Jung, C. G. : Los complejos y el inconsciente. Libro Primero: Exposición. Reconquista de la conciencia

Libro primero: Exposición

2. Reconquista de la conciencia (2)
En el dominio psicológico siempre he sentido una extremada dificultad en
comunicar a mi auditorio cosas asequibles al gran público. Ya tropezaba con
esta dificultad cuando, siendo un joven médico, me encontraba en el asilo de
alienados. En efecto, todo psiquiatra descubre, con asombro, que su opinión
sobre la salud mental y sus trastornos no es tenida por competente y que la
gente común pretende saber mucho más que él sobre esta materia. El
enfermo, le dicen, todavía no se sube por las paredes, sabe dónde se
encuentra, reconoce a sus parientes, ni siquiera ha olvidado su nombre; no
está, pues, seriamente afectado, sino sólo un poco triste o un poco exaltado, y
la idea del psiquiatra de que su enfermo padece tal o cual enfermedad no es
más que un profundo error .
Esta frecuente constatación se ha extendido ya al dominio psicológico. Aquí
las cosas son todavía mucho peor, pues todo el mundo pretende con gran
seguridad que la psicología es precisamente lo que él conoce mejor.
«Psicología» es siempre para el que acaba de llegar su psicología (que él es el
único en conocer), cualquiera que sea la psicología a secas existente. Por
instinto, todo hombre supone que su constitución psíquica, por personal que
sea, pertenece a la «condición humana» y que cada uno, dentro del conjunto,
es semejante a los demás, es decir, a él mismo. El hombre espera esta semejanza
de su mujer; la mujer, del hombre; los padres, de los hijos; los hijos, de
los padres, etc. Es como si cada uno mantuviera con su mundo interior las
relaciones más inmediatas, íntimas y pertinentes, y como si el alma personal
representara al alma de toda la humanidad, de suerte que no hubiera
obstáculo en conferir, por generalización, un valor universal a lo que se
encuentra en sí mismo. El sujeto es presa de un asombro sin límites, se siente
entristecido, asustado e incluso exasperado cada vez que esta regla no se
confirma manifiestamente, es decir, cada vez que descubre que otro ser es
realmente otro. Las diversidades psíquicas no despiertan por lo general el
interés que se concede a simples curiosidades más o menos atractivas; se las
siente más bien como penosas y casi insoportables o incluso como
intolerables, falsas y condenables. Un comportamiento que difiere de una
manera manifiesta de la norma general y admitida produce el efecto de una
perturbación introducida en el orden del mundo; es como un error que debe
ser reparado lo antes posible, como una falta que es un deber denunciar y
reprimir. Hay. incluso, como es sabido, importantes teorías psicológicas cuyo
principio supone la similitud en todo lugar y en todo tiempo del alma; hay
motivos, pues, para explicarla—cualesquiera que sean las circunstancias—
desde un solo punto de vista. La monotonía aplastante, postulada por
semejantes teorías, está contradicha por la diversidad individual, que en el
dominio psíquico llega a lo infinito. No obstante, prescindiendo de estas
variaciones individuales, una de las teorías a las que aludo explica
principalmente la fenomenología psíquica por la biología del instinto sexual
(Freud), mientras que otra (Adler) se basa en la no menos conocida voluntad
de poder. Esta contradicción conduce a ambas teorías a encerrarse en su
principio inicial y a pretender que fuera de ella no hay salvación. Cada una
de ellas niega el fundamento de la otra, y uno se pregunta en vano, a primera
vista, cuál de las dos es la verdadera. Por mucho que los sostenedores de los
dos partidos se esfuercen recíprocamente por ignorarse, su actitud no basta
para eliminar la contradicción. La clave del enigma es, sin embargo, de una
simplicidad desconcertante: cada una de estas dos teorías tiene razón en su
sentido, al describir una psicología conforme a la de sus partidarios. Es,
libremente ilustrada, la célebre frase del Fausto: «Te pareces al espíritu que
concibes.» Pero volvamos a ese prejuicio, por así decirlo, inexpugnable del
sentido común, de que todo en los demás es igual que en uno mismo.
Aunque, en general, se concede sin dificultad la diversidad de las almas
humanas, no por ello se olvida perpetuamente en la práctica que «el otro» es,
en realidad, otro ser, cuyos sentimientos, pensamientos, percepciones y
deseos son diferentes de los nuestros. Hay incluso teorías científicas, como
hemos visto, que llegan hasta suponer que a todos nos aprieta el zapato en el
mismo sitio. Junto a estas querellas intestinas entre concepciones psicológicas
(divertidas, en último término), hay numerosos postulados de igualdad, plenos
de consecuencias sociales y políticas que olvidan, con gran ligereza, la
existencia de las almas individuales .
En lugar de irritarme en vano ante semejante estrechez de puntos de vista,
me he extrañado de su existencia y me he dedicado a buscar los motivos a los
que se puede achacar. Esta manera de considerar el problema me ha
conducido a estudiar la psicología de los pueblos primitivos. En efecto, desde
hacía mucho tiempo me sorprendió ver que lo que inclina las más de las
veces al hombre hacia el prejuicio de igualdad de estructura psicológica y de
identidad es, en parte, cierta ingenuidad. En la humanidad primitiva este
prejuicio se extiende, en efecto, no sólo a todos los hombres, sino también a
las cosas de la naturaleza, a los animales, a las plantas, a los ríos, a las
montañas, etc. Todo posee algo de psicología humana, hasta los árboles y las
piedras, que están dotados de palabra. Y al igual que entre los humanos hay
algunos que se apartan manifiestamente de la norma común y que pasarán
por ser magos, hechiceros, jefes de clanes o medicine-men, así también entre
los animales habrá coyotes-médicos, pájaros-médicos, lobos-hechiceros, etc.,
títulos honoríficos que sólo se confieren a un animal si se comporta de forma
inusitada, contraviniendo el prejuicio tácito de la igualdad. Este prejuicio es
manifiestamente una supervivencia poderosa de un estado de espíritu
primitivo que se basa, en el fondo, en una diferenciación insuficiente de la
conciencia individual. La conciencia individual o conciencia del yo es una
conquista tardía de la evolución. Su forma original es una simple conciencia de
grupo, todavía tan rudimentaria en ciertas tribus contemporáneas que ni
siquiera se dan un nombre propio que los distinga de las poblaciones vecinas.
Así he encontrado en África oriental una pequeña tribu que se llamaba a sí
misma «la gente que está aquí». Esta primitiva conciencia del grupo se perpetúa
en la conciencia familiar moderna; es frecuente encontrar familias en las
que sería difícil caracterizar individualmente a sus miembros de otra forma
que mediante su apellido, lo que, por otra parte, no parece afectar mucho a los interesados .
La conciencia del grupo, en el seno de la cual los individuos son
perfectamente intercambiables, no representa el peldaño más bajo de la
conciencia; testimonia ya, al contrario, cierta diferenciación. El primitivismo
más rudimentario posee, sin duda, una especie de conciencia difusa de las cosas y
del universo (Allbewusstsein), unida a una inconsciencia total del sujeto
sometido a las representaciones. A este nivel no hay persona actuante, sino sólo
acontecimientos .
Cuando doy por descontado que lo que a mí me gusta conviene también a
otros, tal suposición constituye una supervivencia notable de la noche
originaria de la conciencia, de esa época en la que no existía todavía ninguna
diferencia perceptible entre el yo y el tú, y en la que todos los seres pensaban,
sentían y querían lo mismo. ¿Sucedía que el vecino no estaba «orientado»
paralelamente? Se originaba una turbación. Nada provoca tanto pánico en los
primitivos como lo extraordinario, tras lo que captan inmediatamente el
peligro hostil. Esta reacción originaria sobrevive asimismo en nosotros: ¡con
qué facilidad nos ofendemos si no se comparte nuestra convicción! Nos sentimos
heridos cuando a alguien no le parece bello lo que nosotros alabamos
por su belleza. Todavía hoy perseguimos a cualquiera que no piense de
acuerdo con nuestros pensamientos; seguimos queriendo imponer a los
demás las opiniones que deben tener, queriendo convertir a los pobres paganos
con objeto de salvarles del infierno, que es —creemos con seguridad—
la suerte que les espera; experimentamos incluso un miedo abominable ante
la idea de quedarnos solos frente a nuestra convicción .
La igualdad psíquica de los hombres es un postulado tácito, una convención
no formulada pero existente que proviene de la inconsciencia originaria del
ser. En la humanidad de los orígenes había algo así como un alma colectiva
en el lugar de nuestra conciencia individual, que no emergió sino
gradualmente en el trascurso del progreso de la evolución. La condición
primordial de la existencia de la conciencia individual es su diferenciación
respecto a la conciencia de los otros. Así, pues, se podría comparar la génesis
de la evolución psíquica con un cohete que estalla ya al final en un haz de
estrellas multicolores .
La psicología, en tanto que ciencia empírica, es de fecha muy reciente,
Apenas si tiene cincuenta años y está todavía en mantillas. La hipótesis de la
igualdad, hasta entonces dominante, impidió su desarrollo más precoz. Por
ello se puede apreciar hasta qué punto la diferenciación de la conciencia es de
fecha reciente. Apenas acaba de surgir penosamente del sueño originario;
está adquiriendo, lenta y torpemente, noción de sí misma. Acunarse en la
ilusión de que se ha alcanzado alguna cima sería una locura. Nuestra
conciencia contemporánea no es sino un recién nacido que empieza a decir «yo» .
Reconocer hasta qué grado increíble las almas humanas son diferentes entre
sí fue una de las experiencias más impresionantes de mi vida. Si la igualdad
colectiva no fuera un hecho originario y la fuente primera y la madre de
todas las almas individuales, sólo sería una gigantesca ilusión .
Pero, a pesar de toda nuestra conciencia individual, no deja de perpetuarse
inquebrantablemente en el seno del inconsciente colectivo, comparable a un
mar sobre el cual la conciencia del yo navegara cual un navío. Por eso nada o
casi nada del mundo psíquico originario ha desaparecido. Al igual que los
mares separan los continentes con su inmensidad y los rodean como a islas,
así la inconsciencia originaria asalta por todas partes a las conciencias
individuales. En el cataclismo de la demencia, el mar originario se lanza en
oleadas desencadenadas al asalto de la isla que apenas emerge y la traga. En
el trascurso de los trastornos nerviosos, hay diques que se rompen y campos
fértiles que son devastados por la inundación. Los neuróticos son, sin
excepción, habitantes de las costas, los más expuestos a los peligros del mar.
Las llamadas personas normales habitan en el interior de las tierras, en un
suelo seco y elevado, al borde de lagos y de ríos apacibles; ninguna marejada,
por poderosa que sea, puede alcanzarles, y él mar está tan lejos que llegan a
negar su existencia. La identificación con el yo puede ser tan profunda que
los lazos que unen a la humanidad se aflojan y los hombres se alzan unos
contra otros. Es grande la tendencia a que esto se produzca pues las
voluntades individuales no son nunca completamente idénticas. Y, para el
egoísmo primitivo, está claramente establecido que no es nunca el «yo» sino
siempre otro quien «debe». La conciencia individual está rodeada por los
abismos del inconsciente como por un mar amenazador. No está segura ni
inspira confianza más que en la apariencia; en realidad, es algo frágil,
vacilante sobre su base. En ocasiones, basta simplemente un poderoso afecto
para perturbar de la forma más sensible el estado de equilibrio de la
conciencia. El lenguaje lo expresa perfectamente: «La cólera me ha puesto
fuera de mí», «me ha sacado de quicio», «no se le conocía ya», «se lo llevaban
los demonios», «se salió de sus casillas» («aus der Haut fahren»), «hay cosas
que le ponen a uno loco», «no sabía ya lo que hacía», etc… Todas estas frases
corrientes muestran con cuánta facilidad una impresión quebranta la
conciencia del yo. Estas perturbaciones causadas por las impresiones no
sobrevienen, desgraciadamente, sólo por accesos, sino que pueden revestir un
carácter crónico que engendra transformaciones duraderas de la conciencia.
Debido a conmociones psíquicas, zonas enteras de nuestra naturaleza pueden
hundirse en lo inconsciente y desaparecer de la superficie de la conciencia
para años, incluso decenas de años. De ello pueden derivarse transformaciones
duraderas del carácter; por eso se dice, y con razón: desde tal o cual
acontecimiento «parece otro hombre». Semejantes desventuras no se dan sólo
en sujetos que llevan el lastre de una grave herencia o en neuróticos, sino
también en personas consideradas normales. Las perturbaciones suscitadas
por las conmociones se llaman en lenguaje técnico fenómenos de disociación. En
el curso de los conflictos psíquicos aparecen fallas de esta naturaleza que
amenazan con arruinar la estructura quebrantada de la conciencia .
El habitante del interior, del mundo normal, que se jacta de no acordarse del
mar, no vive tampoco sobre un terreno seguro sino sobre un suelo friable en
el que en cualquier momento, por alguna hendidura continental, el mar
puede precipitarse poderosamente. El primitivo conoce este peligro por la
vida de su tribu y gracias a su psicología propia; son los perils of the soul, los
peligros del alma, según el término técnico, entre los que cabe distinguir la
pretendida pérdida del alma y la posesión. Ambos son signos de disociación. En
el primer caso, el primitivo dice que un alma le ha abandonado, que ha
emigrado; en el segundo, que un alma, con gran contrariedad por su parte, ha
inmigrado a él. Esta manera de expresar las cosas es, sin duda, un poco
insólita, pero designa bastante bien esos síntomas que hoy llamamos fenómenos
de disociación o estados esquizoides. Tales fenómenos no son síntomas
absolutamente morbosos, y se dan también en las latitudes de lo normal. Son,
en este caso, transformaciones del sentimiento general de las cosas, saltos
irracionales del temperamento, conmociones imprevisibles, aversiones
súbitas, agotamientos psíquicos, etc. Se puede observar incluso fenómenos
esquizoides análogos a la posesión del primitivo en el hombre considerado
normal. Pues éste no es tampoco invulnerable al demonio de la pasión, ni está
al abrigo de la posesión, aunque sólo sea por una fatalidad, por un vicio, por
una convicción exacerbada; en resumen, por todo un haz de posibilidades
que abren un abismo profundo entre él y los otros, suscitando un doloroso
desgarramiento de su alma .
La escisión del alma es, para el primitivo, lo mismo que para nosotros, algo
incongruente y enfermizo. Nosotros la denominamos conflicto, nerviosismo,
demencia. No fue por error por lo que el relato bíblico de la Creación
estableció una armonía plena y entera entre las plantas, los animales, los
hombres y Dios en el símbolo del Paraíso, al comienzo de todo devenir
psíquico, y por lo que discernió el pecado fatal en ese primer asomo de
conciencia: «Seréis como dioses, conocedores del Bien y del Mal». Para el
espíritu ingenuo, pecar era necesariamente romper la Ley, la unidad sagrada
de la noche originaria hecha de una conciencia vaga, difusa, de las cosas y del
universo (Allbewusstsein). Era la rebelión satánica del individuo contra la
unidad. Era un acto hostil de lo inarmónico contra lo armónico, una ruptura
de la alianza universal. Y, por ello, en la maldición divina se dice: «Pondré
enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia, y ésta
te aplastará la cabeza, y tú la herirás en el talón» .
Y, sin embargo, la conquista de la conciencia fue el fruto más precioso del Árbol
de la Vida, el arma mágica que confirió al hombre su victoria sobre la tierra y
que le permitirá—esperémoslo así, por lo menos—una victoria todavía mayor
sobre sí mismo .
Conciencia individual significa ruptura y hostilidad. La humanidad ha hecho
innumerables veces tanto en su conjunto como en actos aislados, la penosa y
vivaz experiencia de ello. En el individuo, el período de disociación es un
período de enfermedad; lo mismo ocurre en la vida de los pueblos. Sería
difícil negar que los tiempos actuales no son también una de estas épocas de
disociación y de enfermedad. La situación política y social, la dispersión
religiosa y filosófica, el arte y la psicología modernas: todo confirma esta
opinión. Quienquiera que posea, aunque sólo sea una parcela de sentimiento
de responsabilidad humana, ¿puede sentirse a gusto? Con toda sinceridad, es
preciso incluso confesar que nadie se siente a gusto en este mundo
contemporáneo; el malestar, por otra parte, es creciente. «Crisis» es un
término médico que designa siempre un momento peligroso de la enfermedad.
El germen del mal disociador cayó sobre el alma humana el día en que nació
la conciencia, a la vez bien supremo y fuente de todos los males. Es difícil
juzgar el presente inmediato en que vivimos. Pero si nos remontamos en la
historia de la enfermedad espiritual de la humanidad, encontramos accesos
anteriores que podemos abarcar más fácilmente con la mirada. Una de las
crisis más graves fue la enfermedad del mundo romano en el curso de los
primeros siglos de la era cristiana. El fenómeno de disociación se reveló por
fisuras de una amplitud sin precedente que disgregaban el estado político y
social, las convicciones religiosas y filosóficas, así como por una decadencia
deplorable de las artes y las ciencias. Reduzcamos a la humanidad de
entonces a las proporciones de un solo individuo; tenemos ante nosotros una
personalidad desde todos los puntos de vista altamente diferenciada, que en
un principio ha conseguido, con una suprema seguridad en sí mismo,
extender su poder en derredor de sí, pero que, una vez alcanzado el éxito, se
ha dispersado en un gran número de ocupaciones y de intereses diferentes;
hasta tal punto y de tal forma que acabó por olvidar su origen, sus tradiciones
e incluso sus recuerdos personales y se imaginó que era idéntica a tal o cual
cosa, lo que la precipitó en un conflicto irremediable consigo misma. Este
conflicto ocasionó finalmente tal estado de debilidad que el mundo
circundante, al que anteriormente había yugulado, hizo en ella una irrupción
devastadora que apresuró el proceso de descomposición .
El estudio de la naturaleza del alma, al que me he consagrado durante varios
decenios, me ha impuesto, como a otros investigadores, el principio de no
considerar jamás un hecho psíquico bajo un solo aspecto, sino tener siempre
en cuenta también su aspecto contrario. Pues la experiencia, por poco vasta
que sea, demuestra que las cosas tienen por lo menos dos caras, y a menudo
más. La máxima de Disraeli de no tomar demasiado a la ligera las cosas
insignificantes y muy a pecho las cosas importantes es otra expresión de la
misma verdad; una tercera versión de ella nos la proporcionaría la hipótesis
de que toda manifestación psíquica está compensada interiormente por su
contrario o, para recurrir a los proverbios, de que «los extremos se tocan» y
de que «no hay mal que por bien no venga» .
Así, toda enfermedad que disocia un mundo constituye al mismo tiempo un
proceso de curación; en otros términos, es como el punto culminante de una
gestación que anuncia los dolores del parto. Un período de agotamiento
como el del Imperium Romanum es, a la vez, un período de alumbramiento.
No es casual que contemos nuestra era a partir del siglo de César, pues fue
entonces cuando se produjo el nacimiento del personaje simbólico de Cristo,
venerado por los primeros cristianos como Pez, es decir, como soberano del
mes mundial (3) de los peces, y que se convirtió en el espíritu dirigente de una
era de dos mil años. Por así decirlo, salió del mar, como el legendario profeta
babilónico Oanes, quien también apareció en el momento en que la noche
originaria, henchida, estalló engendrando una época del mundo. Es cierto
que Cristo dijo: «No he venido para traeros la paz, sino la guerra.» Pero lo
que disocia también engendra lazos; por eso su enseñanza fue la del amor universal .
Nuestro retroceso en el tiempo nos concede el privilegio de poder contemplar
esta imagen histórica con toda la claridad deseable. Pero si hubiéramos sido
contemporáneos suyos, con toda probabilidad hubiésemos figurado en el
número de los que no se dieron cuenta de nada. Pues sólo un pequeño
número de desconocidos tuvo entonces conciencia del Evangelio, de la Buena
Nueva, mientras la humanidad tenía su atención ganada por la política, las
cuestiones económicas y el deporte. Las esferas religiosas y filosóficas se
esforzaban por asimilar los tesoros del espíritu, que, procedentes del Cercano
Oriente recién conquistado afluían al mundo romano. Sólo algunos prestaron
atención a la semilla que debía engendrar el gran árbol .
La filosofía clásica china conoce dos principios universales contradictorios:
Yang, lo claro, y Yin, lo oscuro. Afirma que cuando uno de los principios
llega a la culminación de su potencia, el principio contradictorio germina y
brota de su seno. Es ésta una expresión particularmente metafórica del
principio psicológico de la compensación nacida de la antinomia interior.
Cuando una cultura alcanza su apogeo, tarde o temprano llega el término de
su disolución. La descomposición —aparentemente insensata y desoladora,
en una multiplicidad sin orden ni orientación, capaz de inspirar el disgusto y
la desesperanza—contiene en su regazo oscuro el germen de una nueva luz .
Pero volvamos un instante a nuestra tentativa anterior de personificar en un
individuo único la historia de la decadencia antigua. He señalado cómo se
opera su disociación psicológica y cómo sobrevienen sus fatales accesos de
debilidad, que le hacen perder el dominio de las condiciones ambientales y
que le convierten finalmente en una víctima de la destrucción. Supongamos
ahora que este individuo viene a consultarme. Le haría el siguiente
diagnóstico: «Padece usted agotamiento, consecuencia de sus ocupaciones –
demasiado diversas y de su extraversión desmesurada. La multitud y la
complejidad de sus obligaciones comerciales, personales y humanas le han
hecho perder la cabeza. Es usted una especie de Ivar Kreuger, que fue un
representante característico del espíritu moderno y europeo. Tiene usted que
confesar, mi querido amigo, que se encuentra usted en un triste estado» .
Esta última confesión es, en la práctica, particularmente importante, pues los
enfermos tienen una propensión indudable: la de continuar debatiéndose, de
la forma más perjudicial, trabados por los viejos métodos, que no han hecho
sino demostrar su incuria, y agravar así su situación. Esperar no sirve de
nada; la pregunta: «¿Qué hacer?» se impone, pues, de un modo inmediato .
Nuestro enfermo es un hombre inteligente; ha probado ya todos los pequeños
remedios de la medicina, buenos y malos, y todos los regímenes; ha
escuchado todos los consejos de las personas bien intencionadas. Por eso, con
él no nos queda sino actuar como Till Eulenspiegel, que se reía a carcajadas
cuando la carretera subía y gimoteaba cuando descendía, contrariamente al
pretendido sentido común. Pero, como es sabido, bajo su gorro de loco se
ocultaba un sabio que durante la subida se alegraba por la bajada que iba a
venir. Sabiduría y locura mantienen, por lo demás, una amistad muy peligrosa .
Es preciso que encaminemos a nuestro enfermo hacia esa región en la que
nace la unidad, el lazo con lo universal, región en la que sé produce ese
nacimiento creador que «entredesgarra a la madre» y que es, en el sentido
más profundo, la causa de todas las disociaciones de la superficie. Una
cultura no se disocia, pare. Un sabio habría podido exclamar en los primeros
años de nuestra era, con una seguridad inquebrantable, en esa Roma politizante,
capital del mundo, entregada a todas las especulaciones y a la locura
de las grandezas, ebria de los juegos del circo: «El germen de una época
mundial futura acaba de brotar ya a la sombra de este desorden, semilla del
árbol que, gracias a una convicción, una cultura, una lengua, acogerá a los
pueblos bajo su ramaje, desde la occidental Tule hasta Polonia y desde el
Cabo Norte hasta Sicilia.» Pues ello es una ley psicológica .
Mi enfermo, con toda probabilidad, no creerá una palabra de todo ello. Por lo
menos, exige experimentarlo él mismo. Y es aquí donde comienzan las
dificultades: pues el elemento compensador, la promesa de renovación, brota
siempre, como de un modo intencionado, allí donde menos se le supone, allí
donde, con toda objetividad, es menos plausible. Supongamos que nuestro
enfermo no sea ya la personificación, construida enteramente, de una cultura
desaparecida, sino que tengamos ante nosotros a un hombre de nuestra
época, de carne y hueso, cuyo destino insigne es ser un representante
particularmente típico de la cultura europea moderna; constataremos
inmediatamente que nuestra teoría de la compensación no le dice nada que le
sirva. El padece, sobre todo, la enfermedad de sabér-a-priori-todo-mejor-quenadie,
de que no existe absolutamente nada que no esté ya clasificado para él
de una vez para siempre; en cuanto a su alma, es, en lo esencial, su propio
descubrimiento, su libre albedrío hecho ley, obedeciendo exclusivamente a su
razón; sin embargo, cuando se excita, cuando, por ejemplo, padece síntomas
psíquicos, estados de ansiedad, obsesiones, etc., se trata, y no puede tratarse
de otra cosa, de enfermedades clínicamente constatables, con nombres
perfectamente científicos y verosímiles. Lo psíquico, en tanto que experiencia
íntima, original e irreductible, es para él letra muerta y no comprende ni la
primera palabra de lo que le digo, aun cuando se imagina comprenderlo
perfectamente y escriba artículos y libros en los que deplora el
«psicologismo» moderno .
Es inútil, para cualquiera que sea, pretender atacar este estado de ánimo de
frente, atrincherado tras murallas inviolables de libros, de periódicos, de
opiniones, de instituciones y de profesiones. Entonces, ¿cómo le va a afectar
ese germen de renovación unificador, ínfimo, tan ínfimo en su modestia que
preferiría exhalar el último suspiro? ¿Hacia dónde encaminaremos a nuestro
enfermo para darle una luz, un presentimiento de algo distinto, capaz de
contrapesar su mundo trivial, que le tiene ensordecido? Debemos, a menudo
con largos rodeos, conducirle a un lugar de su alma, oscuro, ridículo, fútil,
aparentemente desprovisto de toda trascendencia y de todo valor; llevarle por
una vía olvidada mucho tiempo atrás hasta una ilusión ya de muy antiguo
plenamente descubierta, y que todo el mundo sabe que no es sino… Ese lugar
se llama el sueño, esa creación efímera, incierta y grotesca de nuestras noches,
y la vía se llama la comprensión de los sueños. Indignado, mi enfermo exclama
con Fausto: ¡Me molesta toda esta estúpida hechicería! ¿Y tú me prometes que
voy a curarme en este caos de locuras? ¿Necesito consejos de una vieja?
¡Desgraciado de mí si no sabes nada mejor! (4) «¿No lo ha probado ya todo?
¿No ha comprobado usted mismo que sus tentativas le devuelven siempre al
círculo vicioso de su desorden presente?» Tal será mi punto de partida.
«¿Dónde bebería, entonces, una esperanza de renovación si ésta no puede
florecer en punto alguno de su mundo?» Mefistófeles, en este punto,
disimulando mal su satisfacción, murmura aparte: Pues entonces hay que
apelar a la bruja, desfigurando así, según la manera satánica que le es propia,
el viejo y «sacrosanto secreto de polichinela» de que el sueño es una visión
interior. El sueño es una puerta estrecha, disimulada en lo que el alma tiene
de más oscuro y de más íntimo; se abre a esa noche originaria cósmica que
preformaba el alma mucho antes de la existencia de la conciencia del yo y que
la perpetuará mucho más allá de lo que una conciencia individual haya alcanzado.
Pues toda conciencia del yo está dispersa; distingue hechos
aislados procediendo por separación, extracción y diferenciación; sólo lo
que puede entrar en relación con el yo es percibido. La conciencia del yo,
incluso cuando roza las nebulosas más lejanas, no está hecha sino de enclaves
muy delimitados. Toda conciencia especifica. Por el sueño, en cambio,
penetramos en el ser humano más profundo, más general, más verdadero,
más duradero, que se hunde todavía en el claroscuro de la noche originaria,
donde era un todo y donde el Todo estaba en él, en el seno de la naturaleza
indiferenciada e impersonalizada. De estas profundidades, en que lo
universal se unifica, es de donde brota el sueño, aunque revista las
apariencias más pueriles, más grotescas, más inmorales. El es de una
ingenuidad florida y de una veracidad que hacen enrojecer de vergüenza a
nuestras adulaciones autobiográficas. No tiene nada de extraño, pues, el
que, en todas las culturas antiguas, se haya visto en el sueño impresionante,
en el «gran sueño», un mensaje de Dios. Debía ser un privilegio de nuestro
racionalismo el explicar el sueño y su constitución exclusivamente por los
residuos de la vida diurna, es decir, por las migajas del abundante festín de la
vida consciente caídas en sus bajos fondos. ¡Como si estas profundidades
oscuras no fueran sino un saco vacío que no contiene jamás sino lo que le cae
de arriba! ¿Por qué se suele olvidar siempre que no hay nada grande ni bello
en el vasto dominio de la cultura humana que no sea debido primitivamente
a una repentina y feliz inspiración? ¿Qué se haría de la humanidad si la
fuente de las inspiraciones se secara? Al contrario, el saco sería más bien la
conciencia, que no contiene nunca más de lo que llega al espíritu .
Cuando el pensamiento huye de nosotros y le buscamos en vano es cuando
apreciamos hasta qué punto dependemos de nuestras inspiraciones. El sueño
no es otra cosa que una inspiración que nos viene de esa alma oscura y
unificadora. ¿Qué habría de más natural, una vez que nos hemos perdido en
los detalles infinitos y en el laberinto de la superficie del mundo, que
detenernos en el sueño para buscar en él los puntos de vista capaces de
llevarnos de nuevo a la proximidad de los hechos fundamentales de la
existencia humana? Pero en este punto tropezamos con los prejuicios más
arraigados: «Los sueños son mentira», se dice, no tienen realidad, mienten o
no son más que realizaciones de deseos; tales son las excusas alegadas para
no tomar a los sueños en serio, lo que sería singularmente incómodo. La
audacia presuntuosa de la conciencia gusta del tabicamiento, a despecho de
los inconvenientes que suscita; por eso somos tan poco inclinados a conceder
cualquier realidad a la verdad del sueño. Hay santos que tienen sueños
bastante libertinos. ¿Qué sería de su santidad—que los sitúa tan por encima
de la plebe humana—si la obscenidad de los sueños tuviera el menor valor de
realidad? Son precisamente los sueños más desagradables los que podrían
acercarnos más a la humanidad hecha de nuestra sangre y atemperar con
mayor eficacia la arrogancia de la derogación de los instintos. Todo un
mundo se saldría de sus goznes sin que jamás la universalidad unificadora
del alma oscura se viera parcelada. Al contrario, cuanto más se multiplican y
crecen las grietas de la superficie, más se afirma en las profundidades la fuerza del Uno .
Cierto que nadie puede ser persuadido, sin haberla experimentado, de la
existencia en el hombre de una actividad psíquica independiente que actúa al
margen de la conciencia; esta convicción es tanto más difícil de alcanzar
cuanto que se trata de una actividad que tiene lugar, no sólo en mí, sino en
cada uno de nosotros. Sin embargo, si se compara la psicología del arte
moderno con las conclusiones de la ciencia psicológica y éstas, a su vez, con
la mitología y la filosofía de los diferentes pueblos, se reúne pruebas
irrefutables de la existencia de ese factor inconsciente colectivo.
Mi enfermo, sin embargo, tan acostumbrado a ver en su alma lo arbitrario
que se maneja a discreción, me dirá que no ha advertido nunca que sus
manifestaciones psíquicas atestigüen la menor objetividad. Al contrario,
según él, llevan la subjetividad al colmo. Yo le responderé: «Entonces, usted
puede hacer desaparecer inmediatamente, a voluntad, sus angustias y sus
obsesiones. ¡Que los malos humores que hierven en su interior desaparezcan
de pronto! Debe bastarle con pronunciar la palabra mágica» .
Naturalmente, en su ingenuidad de hombre moderno, no ha observado que
está completamente poseído por sus estados morbosos tanto como podía
estarlo un poseso en plena Edad Media. La diferencia no es importante:
entonces se hablaba del diablo, hoy se llama neurosis pero la cosa es la
misma; es siempre esa experiencia tan vieja como Adán y Eva: un dato
psíquico objetivo, extraño, insuperable, ha penetrado, como un bloque
inconmovible, en el seno de nuestro dominio arbitrario. Nos ocurre la misma
desventura que al Proctofantasmista en el Fausto:
¡Seguís estando ahí! ¡Vamos, es inaudito!
¡Desapareced ya! ¡Ya hemos alumbrado!
A este montón de diablos no les importan las reglas;
por sensatos que seamos, siempre hay duendes en el castillo .
Si nuestro enfermo es asequible a esta lógica, se ha dado un gran paso
adelante. La vía que lleva a la experiencia íntima del alma está libre. Pero
todavía no es practicable, pues surge ahora un nuevo prejuicio: suponiendo
que se haga la experiencia de una potencia psíquica refractaria a nuestro buen
placer arbitrario, de un elemento llamado psiquismo objetivo, no hay que ver
todavía en ello más que un dato puramente psicológico, de una insuficiencia
por completo humana, indeterminable y desordenada .
Es inaudito ver hasta qué punto los hombres se aferran a sus propias
palabras; siempre se imaginan que detrás de cada una de ellas se oculta una
realidad. ¡Como si se hubiera asestado un duro golpe al diablo por haberle
llamado ahora neurosis! Esta confianza pueril y conmovedora es todavía una
supervivencia de los buenos viejos tiempos en que se operaba con gran apoyo
de fórmulas mágicas. Lo que actúa bajo el nombre de diablo o de neurosis no
es en absoluto influido por el nombre que se le aplica. Pues no sabemos lo
que es la psique; al inconsciente le llamamos así porque lo que él es nos es
inconsciente. Sabemos tan poco lo que es la psique como el físico lo que es la
materia. Sobre este tema no hay más que teorías, es decir, representaciones,
en una palabra, imágenes. Durante un tiempo, se las supone conformes con lo
que representan, pero luego sobreviene un nuevo descubrimiento que derriba
la concepción anterior. La materia ¿se ve afectada por ello o disminuida su
realidad? No sabemos en absoluto con qué nos enfrentamos al tropezar con
ese factor singular de perturbación al que designamos científicamente con el
nombre de inconsciente o de psiquismo objetivo. Se ha querido ver en él—con
una apariencia de justificación—instinto sexual o voluntad de poder. Esto es
dejar aparte la significación específica de la cosa. Pues ¿qué es lo que hay
detrás de esos instintos, que no son, desde luego, el objeto del mundo, sino
sólo delimitaciones de la razón? El campo queda abierto para todas las
interpretaciones. Se puede concebir también el inconsciente como una
manifestación del instinto vital mismo y relacionar la fuerza creadora y
conservadora de la vida con las nociones bergsonianas de «impulso vital» o
de «duración creadora». Otro paralelo posible sería la voluntad según
Schopenhauer. Conozco personas que han sentido el poder ajeno en el seno
de su propia alma como una manifestación divina; y ello por la excelente
razón de que esta vía les ha permitido acceder a la experiencia religiosa y a su
comprensión .
Gustosamente confieso que comprendo sin reticencia la desilusión de mi
enfermo o de mi público cuando, en medio de la confusión del espíritu
moderno, llamo su atención, ¡oh paradoja!, sobre el sueño como fuente de
informaciones. Nada más natural que encontrar, en principio, semejante indicación
de un ridículo total. ¿A qué puede aspirar el sueño, el fenómeno más
subjetivo que exista y abocado a la nada, sobre todo en un mundo desbordante
de realidades que nos encadenan? A las realidades hay que oponerles
otras realidades igualmente palpables, y no sueños subjetivos, que sólo sirven
para turbar el descanso y estropear el humor. Sin duda, con sueños no se
construyen edificios, no se pagan los impuestos, no se ganan batallas ni se
supera la crisis mundial. Tal es la razón de que mi enfermo y muchas
personas esperan todavía que yo les diga cómo se puede dominar la situación
insostenible y cuáles son los medios apropiados para ello. Pero aquí está
precisamente nuestra desgracia: todos los medios que parecen practicables
han sido ya preconizados sin éxito, o bien consisten en deseos imaginarios
prácticamente irrealizables. Estos medios fueron siempre elegidos en función
de la situación presente. Si alguien, por ejemplo, ve que su negocio entra en
una fase peligrosa, es natural que busque, entre todos los medios para sacar a
flote un negocio, el que le parezca que tiene las mayores posibilidades de
éxito. Pero ¿qué hacer cuando se han agotado todos los medios razonables y
éstos, contra todo lo que se esperaba, no han hecho sino empeorar la
situación? En este caso, es preciso interrumpir lo antes posible la utilización
de los pretendidos «buenos medios» .
Mi enfermo—y quizá toda nuestra época—está en esta situación; me
pregunta angustiado: «¿Qué hago?»; y yo debo responderle: «Yo no lo sé
mejor que usted». «Entonces, ¿no hay esperanzas?» Y yo responderé: «La
humanidad, en el trascurso de los tiempos, se ha metido innumerables veces
en callejones parecidos de los que nadie veía salida, pues todo el mundo
estaba ocupado, dentro de su situación personal, en encontrar sabios planes.
Nadie tenía el valor de confesar que el fracaso era general. Y, sin embargo, de
pronto, de una forma inesperada, la pesada máquina empezaba de nuevo a
funcionar, de suerte que es siempre la misma vieja humanidad la que
continúa existiendo, a pesar de sus transformaciones» .
Cuando consideramos la historia de la humanidad sólo distinguimos la capa
más superficial de los acontecimientos, enturbiada, además, por el espejo
deformante de la tradición. Lo que ha ocurrido en el fondo escapa incluso a la
mirada más escrutadora del historiador, pues la propia marcha de la historia
está profundamente oculta, al ser vivida por todos y estar enmascarada a la
mirada de cada cual. Está hecha de vida psíquica y de experiencias privadas
y subjetivas en grado máximo. Las guerras, las dinastías, las transformaciones
sociales, las conquistas y las religiones, no son sino los síntomas más
superficiales de una actitud espiritual fundamental y secreta del individuo,
actitud de la que él mismo no tiene conciencia y que, luego, escapa al
historiador; quizá son los creadores de religiones los más reveladores en este
sentido. Los grandes acontecimientos de la historia del mundo son, en el
fondo, de una profunda insignificancia. En último análisis, sólo la vida
subjetiva del individuo es esencial. Es ésta sólo la que hace la historia; es en
ella donde se producen primero todas las grandes transformaciones; la
historia entera y el futuro del mundo resultan, en definitiva, de la suma
colosal de estas fuentes ocultas e individuales. Somos, en lo que nuestra vida
tiene de más privado y de más subjetivo, no sólo las víctimas, sino también
los artesanos de nuestro tiempo. Nuestro tiempo somos nosotros .
Cuando yo aconsejo a mi enfermo: «Preste atención a sus sueños», es como si
le dijera: «Vuelva a lo que hay de más subjetivo en usted, a la fuente de su
existencia y de su vida, a ese punto en el que usted participa, sin saberlo, en
la historia del mundo. El obstáculo, de apariencia insuperable, con el que
usted choca debe ser, en efecto, una dificultad insoluble, para que usted
continué consumiéndose en busca de remedios cuya ineficacia está
demostrada de antemano. Sus sueños son la expresión de su naturaleza
subjetiva; por eso pueden revelarle el fallo de una actitud que le ha
conducido a un callejón sin salida» .
En efecto, los sueños son productos del alma inconsciente, son espontáneos,
sin predeterminación, sustraídos a la arbitrariedad de la conciencia. Son pura
naturaleza y, por tanto, de una verdad natural y sin disfraz; ésta es la razón
de que gocen de un privilegio sin igual para restituirnos una actitud
conforme con la naturaleza fundamental del hombre, si nuestra conciencia se
ha alejado de su base y se ha quedado atascada en algún atolladero o en
alguna imposibilidad .
Meditar sobre los propios sueños es volver a uno mismo. En el curso de estas
reflexiones, la conciencia del yo no medita sólo sobre ella; se detiene en los
datos objetivos del sueño como sobre una comunicación o un mensaje
procedente del alma inconsciente y única de la humanidad. Se medita sobre
el sí mismo y no sobre el yo, sobre ese sí mismo extraño que nos es esencial,
que constituye nuestro pedestal y que, en el pasado, engendró el yo; se nos ha
vuelto extraño, pues nos lo hemos alienado al seguir la rutina de nuestra conciencia .
Si se admite, generalizando, la idea de que los sueños no son invenciones de
nuestra arbitrariedad sino un producto natural de la actividad inconsciente
del alma, los sueños reales no desautorizarán tampoco el deseo de ver en
ellos un mensaje de alcance desconocido para nosotros. La interpretación de
los sueños es una de las disciplinas de la hechicería, y forma parte, como tal,
de las artes malditas perseguidas por la Iglesia. Aunque nosotros, hombres
del siglo xx, tengamos a este respecto una mayor libertad de espíritu, la idea
de interpretar los sueños sigue estando tan censurada por el prejuicio
histórico que tropezamos con ciertas dificultades para familiarizarnos con
ella. ¿Existe, por lo demás—tendremos que preguntarnos—, un método de
interpretación en el que se pueda confiar? ¿Podemos abandonarnos a las
primeras especulaciones que se nos ocurran? Comparto sin reservas estos
escrúpulos y estoy convencido incluso de que no existe ningún método de
interpretación terminantemente puesto a prueba .
Por otra parte, no hay certeza absoluta en la interpretación de los hechos
naturales sino dentro de unos límites muy estrechos, a saber, en la medida en
que las conclusiones no superen a las premisas, es decir, en que no se
encuentre en las cosas más de lo que se ha introducido en ellas. Toda nuestra
interpretación de la naturaleza es temeraria. Los métodos no se desarrollan
sino mucho tiempo después del trabajo de los pioneros. Como es sabido,
Freud escribió un libro sobre La interpretación de los sueños , pero su trabajo
pone de relieve lo que acabamos de decir: jamás aclara sino aquello que,
según sus teorías, es susceptible de figurar en el sueño. Esta concepción no
está, naturalmente, en ningún aspecto, a la altura de la libertad exuberante de
la vida onírica, y, por consiguiente, oscurece más que aclara el sentido del
sueño. Cuando nos hemos hecho una idea de la variabilidad infinita de los
sueños, difícilmente se puede pensar, por otra parte, que pueda existir alguna
vez un método en este dominio, es decir, un camino a seguir, técnicamente
prescrito, capaz de conducir a un resultado infalible. Por lo demás, no es
malo que falte este método; pues, si existiera, perjudicaría al sentido del
sueño; limitado a priori, éste perdería precisamente esa virtud, esa aptitud de
revelar un punto de vista nuevo que le hace tan precioso en psicología .
Lo mejor que se puede hacer es tratar al sueño como a un objeto totalmente
desconocido; se le examina en todas sus facetas, se le toma, en cierto modo,
en la mano y se le sopesa, se le lleva con uno mismo, se deja volar su
imaginación, se le confía a otras personas. Los primitivos cuentan siempre, si
es posible ante la tribu reunida, los sueños que les han impresionado; este uso
estaba todavía acreditado al final de la antigüedad, pues todos los antiguos
conceden al sueño una significación venerable. Este acto provoca una
multitud de incidentes en el espíritu del soñador y le lleva ya a la periferia
del sentido del sueño. El descubrimiento de tal sentido es—si así puede
decirse— algo esencialmente arbitrario; pues es aquí, en su desciframiento,
donde comienza la temeridad. Según su experiencia propia, su
temperamento y su gusto, se asignará al sentido del sueño fronteras más o
menos amplias. Algunos se contentarán con poco; para otros, nada será
suficiente. También el sentido, es decir, el resultado de la interpretación del
sueño, dependerá en grado elevado de la intención del exégeta, de su
previsión o de sus exigencias. La significación encontrada estará siempre
involuntariamente orientada según ciertas premisas; de la honradez y de la
conciencia empleadas por el investigador en la interpretación del sueño
dependerán la posible ganancia que puede obtener de ella o el
encadenamiento más profundo todavía a los errores que comete. Por lo que
se refiere a las premisas, podemos basarnos con certeza en el hecho de que el
sueño no es una invención ociosa de la conciencia, sino una aparición natural
y espontánea; este hecho no sería alterado en nada si se confirmase después
que, al pasar a la conciencia, los sueños sufren ciertas transformaciones. Si
tales transformaciones se producen, son tan rápidas y tan automáticas que
apenas si son perceptibles. Tenemos, pues toda la libertad para considerarlas
como dependientes de la función natural del sueño. Con igual certeza
podemos suponer que los sueños emanan esencialmente de nuestra
naturaleza inconsciente; son, por lo menos, síntomas de ella, que permiten,
por inferencia, presentir su complexión. Por ello, los sueños son los
instrumentos más adecuados para el estudio de la esencia misma del hombre.
Es preciso guardarse, en el trascurso del trabajo de interpretación, de un
fárrago de prejuicios y de supersticiones; ante todo, de la idea de que las
personas presentadas por el sueño sólo encarnan a esas mismas personas en
la vida real. Pues no hay que olvidar jamás que se sueña, ante todo y casi
exclusivamente, sobre uno mismo y a través de uno mismo. (Hay, para las
excepciones, ciertas normas precisas que no me interesa citar aquí.) Si
aceptamos esta verdad, en seguida se nos presentan problemas de gran
interés. Recuerdo dos casos especialmente instructivos: en el primero, el
sujeto soñaba con un vagabundo borracho, tumbado en plena calle; en el otro,
con una prostituta borracha que se revolcaba en un basurero. El primer caso
era el de un teólogo; el segundo, el de una dama distinguida de la alta
sociedad, y ambos se rebelaban y ofendían ante la idea de que se sueña sobre
uno mismo y a través de uno mismo: no estaban en absoluto dispuestos a
confesárselo. Les aconsejé con benevolencia que se concedieran una hora de
meditación y buscaran con aplicación y recogimiento en qué aspecto y de qué
forma ellos no valían apenas más que aquel hermano borracho en la calle y
aquella hermana prostituta en el basurero. A menudo un golpe de efecto
semejante se desencadena el proceso sutil del conocimiento de sí mismo. El
«otro» con quien soñamos no es ni nuestro amigo, ni nuestro vecino; es el
otro en nosotros, del que decimos con predilección: «¡Oh Dios, te doy las
gracias por no haberme hecho como a ése!» Sin duda, el sueño, ese brote de la
naturaleza, ignora las intenciones moralizadoras, pero expresa aquí la vieja
ley, bien conocida, según la cual los árboles no crecen hacia el cielo, sino
hunden en el suelo sus poderosas raíces .
Si tenemos presente en nuestro espíritu que el inconsciente encierra con
profusión todo lo que le falta al consciente, y, por tanto, que el inconsciente
tiene una tendencia compensadora, podremos intentar sacar deducciones de
un sueño, con tal de que no brote de capas psíquicas demasiado profundas.
Si, por el contrario, es así, el sueño contendrá por regla general lo que se
llama temas mitológicos, es decir, asociaciones de imágenes y de
representaciones comparables a las que hay en la mitología de su propio
pueblo o de los pueblos extranjeros. En este caso, el sueño contiene un sentido
colectivo, es decir, un sentido general, humano .
Pero esto no está en contradicción con la observación hecha más arriba de que
soñamos siempre sobre nosotros mismos y a través del prisma de nuestra
individualidad una y única. Aunque seamos seres individuales, nuestra
individualidad no por ello deja de estar incrustada en la condición humana.
Un sueño con significación colectiva será, pues, en primer lugar, válido para
el que lo ha soñado, pero expresará, al mismo tiempo, que la problemática
momentánea del sujeto es compartida también por muchos de sus
contemporáneos. Semejantes constataciones son, a menudo, de una gran
importancia práctica, pues son numerosos los seres que, en su vida íntima, se
sienten aislados del resto de la humanidad, prisioneros del espejismo de que los
dilemas que les agobian sólo les afectan a ellos entre todos los hombres. O
bien se trata de sujetos exageradamente modestos que, «en el sentimiento
agudo de su nada», han mantenido su actividad social por debajo de su nivel
posible. Por otra parte, todo problema particular está en relación, de alguna
manera, con los problemas de la época, lo que explica que, por así decirlo,
toda dificultad subjetiva pueda ser considerada en función de la situación
general de la humanidad. En la práctica, sin embargo, esto no es admisible
más que si el sueño utiliza verdaderamente una simbólica mitológica, es
decir, colectiva .
Los primitivos llaman a estos sueños los «grandes» sueños. Los primitivos
del África Oriental que yo he estudiado, suponían que los «grandes» sueños
no eran soñados sino por «grandes» personajes, es decir, por los hechiceros y
los jefes. Nada hace pensar que esto, al nivel primitivo, no sea cierto. Entre
nosotros, estos sueños se dan también en seres sencillos, en particular en
aquellos que se confinan en una estrechez mental impuesta. Es inútil decir
que el estudio de uno de estos grandes sueños exige, para llegar a un
resultado satisfactorio, mucho más que las solas conjeturas de una intuición
más o menos adivinatoria. Son indispensables conocimientos extensos, que
no deberían faltar a ningún especialista. Los conocimientos solos, sin
embargo, no bastan; no deben ser en absoluto recuerdos momificados, sino,
por el contrario, deben conservar en quien los maneja el sabor de la
experiencia viva. ¿Qué significarán, por ejemplo, los conocimientos filosóficos
en el cerebro de un hombre que no es filósofo de corazón? Quienquiera que
desee interpretar un sueño debe poseer una envergadura personal comparable
a la del sueño, pues, y esto de modo absoluto, jamás se reconoce en nada
más de lo que se es .
El arte de la interpretación de los sueños no se aprende en los libros; los
métodos y las reglas no son buenas más que para quien es capaz de pasarse
sin ellos. Sólo dispone de la facultad real de interpretación quien tiene la
gracia del saber y de la comprensión viva, quien, siendo comprensivo, tiene
este don graciosamente. Quien no se conoce a sí mismo no puede pretender
conocer a los demás. Y en cada uno de nosotros duerme un extraño de rostro
desconocido, que habla con nosotros por medio del sueño y nos hace saber
cuan diferentes son la visión que tiene de nosotros y aquella en la que nos
complacemos. Por eso, cuando nos debatimos en una situación con dificultades
insolubles, es el otro, el extraño en nosotros, quien puede, llegada la
ocasión, abrirnos los ojos y difundir las únicas claridades capaces de transformar
de arriba abajo nuestra actitud, esa actitud que nos ha llevado hasta la
situación inextricable y que ha fallado .
A medida que, a lo largo de los años, me consagraba a estos problemas, más
se iba afirmando en mí la impresión de que nuestra educación moderna es de
una unilateralidad enfermiza. Desde luego, es juicioso abrir los ojos y los
oídos de la juventud a las perspectivas del vasto mundo, pero es locura creer
que de esta forma se ha preparado suficientemente a los jóvenes para la vida.
Tal educación permite exactamente a los jóvenes una aceptación exterior a las
realidades del mundo; pero nadie piensa en una adaptación al sí mismo, a las
potencias del alma cuya omnipotencia supera con mucho a todas las grandes
potencias que pueda ocultar el mundo exterior. Existe aún, es cierto, un
sistema de educación; proviene, en parte, de la antigüedad y, en parte, de los
comienzos de la Edad Media. Se llama Iglesia cristiana. Sin embargo, no se
puede negar que el cristianismo—en el curso de los dos últimos siglos, al
igual que el confucianismo y el budismo en China—ha perdido gran parte de
su eficacia educativa. Responsable de ello no es la perversidad de los
hombres, sino la evolución espiritual progresiva y general, cuyo primer
síntoma fue la Reforma, que quebrantó la autoridad educativa e inició el
proceso de demolición del principio de autoridad. La inevitable consecuencia
fue un aumento de la importancia del individuo, que se ha expresado con la
máxima fuerza en los ideales modernos de humanidad, de bienestar social y
de igualdad democrática. La tendencia expresamente individualista de la
última fase de nuestro desarrollo tiene por consecuencia un reflujo
compensador hacia el hombre colectivo, cuya afirmación autoritaria constituye en
la actualidad el centró de gravedad de las masas. No es de extrañar, pues, que
reine actualmente una atmósfera de catástrofe, como si se hubiera
desencadenado una avalancha que nadie podrá ya contener. El hombre,
elemento anónimo de una masa, amenaza con ahogar, con tragarse al
individuo, al ser humano tomado aparte, sobre cuya responsabilidad reposa,
sin embargo, toda la obra edificada por mano humana. La masa, como tal, es
siempre anónima e irresponsable. Los llamados jefes son los síntomas inevitables
de todo movimiento de masa. Los verdaderos jefes de la humanidad, sin
embargo, son siempre aquellos que, meditando sobre sí mismos, aligeran al
menos de su propio peso el peso de la masa, manteniéndose conscientemente
alejados de la inercia natural y ciega, inherente a toda masa en movimiento .
Pero ¿quién es capaz de resistir a esta potencia de atracción abrumadora, en
cuya corriente cada cual se agarra a su vecino y se arrastran unos a otros?
Sólo puede resistir aquel que no se acantona en el exterior, sino que se apoya
en su mundo interior y posee en él un puerto seguro .
Estrecha y oculta es la puerta que se abre al interior, innumerables los
prejuicios, las prevenciones, las opiniones, los temores que impiden el acceso
a ella. Lo que se espera son grandes programas políticos y económicos,
precisamente lo que siempre ha hecho atascarse a los pueblos. Por eso, hablar
de las puertas ocultas del sueño y del mundo interior suena tan grotesco.
¿Qué puede esperar este idealismo nebuloso frente a un programa económico
gigantesco, frente a los problemas—los pretendidos problemas—de la
realidad? Yo no me dirijo a las naciones; hablo a algunos hombres, a un
pequeño grupo en cuyo seno se sabe perfectamente que las realidades de
nuestra cultura no nos han caído del cielo, sino que son, en último término,
obra de unos cuantos hombres extraordinarios. Si esa gran cosa que es la
cultura va de mal en peor, ello depende simplemente de que los hombres
tomados uno a uno van de mal en peor, de que yo voy de mal en peor.
Razonablemente, tendré que empezar por rehacerme yo mismo. Pero como la
autoridad ya no tiene instancia suprema y, así enucleada, ya no es un freno
para el individuo, necesito un conocimiento y un reconocimiento de las bases
más específicas y más íntimas de mi ser subjetivo, con objeto de edificar sobre
los datos eternos del alma humana .
Si hasta ahora he hablado principalmente del sueño, ha sido porque quería
citar simplemente uno de los puntos de partida, el más próximo y conocido,
de la experiencia interior. Además del sueño, hay muchos otros de los que no
puedo hablar aquí. Pues la exploración de las profundidades del alma aclara
muchas cosas que en la superficie apenas si nos atrevemos a imaginar. No es
extraño que, a veces, se descubra en ellas la más poderosa y espontánea de
todas las actividades espirituales, a saber, la actividad religiosa del espíritu.
Pues ésta se halla mucho más profundamente arraigada en el hombre
moderno que la sexualidad o la adaptación social. Así, conozco a personas
para quienes el encuentro interior con la potencia extraña representa una
experiencia a la que atribuyen el nombre de «Dios». También «Dios», tomado
en este sentido, es una teoría, una concepción, una imagen que el espíritu
humano crea, en su insuficiencia, para expresar la experiencia íntima de algo
impensable e indecible. La experiencia viva es la única realidad, el único elemento
indiscutible. Pues las imágenes pueden ser manchadas y desgarradas .
Los nombres y las palabras son vestiduras muy pobres para nuestras
experiencias, pero, al menos, hacen presentir su naturaleza. El que hoy se
llame al diablo neurosis, indica que esta experiencia demoníaca es sentida
como enfermedad, rasgo característico de nuestra época; el que se le llame
represión de la sexualidad o instinto de poder, demuestra que estos impulsos
fundamentales se encuentran en ella seriamente perturbados. El que se llame
a las experiencias íntimas Dios, es que se desea destacar la significación
universal y la profundidad infinita de las que se ha oído el eco en uno mismo.
Viendo las cosas con una mirada lúcida, es esta última designación la que,
por la lejanía de lo desconocido, resulta más prudente y, al mismo tiempo,
más modesta, pues es ella la que deja a la experiencia íntima el juego más
amplio, sin encerrarle en absoluto en la forma reducida de cualquier esquema
conceptual. A menos que, naturalmente, no se le ocurra a alguien la extraña
idea de pretender saber con precisión lo que es Dios .
Desígnese a la parte más honda del alma con el nombre que se quiera; no por
ello la existencia y la naturaleza misma de la conciencia quedan de modo
inaudito bajo su dominio, y en una medida tanto mayor cuanto más suceda
esto sin saberlo nosotros. El profano, es cierto, difícilmente puede discernir
hasta qué punto está influido en todas sus tendencias, sus humores, sus
decisiones, por los datos oscuros de su alma, potencias peligrosas o
saludables que forjan su destino. Nuestra conciencia intelectual es como un
actor que hubiera olvidado que está interpretando a un personaje. Cuando la
representación acaba, debe poder volver a su realidad subjetiva, pues no
podría continuar viviendo el personaje de Julio César o de Ótelo; debe volver
a su propio temperamento, expulsado mediante un artificio momentáneo de
su conciencia. Debe saber de nuevo que no era más que un personaje en un
escenario, que se ha representado una obra de Shakespeare, que existe un
director de escena y un empresario, cuyas opiniones, antes y después de la
representación, determinan la lluvia y el buen tiempo.

Notas:

2- Aparecido en Wirklichkeit der Seele (Rascher, Zurich, 1934) con el título La psicología y
nuestro tiempo .
3- Según el cálculo del año platónico, que está regido por la precesión de los equinoccios .
4- Citado de la versión castellana de José María Valverde. Vergara, Barcelona, 1963.

Volver al índice principal de ¨Obra de Jung, Carl Gustav: Los complejos y el inconsciente (1944)¨