necesario esperar ocho años para que se adquiera la noción de conservación de la sustancia, diez años para la noción de peso, y esto sólo para el 75 % de los sujetos.  Y no todos los adultos han adquirido la noción de conservación del peso.  Spencer, en su trabajo de sociología, cuenta la historia de una señora que viajaba con una valija alargada de preferencia a una valija cuadrada, ¡porque pensaba que los vestidos estirados pesaban menos que los vestidos doblados en la valija cuadrada!  En cuanto al volumen nos hace falta esperar doce años, y esto no es un caso especial para Ginebra.  Las experiencias que habíamos realizado ente 1937 y 1940 en Ginebra han sido retomadas en Francia, Polonia, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Irán y en Adén sobre el mar Rojo, y en todas partes se han encontrado estos mismos estadios.  Pero en  promedio no se ha encontrado ninguna ventaja en relación con los niños de Ginebra, que se mantienen en un rango honorable, como veremos en seguida.  Es decir, se trata de una edad mínima, salvo, por supuesto, para algunos medios sociales seleccionados, por ejemplo, clases de niños bien dotados.
¿Se puede acelerar una evolución de este tipo por el aprendizaje?  Esta pregunta fue postulada por uno de nuestros colaboradores, el psicólogo noruego Jan Smedslund, en nuestro Centro de Epistemología Genética.  Se ocupó de calcular la adquisición de la noción de conservación del peso mediante un determinado aprendizaje, en el sentido americano del término, es decir, por refuerzo externo (lectura de los resultados sobre la balanza, por ejemplo.  Hace falta, ante todo, comprender que esta adquisición de la noción de conservación supone toda una lógica, todo un razonamiento que se refiere a las transformaciones mismas y, por consiguiente, a la noción de reversibilidad, y esta reversibilidad es la que el mismo niño invoca cuando llega a la noción de conservación:  un estado A de la bolita de plastilina es igual al estado B, el estado B es igual al estado C, entonces el estado A será igual al estado C.  Hay una correlación entre estas diversas operaciones.  Smedslund comenzó a verificar esta correlación y encontró que era muy significativa, en los sujetos estudiados, entre la noción de conservación por una parte y la de transitividad por otra.  Se ocupó a continuación de sus experiencias de aprendizaje, es decir, mostraba al niño luego de cada respuesta el resultado en la balanza, haciéndole notar bien que el 
peso era el mismo.  Después de 2 ó 3 veces, el niño constantemente repite:  “será de nuevo el mismo peso”, etcétera.
De esta manera existiría un aprendizaje del resultado, pero lo que tiene interés es que este aprendizaje del resultado se limita a este resultado particular, es decir, que cuando Smedslund pasa del aprendizaje a la transitividad (lo que es una cosa totalmente distinta, porque la transitividad constituye una parte de la armadura lógica que lleva a este resultado) no pudo obtener un aprendizaje en lo que concierne a esta transitividad, a pesar de las repetidas verificaciones sobre la balanza, donde se ve que A = B, B = C y A = C. Una cosa es, pues, aprender un resultado y otra es formar el instrumento intelectual, es decir, una lógica necesaria para la construcción del resultado.  No se forma un instrumento nuevo de razonamiento en pocos días, he aquí lo que prueba esta experiencia.
II.  La segunda constatación fundamental que vamos a obtener de este ejemplo de las bolitas de plastilina es que el tiempo es necesario también en tanto orden de sucesión. Hemos verificado que el descubrimiento de la noción de conservación de la materia precede en dos años a la de peso y que ésta precede en dos años a la de volumen.  Este orden de sucesión se ha reencontrado en todas partes y no se ha invertido jamás, es decir, que no se encuentra un solo sujeto que haya descubierto la conservación del peso sin poseer previamente la noción de sustancia, mientras que se encuentra siempre lo inverso.
¿Por qué este orden de sucesión?  Porque para que el peso se conserve hace falta, evidentemente, un sustrato.  Este sustrato, esta sustancia, será la materia.  Es interesante notar que el niño comienza por la sustancia, puesto que esta sustancia sin peso ni volumen no es verificable empíricamente, perceptivamente es un mero concepto, pero un concepto necesario para llegar después a la noción de conservación del peso y del volumen.  El niño comienza entonces por esta forma vacía que es la sustancia, pero comienza por ella puesto que, en su defecto, no habría conservación del peso.  En cuanto a la conservación del volumen, se trata de un volumen físico y no geométrico que supone la incomprensibilidad y la indeforma-bilidad del cuerpo, lo que en la lógica del niño supondrá su resistencia, su masa y, por consiguiente, su peso, puesto que el niño no distingue entre el peso y la masa.
Este orden de sucesión muestra que para construir un nuevo instrumento lógico son necesarios siempre instrumentos lógicos preexistentes, es decir, que la construcción de una nueva noción supondrá siempre sustratos, subestructuras anteriores, y por consiguiente, regresiones indefinidas, como veremos en seguida.
Esto nos lleva a la teoría de los estadios del desarrollo.  El desarrollo se hace por escalones sucesivos, por estadios y por etapas, y distinguiré cuatro grandes etapas en este desarrollo que me ocuparé de describir brevemente.
Primero, una etapa que precede al lenguaje y que llamaremos de inteligencia sensorio-motriz, antes de los 18 meses, aproximadamente.
Segundo, una etapa que comienza con el lenguaje y que llega hasta los 7 u 8 años, a la que llamaremos período de la representación preoperatoria, en un sentido que definiré en seguida.  Luego, entre 7 y 12 años más o menos, distinguiremos un tercer período que llamaremos el de operaciones concretas, y finalmente, después de los 12 años el de las operaciones 
proposicionales o formales.
Distinguiremos entonces etapas sucesivas.  Estas etapas, estos estadios, debemos notar, se caracterizan precisamente por su orden fijo de sucesión.  No se trata de etapas a las que se pueda asignar una fecha cronológica constante.  Por el contrario, estas edades pueden variar de una sociedad a otra, como veremos luego, pero el orden de sucesión se mantiene constante.  Es siempre el mismo y esto por las razones que acabamos de entrever, es decir, que para llegar a un cierto estadio es preciso haber pasado por procesos previos, hace falta concluir las preestructuras, las subestructuras previas que permitan avanzar más lejos.  Llegamos así a una jerarquía de estructuras que se construyen con un cierto orden de integración que parecen además desintegrarse, lo que es interesante, en el orden inverso en el momento de la senectud, como lo demuestran los trabajos del Dr. Ajuriaguerra y sus colaboradores en el estado actual de sus investigaciones.  Pasemos a describir muy rápidamente estos estadios con el fin de demostrar por qué el tiempo es necesario, y por qué se requiere tanto 
tiempo para llegar a nociones tan evidentes y tan simples como las que he tomado como ejemplo.
Comencemos por el período de la inteligencia sensorio-motriz:  existe una inteligencia anterior al lenguaje pero no hay pensamiento antes del lenguaje.  A este respecto distinguimos inteligencia y pensamiento:  la inteligencia es la solución de un problema nuevo por el sujeto, es la coordinación de los medios para llegar a un fin que no es accesible de manera inmediata, mientras que el pensamiento es la inteligencia interiorizada que no se apoya sobre la acción directa sino sobre 
un simbolismo, sobre la evocación simbólica por el lenguaje, por las imágenes mentales, etc., que permiten representar lo que la inteligencia sensorio-motriz, por el contrario, va a captar directamente.
Hay, por lo tanto, una inteligencia antes del pensamiento, anterior al lenguaje.  Tomemos un ejemplo:  presento a un niño un trapo, pero sin que la haya visto, bajo éste también he escondido una boina vasca.  Después, le presento al niño un objeto nuevo para él, un juguete cualquiera que no conoce, que desea tomar y que luego escondo debajo del trapo.  Llegado a un cierto nivel de desarrollo va a levantar el trapo para encontrar el objeto, pero aunque no vea el objeto sino sólo la boina vasca, va inmediatamente a levantar la boina para encontrar el objeto en cuestión.  Esto, que parece ser nada, es un acto de inteligencia muy complejo y supone, ante todo, la permanencia del objeto.  Veremos en seguida que la noción de permanencia no es innata y que exige, por el contrario, varios meses para construirse.  Supone la localización del objeto, lo que no se da inmediatamente puesto que esta localización, a su vez, supone la organización del espacio.  Esto supone, por su parte, relaciones particulares del tipo arriba-abajo, etc.  Hay, por lo tanto, toda una construcción en este acto de inteligencia que parece tan simple, pero que un acto de inteligencia de este tipo pueda construirse antes que el lenguaje no supone 
necesariamente la representación o el pensamiento.
¿Por qué este período de inteligencia sensorio-motriz dura tanto tiempo, hasta los 18 meses?  Dicho de otra manera, ¿por qué la adquisición del lenguaje es tan tardía en relación a los mecanismo invocados?  Se ha querido reducir el lenguaje a un puro sistema de condicionamientos, de reflejos condicionados, pero si tal fuera el caso, existiría una adquisición del lenguaje desde el comienzo del primer mes, puesto que los primeros reflejos condicionados comienzan con el segundo mes. ¿Por qué entonces hace falta esperar 18 meses?
Respondemos que el lenguaje es solidario del pensamiento y supone, en consecuencia, un sistema de acciones interiorizadas e incluso, tarde o temprano, un sistema de operaciones.  Llamaremos operaciones a las acciones interiorizadas, es decir, ejecutadas no solamente en forma material sino interiormente, simbólicamente.  Son acciones que pueden combinarse de muchas maneras, en particular que pueden invertirse, que son reversibles en el sentido que indicaré en seguida.
Estas acciones constituyen el pensamiento; estas acciones interiorizadas, ante todo, hay que aprender a ejecutarlas materialmente y exigen al comienzo todo un sistema de acciones efectivas, de acciones materiales.  Pensar es, por ejemplo, clasificar u ordenar o poner en correspondencia, reunir o disociar, etc.  Es necesario que todas estas operaciones hayan sido ejecutadas materialmente como acciones para luego construirlas en pensamiento.  Es por esta razón que existe un período sensorio-motriz tan prolongado antes del lenguaje y es por ello que el lenguaje es relativamente tan tardío en el desarrollo.  Es preciso un largo y prolongado ejercicio de la acción pura para construir las subestructuras del pensamiento posterior.
Además, durante este primer año se construyen, precisamente, todas las estructuras ulteriores:  la noción de objeto, de espacio, de tiempo, bajo la forma de las secuencias temporales, la noción de causalidad; es decir, todas las grandes nociones que constituirán posteriormente el pensamiento y que se elaboran desde su nivel sensorio-motriz y se ponen en acción con la actividad material.
Veamos dos ejemplos:  primero, la noción del objeto permanente.  Aparentemente no hay nada más simple.  El filósofo Meyerson pensaba que la permanencia del objeto se daba junto con la percepción y que no hay manera de percibir un objeto sin creer a la vez que es permanente.  El bebé nos corrige a este respecto:  si se toma un bebé de 5 ó 6 meses después de la coordinación de la visión y de la aprehensión, es decir, cuando comienza a poder tomar los objetos que ve, y se le presenta un objeto que le interesa, por ejemplo un reloj, y se lo coloca delante de él sobre la mesa, el niño estira la mano para tomar el objeto.  Pero si se recubre el objeto con una pantalla, con un trapo, por ejemplo, se verá entonces que el niño retira simplemente la mano si el objeto no es importante para él, o se disgustará si el objeto tiene un interés particular (por ejemplo, si se trata de su biberón), pero no tiene intención de levantar la pantalla y buscar el objeto debajo de ella.  Y no es porque no sepa desplazar un trapo sobre un objeto, pues si se coloca el trapo sobre su cara sabrá muy bien sacárselo en seguida, sino que no sabe buscar debajo del trapo para encontrar el objeto.  Todo pasa como si el objeto, una vez que desaparece del campo de la percepción, se ha reabsorbido, hubiera perdido su existencia, no hubiera encontrado todavía esta sustancialidad que, como hemos visto, necesita ocho años para alcanzar la propiedad de su conservación cuantitativa.  El mundo exterior no es más que una serie de cuadros móviles que aparecen y desaparecen y donde los más interesantes pueden reaparecer si se sabe cómo hacerlo (por ejemplo, gritando con cierta continuidad si se trata de una persona que se quiere volver a ver), pero no son más que cuadros móviles sin sustancialidad, sin permanencia y, sobre todo, sin localización.
En una segunda etapa se verá que el niño levanta la pantalla para encontrar el objeto escondido debajo de ella.  Pero un control posterior demuestra que aún no está todo adquirido.  Se coloca el objeto a la derecha del niño pero se lo esconde y el niño va a buscarlo; en seguida se lo vuelve a tomar y muy lentamente se lo pasa ante sus ojos y se lo coloca a su izquierda (se trata en este caso de un bebé de 9 a 10 meses); el bebé que ha visto desaparecer el objeto a su izquierda irá 
a buscarlo inmediatamente a su derecha, allí donde lo había encontrado una primera vez, por lo tanto se trata aquí sólo de una semipermanencia, sin localización; el niño buscará allí donde la acción de búsqueda tuvo éxito una primera vez, independientemente del desplazamiento del objeto.
Segundo:  ¿qué pasa con el espacio?  Aquí, nuevamente, se ve que nada es innato en las estructuras y que todo debe ser construido poco a poco y laboriosamente.  En lo que concierne al espacio todo el desarrollo sensorio-motriz es particularmente importante e interesante desde el punto de vista de la psicología de la inteligencia.  Al comienzo, en efecto, el recién nacido no posee un espacio en tanto “continente” puesto que no hay objeto (incluyendo al cuerpo propio, 
que no es naturalmente concebido como un objeto).  Existe una serie de espacios heterogéneos unos con otros, y todos se centran sobre el cuerpo propio.  Existe el espacio bucal descripto por Stern:  la boca es el centro del mundo por mucho tiempo y Freud dijo muchas cosas al respecto.  Después está el espacio visual, pero además del espacio visual está el espacio táctil y también el espacio auditivo.  Estos espacios se centran todos sobre el cuerpo propio por una parte, la 
acción de mirar, de seguir con los ojos, la acción de llevar a la boca, etc., pero se encuentra incoordinados entre sí, de donde se sigue una multiplicidad de espacios egocéntricos, se podría decir, no coordinados y que no incluyen al cuerpo propio como elemento de un contenido.
Sin embargo, dieciocho meses más tarde este mismo niño tendrá la noción de un espacio general que engloba a todas estas variedades particulares de espacios, comprendiendo a todos los objetos que se han convertido en sólidos permanentes, y que incluye al cuerpo propio a título de objeto entre los demás.  Los desplazamientos de los objetos se coordinan y se pueden deducir y prever con respecto a los desplazamientos personales.
Dicho de otra manera, durante estos dieciocho meses no sería exagerado hablar de una revolución copernicana, en el sentido kantiano del término.  Hay una inversión total, una descentración total con respecto al espacio egocéntrico primitivo.
He dicho lo suficiente para mostrar que dieciocho meses son bien poco para construir todo esto y que, en realidad, este desarrollo es extraordinariamente acelerado durante el primer año.  Es posiblemente el período de la niñez donde las adquisiciones son más numerosas y más rápidas.
Paso ahora al período de la representación preoperatoria.  Alrededor del año y medio o dos años se produce un evento extraordinario en el desarrollo intelectual del niño.  Es cuando aparece la capacidad de representar algo por medio de otra cosa.  Es lo que se llama función simbólica.  La función simbólica es el lenguaje que, por otra parte, es un sistema de signos sociales por oposición a los signos individuales.  Pero al mismo tiempo que este lenguaje hay otras manifestaciones de la función simbólica.  Existe el juego que se convierte en juego simbólico:  representar una cosa por medio de un objeto o de un gesto.  Hasta aquí el juego no era más que de ejercicios motrices, en tanto que alrededor del año y medio el niño comienza a jugar con símbolos.  Uno de mis hijos movía un caracol sobre una caja de cartón diciendo “Miau”, puesto que un momento antes había visto un gato caminando sobre una pared.  El símbolo era evidente en este caso, puesto que el niño no tenía otra palabra a su disposición.  Pero lo que es nuevo es representar alguna cosa mediante otra.  Una tercera forma de simbolismo podría ser la simbólica gestual, por ejemplo:  en la imitación diferida.  Una cuarta forma será el comienzo de la imagen mental o la imitación interiorizada.
Existe, por lo tanto, un conjunto de simbolizantes que aparecen en este nivel y que hacen posible el pensamiento.  El pensamiento es, repito, un sistema de acción interiorizada, que conduce a estas acciones particulares que llamamos operaciones: acciones reversibles y acciones que se coordinan unas con otras en sistemas de conjunto, de los que diremos algo en seguida.
Se presenta aquí una situación que plantea de la manera más aguda el problema del tiempo.  ¿Por qué las estructuras lógicas, la operaciones reversibles, que acabamos de caracterizar, y la noción de conservación, de la cual hablamos, no aparecen juntamente con el lenguaje y desde el momento en que existe la función simbólica?  ¿Por qué hace falta esperar ocho años para adquirir el invariante de la sustancia y más tiempo aún para las otras nociones, en lugar de aparecer desde que existe la función simbólica, es decir, la posibilidad de pensar y no ya sólo de actuar materialmente?  Por esta razón fundamental:  las acciones que han permitido algunos resultados en el terreno de la efectividad material no pueden interiorizarse sin más de manera inmediata y se trata de reaprender en el plano del pensamiento lo que ya ha sido aprendido en el plano de la 
acción.  Esta interiorización es, en realidad, una nueva estructuración y no simplemente una traducción, sino una reestructuración con un desfasaje que toma un tiempo considerable.
Voy a dar un ejemplo:  el “grupo de los desplazamientos”, que en la organización sensorio-motriz del espacio constituye un resultado final fundamental.  Lo que los geómetras llaman un grupo de desplazamiento significa, por ejemplo, que el niño al circular en su departamento o en su jardín apenas comienza a marchar, es capaz de coordinar sus idas y venidas, de volver al punto de partida (ésta es la reversibilidad) o de hacer desvíos para llegar a algunos puntos por caminos diferentes (ésta es la asociatividad del grupo de desplazamientos).  En resumen, el niño coordinará sus desplazamientos en un sistema total que permite retornar al punto de partida.
Este grupo de desplazamientos está ya adquirido a partir del año y medio, aproximadamente, en el plano sensorio-motriz.  ¿Pero acaso significa esto que el bebé pueda representarse en una imagen mental, por el dibujo o por el lenguaje, los desplazamientos que sabe efectuar materialmente?  En absoluto, porque desplazarse es una cosa y muy distinto es evocar por 
la representación los mismos desplazamientos.  Hemos realizado con mi colaboradora Szeminska  una experiencia llena de interés para nosotros.  En una época con menos  circulación en Ginebra, los niños de 4 ó 5 años iban solos de la casa a la escuela y volvían también solos de la escuela a la casa, dos o cuatro veces por día.  Ensayamos, entonces, hacerles representar el trayecto que seguían de la escuela a casa no por el dibujo, porque esto hubiera sido muy complicado, ni por 
la palabra, porque hubiese causado más dificultades todavía, sino por medio de un pequeño juego de construcción.  Pusimos una cinta azul para representar el río Arve, un cartón verde para el parque de Plainpalais, representamos la iglesia, el palacio de las Exposiciones, etc., y el niño debía colocar los diferentes edificios en relación con su casa y con la escuela.  Si bien estos niños de 4 ó 5 años sabían seguir el camino para ir a su escuela, no podían empero representarlo y daban de alguna manera una “representación motriz”.  El niño decía:  “salgo de casa, voy así (gesto), después así (gesto), doy una vuelta así y después llego a la escuela”.  Pero poner los edificios y reconstruir el camino es una tarea muy diferente:  una cosa es encontrarse en una ciudad extranjera, donde se acaba de llegar, y no perderse al cabo de algunos días, y otra, muy diferente, es evocar el plano de esta ciudad si no se tiene uno a disposición.  Si una misma acción se 
ejecuta materialmente o se evoca en el pensamiento, en realidad no se trata ya de la misma acción.  El desarrollo no es lineal, hace falta una reconstrucción.  Es lo que explica que hay un período que dura hasta los 7 u 8 años, donde todo aquello que fue adquirido en el nivel sensorio-motriz no pueda continuarse sin más y deba reelaborarse en el nivel de la representación antes de llegar a estas operaciones y a estas conversaciones de las que hablábamos.
Llego ahora al nivel de las operaciones concretas, alrededor de los 7 años promedio en nuestras culturas.  Pero veremos que hay retardos y aceleraciones debidas a la acción social.  Alrededor de los 7 años constatamos un cambio fundamental en el desarrollo del niño.  Se convierte en poseedor de una cierta lógica, es capaz de coordinar operaciones en el sentido de la  reversibilidad, en el sentido de un sistema de conjunto, de lo que daré enseguida dos ejemplos.  Este período coincide con los comienzos de la escuela primaria.  Aquí, nuevamente, pienso que el factor psicológico es decisivo.  Si el nivel de las operaciones concretas fuera más precoz se hubiera podido comenzar la escuela primaria antes, pero esto no es posible hasta que se alcance un cierto nivel de elaboración;  trataré de ofrecer ahora algunas de sus características.  Las operaciones del pensamiento, notémoslo en seguida, no son idénticas en este nivel a aquello que corresponde a nuestra lógica o a lo que podrá ser la lógica del adolescente.  La lógica del adolescente, y nuestra lógica, son esencialmente una lógica del discurso.  Es decir, que somos capaces, y el adolescente lo será a partir de los 12 ó 15 años, de razonar sobre enunciados 
verbales proposicionales, podemos manipular hipótesis, razonar poniéndonos en el punto de vista ajeno aún sin creer en las proposiciones sobre las cuales razonamos.  Somos capaces de manipularlas de una manera formal e hipotético-deductiva.
Esta lógica, como veremos mas adelante, tarda mucho tiempo en construirse.  Antes de llegar a esta lógica se debe pasar por un estado previo, que llamaré período de las operaciones concretas.  Este período corresponde a una lógica que no versa sobre enunciados verbales y que se aplica únicamente sobre los propios objetos manipulables.  Será una lógica de clases 
porque puede reunir los objetos en conjuntos, en clases, o bien será una lógica de relaciones porque puede combinar los objetos siguiendo sus diferentes relaciones, o bien será una lógica de números porque permite enumerar materialmente al manipular los objetos, pero aunque podrá ser una lógica de clases, relaciones y números no llegará a ser todavía una lógica de proposiciones.  Y, sin embargo, nos encontramos frente a una lógica en el sentido de que, por la primera vez, estamos en presencia de operaciones propiamente dichas en tanto que pueden ser invertidas, como por ejemplo la adición, que es la misma operación que la sustracción en el sentido inverso.  Y, además, es una lógica en el sentido de que las operaciones están coordinadas, agrupadas, en sistemas de conjunto, que poseen sus leyes en tanto son totalidades.  Y es preciso insistir con 
mucho vigor sobre la necesidad de las estructuras de conjunto para la elaboración del pensamiento.
Por ejemplo, un número no existe en estado aislado.  Lo que se da es la serie de los números, es decir, un sistema organizado que es la unidad más la unidad y así sucesivamente.  Una clase lógica, un concepto, no existe en estado aislado.  
Lo que se da es el sistema total que se llamará “clasificación”.  Una relación de comparación, “más grande que”, no existe tampoco en estado aislado, es parte de una estructura de conjunto que se llamará “seriación”, que consiste en ordenar los elementos siguiendo la misma relación.
Son éstas las estructuras que se construyen a partir de los siete años, y recién a partir de este momento las nociones de conservación se hacen posibles.
Tomemos dos ejemplos de estas estructuras de conjunto.
1) La seriación.  Se da al niño una serie de varillas de diferentes tamaños y se le indica que las ordene de la más pequeña a la más grande.  Por supuesto, el niño podrá lograr esto antes de los 7 años pero lo hará de una forma empírica, es decir, por ensayos sucesivos, lo que no es una operación lógica.  Sólo a partir de los 7 años el niño es capaz de elaborar un sistema para comparar los elementos entre sí, basta que haya encontrado el más pequeño  que pone sobre la mesa, en seguida buscará el más pequeño de aquellos que quedan y lo colocará junto al primero, y después el más pequeño de todos aquellos que quedan y lo colocará junto al segundo, etc.  Cada elemento será a la vez más grande que todos aquellos que han sido puestos sobre la mesa y más pequeño que todos aquellos que quedan.  Se trata aquí de un elemento de reversibilidad.
Esta operación, que es sencilla, se adquiere alrededor de los 7 años para las longitudes, pero si se traduce esta operación en término de lenguaje puro se hace mucho más complicada.  En los tests de inteligencia de Burt, que son tan ricos en operaciones lógicas, existe el siguiente ítem que estudié en una época con gran interés.  Se trata de tres niñas que difieren por el color de sus cabellos y es cuestión de adivinar cuál es la más oscura de las tres.  Edith es más rubia que 
Susana y ésta es, al mismo tiempo, más oscura que Lili.
¿Cuál es la más oscura de las tres?  Se ve que hace falta un pequeño razonamiento, que no es inmediato, aún para un adulto, para encontrar que es Susana y no Lili.  En el niño hará falta esperar hasta los 12 años para que este problema se resuelva, porque se plantea en términos de enunciados verbales; sin embargo, no hay aquí nada más que la seriación citada 
anteriormente, pero una seriación verbal es una cosa diferente a las operaciones concretas que estoy describiendo.
2) La clasificación.  Esta se adquiere solamente alrededor de los 7 u 8 años, si se toma como criterio de clasificación a la inclusión de una subclase en una clase, es decir, comprender el hecho de que la parte es más pequeña que el todo. Esto puede parecer extraordinario pero sin embargo es verdad.  Si se dan al niño flores que incluyen 6 violetas y 6 flores de otro tipo y se le pregunta si todas las violetas son flores, la respuesta es: “por supuesto, sí”.  ¿Todas las flores son acaso 
violetas?, contesta: “evidentemente, no”.   Pregunta:  ¿hay más violetas sobre esta mesa, o más flores?  El niño mirará y dirá: “hay más violetas”, o bien, “es lo mismo, porque hay 6 por una parte y 6 por otra”.  Pero, finalmente, me has dicho que las violetas son flores, entonces ¿hay más flores, o más violetas?  “Y bien, las flores es lo que queda después de las violetas”.  No es la inclusión de la parte en el todo, es la comparación de una parte con la otra parte; esto es interesante como síntoma de las operaciones concretas.  Con las flores se debe notar que el problema se resuelve alrededor de los 8 años, pero si se toman animales la solución llega más tarde.  Se pregunta a un niño:  ¿son todos los animales pájaros?  “Ciertamente no, hay caracoles, caballos”.  ¿Son todos los pájaros animales?  “Sí, por cierto”.  Entonces, si miras por la 
ventana, ¿hay más pájaros, o más animales?  “No sé; habría que contarlos”.  Imposible, entonces, deducir la inclusión de la subclase en la clase simplemente por la manipulación de los términos “todos” o “algunos”.  Y esto, probablemente, porque las flores se pueden juntar en ramilletes.  Se trata aquí de una operación concreta, fácil, mientras que hacer un ramillete de 
golondrinas parece más complicado, ya no es más manipulable.
Llego finalmente, al nivel de las operaciones formales, alrededor de los 14 ó 15 años, como nivel de equilibrio.  Se trata aquí de una última etapa en cuyo transcurso el niño se vuelve capaz de razonar y de deducir, no solamente sobre objetos manipulables, como estos bastoncillos para ordenar, este conjunto de objetos para reunir, etc.; es capaz de una lógica y de un razonamiento deductivo sobre una hipótesis, sobre proposiciones.  Se trata de toda una nueva lógica, de un nuevo conjunto de operaciones específicas que vienen a superponerse a los precedentes y que se puede llamar lógica de proposiciones.  Esta supone, en efecto, dos caracteres nuevos muy fundamentales.  En primer lugar, es una “combinatoria”, mientras que hasta ese momento todo se hacía por proximidad, por inclusiones sucesivas; en cambio la combinatoria reúne cualquier elemento con cualquier otro.  Existe, entonces, aquí un carácter absolutamente nuevo que se basa en una especie de clasificación de todas las clasificaciones, o de una seriación de todas las seriaciones.  La lógica de las proposiciones supondrá, además, la combinación en un sistema único de las diferentes “agrupaciones” que hasta ese momento se basaban o bien en la reciprocidad o bien en la inversión, que son diferentes formas de reversibilidad (grupo de las cuatro transformaciones: inversión, reciprocidad, correlatividad, identidad).  Nos encontramos, pues, en presencia del término final, que en nuestras sociedades no se observa sino alrededor de los 14 ó 15 años, y que toma tanto tiempo porque para llegar hasta allí es preciso pasar por 
todo tipo de etapas, siendo cada una necesaria para la conquista de la siguiente.
Hasta aquí he intentado mostrar el papel necesario del tiempo en el desarrollo intelectual del niño.  Hablaré ahora de la segunda cuestión que he propuesto al comienzo de este estudio, a saber:  ¿se trata de un ritmo inexorable, o bien acepta variaciones posibles bajo el efecto de la cultura o de las condiciones en las cuales vive el niño?
Se pueden dar dos respuestas, la respuesta de hecho y la respuesta por interpretación teórica.  Pero lamentablemente la respuesta de hecho es inseparable de la interpretación teórica, puesto que un hecho no es nada por sí mismo si no se lo interpreta, y la interpretación aquí es siempre delicada.
El estado de hecho.  Se encuentran, evidentemente, aceleraciones en relación a las edades que he indicado.  Hay individuos más dotados que otros, hay genios de tanto en tanto.  Luego hay aceleraciones, pero,  ¿estas aceleraciones son el resultado de una maduración biológica más rápida?  Esto es muy posible puesto que hay ritmos muy diferentes dentro del crecimiento 
individual.  ¿O bien es un efecto de la educación, del ejercicio, etc.?  El hecho bruto no permite responder y se ve que hace falta una interpretación.
Además, por otra parte, se encuentran aceleraciones colectivas en ciertas clases sociales y en ciertos medios, pero aquí, nuevamente, ¿se trata de una selección de los mejor dotados, o de una acción propiamente social?
En efecto, lo que se encuentra, ante todo, en los estudios comparados que se han realizado en varios países sobre estos tipos de resultados revela retardos asombrosos en relación con las edades que hemos dado.  Por ejemplo, los psicólogos canadienses, que han retomado estas pruebas en detalle y en una forma muy sistemática, encuentran en Montreal las mismas 
edades que en Ginebra, pero al repetir los mismos estudios comparados en la Martinica observaron cuatro años de retardo en las respuestas que se dieron sobre estos problemas.  Se trataba sin embargo de niños escolarizados según el programa francés de enseñanza primaria, que llega hasta el certificado de estudios primarios.  A pesar de ello, los pequeños de la Martinica 
tienen cuatro años de retardo en la adquisición de las nociones de conservación, de deducción, de seriación, etcétera.
Entonces, ¿de qué se trata?;  ¿este retardo proviene acaso de un factor de maduración, es decir, de un factor racial?  Pero parece poco probable, puesto que psicológicamente no se ha encontrado jamás algo similar.  ¿O se trata de un factor social, es decir, de una cierta pasividad en el medio social adulto?  Los psicólogos que cito (A. Pinard, M. Laurandeau, C. Boisclair) se han orientado más bien hacia esta segunda dirección, ofreciendo al respecto todo tipo de índices.  Uno de los maestros de los niños examinados había dudado mucho antes de elegir su profesión entre la vocación de maestro y otra posible, la de mago…  Ahora bien, un medio adulto sin dinamismo intelectual puede ser la causa de un retardo en el desarrollo de los niños.
Por otra parte han sido realizadas otras investigaciones en Irán.  En Teherán se encontraron, más o menos, las mismas edades que en Ginebra, pero en los analfabetos del campo, a pocas horas de aquella ciudad, se observa un retardo de dos años y medio, y esto de una manera casi constante.  El orden de sucesión, sin embargo sigue siendo igual con algunos desfasajes.
He aquí el estado de hecho, hay variaciones en la velocidad y en la duración del desarrollo.  ¿Cómo interpretarlas?  El desarrollo, del cual he intentado presentar un panorama muy esquemático y sucinto, puede explicarse por diferentes factores:  distinguiré cuatro.
Primer factor:  la herencia, la maduración interna.  Este factor debe ciertamente retenerse desde  todo punto de vista, pero es insuficiente porque jamás juega en el estado puro o aislado.  Si interviene siempre un efecto de maduración, éste es, empero, indisociable de los efectos del aprendizaje o de la experiencia.  La herencia no es pues un factor que actúe por sí mismo o que se pueda aislar psicológicamente.
Segundo factor:  la experiencia física, la acción de los objetos.  Constituye, nuevamente, un factor esencial que no se trata de subestimar pero que también es insuficiente; en particular la lógica del niño no se extrae de la experiencia de los objetos, proviene de las acciones que se ejercen sobre los objetos, lo que no es lo mismo.  Es decir, la parte de actividad del sujeto es fundamental y aquí la experiencia obtenida del objeto no es suficiente.
Tercer factor:  la transmisión social (factor educativo en el sentido más amplio).  Es un factor determinante en el desarrollo pero por sí mismo es insuficiente por la razón evidente de que para que se establezca una transmisión entre el adulto y el niño, o entre el medio social y el niño educado, es preciso que exista una asimilación por parte del niño de lo que se intenta inculcarle desde afuera.  Pero esta asimilación se encuentra siempre condicionada por las leyes de este 
desarrollo parcialmente espontáneo, del cual he dado algunos ejemplos.
Recordemos al respecto la inclusión de la subclase en la clase, la parte más pequeña en el todo.  El lenguaje contiene una cantidad de casos en los cuales la inclusión se marca de una manera absolutamente explícita por las mismas palabras.  Pero esto no entra, así no más, en el espíritu del niño en tanto la operación no se construya en el plano de las acciones interiorizadas.
Por ejemplo, estudié en una oportunidad, y era otra vez el test de Burt, una prueba en la que se trataba de determinar el color de un ramo de flores a partir del enunciado siguiente:  Un niño dice a sus hermanos:  “algunas de mis flores son botones de oro” (yo mismo simplifiqué la pregunta diciendo: algunas de mis flores son amarillas)  Una de sus hermanas responde: “entonces tu ramo es completamente amarillo”.  La segunda responde: “una parte de tus flores son amarillas”.  La 
tercera responde: “ninguna de tus flores son amarillas”.
Los pequeños parisienses, se trataba de una investigación que realicé en París, respondía hasta los 9 y 10 años:  “Las dos primeras tienen razón porque dicen lo mismo, la primera decía: todo tu ramo es amarillo, la segunda:  algunas de tus flores son amarillas; es lo mismo; quiere decir que hay algunas flores y que todas ellas son amarillas”.  Dicho de otra manera, el genitivo partitivo, la relación de parte a todo, no había sido comprendido por el lenguaje por falta de estructuración de la inclusión.
Quiero hablar de un cuarto factor que llamaré factor de equilibración.  Desde el momento que existen ya tres factores es preciso que se equilibren entre sí pero, además, en el desarrollo intelectual interviene un factor fundamental.  Un descubrimiento, una noción nueva, una afirmación, debe equilibrarse con las otras, se requiere todo un juego de regulaciones y de composiciones para llegar a la coherencia.  Yo tomo la palabra “equilibrio” no en un sentido estático sino en el 
sentido de una equilibración progresiva.  La equilibración es la compensación por reacción del sujeto a las perturbaciones exteriores, compensación que lleva hacia la reversibilidad operatoria al término de este desarrollo.
La equilibración me parece el factor fundamental en este desarrollo.  Comprendemos, entonces, la posibilidad de aceleración y, al mismo tiempo, la imposibilidad de una aceleración.
La posibilidad de aceleración está dada en los hechos que indiqué anteriormente. Pero teóricamente si el desarrollo es, ante todo, un problema de equilibración, porque un equilibrio pude regularse más o menos rápidamente según la actividad del sujeto, no se regula automáticamente como un proceso hereditario que se padeciera desde el interior.  Si comparamos a los jóvenes griegos del tiempo en que Platón, Sócrates y Aristóteles inventaron las operaciones proposicionales de nuestra lógica occidental, nuestros jóvenes contemporáneos, que deben asimilar no solamente la lógica de las proposiciones sino también todo lo adquirido desde Descartes, Galileo, etc., hace falta, evidentemente, plantear la hipótesis de una aceleración considerable en el curso de la infancia hasta el nivel de la adolescencia.
El equilibrio toma su tiempo, se entiende, pero la equilibración puede ser más o menos rápida.  Sin embargo, esta aceleración no podrá seguir aumentando indefinidamente y es lo que concluiré.  No creo que exista incluso una ventaja en el intento de acelerar el desarrollo del niño más allá de ciertos límites.  El equilibrio toma su tiempo y este tiempo cada uno lo dosifica a su manera.  Demasiada aceleración corre un riesgo de romper el equilibrio.  El ideal de la educación no es el 
aprender lo máximo, ni de maximizar los resultados, sino es, ante todo, aprender a aprender.  Se trata de aprender a desarrollarse y aprender a continuar desarrollándose después de la escuela.