Carl Jung, Lo inconsciente en la vida psíquica normal y patológica: La Teoría Sexual

CAPÍTULO II – LA TEORÍA SEXUAL
Con estos conocimientos quedaba resuelto el problema del trauma. Pero la
investigación se encontró ante el problema del conflicto erótico, que, como
muestra nuestro ejemplo, contiene una gran cantidad de elementos
anormales y no puede compararse ya, a primera vista, con un conflicto
erótico usual. Ante todo, es sorprendente y casi increíble que sólo la
afectación (la pose) sea consciente, mientras que la verdadera pasión de la
enferma permanece inadvertida. Sin embargo, en este caso no cabe poner en
duda que la verdadera relación erótica permaneció oscura, en tanto que sólo
la pose dominaba el campo visual de la conciencia. Formulemos teóricamente
este hecho y resultará, sobre poco más o menos, el siguiente principio: En la
neurosis existen dos tendencias, que se hallan en estricta oposición mutua, y de las
cuales una es inconsciente. Este principio está deliberadamente formulado con
mucha generalidad. Porque quisiera subrayar desde luego que el conflicto
patógeno, aunque es, sin duda, un momento personal, es también un
conflicto de la humanidad, manifestado en el individuo, pues el desacuerdo
consigo mismo es, al fin y al cabo, característico del hombre culto. El
neurótico es sólo un caso especial del hombre culto en desacuerdo consigo mismo.
Como es sabido, el proceso cultural consiste en una doma progresiva de lo
animal en el hombre; es un proceso de domesticación, que no puede llevarse
a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad. De tiempo
en tiempo una especie de embriaguez acomete a la humanidad, que va
entrando por los rieles de la cultura. La Antigüedad experimentó esta
embriaguez en las orgías dionisíacas, desbordadas del Oriente, las cuales
constituyeron un elemento esencial y característico de la cultura clásica y
cuyo espíritu contribuyó no poco a que, en muchas sectas y escuelas
filosóficas del último siglo anticristiano, se transformase el ideal estoico en
ascético, y a que del caos politeísta de aquella época surgieran las religiones
ascéticas gemelas de Mitra y de Cristo. Otra ola de libre embriaguez
dionisíaca llegó en el Renacimiento sobre la humanidad occidental. Difícil es
juzgar la propia época. Pero cuando vemos cómo se desarrollan las artes, el
sentimiento del estilo y el gusto público; qué es lo que los hombres leen y
estudian, qué sociedades fundan, qué cuestiones les preocupan, a qué oponen
resistencia los filisteos, hallamos que, en el largo registro de nuestros
problemas sociales actuales, no ocupa el último puesto la llamada «cuestión
sexual», planteada por hombres que sienten vacilar la moral sexual existente
y quisieran descargarse del peso moral que los siglos pretéritos han
acumulado sobre el eros. No se puede negar sin más ni más la existencia de
estos esfuerzos, ni acusarlos de ilegítimos; existen y, por tanto, tienen
fundamento bastante de existencia. Más interesante y útil resulta investigar
atentamente los antecedentes de estos movimientos de nuestra época, que
sumarse a los lamentos de las plañideras morales, que profetizan la
decadencia moral de la humanidad. Privilegio es de los moralistas el fiarse lo
menos posible de Dios y creer que el hermoso árbol de la humanidad sólo
prospera gracias a puntales, ligaduras y espalderas, siendo así que el padre
Sol y la madre Tierra le han hecho crecer con íntimo gozo, según profundas y sabias leyes.
No ignoran los hombres serios que hoy está planteado el problema sexual. El
rápido desarrollo de las ciudades, con su coordinación de esfuerzos,
favorecida por la extraordinaria división del trabajo; la creciente industrialización
de la tierra llana y el aumento de seguridad en la existencia, han
privado a la humanidad de muchas ocasiones para desahogar sus energías
afectivas La labranza de la tierra, con sus variadas ocupaciones, que por su
contenido simbólico proporcionan al campesino una inconsciente
satisfacción, desconocida del obrero de fábrica y del empleado de oficina; la
vida con la naturaleza, los hermosos momentos en que el labriego, dueño y
fecundador de la gleba, empuja el arado sobre el campo o con gesto de rey
desparrama la semilla de la cosecha futura; la justificada angustia ante los
destructores poderes de los elementos: el gozo por la fecundidad de la mujer,
que le regala hijos e hijas, nuevas y mejores fuerzas para el trabajo y aumento
de bienestar. . . todo esto está muy lejos ya de los hombres de hoy, habitantes
de las ciudades, máquinas modernas de trabajo. Hasta nos falta la más
natural y bella de todas las satisfacciones: el poder contemplar con pura
alegría inmaculada la venida de nuestra propia siembra, la «bendición» de los
hijos. ¿Qué satisfacción puede proporcionar todo esto? Penosamente se
arrastran los hombres hacia el trabajo (no hay más que observar los rostros en
el tranvía por las mañanas). Uno fabrica a diario la misma ruedecilla; otro
escribe cosas que nada le interesan. ¿Cómo maravillarse de que cada
ciudadano pertenezca a tantas sociedades como días tiene la semana, y de
que las mujeres acudan a sectas y círculos, donde un héroe cualquiera de reunión
pública sacia sus anhelos contenidos, esos anhelos que el hombre
satisface en el restaurant dándose importancia y bebiendo cerveza «para tener buen humor»?
A estas causas de descontento añádase otra circunstancia abrumadora. La
naturaleza ha dado a los hombres, indefensos e inermes, una gran cantidad
de energía, que les permite no solamente soportar pasivos los arduos peligros
de la existencia, sino también vencerlos. La madre naturaleza ha preparado a
su hijo para muchas necesidades. El hombre culto está, por lo general, bien
armado frente a la directa y apremiante necesidad de vivir, por lo cual
incurre a diario en arrogancia; pues el hombre-animal sería dado a todo
exceso, si la dura necesidad no le oprimiese. Pero, ¿somos, efectivamente,
soberbios? ¿Y cómo derrochamos en fiestas orgiásticas y otros, devaneos la
superabundancia de fuerza vital? Nuestros juicios morales no permiten este
rodeo. Pero, ¿por qué tantas limitaciones morales? ¿Acaso proceden de las
consideraciones religiosas debidas a un Dios iracundo? Prescindiendo de la
incredulidad, tan extendida, el mismo creyente puede quizá preguntarse si,
en caso de ser Dios, castigaría un desliz de mozo y moza con la condenación
eterna. Tales ideas no pueden ya concillarse en manera alguna con nuestro
respetuoso concepto de Dios. Nuestro Dios es necesariamente harto tolerante
para hacer de esto una gran cuestión. De esta suerte, ha quedado despojada
de su fondo eficaz la moral sexual, algo ascética y, sobre todo, de hipócrita
inspiración, en nuestra época. ¿O acaso nos protege una superior sabiduría y
la intuición de la nulidad del hecho humano en orden a la disolución?
Desgraciadamente, estamos muy lejos de ello. El hombre posee, en lo
inconsciente, un fino olfato para rastrear el espíritu de su época; adivina las
posibilidades y siente en su interior la inseguridad de los fundamentos en
que se asienta la moral actual, no protegida ya por la viva convicción
religiosa. De aquí proceden casi todos los conflictos éticos de nuestros días. El
afán de libertad tropieza en la valla blandeante de la moralidad, los hombres
incurren en tentación; quieren y no quieren. Y como ni quieren ni pueden
averiguar lo que verdaderamente quieren, su conflicto es inconsciente en
gran parte; y de aquí procede la neurosis. La neurosis está, pues, como
vemos, íntimamente ligada con el problema de nuestra época, y es
propiamente un fracasado intento del individuo para resolver en su persona
singular el problema general. La neurosis es la discordia consigo mismo. El
fundamento de la discordia es, en casi todos los hombres, éste: qué la
conciencia quisiera atenerse a su ideal moral, pero lo inconsciente tiende
hacia su ideal inmoral (en el sentido actual), cosa que la conciencia repugna.
Esta clase de hombres son los que quisieran ser más decentes de lo que son en
el fondo. Pero el conflicto puede ser también inverso. Hay hombres que,
aparentemente, son muy indecentes y no se hacen a sí mismos la menor
violencia; pero en el fondo esto no es sino una pose pecaminosa, y, en último
término, subsiste en ellos el aspecto moral, que también ha pasado a lo
inconsciente, ni más ni menos que, en el hombre moral, la naturaleza inmoral.
(Se han de evitar, por lo tanto, en lo posible, los extremos, pues siempre
despiertan el recelo de lo contrario).
Necesitábamos esta observación general para hacer más comprensible el
concepto de «conflicto erótico». Desde este punto de vista, puede analizarse,
por un lado, la técnica psicoanalítica, y por otro, la cuestión de la terapéutica.
Manifiestamente, la técnica psicoanalítica responde a la cuestión: ¿Cómo
llegar por el camino más corto y mejor al conocimiento de los hechos
inconscientes en el enfermo? El método primitivo era el hipnótico: o se
interrogaba al paciente en estado de concentración hipnótica, o se producían
espontáneamente en él fantasías en el mismo estado. Este método se emplea
todavía algunas veces; pero comparado con la técnica actual, resulta
primitivo e insuficiente con frecuencia.
Otro segundo método fue inventado en la Clínica Psiquiátrica de Zurich: el
llamado método asociativo (4), cuyo valor es principalmente teórico- experimental.
Su resultado es una orientación extensiva pero superficial, acerca
del conflicto inconsciente (5). El método más profundo es el del análisis del
sueño, que Freud ha intentado por vez primera, aunque a su modo.
Puede decirse del sueño que la piedra desechada por el albañil se ha
convertido en piedra angular. El sueño, producto fugitivo e insignificante de
nuestra alma, no había experimentado nunca tan hondo menosprecio como
en la época moderna. Antes era estimado como un mensajero del destino,
como un amonestador y consolador, como un enviado de los dioses.
Actualmente lo utilizamos como un heraldo de lo inconsciente, que nos
descubre los secretos ocultos a la conciencia, y por cierto cumple su cometido
con asombrosa perfección. De su investigación analítica ha resultado que el
sueño, tal como lo soñamos, sólo es una fachada que no deja ver nada del
interior de la casa. Pero cuando, observando ciertas reglas técnicas, hacemos
hablar al soñador sobre las particularidades de su sueño, pronto advertimos
que las ocurrencias del sujeto gravitan en una dirección determinada y
convergen hacia determinados asuntos, al parecer de importancia personal, y
vemos que envuelven un sentido que al principio no se hubiera sospechado
tras del sueño; pero que, como puede demostrarse por cuidadoso cotejo, está
en delicada y meticulosa relación con la fachada del sueño. Este complejo
especial de pensamientos en el cual se reúnen todos los hilos del sueño, es el
conflicto buscado, bien que en una cierta variación, determinada por las circunstancias.
Lo que el conflicto tiene de penoso, de insoluble, está, según
opinión de Freud, tan escondido o desleído en el sueño, que éste puede
considerarse como el cumplimiento del deseo. Sin embargo, hay que añadir
que los deseos cumplidos en sueños no son los deseos conscientemente
nuestros, sino aquellos que muchas veces se les oponen diametralmente. Así,
por ejemplo, una hija ama tiernamente a su madre; pero sueña que su madre,
con el mayor dolor de la hija, ha muerto. Tales sueños, donde no hay huella
del menor cumplimiento del deseo, existen en abundancia; el conflicto que
trabaja durante el sueño es inconsciente, como también el intento de solución
que de él resulta. Nuestra soñadora tiene, efectivamente, la tendencia a alejar
a su madre; expresado en el lenguaje de lo inconsciente, esto se llama morir.
Ahora bien; sabemos que en determinada etapa de lo inconsciente se
encuentran todas aquellas reminiscencias del recuerdo que se han perdido y,
además, todos los afanes infantiles que no han podido encontrar aplicación
durante la vida de adulto. Puede decirse que casi todo lo que procede de lo
inconsciente tiene, en primer término, un carácter infantil; así, este deseo,
expresado con mucha sencillez: «Dime, papá: si mamá se muere, ¿te casarás
tú conmigo?» Esta manifestación infantil de un deseo es el sustitutivo de otro
deseo reciente: el deseo de casarse que, para la soñadora, por las razones que
en este caso restan por averiguar, resulta penoso. Este pensamiento, o más
bien, la gravedad de la correspondiente intención, ha sido «reprimido en lo
inconsciente» —tal es la expresión que se usa—, y tiene que expresarse así,
por necesidad, infantilmente, pues los materiales que están a disposición de
lo inconsciente son, en su mayor parte, reminiscencias infantiles.
Aparentemente, el sueño se ocupa muchas veces de detalles enteramente
baladíes, por lo cual nos produce una impresión ridícula; o resulta en lo
externo tan incomprensible que puede producirnos la mayor sorpresa, por lo
cual siempre hemos de vencer cierta resistencia antes de ponernos en serio a
desenredar la revuelta madeja con paciente trabajo. Pero si al fin logramos
penetrar en el verdadero sentido de un sueño, nos encontraremos de lleno en
los secretos del soñador y con asombro veremos que aun el sueño
aparentemente mas disparatado tiene un alto sentido y en realidad se refiere
a cosas extraordinariamente importantes y serias del alma. Este hecho nos
obliga a mirar con mayor respeto la supuesta superstición acerca del sentido
de los sueños, que las corrientes racionalistas de nuestra época habían reducido a polvo.
Como dice Freud, el análisis del sueño es el camino real que conduce a lo
inconsciente. El análisis del sueño nos lleva a los secretos más profundos de
la persona; por lo cual, en manos de médicos y educadores del alma, es un
instrumento de inapreciable valor.
El psicoanálisis consiste principalmente en muchos análisis de sueños. Los
sueños, en el curso del tratamiento, van manifestando sucesivamente los
contenidos de lo inconsciente, que quedan expuestos así a la fuerza
desinfectante de la luz clara, con lo cual son recuperados muchos elementos
preciosos, que se daban por perdidos. Siendo todo esto así, no es de extrañar
que para muchos hombres, que han adoptado ante sí mismos cierta pose, el
psicoanálisis sea un suplicio; pues según el antiguo apotegma místico:
«Abandona lo que tienes y entonces recibirás», han de renunciar primero a
sus ilusiones más queridas, para hacer brotar dentro
de sí algo más profundo, más bello y más amplio. Sólo por el misterio del
propio sacrificio llega el hombre a encontrarse renovado. Muy antiguas son
las sentencias que el tratamiento psicoanalítico ha vuelto a poner en
circulación; es cosa particularmente interesante el ver cómo en el apogeo de
nuestra cultura actual aparece como necesaria esta clase de educación
espiritual, educación que, por más de un concepto, puede compararse con la
técnica de Sócrates, si bien el psicoanálisis penetra en profundidades mucho mayores.
Encontramos siempre en el enfermo un conflicto que, en cierto punto,
coincide con los grandes problemas de la sociedad; de suerte que, cuando el
análisis llega a este punto, el conflicto, aparentemente individual, del
enfermo, se manifiesta como un conflicto general de su ambiente y de su
época. La neurosis no es, pues, propiamente sino un ensayo (fracasado) de
solución individual a un problema general. Y tiene que ser así; pues un
problema general, una «cuestión», no es un ens per se, sino que existe
solamente en los corazones y en las cabezas de los distintos hombres. La
investigación de Freud tiende a demostrar que en el origen del conflicto
patógeno corresponde una significación preponderante al momento erótico o
sexual. En estas experiencias se apoya la teoría sexual freudiana de la
neurosis. Según esta teoría, prodúcese una colisión entre la tendencia
consciente y el deseo inmoral, incompatible, inconsciente. El deseo
inconsciente es infantil, es decir, es un deseo que pertenece a la prehistoria
del individuo, un deseo que no puede adaptarse ya a la actualidad, por lo
cual es reprimido, y ello por razones de la moral presente. Para Freud se trata
en lo esencial de deseos sexuales reprimidos, que chocan con nuestra moral
sexual de hoy. El neurótico lleva en sí mismo un alma infantil, que no soporta
limitaciones arbitrarias, cuyo sentido no comprende. Intenta ciertamente
avenirse a la moral; pero entonces cae en una profunda disensión y discordia
consigo mismo; por un lado, quiere someterse, por otro, libertarse… y a esta
lucha se le llama neurosis. Si este conflicto fuera claro en todas sus partes,
probablemente nunca surgirían síntomas neuróticos. Estos surgen solamente
cuando el sujeto no puede divisar el otro lado de su ser y la urgencia de sus
problemas. Sólo en estas condiciones parece presentarse el síntoma, que
contribuye a que obtenga expresión el lado desconocido del alma. El síntoma
es, pues, según Freud, una expresión indirecta de deseos no reconocidos;
deseos que, si fueran conscientes, se hallarían en violenta contradicción con
nuestros conceptos morales. Como ya se ha dicho, esta parte oscura del alma
se sustrae a la visión consciente; el enfermo no puede, por lo tanto, abordarla,
enderezarla, someterla o renunciar a ella; porque no posee, en realidad, esos
impulsos inconscientes, que han sido reprimidos, expulsados, de la jerarquía
del alma consciente, y han ido a formar complejos autónomos que, sólo
venciendo grandes resistencias y por medio del análisis de lo inconsciente,
pueden volver a ser dominados. Hay muchos pacientes que presumen de
desconocer el conflicto erótico, y aseguran que la cuestión sexual es un disparate,
y que ellos no poseen, por decirlo así, ninguna sexualidad. Estos
hombres no advierten que, en cambio, su vida tropieza de continuo con otros
obstáculos de origen desconocido, como caprichos histéricos, disgustos que
ellos se buscan a sí mismos y a sus prójimos, malestar nervioso estomacal,
dolores errantes, excitaciones sin fundamento; en suma: todo el ejército de los síntomas nerviosos.
Se ha hecho al psicoanálisis el reproche de que desencadena los impulsos
animales del hombre, felizmente reprimidos, y de que puede acarrear con ello
incalculables perjuicios. De este temor se deduce con evidencia cuán pequeña
es la confianza que hoy se tiene en la eficacia de los principios morales.
Figúranse los hombres actuales que sólo la prédica moral contiene el desenfreno.
Pero un regulador mucho más eficaz es la necesidad, que establece
vallas reales, mucho más convincentes que todos los principios de la moral.
Es cierto que el análisis pone en libertad los impulsos animales; pero no es
cierto, como algunos creen, que esa libertad sirva para abandonarse el
hombre en seguida al desenfreno. Esos impulsos pueden servir a ministerios
más altos, según las posibilidades del individuo y según que el individuo
reclame más o menos esas actividades «sublimadas». Evidentemente, es una
ventaja en todos los sentidos estar en plena posesión de la propia personalidad;
de lo contrario, nos salen al camino los elementos reprimidos, y no
precisamente en los puntos menos esenciales, sino en los más sensibles. Pero
si los hombres son educados para ver la mezquindad de su propia naturaleza,
es de esperar que por esta vía comprendan también mejor y amen más a sus
prójimos. La disminución de la hipocresía y el aumento de la tolerancia consigo
mismo no pueden tener sino buenas consecuencias en orden a la
consideración del prójimo; pues fácilmente se inclinan los hombres a aplicar a
los demás la injusticia y la violencia que hacen a su propia naturaleza. La
teoría freudiana de la represión parece, desde luego, dar a entender que los
hombres son excesivamente morales y reprimen los impulsos de su naturaleza
inmoral. El hombre inmoral, el que deja libres y sin freno los impulsos de su
naturaleza, sería, pues, totalmente invulnerable a la neurosis. Pero,
evidentemente, la experiencia diaria enseña que no es éste el caso, sino que
ese hombre desenfrenado puede ser tan neurótico como los demás. Si lo
analizamos, descubrimos que en él ha sufrido la decencia una represión.
Cuando el inmoral es neurótico, presenta —como acertadamente lo expresó
Nietzsche— el aspecto del «desmayado delincuente», que no está a la altura
de su crimen. Podría opinarse, empero, que los reprimidos restos de decoro
son en tal caso meros residuos de las convenciones tradicionales infantiles,
que habiendo impuesto a la naturaleza impulsiva frenos innecesarios, deben
ser extirpados. Con el lema écrasez L’infame se llegaría a la teoría de
entregarse a la vida sin reservas. Pero esto sería, naturalmente, fantástico e
insensato. No debemos olvidar, en efecto —y esto hay que decirlo a la escuela
de Freud— que la moral no ha bajado del Sinaí en forma de tablas de la ley
para imponerse al pueblo, sino que es función del alma humana; una función
tan antigua como la humanidad misma. La moral no se impone desde fuera,
sino que cada cual la lleva en sí a priori; no la ley, pero sí el ser moral.
Por lo demás… ¿hay algún punto de vista más moral que la teoría de la vida
sin trabas? ¿Hay alguna concepción de la moral más heroica que ésa? Por eso
el heroico Nietzsche es su particular adepto. Ya por cobardía natural e innata
decimos: «Dios me libre de una vida sin reservas», pensando que así somos
particularmente morales; pero sin reparar en que el entregarse a vivir la vida
sin reservas resulta demasiado costoso, demasiado violento y peligroso, y, en
último término, harto indecoroso, idea que se relaciona en muchas gentes
más con el gusto que con el imperativo categórico. El defecto imperdonable
de la teoría de la vida intensa es su carácter demasiado heroico, demasiado
ideológico. Por eso, donde mejor prospera es en los cerebros enfermizos.
Acaso no haya, pues, otro medio sino que el inmoral acepte su corrección
moral inconsciente, así como que el moral entre en composición, cuanto le sea
posible, con sus demonios subterráneos.
No puede negarse que la teoría de Freud está tan convencida de la
importancia fundamental y aun exclusiva de la sexualidad en la neurosis, que
incluso ha sacado briosamente las consecuencias atacando con valentía
nuestra moral sexual de hoy. En esta esfera dominan muchas opiniones
distintas. Pero es significativo el hecho de que el problema de la moral sexual
sea hoy tan ampliamente investigado. Indudablemente, esto es útil y
necesario; hasta ahora no hemos tenido moral sexual ninguna, sino
simplemente una concepción bárbara sin la menor diferenciación. Así como
en la primera Edad Media la especulación financiera era despreciable, porque
todavía no existía una moral financiera con su diferenciación casuística, y sí
sólo una moral rutinaria, así la moral sexual de hoy es también rutinaria y
grosera. Una muchacha que tiene un hijo ilegítimo es condenada; nadie
pregunta si es una persona decente o no. Una forma de amor, no admitida en
Derecho, es inmoral, sin tener en cuenta si tiene lugar entre personas de valía
o entre pícaros. Y es que vivimos bárbaramente, hipnotizados por la cosa, y
olvidamos la persona; como para los hombres medievales la especulación
financiera no era sino oro reluciente y codiciado, es decir, cosa del diablo. La
moral sexual de hoy es informe y bárbara, porque sólo mira a la sexualidad y
no a las personas y a la índole de su conducta. La sexualidad no es el diablo,
un diablo que en el matrimonio se presenta en forma tolerable y admitida,
pero fuera del matrimonio aparece como el mal absoluto. La sexualidad es
capaz de una más alta valoración, si la relacionamos con el desarrollo moral del individuo.
En el fondo, pues, el ataque a la moral sexual de hoy constituye un hecho
plausible, que tiende a una concepción más diferenciada y verdaderamente
ética. Como ya se ha dicho, Freud considera el gran conflicto entre el yo y la
naturaleza instintiva, principalmente en su aspecto sexual. Este aspecto existe
efectivamente. Sin embargo, hay que poner detrás de su efectividad una gran
interrogación. Plantéase, en efecto, esta cuestión: lo que se presenta en forma
sexual, ¿es por su esencia, siempre sexualidad? Puede suceder que un instinto
se disfrace de otro. El mismo Freud ha contribuido a esta idea con
observaciones no poco sorprendentes, que demuestran, de una manera clara,
que muchos actos y esfuerzos de los hombres no son, en el fondo, otra cosa
que expresiones forzadas y algo impropias de cosas muy elementales. Nada
impide que también ciertas cosas sumamente elementales sean trasladadas
por comodidad a primer término, en lugar de otros sentimientos más
necesarios, pero más desagradables, con la ilusión de que se trata, efectivamente,
sólo de cosas elementales.
La teoría sexual es, pues, exacta hasta cierto punto; pero es unilateral. Tan
equivocado sería, por consiguiente, rechazarla como aceptarla en absoluto.

Notas:
4 * Véase Jung: Diagnostiche Assoziationsstudien, Leipzig, J. A. Barth. Dos tomos.
5 ** Jung: Psychologie der Dementia praecox. Halle, Marhold. En el experimento asociativo se
encuentra el «complejo», o sea uno o varios complejos de representaciones acentuadas por el
sentimiento que se refieren a tendencias contradictorias.

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