Jung, C. G. : Los complejos y el inconsciente. Libro tercero: Los sueños. Significación individual del sueño

Libro Tercero: Los sueños

7. Significación individual del sueño (29)
La utilización terapéutica del análisis onírico es todavía objeto de muchas
controversias. Numerosos médicos consideran que el análisis onírico es
indispensable en el tratamiento práctico de las neurosis; por ello mismo,
confieren al sueño una importancia psíquica funcional equivalente a la de la
conciencia. Otros, en cambio, niegan toda validez al análisis onírico,
rebajando al sueño al rango de subproducto psíquico insignificante. Toda
concepción—no hace falta decirlo—que atribuya al inconsciente un papel
determinante en la etiología de las neurosis, prestará igualmente al sueño,
exteriorización inmediata de este inconsciente, un alcance práctico esencial.
Es cierto, asimismo, que la concepción opuesta, que niega el inconsciente (o,
al menos, toda eficiencia etiológica), afirmará la superfluidad del análisis onírico.
Se podría deplorar que en nuestros días, más de medio siglo después de
que un Carus forjara el concepto de un inconsciente, más de un siglo después
de que un Kant hablara del «campo infinito de las representaciones oscuras»,
doscientos años después de que un Leibniz postulara un inconsciente
psíquico, para no hablar de los trabajos de un Janet, de un Flournoy y de
muchos otros; se podría lamentar, digo, que después de todos estos
testimonios la realidad del inconsciente aún sea puesta en duda. Estando
consagrado a este estudio en la práctica, no quiero dejarme llevar aquí a una
apología del inconsciente; pero no podemos ocultarnos que el problema
particular del análisis onírico se plantea o no se plantea según que se postule
o se rechace el inconsciente. Sin la hipótesis del inconsciente, el sueño no es
más que un ludus naturae, un juego de la naturaleza, un conglomerado de
briznas dispersas, desechos de la vida diurna. Si fuera así, un debate sobre la
utilización práctica de los sueños no tendría ni la sombra de una excusa. No
podemos abordar este tema más que apoyándonos en una aceptación previa
del inconsciente, pues el objetivo que se propone al análisis onírico no es
entregarse a no sé qué juegos del espíritu, sino investigar y hacer conscientes
los contenidos hasta entonces inconscientes y que, al parecer, participan en la
explicación y en el tratamiento de una neurosis. Para quienquiera que declare
inaceptable la hipótesis del inconsciente, la cuestión de la utilización del
análisis onírico no se plantea.
Si nos basamos en nuestra hipótesis de que el inconsciente tiene un alcance
etiológico y de que los sueños son la exteriorización inmediata de una
actividad psíquica inconsciente, el intento de analizarlos y de interpretarlos
es, desde un punto de vista científico puro, un empeño teóricamente justificado.
Sin embargo, los hallazgos científicos no deben constituir para el
médico sino un complemento, excelente sin duda pero accesorio, de su
actividad terapéutica; por ello, la eventualidad de iluminar en teoría los
trasfondos etiológicos apenas si justificaría la práctica del análisis onírico, a
menos que el médico no se prometa un efecto terapéutico de esta iluminación
reveladora, pues, en este caso, la utilización del análisis onírico se convierte
en un deber médico. Como es sabido, la escuela freudiana adopta en gran parte
este punto de vista; concede un alcance terapéutico considerable al
descubrimiento y a la explicación, es decir, a la toma de conciencia de los factores
etiológicos inconscientes.
Si se supone justificada por los hechos esta previsión, no queda más que
preguntarse si el análisis onírico contribuye (solo o en relación con otros
métodos) o no contribuye al descubrimiento de la etiología inconsciente. Es
conocida la respuesta afirmativa de Freud, respuesta que yo puedo confirmar
en gran parte: ciertos sueños, en particular los sueños iniciales, es decir, los
del comienzo inmediato del tratamiento, aclaran, a menudo con toda la
nitidez que se pueda desear, el factor etiológico esencial. He aquí un ejemplo:
Un hombre de elevada posición social viene a consultarme. Padece
angustias, incertidumbres, vértigos que le llegan a hacer vomitar, con embotamiento
cerebral y molestias respiratorias; en resumen, un estado que se
parece casi hasta confundirse con el mal de altura. El paciente ha tenido una
carrera excepcionalmente brillante: hijo ambicioso de un campesino pobre,
comenzó modestamente en la vida pero, gracias a sus dotes naturales, se
elevó de peldaño en peldaño, merced a una incesante labor, hasta una
situación dirigente, eminentemente favorable para un nuevo ascenso social.
De hecho, acababa de alcanzar el trampolín desde el que podía pensar en los
grandes saltos si su neurosis, de pronto, no hubiera venido a estorbar sus
proyectos. El enfermo no podía dejar de expresar su contratiempo con una de
esas frases conocidas que comienzan por las palabras estereotipadas:
«Precisamente ahora que… etc.» La sintomatología del mal de altura parecía
ser particularmente apropiada para expresar de forma metafórica la situación
específica del enfermo. Por otra parte, me contó dos sueños que había tenido
la noche anterior. He aquí el primero: Me encuentro de nuevo en mi pueblo
natal. En la calle, un grupo de campesinos con los que yo había ido a la
escuela. Fingiendo no reconocerles, paso de largo. Oigo entonces a uno de
ellos que dice señalándome: «No suele venir por el pueblo.» Sin la menor
acrobacia de interpretación, este sueño recuerda la humildad de los
comienzos, y resulta fácil comprender lo que esta alusión quiere decir; con
toda evidencia significa: «Tú olvidas que empezaste muy abajo.» He aquí el
segundo sueño: Tengo mucha prisa, porque parto de viaje. Quiero hacer mis
maletas y no encuentro nada. El tiempo apremia, pues el tren sale pronto. Al
fin consigo reunir mis cosas y me lanzo a la calle; pero me doy cuenta de que
he olvidado mi cartera de mano, que contiene papeles importantes; vuelvo a
buscarla, apresurándome hasta quedarme sin aliento; la encuentro y corro
hacia la estación, pero avanzo dificultosamente. Por fin, con un supremo
esfuerzo, llego corriendo al andén, pero sólo a tiempo de ver cómo el tren
abandona la estación. El tren describe una curva extraña en forma de S; es
muy largo, y pienso que si el maquinista no tiene cuidado y se pone a todo
vapor cuando llegue a la línea recta, los vagones de cola estarán todavía en la
curva y la aceleración los hará descarrilar. En efecto, el maquinista da todo el
vapor, yo intento gritar, los vagones de cola se bambolean de forma
alarmante y acaban por descarrilar. Es una catástrofe espantosa. Me despierto
lleno de angustia.
También aquí es fácil comprender las imágenes del sueño; describe, primero,
la precipitación nerviosa y vana con que el enfermo trata de ir adelante. Pero
como el maquinista avanza en cabeza sin preocuparse de lo que le sigue, en la
parte de atrás se produce esa pérdida de equilibrio, esas oscilaciones—es
decir, la neurosis—que provocan el descarrilamiento.
El paciente ha alcanzado manifiestamente en su situación actual el punto
culminante de su existencia; su origen modesto y las dificultades de su largo
ascenso han agotado sus fuerzas. En lugar de contentarse con los resultados
alcanzados, su ambición le empuja hacia metas todavía más altas en una
atmósfera en la que corre el riesgo de perder el aliento y a la que no está
adaptado. Es entonces cuando sobreviene la neurosis, dando la alarma.
Luego, circunstancias externas me impidieron proseguir el tratamiento; por
otra parte, mi opinión apenas había logrado el asentimiento del paciente. Por
ello, la suerte esbozada en el sueño siguió su curso. Por ambición, el paciente
quiso probar suerte, lo que le llevó al fracaso profesional, un descarrilamiento
tan completo que la catástrofe entrevista se hizo realidad.
Lo que la anamnesis consciente no permitía sino suponer—a saber, que el mal
de altura era como la representación simbólica de un agotamiento
ascensional—, el sueño lo transforma en certeza. Hay en ello un factor de
primera importancia que habla en favor de la utilización del análisis onírico:
el sueño describe la situación íntima del que sueña, situación de la que el
consciente no quiere saber nada o cuya verdad y realidad no acepta sino de
mala gana. Conscientemente, el enfermo no ve el menor motivo de
interrumpir su camino; al contrario, aspira por ambición a alcanzar las más
altas cimas y niega su incapacidad, que fue claramente demostrada por los
acontecimientos que siguieron. En semejante caso, el dominio consciente sólo
nos deja siempre inseguros. Una anamnesis puede dar lugar a tal o cual
interpretación. Al fin y al cabo, cualquier simple soldado puede llevar en la
mochila el futuro bastón de mariscal, y muchos hijos de padres humildes han
llegado a los supremos honores. ¿Por qué no va a ser éste el caso? Mi juicio
puede carecer de base: ¿por qué va a tener más fundamento mi opinión que
la de mi enfermo? Es aquí donde interviene el sueño, exteriorización de un
proceso psíquico inconsciente, involuntario, sustraído a la influencia
consciente, que representa la verdad, la realidad interior tal cual es; no tal
como yo la supongo o la deseo, sino tal cual es realmente. Por eso me he fijado
como norma considerar, en principio, a los sueños como manifestaciones
fisiológicas: si aparece azúcar en la orina, es de azúcar de lo que se trata y no
de albúminas o de urobilina o de cualquier otro cuerpo que respondería,
quizá, mucho mejor a mis previsiones. Es decir, que, a mis ojos, el sueño es un
dato de valor para el diagnóstico.
Este pequeño ejemplo—como todos los sueños, por otra parte—nos da más
de lo que esperábamos. No sólo nos proporciona la etiología de la neurosis,
sino también un pronóstico y, lo que todavía es mejor, nos indica dónde debe
intervenir la terapéutica: debemos impedir al enfermo que se lance a todo
vapor; él mismo se lo dice con toda claridad en el sueño.
Bástenos aquí esta alusión y volvamos a nuestra preocupación inicial de saber
si los sueños son susceptibles de revelar la etiología de una neurosis. El
ejemplo citado describe un caso positivo. Pero yo podría referirles un gran
número de sueños iniciales, incluso elegidos entre aquellos cuya significación
es transparente y que, sin embargo, no presentan el menor rasgo de factor
etiológico. Dejemos provisionalmente al margen a los sueños cuya
interpretación exige un análisis profundo.
Hay neurosis, como es sabido, cuya etiología real no aparece sino muy en
último plano, y otras con una etiología de una importancia muy relativa. Esto
nos remite a la hipótesis de la que hemos partido, a la idea de que la toma de
conciencia del factor etiológico constituye una pieza maestra de la
terapéutica. Esta suposición incluye también en gran parte la vieja teoría del
traumatismo psíquico. Es indudable que numerosas neurosis tienen un
origen traumático, pero yo discuto que sea así en todas las neurosis; no todas
tienen por origen penosas experiencias infantiles, vividas y, luego,
determinantes. Si ataco esta concepción es porque incita al médico a
concentrar su atención sobre el pasado, sobre el encadenamiento causal, a
fijar su mente sobre el origen, desdeñando el objetivo de las cosas, igualmente
esencial, sin embargo; y esto, a menudo, con el mayor daño para el paciente,
que se ve obligado a buscar, a veces durante años, la inalcanzable experiencia
traumática de su infancia, olvidando cosas de importancia inmediata. Una
actitud puramente causal es demasiado estrecha; no satisface ni a la
naturaleza del sueño ni a la de la neurosis. Por ello, abordar un sueño con la
sola preocupación del factor etiológico es hacer un gravé perjuicio a su
trabajo elaborador y cerrarse a lo que hay en él de más productivo. El ejemplo
citado más arriba revela la etiología con claridad; pero, además, en forma de
anticipación, forma un pronóstico y proporciona una indicación terapéutica.
Y piénsese en la multitud de sueños iniciales que no dicen ni palabra respecto
a la etiología, sino que se refieren a otras cuestiones; por ejemplo, a la actitud
frente al médico. He aquí, como ejemplo, tres sueños de una misma enferma
que consultó, sucesivamente, a tres analistas; cada sueño señala el comienzo
del tratamiento de uno de ellos. He aquí el primero.
Tengo que cruzar la frontera, pero no la encuentro por ninguna parte y nadie
sabe decirme dónde está.
Este tratamiento, infructuoso, fue interrumpido en breve plazo. He aquí el
segundo sueño: Tengo que cruzar la frontera. Es noche cerrada y no
encuentro la aduana. Tras haber buscado largamente, descubro una lucecita a
lo lejos, y pienso que allí está la frontera. Mas para llegar tengo que franquear
un valle y un bosque oscuro, donde me desoriento. Descubro entonces la
presencia de alguien que, de pronto, se aferra a mí como un loco, y me
despierto llena de angustia.
Este tratamiento fue interrumpido al cabo de unas semanas, después de que
una identificación inconsciente entre el analista y la analizada hubo causado
una desorientación total.
El tercer sueño tuvo lugar al comienzo de nuestro tratamiento. Fue el
siguiente: Tengo que cruzar una frontera; a decir verdad, ya la he cruzado y
me encuentro en un edificio de la aduana suiza. Sólo llevo la bolsa de mano y
pienso que no tengo nada que declarar. Pero el aduanero hunde la mano en
mi bolsa y, con gran estupor por parte mía, saca de ella dos colchones enteros.
La enferma se casó durante nuestro tratamiento, al comienzo del cual sentía
una aversión insuperable por el matrimonio. La etiología de sus resistencias
neuróticas no se precisó sino al cabo de largos meses, y en los tres sueños
citados no se hace la menor alusión a ella; los tres, sin excepción, prefiguran
las dificultades nacidas al contacto con cada uno de los médicos que la tratarían.
Estos ejemplos, que podrían multiplicarse muestran que los sueños son a
menudo anticipaciones que pierden todo su sentido al ser examinados desde
un punto de vista puramente causal. Estos sueños proporcionan
informaciones irrecusables sobre la situación analítica y es de la mayor
importancia terapéutica apreciarlas en su justo valor. El primer médico,
comprendiendo la situación con exactitud, envió a la enferma al segundo.
Con éste, la misma enferma sacó las con- secuencias de su sueño e
interrumpió el tratamiento. En cuanto a mí, mi interpretación la decepcionó;
pero el paso de la frontera, realizado según el sueño, le fue de una gran
ayuda para perseverar a despecho de todas las dificultades.
Los sueños iniciales son a menudo de una claridad y de una transparencia
sorprendentes. En el curso del análisis estos caracteres se pierden rápidamente;
si, por excepción, persisten, se puede estar seguro de que el
análisis no ha alcanzado todavía a una parte esencial de la personalidad. En
general, poco después del comienzo del tratamiento, los sueños se hacen más
oscuros y más confusos, lo que aumenta mucho las dificultades de
interpretación; tanto más cuanto que, ayudando las circunstancias, se llegará
pronto a un plano en el que, en verdad, el médico ya no dominará la
situación. Como prueba de ello no queremos citar sino esa pretendida
oscuridad creciente de los sueños, constatación completamente subjetiva por
parte del médico. No hay nada oscuro para quien comprende; sólo la
incomprensión hace aparecer a las cosas ininteligibles y confusas. En sí
mismos, los sueños son naturalmente claros, es decir, son precisamente lo que
deben ser en función de las circunstancias momentáneas. Cuando, más
adelante, en un estadio más avanzado del tratamiento o al cabo de varios
años, se reconsidera estos sueños, uno se lleva las manos a la cabeza,
preguntándose cómo pudo estar tan ciego respecto a ese punto. Cuando al
avanzar el análisis se tropieza con sueños que, comparados con los luminosos
sueños iniciales, son de una señalada oscuridad, el médico debería
abstenerse de acusar a los sueños de confusión o al enfermo de resistencias
intencionales; debería ver en ello un signo que marca, por su parte, el
comienzo de una fase de incomprensión. (En este mismo orden de ideas, el
psiquiatra que llama «confuso» al estado mental de su enfermo debería
confesarse que comete una proyección y declararse a sí mismo confuso; pues,
en realidad, es su comprensión la que se ha hecho confusa a causa del
comportamiento singular de su paciente.) Además, es de una gran
importancia terapéutica el confesarse a tiempo la propia falta de
comprensión, pues nada es menos provechoso para el enfermo que ser
comprendido siempre. El enfermo, de todas formas, tiene demasiada
tendencia a entregarse al saber misterioso del médico y a hacerle caer en su
vanidad profesional, a instalarse literalmente en la comprensión «profunda»
y «segura de sí misma» del analista; pierde, por este hecho, todo sentido de lo
real, lo que constituye una de las causas esenciales de los transferts obstinados
y de los retrasos que dificultan el éxito de la cura.
Aunque se olvide con demasiada frecuencia, la comprensión es un acto
mental eminentemente subjetivo; puede ser unilateral: el médico comprende,
pero el enfermo no; en este caso, el médico considera que es su deber
convencer al enfermo; si éste no se deja persuadir, le reprochará sus resistencias.
Ahora bien, en este caso, es decir, cuando la comprensión es
unilateral, yo prefiero hablar con toda tranquilidad de incomprensión, pues,
en el fondo, es muy poco esencial que el médico comprenda; en cambio, todo
depende de la comprensión o la incomprensión del enfermo; por eso hay que
tender, más que a la comprensión, a un pleno acuerdo recíproco, fruto de
reflexiones comunes. El peligro durante una comprensión unilateral es que el
médico establezca sobre el sueño, a partir de una concepción preestablecida,
un juicio conforme con la ortodoxia de tal o cual doctrina, o incluso de la
verdad fundamental, pero que no obtenga la adhesión espontánea del enfermo,
lo que equivale prácticamente a un error, en particular porque anticipa
su desarrollo y, por ello, le paraliza. Pues no se trata de enseñarle al enfermo
una verdad (de esta forma se llega a la cabeza, al ser pensante): es el enfermo
mismo, por el contrario, quien debe elevarse, al evolucionar, hasta esta verdad, cosa
que afecta al corazón, conmueve al ser entero y goza de una eficacia mucho mayor.
Si la interpretación unilateral del médico no está de acuerdo con una teoría
onírica o cualquier otra doctrina prestablecida, la eventual persuasión del
enfermo y, con ella, cierto éxito curativo se basarán esencialmente en la
sugestión, respecto a la cual más vale que no nos engañemos. El efecto
sugestivo no tiene en sí, es cierto, nada de condenable, pero no por ello sus
éxitos dejan de tener límites, límites que son muy conocidos; y tiene a la larga
consecuencias secundarias sobre la independencia del carácter, que hacen
lamentar su empleo. Quienquiera que utilice en su tratamiento el análisis
cree, por este hecho, implícitamente, en el alcance y en el valor de la toma de
conciencia, gracias a la cual parcelas de personalidad hasta entonces
inconscientes quedan situadas bajo el dominio de la conciencia, de su elección
y de su crítica. El enfermo se encuentra así enfrentado con problemas que
debe zanjar mediante un juicio razonable y una decisión consciente: en ello se
da nada menos que una provocación directa de la función ética, la cual apela
por sí misma a toda la personalidad. La intervención analítica se sitúa así,
respecto a la personalidad y a su madurez, en un plano notoriamente más
elevado que el de la sugestión, especie de medio mágico que actúa en la
sombra sin dirigir la menor exigencia de orden moral a la persona. La sugestión
es siempre un medio engañoso, un simple expediente que, incompatible
con el principio del tratamiento analítico, debe ser evitado en los límites de lo
posible. Naturalmente, no puede ser desbancada más que cuando el médico
tiene conciencia de la amenaza latente de su intromisión. Aun así,
inconscientemente quedará bastante efecto sugestivo.
Quien quiera evitar la sugestión consciente debe considerar que la
interpretación de un sueño carece de valor mientras no ha logrado el asentimiento
del paciente.
La observación de este precepto fundamental me parece indispensable para el
estudio de los sueños a los que he hecho alusión más arriba y cuya
ininteligibilidad hace presagiar que no serán comprendidos ni por el médico
ni por el enfermo. Tales sueños deberían ser considerados siempre por el
médico como un novum, como una fuente de información sobre condiciones
desconocidas, sobre las que tiene tanto que aprender como su enfermo. Sería
natural que el médico renunciara siempre a todo prejuicio teórico y que
estuviera movido por el deseo de descubrir una teoría nueva, pues aquí se
abre un inmenso campo de investigaciones para los pioneros del futuro. Pretender
que los sueños no son sino la realización de deseos reprimidos es una
concepción caduca desde hace mucho tiempo. Ciertamente, también hay
sueños que realizan con toda evidencia deseos o aprensiones. Pero ¡cuántas
otras clases se podría encontrar! Los sueños pueden estar formados por
verdades ineluctables, de sentencias filosóficas, de ilusiones, de fantasías
desordenadas, de recuerdos, de proyectos, de anticipaciones, incluso de
visiones telepáticas, de experiencias íntimas irracionales, y de muchas otras
cosas todavía. Pues hay algo que no conviene perder nunca de vista: la mitad
de nuestra vida, o casi la mitad, se desarrolla en un estado de inconsciencia
más o menos completo. Los sueños son las exteriorizaciones específicas del
inconsciente que surgen en el consciente. El alma tiene un aspecto diurno: la
conciencia; tiene también un aspecto nocturno: el funcionamiento psíquico
inconsciente que se puede concebir como semejante a los fantasmas de una
imaginación soñadora. Ahora bien, la conciencia no está constituida
únicamente por deseos y temores, sino también por una infinidad de otras
muchas cosas; del mismo modo, y con toda verosimilitud, el alma de
nuestros sueños esconde una riqueza de posibilidades vitales, comparable o
incluso superior a la de la conciencia, la cual, por naturaleza, es sinónima de
concentración, de limitación y de exclusivismo.
En estas condiciones, no está injustificado e incluso es indispensable no
restringir de antemano doctrinalmente el sentido de un sueño. Son numerosos
los sujetos, conviene saberlo, que hasta en sus sueños imitan la jerga
técnica o teórica de su médico, de acuerdo con la vieja sentencia Canis panem
somniat, piscator pisces, el perro sueña con pan, el pescador con peces, lo que
no implica que los peces con que sueña el pescador sean siempre y
exclusivamente peces. No hay lenguaje del que no se pueda abusar. ¡Con
cuánta facilidad podemos vernos burlados en esto! Se diría incluso que el
inconsciente tiene una cierta tendencia a enredar al médico, con riesgo de
ahogarle, en sus propias teorías. Por eso yo me desprendo en el análisis
onírico, en la medida de lo posible, de toda teoría; no enteramente, es cierto,
pues un mínimo de teoría nos es siempre necesario para concebir claramente
las cosas. Así, es una previsión teórica el pensar que un sueño debe tener un
sentido, lo que no puede ser probado estrictamente con todos los sueños,
pues los hay que no son comprendidos ni por el enfermo ni por el médico.
Sin embargo, necesito creer en este postulado, del que extraigo el valor para
concentrarme sobre los sueños. Otra brizna de teoría necesariamente
postulada es que el sueño añade un dato esencial al conocimiento consciente
y que, en consecuencia, un sueño que no lo satisface está insuficientemente
interpretado; esta hipótesis es, también, ineluctable, pues, formulada o
implícita, justifica mis esfuerzos analíticos. En cambio, todas las demás
hipótesis, relativas por ejemplo a la función y a la estructura del sueño, son
simples reglas artesanales y deben considerarse permanentemente como
susceptibles de perfeccionamientos ulteriores. En el curso de estos trabajos, es
preciso no perder nunca de vista que nos movemos sobre arenas movedizas
en las que la inseguridad es la única certeza. Si no fuera por el temor a la
paradoja, exhortaría al analista de los sueños «a no intentar demasiado
comprender».
Ante un sueño oscuro, no se trata, en principio, de comprender y de
interpretar, sino de establecer con cuidado su contexto. Quiero decir con esto, no
la práctica de las «asociaciones libres», las cuales, partiendo de las imágenes
del sueño, se pierden en el infinito, sino un examen cuidadoso, a tientas, de
las relaciones asociativas que se agrupan sin ser forzadas en torno al sueño.
La mayoría de los enfermos deben ser educados en esta tarea, pues sienten,
como el médico, la tendencia insuperable de querer comprender e interpretar
en seguida; en particular cuando, gracias a lecturas o a un análisis anterior
interrumpido, poseen cierta, formación, a menudo sinónima de deformación:
asocian de forma teórica (es decir, como acabo de indicar, esforzándose
por comprender e interpretar) sin lograr, a menudo, superar este estadio.
Desean, como el médico, arrancar inmediatamente su secreto al sueño,
considerándolo una fachada que disimula su sentido real. La pretendida
fachada, sin embargo, en la mayoría de las construcciones, no es en absoluto
un decorado engañoso y deformante, sino que se corresponde con el conjunto
del edificio, cuya estructura trasluce, a menudo, a primera vista. Del mismo
modo, la imagen manifiesta del sueño es el sueño mismo y encierra todo su
sentido. Cuando se encuentra azúcar en la orina, se trata verdaderamente de
azúcar y no de una fachada que disimula a la albúmina. Lo que Freud llama
la «fachada del sueño» es su ininteligibilidad, es decir, en realidad la
proyección de nuestra incomprensión; no se habla de la fachada de un sueño
más que cuando no se tiene acceso a su significación. Por eso es mejor decir
que un sueño es comparable a un texto ininteligible, indescifrable. De nada
sirve entonces la idea de fachada; no hay ya necesidad de prestarle
significaciones ocultas: es preciso, para empezar, aprender a leerlo.
Lo mejor, para ello, es establecer su contexto. El método llamado de las
asociaciones libres sirve para ello tan poco como para descifrar una inscripción
hitita. Las asociaciones libres, naturalmente, revelarán todos mis complejos,
mas, para hacer esto, no necesito del sueño; tanto vale partir de un letrero o
de cualquier frase de diario. Las asociaciones libres «darán» mis complejos,
pero sólo excepcionalmente me encaminarán hacia el sentido del sueño. Para
comprender a éste debo atenerme todo lo estrictamente que me sea posible a
sus imágenes. Cuando alguien sueña con una «mesa de abeto», no basta que
se asocie a ello, por ejemplo, su mesa de trabajo, por la sencilla razón de que
ésta no es de abeto. El sueño, sin embargo, indica expresamente una «mesa de
abeto». Supongamos que no viene ninguna otra asociación a la mente del
sujeto que sueña; esta paralización tiene una significación objetiva: indica la
existencia en las proximidades inmediatas de la imagen onírica de una
oscuridad particular que podría dar que pensar. Una tercera persona
asociaría a una «mesa de abeto» docenas de cosas. La ausencia de
asociaciones en quien ha tenido el sueño es, en sí misma, significativa. En
estos casos, tengo la costumbre de decirle a mi enfermo: «Suponga que yo
ignoro totalmente lo que es una mesa de abeto. Hágame una descripción de
su naturaleza y de su historia, de modo que yo comprenda de qué se trata».
De este modo se logra establecer más o menos el contexto completo de una
imagen onírica. Cuando se ha producido respecto al sueño entero, nos
podemos aventurar a una interpretación.
Cada interpretación es una hipótesis, una tentativa de descifrar un texto
desconocido. Es raro que un sueño, por poco oscuro y aislado que sea, pueda
ser interpretado con la menor certeza. Por eso yo concedo poco peso a la
interpretación de un solo sueño. La interpretación no alcanza una seguridad
relativa más que en el curso de una serie de sueños, pues los sueños ulteriores
corrigen los errores que han podido deslizarse en la interpretación de los
sueños anteriores. Otra ventaja: los temas y los motivos fundamentales adquieren
así un relieve mucho más acusado. Por eso suelo invitar a mis
enfermos a llevar un diario exacto de sus sueños y de las interpretaciones; les
invito también a preparar sus sueños como indico más adelante (pág. 363), de
suerte que vienen a la consulta provistos de sueños redactados y de sus
contextos. En un estadio más avanzado, les encargo también que propongan
una interpretación. De esta suerte, el enfermo aprende a enfrentarse con su
inconsciente, sin la ayuda del médico. Si los sueños no fueran más que
fuentes de información relativa a elementos etiológicos importantes, no
habría inconveniente en confiar al médico todos los trabajos que su
interpretación exige. O, incluso, si los sueños no le sirvieran al médico más
que para extraer de ellos indicaciones útiles o reflexiones psicológicas, mi
procedimiento sería, desde luego, superfluo. Pero dado que hay motivos para
pensar —y mis ejemplos lo han confirmado—que los sueños ocultan más de
lo que el médico es capaz de utilizar para sus propios fines, su análisis
requiere del propio sujeto que sueña una atención muy especial. Pues es a
veces una cuestión de vida o muerte. He aquí un ejemplo impresionante que,
entre muchos otros, se me ha quedado grabado en la memoria: uno de mis
colegas médicos, algo mayor que yo, me tomaba el pelo cuando nos veíamos
por «mi manía de interpretar los sueños». Un día, al encontrarme por la calle,
me interpeló: «¿Cómo va usted? ¿Siempre abismado en los sueños? A
propósito, últimamente he tenido un sueño estúpido; ¿también quiere decir
algo?» He aquí lo que había soñado: He escalado una alta cima y me
encuentro en un ventisquero inclinado. Sigo ascendiendo aún más y hace un
tiempo espléndido. Cuanto más subo, más aumenta mi bienestar; tengo tal
sensación que pienso: «¡Ah, si pudiera subir así eternamente!» Cuando llego a
la cima me siento transportado de felicidad; mi impresión de plenitud es tal
que siento que puedo continuar elevándome en el espacio; pruebo a hacerlo y
me elevo por los aires. Me desperté en el éxtasis más perfecto.
Yo le respondí: «Mi querido colega, como sé que es usted un alpinista
incorregible, debo exhortarle, por lo menos, a que renuncie en el futuro a excursiones
solitarias. Cuando vaya a la montaña, contrate dos guías a los que
debe prometer por su honor una obediencia absoluta.» Se echó a reír y
exclamó al despedirse: «¡Sigue usted siendo el mismo!» No le volví a ver. Dos
meses después sobrevino el primer accidente: en el curso de una excursión
que había hecho solo, se vio sorprendido por una avalancha y quedó
cubierto; una patrulla militar que pasaba por allí llegó a tiempo de liberarle.
Tres meses después se produjo el desenlace: durante una excursión sin guía,
en compañía de un amigo más joven, dio durante el descenso, como observó
un guía que se encontraba abajo, un paso literalmente en el vacío y cayó sobre
el amigo que le precedía, precipitándose ambos en el abismo, en cuyo fondo
se estrellaron. Aquello fue verdaderamente el éxtasis, en el pleno sentido del término.
A pesar de todo el escepticismo y de las críticas que se agitaban en mí, nunca
he podido resolverme a ver en los sueños algo desdeñable. Cuando nos
parecen insensatos, los insensatos somos nosotros, los que carecemos, según
todas las apariencias, de esa finura de espíritu necesaria para descifrar los
mensajes enigmáticos de nuestro ser nocturno. La psicología médica debería
tomar como un deber el ejercer su sagacidad mediante trabajos sistemáticos
sobre los sueños, tanto más cuanto que por lo menos la mitad de nuestra vida
psíquica se desarrolla en nuestro ser nocturno; y del mismo modo que la
conciencia extiende sus ramificaciones hasta nuestras noches, así también el
inconsciente emerge en nuestra vida diurna. Nadie duda de la importancia de
la vida consciente y de sus experiencias; ¿por qué dudar, entonces, de la
significación de los desarrollos inconscientes? También ellos son nuestra vida;
en ellos palpita a veces tanto, si no más, como en nuestra existencia diurna; y
son unas veces más peligrosos, y otras más saludables que ésta.
Los sueños nos informan acerca de la vida íntima y secreta del paciente y nos
revelan componentes personales, responsables, en la vida diurna de síntomas
neuróticos, por lo que resulta imposible cuidar al enfermo sólo en el
consciente y por el consciente: se hace ineluctable el recurso al inconsciente,
recurso que, en el estado actual de nuestro saber, no parece poder realizarse
sino en la forma de una asimilación al consciente, lo más amplia posible, de los
contenidos inconscientes.
Por «asimilación» es preciso entender aquí la interpretación recíproca de los
contenidos conscientes e inconscientes, y no la apreciación, el sometimiento y
la deformación unilateral de los contenidos inconscientes por obra de la
tiranía consciente, como se piensa y practica comúnmente. Sobre el valor y la
significación de los contenidos inconscientes reinan las concepciones más
falsas: la escuela freudiana, como se. sabe, ve el inconsciente bajo una luz de lo
más negativa, al igual que tiene al hombre primitivo por un monstruo. Los
cuentos de nuestras nodrizas, que relatan los atropellos del abominable
hombre primitivo, unidos a la teoría del inconsciente infantil, perverso y
criminal, han logrado, al desfigurar esa cosa natural que es, por esencia, el
inconsciente, presentarlo bajo los rasgos de un monstruo temible. ¡Como si
fuera un atributo del consciente el guardar todo lo que es bueno, razonable,
bello, todo lo que hace preciosa la vida! La guerra mundial, con su cortejo de
abominaciones, ¿acaso no nos ha abierto todavía los ojos? ¿No comprobamos
siempre que nuestro consciente es aún más diabólico y perverso que ese ser
natural que es el inconsciente? Mi teoría de la asimilación del inconsciente ha
sufrido últimamente el reproche de que mina la cultura y entrega sus
supremos valores al primitivismo. Semejante interpretación no puede estar
basada sino en la hipótesis, totalmente errónea, de la monstruosidad del
inconsciente. Esta hipótesis misma emana del temor sentido ante la naturaleza y la
realidad desnuda. La teoría freudiana ha inventado el concepto de sublimación
para librar al hombre de las garras imaginarias del inconsciente. Ahora bien,
lo que existe realmente escapa, en tanto que tal, a la alquimia de la sublimación;
y lo que parece que se deja sublimar no fue jamás lo que una falsa
interpretación había hecho pensar.
El inconsciente no es un monstruo, demoniaco; es un organismo natural,
indiferente al punto de vista moral, estético e intelectual, que no se hace
realmente peligroso sino cuando nuestra actitud consciente respecto a él es
desesperadamente falsa. Cuanto más nos reprimimos a nosotros mismos, más
se acusan los peligros incurridos en razón del inconsciente. Desde el instante
en que el paciente comienza a asimilar sus datos hasta entonces inconscientes,
los peligros disminuyen. La disociación de la personalidad, la separación minuciosa
y temerosa entre nuestro ser nocturno y nuestro ser diurno se atenúa
a medida que la asimilación progresa. Lo que mi crítica teme—el consciente
subyugado por el inconsciente—se produce, al contrario, electivamente,
cuando al inconsciente, por el entredicho de las represiones, de las
interpretaciones falsas y de las depreciaciones inconsideradas, se le impide
participar en la vida.
Cuando se considera la naturaleza del inconsciente, se comete, en general, el
siguiente error fundamental: se supone que sus contenidos son unívocos y que
están provistos de un signo indicativo, de un coeficiente inmutable. Esta
concepción, en mi humilde opinión, es demasiado ingenua. El alma,
semejante a un sistema autorregulador, está en equilibrio, como lo está la
vida corporal. A todo exceso responden, inmediatamente y por necesidad,
compensaciones sin las cuales no habría ni metabolismo normal ni psique
normal. En este sentido se puede proclamar que la teoría de las compensaciones
es una regla fundamental del comportamiento psíquico. Una insuficiencia en
un punto crea un exceso en otro. Del mismo modo, las relaciones entre el
consciente y el inconsciente son también de naturaleza compensadora: esto
constituye una de las reglas técnicas mejor comprobadas del análisis onírico.
En la práctica del análisis siempre es provechoso plantearse la siguiente
cuestión: ¿cuál es la actitud consciente que el sueño tiende a compensar? La
compensación no está constituida sólo en general por la realización ilusoria
de un deseo; es, más bien, una realidad que si se la reprime se afirma aún
más. La sed no se calma porque se la reprima. Por eso, ante todo, hay motivos
para tomar en serio el contenido del sueño, conferirle la dignidad de lo real y
acogerlo en la actitud consciente como factor codeterminante. Si nos abstenemos
de ello, se perpetúa la actitud consciente descentrada, excéntrica, que ha
suscitado ya la compensación inconsciente. La manera de llegar a una noción
exacta de sí mismo y a una conducta equilibrada de la propia existencia se
hace así realmente inconcebible.
Si algunos se complacieran—se teme, precisamente, que mi crítica llegue a
ello—en poner el contenido inconsciente en el lugar de los contenidos
conscientes, aquél rechazaría, naturalmente, a estos últimos, operación tras la
cual los contenidos antes conscientes reaparecerían, compensadores, en el
inconsciente. Debido a ello, el inconsciente cambiaría por completo de
aspecto: se volvería puntilloso y razonable, en llamativo contraste con lo que
era anteriormente. En general, no creemos al inconsciente capaz de esta
transformación, aunque ésta sea frecuente y responda a una de sus funciones
primordiales. Por ello, todo sueño es un órgano de información y de control
y, por ello, el coadyuvante más eficaz en la edificación de la personalidad.
En sí, el inconsciente no oculta productos explosivos, a menos que una
conciencia presuntuosa o blanda no los haya acumulado en él secretamente:
un motivo más para no desviarse de él sin tomar precauciones.
Por todas estas razones, en cada intento de interpretación onírica yo me
limito a la siguiente regla heurística: preguntarme cuál es la actitud consciente
que se compensa por el sueño. Al hacer esto establezco una relación estrecha
entre el sueño y la situación consciente del que sueña; llego hasta pretender
que es imposible interpretar un sueño, ni siquiera con una grosera
aproximación, si se ignora la situación consciente. Sólo el conocimiento de la
situación consciente permite precisar el signo bajo el cuál hay que colocar los
contenidos inconscientes. Pues el sueño no es un acontecimiento aislado,
totalmente escindido de la vida consciente y de sus caracteres. Si nos lo
parece, ello es debido a nuestra incomprensión; no es más que una pura
ilusión subjetiva. En realidad, entre el consciente y el sueño reina una estricta
causalidad y una interrelación de una extrema finura. La justa apreciación de
los contenidos exige un importante y delicado procedimiento: demos un
ejemplo. Un joven me somete el siguiente sueño: Mi padre sale de casa con su
nuevo coche. Conduce con mucha torpeza y esta tontería aparente me
exaspera: va haciendo zigzags, da marcha atrás, está a punto de estropear el
coche y acaba por derribar una pared, empotrando en ella el coche. Le grito,
presa de una intensa cólera, que se comporte razonablemente. Mi padre,
entonces, se echa a reír a carcajadas, y yo me doy cuenta de que está
completamente borracho.
El sueño no se apoya en ningún acontecimiento real de esta clase. El joven
está persuadido de que incluso estando borracho su padre jamás se comportaría
así. Es un conductor muy prudente, muy moderado respecto al
alcohol, en particular cuando tiene que conducir; nada le irrita tanto como los
malos conductores y las aletas abolladas. Entre el padre y el hijo hay
relaciones excelentes. El joven admira a su padre, que ha triunfado en la vida.
Sin un gran esfuerzo de interpretación salta a la vista que el sueño esboza una
imagen del padre de lo más desfavorable. ¿Cuál es el significado de este
sueño para el hijo? ¿En qué sentido responder a esta pregunta? ¿Acaso sus
relaciones con el padre son buenas sólo en apariencia? ¿Es preciso no ver en
ellas, en realidad, sino resistencias supercompensadas? En esta alternativa, el
contenido del sueño implica un indicio positivo y habría que decir: «He aquí
cuáles son, en el fondo, sus relaciones con su padre.» Sin embargo, las relaciones
reales entre el padre y el hijo no testimonian ninguna ambigüedad
neurótica y sería injustificado apesadumbrar los sentimientos del joven por
una concepción tan devastadora. Desde el punto de vista terapéutico sería un error.
Pero entonces, si las relaciones entre el padre y el hijo son realmente buenas,
¿por qué el sueño tiene que inventar totalmente una historia tan inverosímil,
propia para desacreditar al padre? Este sueño tiene que responder a una
tendencia presente en el inconsciente de quien lo ha soñado. ¿Existirán, a
pesar de todo, algunas resistencias, tejidas de envidia o de alguna otra causa
mezquina? Antes de resolvernos a culpar la conciencia del joven, cosa que en
los seres jóvenes y sensibles no deja de tener consecuencias a veces
peligrosas, pregúntemenos no ya «por qué causa», sino «con qué objeto» ha
tenido este sueño. La respuesta a esta segunda pregunta sería: el inconsciente
del joven pretende manifiestamente rebajar al padre. Si esta depreciación es
una realidad compensadora actualmente necesaria, la conclusión que se impone
es la siguiente: las relaciones entre el padre y el hijo no son sólo buenas,
sino que son incluso demasiado buenas. Ahora bien, en realidad nuestro joven
es lo que los franceses llaman un «fils á papa» que lleva, todavía demasiado
bajo el ala paterna, lo que se llama una vida provisional. En ello hay para él un
peligro concreto: a fuerza de protección paterna el joven corre el riesgo de no
descubrir su temperamento, de dejar a un lado su propia realidad; por eso el
inconsciente ha recurrido a esa blasfemia abracadabrante, que rebaja al padre
y valoriza al sujeto del sueño. ¡Es, sin duda, un procedimiento muy inmoral!
Un padre de pocos alcances vería en ello motivos para lanzar gritos
tremendos, y, sin embargo, el sueño constituye una compensación de lo más
saludable: crea entre el padre y el hijo una oposición sin la que el hijo no
adquiriría jamás conciencia de sí mismo. Esta última interpretación era la
buena: se reveló justa, es decir, que obtuvo espontáneamente la adhesión del
joven, sin que ningún valor real, importante, resultara lesionado, ni en el hijo
ni en el padre. Esta interpretación, sin embargo, sólo fue posible interrogando
sucesivamente a los diversos elementos de la fenomenología consciente,
estudiando las relaciones entre el padre y el hijo. Sin el conocimiento de la
situación consciente el sentido real del sueño habría quedado en suspenso.
Con vistas a la asimilación de los contenidos oníricos, es de una importancia
capital que ningún valor real de la personalidad consciente sea lesionado y
mucho menos destruido; pues, si la personalidad consciente resulta disminuida, no
queda ya, por así decirlo, persona que esté en condiciones de asimilar. El
reconocimiento del inconsciente no tiene nada en común con una de esas
conmociones sociales que llevan al pináculo a lo más inferior y a la inversa,
restableciendo así exactamente el mismo estado que se había propuesto
mejorar. Es preciso velar estrictamente por que se mantengan los valores de
la personalidad consciente, no siendo la compensación por el inconsciente
eficaz más que en cooperación con. una conciencia que goza de su integridad.
En el curso de la asimilación no se trata jamás de la alternativa entre esto o
aquello, sino siempre del acercamiento entre esto y aquello.
Para la interpretación de un sueño es indispensable un conocimiento exacto
de la situación consciente que le corresponde; del mismo modo, para penetrar
su simbolismo, es también importante tomar en consideración las
convicciones filosóficas, religiosas y morales del sujeto consciente. Nunca se
recomendará bastante que no se considere el simbolismo del sueño en la
práctica de forma semiótica, es decir, que no se vea en los símbolos, signos o
síntomas una significación y caracteres fijos; los símbolos del sueño—
verdaderos símbolos—son las expresiones de contenidos que el consciente
todavía no ha aprehendido ni encerrado en la fórmula de algún concepto;
además, deben ser considerados bajo el ángulo de su relatividad, en función
de la situación consciente momentánea. Decía que es recomendable proceder
así en la práctica. En teoría, hay símbolos cuya significación es más o menos
fija, pero en el curso de la interpretación es preciso abstenerse de ponerlos en
relación con cosas conocidas y conceptos forjados de antemano. Sin embargo,
si no existieran tales símbolos con significación fija en principio nos veríamos
en la imposibilidad de precisar nada sobre la estructura del inconsciente:
nuestros esfuerzos de discriminación no podrían asirse a nada firme.
Puede extrañar que yo atribuya incluso a los símbolos relativamente fijos
contenidos de caracteres indeterminados. Si no fuera por esta indeterminación,
dichos símbolos no serían símbolos, sino signos o síntomas. La
escuela freudiana, como es sabido, supone la existencia de «símbolos» sexuales
establecidos (es decir, en este caso, signos) y les atribuye, de una vez por
todas, el contenido, en apariencia claro, de la sexualidad. Pero precisamente
el concepto de sexualidad en Freud es de una extensibilidad indefinida; por
consiguiente, es tan vago e impreciso que en él se puede hacer entrar todo lo
que se quiera. La palabra, sin duda, tiene una resonancia conocida; pero la
cosa que designa sigue siendo, sin embargo, una X centelleante e indefinible
que varía entre los extremos de una actividad glandular fisiológica y los
relámpagos sublimes de la más elevada espiritualidad. Por eso yo prefiero
detenerme en la idea de que el símbolo designa una entidad desconocida,
difícil de captar, y, en último análisis, jamás enteramente definible, antes que
apoyarme en una convicción dogmática, edificada sobre la ilusión de que un
término familiar al oído indica forzosamente una cosa conocida. Tomemos,
por ejemplo, los símbolos llamados fálicos, los cuales, según se pretende, no
designan otra cosa que el miembro viril. Desde el ángulo de la psique, sin
embargo, la verga parece ser el símbolo de otro contenido difícil de definir,
ilustrado por el hecho de que a los antiguos y a los primitivos, que utilizaban
los símbolos fálicos con gran liberalidad, jamás se les ocurrió confundir falo
(símbolo ritual) y pene (la verga). El falo ha designado, desde los primeros
tiempos, el «mana» creador, «lo extraordinariamente eficaz», según una
expresión de Lehmann, la fuerza fecundante y medicinal, expresada también
de forma equivalente por el toro, el asno, la granada, el Yoni, el macho cabrío,
el relámpago, el casco de caballo, la danza, la copulación mágica en el campo,
la menstruación y, como en el sueño, por otras innumerables analogías. En el
origen de todas ellas, y por consiguiente también de la sexualidad, figura una
imagen arquetípica de carácter difícil de definir y a la cual lo que más parece
acercarse psicológicamente es el símbolo primitivo del «mana». Todos estos
símbolos son relativamente fijos, sin que por ello, en presencia de un caso
concreto, tengamos la certeza a priori de que haya que interpretarlos así en la
práctica, cuyas exigencias pueden ser de un orden muy diferente. Desde
luego, si nuestra tarea fuera interpretar un sueño teóricamente, es decir,
yendo hasta el fondo de las cosas con todos los recursos de la ciencia,
precisaríamos poner estos símbolos en relación con sus arquetipos. En la
práctica, sin embargo, esto podría constituir precisamente un error, pues la
situación psicológica momentánea del paciente quizá reclame medidas muy
distintas que las digresiones sobre las teorías oníricas. Por eso hay que recomendar,
sobre todo, tomar en consideración en la práctica la significación que
tienen los símbolos en relación con la situación consciente, es decir, usarlos
como si no fueran estables. En otros términos: hay que renunciar a todo saber
previo, hay que guardarse de toda suficiencia infalible y hay que investigar lo que
significan las cosas para el enfermo. Naturalmente, por este hecho la interpretación
teórica se abrevia y no pasa, en general, de un tímido comienzo.
Pero si el médico se abandona demasiado al manejo de los símbolos fijos,
caerá en la rutina y en un dogmatismo temible, que con frecuencia le
disfrazan la realidad viva del enfermo. Lamento no poder dar un ejemplo:
exigiría más detalles circunstanciados de los que puedo dar en el marco de
este trabajo. Por lo demás, ya he tratado este tema en otras publicaciones. (30)
El comienzo del tratamiento está señalado a menudo por un sueño que le
desvela al médico el programa del inconsciente en toda su amplitud. Pero,
por motivos de orden práctico, es totalmente imposible hacer presentir al
paciente la profunda significación de este sueño. También aquí son
consideraciones prácticas las que nos limitan. Es al conocimiento de los
símbolos relativamente estables a lo que el médico debe la comprensión que
tiene del sueño, sin que lo sepa su enfermo. Esta comprensión puede tener un
gran valor para el diagnóstico y el pronóstico. En cierta ocasión me llamaron
a la cabecera de una muchacha de diecisiete años. Un especialista había
hablado de una atrofia muscular progresiva en los comienzos, pero otro se
inclinaba por la histeria, lo que le hizo llamarme en consulta. Físicamente, el
caso justificaba todas las sospechas; no obstante, presentaba también
síntomas histéricos. Interrogué a la enferma sobre sus sueños; me respondió
inmediatamente: sí, tengo sueños terribles; acabo de tener el siguiente:
Regreso de noche a mi casa; reina un silencio de muerte; la puerta del salón
está entreabierta, y por ella veo a mi madre ahorcada de la lámpara,
balanceándose con el viento frío que penetra por la ventana. Luego sueño que
un ruido espantoso resuena en la casa en plena noche; voy a ver qué pasa y
descubro que un caballo enloquecido galopa por el piso. Por fin encuentra la
puerta del pasillo y se precipita por la ventana de la galería desde el cuarto
piso hacia la calzada; con terror, le veo aplastado contra el suelo.
El carácter nefasto de estos sueños llama ya la atención por sí solo y pone en
guardia; sin embargo, ¿quién no ha tenido en alguna ocasión pesadillas?
Estudiemos desde más cerca el significado de los dos símbolos principales,
«la madre» y «el caballo». Debe tratarse de entidades equivalentes, puesto
que ambas actúan de forma paralela, se suicidan. La madre es un arquetipo
que evoca el origen, la naturaleza, la creación pasiva (de aquí la materia, de
«materia»), y, por tanto, también la naturaleza material, el abdomen (matriz),
el aspecto instintivo, impulsivo, el aspecto fisiológico, el cuerpo que
habitamos y que nos contiene; pues «la madre» es una vasija, una forma
hueca (como el abdomen) portadora y nutricia; encarna también, pues, el
funcionamiento vegetativo (que ella preside), psíquicamente hablando, el
inconsciente, los asientos de la conciencia. La interioridad del fruto contenido
en la madre evoca, además, la oscuridad nocturna y angustiosa (angostura).
Estas alusiones, como se ve, contienen una buena parte de la evolución
mitológica y filológica de la noción de «la madre» o incluso una parte esencial
de lo que la filosofía china llama el Yin. Esto no podría constituir una
adquisición individual de esta muchacha de diecisiete años; encontramos en
ello una herencia colectiva, todavía presente y viva en el lenguaje, de una
parte, y representada, de otra, en la estructura hereditaria de la psique; se
encuentra, por tanto, en todos los pueblos y en todas las épocas.
Esta palabra de «madre», de resonancia tan familiar, parece remitir a la
madre que mejor se conoce, a la madre individual, a «mi madre»; en tanto
que símbolo, sin embargo, hunde sus raíces en un trasfondo que escapa
obstinadamente a toda fórmula conceptual y que no se puede sino presentir
de forma vaga, como existencia corporal, próxima a la naturaleza, secreta,
perífrasis que es ya demasiado reducida y que excluye numerosos aspectos
significativos indispensables. El hecho psíquico originario, en la base, es de una
complejidad inaudita, complejidad que no puede ser presentida sino por una
representación intuitiva de una amplitud inmensa. Por eso, precisamente, hacen
falta los símbolos.
Si trasladamos al sueño la significación encontrada para el símbolo de la
madre, obtenemos la siguiente interpretación: la vida inconsciente se destruye a
sí misma. Este es el mensaje dirigido al consciente y a todo el que tenga ojos
para ver y oídos para oír.
El caballo es un arquetipo muy difundido en la mitología y en el folklore. En
tanto que animal encarna la psique no humana, lo subhumano, el animal que
hay en nosotros y, por ello, el psiquismo inconsciente; así, los caballos del
folklore son clarividentes, capaces de comprensión y a veces hasta están
dotados de la palabra. Siendo animales portadores, los caballos están en
estrecha relación con el arquetipo de la madre (Walkirias que llevan al héroe
caído al Walhalla, Caballo de Troya, etc.). Animal sobre el que el hombre
monta, el caballo evoca el abdomen y los impulsos instintivos que nos
asaltan. El caballo es dinamismo y vehículo; lleva hacia una meta del mismo
modo que un instinto, pero, al igual que los instintos, está sujeto al pánico, ya
que carece de las facultades nobles del consciente. El caballo es pariente
próximo de la magia, es decir, de las energías irracionales, de los
encantamientos, sobre todo los caballos negros, caballos nocturnos,
anunciadores de la muerte.
«El caballo», como se ve, es un equivalente de «la madre», pero con otra
matización, pues la significación se desplaza desde «vida originaria» (la
madre) a «vida puramente animal y corporal» (el caballo). Traslademos este
sentido al sueño; resulta de ello la siguiente interpretación: la vida animal se
destruye a sí misma.
Los dos temas suenan, pues, de un modo casi idéntico, siendo el segundo,
como en el caso general, el que se expresa de forma más específica. Se habrá
notado el tacto extremo del sueño: no habla de la muerte del individuo. Es
notorio que se sueña fácilmente con la propia muerte; cuando ocurre, no es
nada serio. Cuando realmente está en juego la vida del ser, el sueño habla en
otro lenguaje.
Las dos partes del sueño indican, por tanto, una grave enfermedad orgánica
de desenlace fatal. Este pronóstico fue confirmado muy pronto.
Este ejemplo puede dar una idea aproximada de la naturaleza de los símbolos
relativamente fijos. Son infinitamente numerosos, se distinguen unos de otros
por desplazamientos sutiles de matices y significaciones. La constatación
científica de su naturaleza no es posible sino gracias a las investigaciones
sobre la mitología comparada, el folklore, la historia de las religiones y la
historia lingüística. En el sueño, más que en el consciente, se revela la
naturaleza de la psique, conjunto de estratificaciones depositadas a lo largo
de la historia de la evolución humana. En el sueño se exteriorizan las imágenes y
las tendencias que emanan de la naturaleza más primitiva del alma. Mediante la
asimilación de los contenidos inconscientes contribuimos a un acercamiento
entre esta naturaleza y la vida consciente momentánea, que tiene una gran
tendencia a apartarse de las leyes naturales: llevamos así al enfermo al código de
vida que le es propio.
En lo que precede, no he tratado sino lo elemental. El marco de este estudio
no nos permite reunir una a una todas las piedras y reconstituir así el edificio
que eleva el inconsciente en el curso de cada análisis y que perfecciona hasta
la restauración definitiva de la personalidad total. La vía de las asimilaciones
conduce mucho más allá del éxito curativo que interesa especialmente al médico;
lleva, en definitiva, hacia esa meta lejana que, motivo quizá primordial, ocasionó la
vida; quiero decir hacia la realización plena y total de todo el individuo, hacia la
individualización. Nosotros, los médicos, somos, sin duda, los primeros observadores
conscientes de este proceso oscuro de la naturaleza. Pero, por regla general, sólo
asistimos al episodio patológico, perturbado, de esa evolución y perdemos de vista al
enfermo una vez curado. Sin embargo, sólo después de la curación tendríamos
ocasión real de estudiar el proceso normal que se extiende a lo largo de años
y de decenas de años. Si se tuviera algún conocimiento de las metas a las que
la evolución inconsciente tiende, y si el médico no bebiera precisamente sus
conocimientos psicológicos en la fase morbosa y perturbada, la impresión que
dejan en la mente de un observador los procesos revelados por los sueños
sería menos desordenada y se podría reconocer con más claridad cuál es el
designio supremo de los símbolos. En mi opinión, ningún médico debería perder
de vista que todo procedimiento psicoterapéutico, y en particular el procedimiento
analítico, irrumpe en un conjunto, en un decurso orientado—tan pronto en un lugar
como en otro— que descubre camino recorriendo ciertas fases que, en sus tendencias
particulares, parecen ser contradictorias. Cada análisis no revela sino una parte o un
aspecto del fenómeno fundamental; esta es la razón por la que las comparaciones
casuísticas no engendran, en principio, más que una confusión desesperante. Por
ello, a pesar de todo, me he limitado gustosamente a las consideraciones elementales
y prácticas, pues es en las proximidades inmediatas del empirismo
cotidiano donde es posible llegar a un acuerdo más o menos satisfactorio.

Notas:
29- Conferencia pronunciada en el Congreso de la Sociedad Médica de Psicoterapia en
Dresde en 1931, publicada luego en Wirklichkeit der Seele (Rascher, Zurich, 1934), con el
titulo de La utilización práctica del análisis onírico.
30- Véase, en particular, más adelante, pág. 361.

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