Carl Jung, Lo inconsciente en la vida psíquica normal y patológica: Los dos tipos psicológicos

CAPÍTULO IV – LOS DOS TIPOS PSICOLÓGICOS
La incompatibilidad de las dos teorías tratadas en los capítulos precedentes
nos induce a buscar un punto de vista más elevado, en el cual puedan
coincidir formando unidad. Efectivamente, no debemos rechazar una de ellas
en favor de la otra, por muy cómodo que sea este recurso; pues si
examinamos ambas teorías con imparcialidad, no puede negarse que ambas
contienen verdades importantes, y, aunque éstas sean contrarias, no deben
las unas excluir a las otras. La teoría de Freud es de tan sorprendente
sencillez y claridad, que casi nos produce repugnancia introducir en ella la
cuña de una afirmación opuesta. Pero lo mismo ocurre con la teoría de Adler:
también ella es de una sencillez y claridad luminosa y resulta tan explicativa
como la de Freud. No es de admirar, por lo tanto, que los partidarios de
ambas escuelas se aferren tenazmente, y a veces fanáticamente, a la teoría que
consideran justa. Por razones humanamente comprensibles no quieren
abandonar una teoría bella y rotunda y cambiarla por una paradoja o, lo que
es peor, perderse en la confusión de puntos de vista contrapuestos.
Ahora bien: puesto que ambas teorías son justas en alto grado, es decir,
explican adecuadamente su materia, es evidente que la neurosis ha de tener
dos aspectos opuestos, de los cuales uno es interpretado por la teoría de
Freud, y el otro por la de Adler. ¿Pero a qué obedece entonces que un
investigador vea sólo una de las facetas, y el otro la otra? ¿Y por qué opinan
ambos que están en posesión del único aspecto verdadero? Esto obedece, sin
duda, a que, por su complexión psicológica, ambos investigadores descubren,
precisamente en la neurosis, con preferencia aquello que corresponde a su
idiosincrasia. No debemos suponer que Adler observe justamente distintos
casos de neurosis que Freud. Ambos parten manifiestamente del mismo
material experimental; pero como por complexión personal ven las cosas de
distinta manera, desarrollan opiniones y teorías fundamentalmente distintas.
Adler encuentra que un sujeto que se siente inferior y de menor valía, «trata
de asegurarse» una superioridad ilusoria por medio de «protestas», «arreglos»
y otros artificios adecuados, dirigidos indistintamente contra los padres, los
maestros, los superiores, las autoridades, las situaciones, las instituciones o
cualquier otra cosa. Hasta la sexualidad figura entre esos artificios. Esta
opinión se basa en una extraordinaria acentuación del sujeto, ante el cual el
carácter y sentido propio de los objetos desaparecen del todo. Los objetos
entran en consideración a lo sumo como mantenedores de las tendencias
represivas. Desde luego, no creo equivocarme al suponer que la relación
amorosa y otros anhelos dirigidos hacia los objetos existen también en Adler
como elementos esenciales; sin embargo, en su teoría de la neurosis no significan
otra cosa que un simple sous-entendu.
Freud, por el contrario, considera a sus pacientes en perpetua dependencia de
los objetos y en relación con importantes objetos. El padre y la madre
desempeñan un gran papel; todas las influencias o determinaciones
importantes que puedan presentarse en la vida del paciente, se refieren en
causalidad directa a esas potencias originarias. Una piece de résistance de su
teoría es el concepto de trasposición, es decir, la relación del paciente con el
médico. Siempre el paciente anhela un objeto determinadamente calificado, o
le opone resistencia, y siempre en consonancia con el modelo de relación que
con el padre y la madre adquirió el paciente en la primera niñez. Cuanto
procede del sujeto es, en lo esencial, un ciego anhelo de placer y de
satisfacción; pero este anhelo recibe siempre su cualidad de objetos
específicos. En Freud los objetos son de la mayor importancia y tienen casi
exclusivamente la fuerza determinante, mientras que el sujeto permanece
extrañamente insignificante, y no es, en realidad, otra cosa que la fuente del
anhelo de placer. Ya hemos notado que Freud conoce, sin duda, «instintos del
Yo»; pero este mismo termino indica por sí solo que su representación es toto
coelo distinta de aquella magnitud, precisa y de firmes contornos, que
constituye en Adler la representación del sujeto.
Es cierto que ambos investigadores ven el sujeto en relación con el objeto.
Pero ¡de qué manera tan distinta consideran esta relación! Adler hace
hincapié en el sujeto que se asegura y busca superioridad sobre cualesquiera
objetos. Freud, por el contrario, hace hincapié en los objetos que por su
determinado carácter son alicientes o estorbos para el ansia de placer del
sujeto. Esta diferencia acaso no sea otra cosa que una diversidad de
temperamentos, un contraste de dos tipos del espíritu humano, de los cuales el
uno deriva la eficacia determinante principalmente del sujeto, y el otro, en
cambio, principalmente del objeto. Una concepción intermedia, como la del
common sense, habría de admitir que las acciones humanas dependen tanto
del sujeto como del objeto específico. Cierto es que ambos investigadores
advierten con insistencia que su teoría no se propone dar una explicación
psicológica del hombre normal, sino que es una teoría de la neurosis. Pero
entonces hubiera debido Freud explicar y tratar algunos de sus casos según el
procedimiento de Adler, como también Adler hubiera debido acomodarse a
tomar en consideración seriamente, para ciertos casos, los puntos de vista de
su antiguo maestro. Sin embargo, ni por asomo ha ocurrido así.
Yo he designado este contraste típico con los nombres de disposición
introvertida y extravertida. La primera tiene lugar cuando un ser normal, de
carácter irresoluto, reflexivo, retraído, que no se entrega fácilmente, siente
desvío ante los objetos, adopta siempre la defensiva y tiende a ocultarse
detrás de una observación desconfiada. La segunda tiene lugar cuando un ser
normal, de carácter comunicativo, aparentemente abierto y benévolo, que
fácilmente se hace cargo de cualquier situación, traba rápidamente relaciones
y se lanza despreocupado y confiado en situaciones desconocidas,
desentendiéndose de posibles reparos. En el primer caso predomina a todas
luces el sujeto; en el último, el objeto.
Estas advertencias no hacen sino indicar, desde luego, los contornos más
generales de ambos tipos (7) . Pero basta este superficial esquema para
reconocer la oposición típica de las dos teorías arriba tratadas. La teoría
sexual se sitúa en el punto de vista del objeto, y la teoría del poderío se sitúa
en la posición del sujeto; porque el extravertido acentúa siempre el objeto y
su relación con él, mientras que el introvertido, por el contrario, acentúa
siempre el sujeto, desprendiéndose en lo posible del objeto.
Con esto se resuelven las contradicciones inconciliables de ambas teorías, puesto que
ambas resultan productos de una disposición unilateral. Esta oposición de tipos la
encontramos también en Nietzsche y Wagner. La mala inteligencia entre
ambos obedece a la oposición típica de su complexión. Lo que para uno es
valor máximo, para el otro es «comedia» y «adulteración hasta el tuétano».
Ambos se desvaloran uno al otro. Si aplicamos la teoría sexual a un
extravertido, cuadra perfectamente; pero si la aplicamos a un introvertido,
menoscabamos y violentamos sencillamente su índole espiritual. Lo mismo
ocurre en el caso contrario. La exactitud relativa de ambas teorías hostiles
explica que cada una tenga un arsenal de casos que demuestran su verdad. Y
en lo que se refiere al resto inconciliable, hay que tener presente que… no hay
regla sin excepción. Averiguado esto, presentóse la necesidad de superar la
antítesis y crear una teoría que no respondiera simplemente a uno u otro tipo,
sino a ambos por igual. Para ello es imprescindible hacer una crítica de las
dos teorías propuestas. El lector, aun cuando sea lego en estas materias, habrá
notado que ambas teorías, a pesar de su exactitud, tienen propiamente un
carácter muy desagradable, que no es inherente a la ciencia en todas las
circunstancias. La teoría sexual es antiestética, e intelectualmente, poco
satisfactoria; la teoría del poderío es decididamente venenosa. Ambas teorías
son harto adecuadas para reducir a una realidad trivial, dolorosamente, el
ideal de altos vuelos, la disposición heroica, el pathos, la profunda convicción,
cuanto estas cosas sublimes caen en sus garras. Lo mejor fuera, en efecto, no
aplicarlas a tales cosas; porque ambas teorías son propiamente instrumentos
terapéuticos del arsenal médico; son bisturíes con que el médico saja
implacable lo enfermizo y dañado. Esto mismo se proponía Nietzsche en su
crítica destructiva de los ideales, que él consideraba como tumores
enfermizos en el alma de la humanidad (y lo son, en efecto, algunas veces).
En manos de un buen médico, de un verdadero conocedor del alma humana,
que —empleando términos de Nietzsche— tenga «dedos para primores», y
aplicadas a lo verdaderamente enfermizo de un alma, ambas teorías son
medios curativos que pueden ayudar por dosis muy ponderadas en cada
caso, pero que pueden ser dañinos y peligrosos si los administra una mano
que no sepa medir y sopesar; son métodos críticos, y, como toda la crítica,
intervienen siempre allí donde hay que destruir, deshacer o reducir algo;
pero acarrean daño allí donde hay que edificar.
Podríamos dejar pasar, por lo tanto, sin protesta ambas teorías, siempre que,
como los venenos medicinales, quedaran confiadas a la mano segura del médico.
Pero el destino manda que no queden reservadas a la disposición del
médico competente. En primer lugar, se han dado a conocer al público
médico; y como todo médico práctico tiene entre su clientela un tanto por
ciento relativamente alto de neurosis, viéndose, por lo tanto, más o menos
obligado a buscar un método adecuado de tratamiento, acaba por apoderarse
del difícil método psicoanalítico, sin tener al principio la necesaria
competencia. Porque ¿cómo va a estar instruido sobre los secretos del alma
humana? Désele luego, no por sus estudios académicos, porque lo poquito de
psiquiatría que aprende para el examen basta, sí, para darle a conocer los
síntomas de las más frecuentes perturbaciones mentales; pero no, ni con mucho,
para abrirle los horizontes del alma humana. El médico práctico, por lo
tanto, no está preparado para aplicar estos métodos. Hace falta, en efecto, un
extraordinario conocimiento del alma para poder aplicar con provecho estos
métodos curativos. Hay que estar en situación de distinguir lo enfermo e
inútil de lo sano y conservable. Y esto es, sencillamente, una de las cosas más
difíciles. Quien quiera obtener una impresión profunda de la manera como
un médico «psicoligizante» puede equivocarse sin responsabilidad, basándose
en un prejuicio vulgar y anticientífico, lea el estudio de Moebius sobre
Nietzsche o los distintos estudios «psiquiátricos» sobre él ‘»caso» Cristo. . . y
no tardará en pronunciar un «triple ¡ay!» sobre el paciente a quien tal
«inteligencia» se aplique.
Pero, además, el conocimiento del psicoanálisis ha pasado a manos de los
pedagogos, para gran daño de la medicina, que no se ha posesionado de él. Y
esto con razón, ya que el psicoanálisis es propiamente un método científico
espiritual y educativo, si es manejado y comprendido debidamente. Desde
luego, yo no aconsejaría nunca que se aplicase pura y exclusivamente el
análisis sexual de Freud como método educativo. Podría acarrear graves
daños por su parcialidad. Para convertir el primitivo psicoanálisis en un
método apto para los fines educativos, hacen falta todas las transformaciones
introducidas en él por el trabajo de los últimos años, es decir, la ampliación
del método a una concepción psicológica general.
Las dos teorías arriba estudiadas no son teorías generales, sino, por decirlo
así, medios curativos que han de emplearse «localmente». Son, en efecto,
destructivas y reductivas. A cada paso dicen: «tú no eres más que…» Explican
al enfermo que sus síntomas proceden de esto y de lo otro, y no son sino esto
o lo otro. Sería injusto afirmar que esta reducción es desacertada en el caso
dado. Pero una teoría reductiva es par sí sola imposible de aceptar como
concepción general de la esencia de un alma, tanto si está enferma como si
está sana. Porque el alma del hombre, este sana o enferma, no puede
explicarse solamente por reducción. Sin duda, la sexualidad está siempre y
dondequiera presente; sin duda, el instinto de poderío lo penetra todo, lo más
alto como lo más bajo del alma. Pero el alma no es simplemente lo uno o lo
otro, o si se quiere, las dos cosas a la vez; sino que es asimismo lo que ha
surgido y surgirá de esos dos elementos. Un hombre es conocido a medias
cuando se sabe de dónde procede todo lo que hay
en él. Si en eso consistiera su esencia, lo mismo podría estar muerto hace
mucho tiempo. Reducirlo a su raíz no es comprenderlo como ser vivo, pues la
vida no tiene sólo un ayer, ni queda explicada cuando el hoy se reduce al
ayer. La vida tiene también un mañana, y sólo comprendemos el hoy cuando
podemos añadir a nuestro conocimiento de lo que era ayer los antecedentes
del mañana. Esto vale para todas las manifestaciones psicológicas de la vida,
incluso para los síntomas patológicos. Los síntomas de la neurosis no son
meramente consecuencias de causas anteriores, ya sea la «sexualidad infantil»
o el instinto infantil de poderío; sino que son también ensayos de una nueva
síntesis de la vida. Añadamos, desde luego, que son ensayos fracasados, pero
ensayos al fin y a la postre, con un núcleo de valor y de sentido. Son semillas
que se han malogrado por condiciones desfavorables, de naturaleza interior y
exterior. Acaso algún lector pregunte: ¿Cuál puede ser el valor y sentido de
una neurosis, la más inútil e insufrible plaga de la humanidad? ¿Para qué
puede servir el ser nervioso, como no sea que digamos lo que se dice de las
moscas y demás insectos, que Dios los creó para que el hombre ejercitara la
provechosa virtud de la paciencia? Pero por muy necio que parezca este
pensamiento desde el punto de vista de la ciencia natural, puede ser muy
discreto desde el punto de vista de la psicología, si en este caso sustituimos a
la palabra «insectos», las palabras «síntomas nerviosos». El mismo Nietzsche,
que desdeñaba como nadie los pensamientos necios y triviales, reconoció más
de una vez lo que debía a su enfermedad. Yo he conocido a personas que
debían su utilidad y la justificación de su existencia a una neurosis que
detenía todas las necedades de su vida y les obligaba a una existencia en que
se desarrollaron los gérmenes provechosos, que se hubieran ahogado todos,
si la neurosis, con garra de hierro, no hubiera colocado a esos hombres en el
sitio que les correspondía. Hay, en efecto, hombres que tienen oculto en lo
inconsciente el sentido de su vida, su verdadera significación, y en lo
consciente, en cambio, todo aquello que es para ellos perversión y extravío.
En otros sucede lo contrario, y para éstos la neurosis tiene también otra
significación. En estos últimos casos está indicada una amplia reducción; pero
no en los primeros.
El lector se hallará ya dispuesto a admitir la posibilidad de que la neurosis
tenga esta importancia en ciertos casos; pero también estará dispuesto a negar
una trascendental y sabia conveniencia de esta enfermedad en todos los casos
triviales de la vida diaria. ¿Qué puede tener de valioso la neurosis, por
ejemplo, en el caso arriba citado de asma y de ahogos histéricos? Confieso
que dicho valor no está aquí al alcance de la mano, sobre todo si se considera
el caso desde el punto de vista de una teoría reductiva, es decir, desde el
punto de vista de la crónica escandalosa de una evolución psicológica individual.
Las dos teorías anteriormente estudiadas tienen de común, como hemos
visto, el descubrir implacablemente todo lo que hay de despreciable en el
hombre. Son teorías o, mejor dicho, hipótesis, que nos explican en qué
consiste el momento patógeno. Se ocupan, por lo tanto, no de los valores de
un hombre, sino de los elementos sin valor, elementos que se acusan en perturbaciones.
Bajo este ángulo visual es posible avenirse con ambas posiciones.
Un «valor» es una posibilidad, mediante la cual puede llegar a desplegarse
energía. Ahora bien; en cuanto que un «no valor» es también una posibilidad,
mediante la cual puede desplegarse energía (como podemos ver, por ejemplo,
clarísimamente en las notables manifestaciones de energía en las neurosis), es
también propiamente un valor, pero un valor que provoca manifestaciones
inútiles y perjudiciales de energía. La energía en sí no es buena ni mala, no es
útil ni dañosa, no es valiosa ni no valiosa, sino indiferente. Todo depende de
la forma en que la energía se produce. La forma da a la energía su cualidad.
Por otra parte, la simple forma sin energía es también indiferente. Para que
exista, pues, un verdadero valor, es necesario por un lado la energía, por otro,
la forma valiosa. En la neurosis encuéntrase la energía psíquica
indudablemente en una forma inválida y no realizable. Ambas teorías, arriba
estudiadas, sirven para disparar esta energía inválida. En este punto se
acreditan como medios curativos. Por ellas obtenemos energía libre, pero
indiferente. Hasta ahora dominaba la suposición de que esta energía
recobrada queda a la disposición consciente del enfermo, de suerte que éste
puede emplearla de cualquier modo. Es decir, se pensaba que la energía no es
otra cosa que la fuerza del instinto sexual, y así se hablaba de una aplicación
«sublimada» de la misma, suponiendo que le es posible al paciente, con ayuda
del análisis, trasladar la energía sexual a una «sublimación», es decir, a una
forma no sexual de aplicación, al ejercicio, verbigracia, de un arte, o a otra
actividad buena y útil. El paciente tenía, según esta concepción, la posibilidad
de decidir libremente o por inclinación el sentido en que su energía había de sublimarse.
Hasta cierto punto, hay que conceder a esta concepción el derecho a la
existencia, en el sentido de que el hombre es siempre dueño de marcar a su
vida una línea determinada, por la que ha de marchar. Pero ya sabemos que
no hay previsión ni prudencia humana que nos pongan en situación de dar a
nuestra vida una dirección prescrita, como no sea para pequeños trayectos. El
destino se presenta ante nosotros confuso y preñado de posibilidades, y sin
embargo, sólo una de estas múltiples posibilidades es nuestro propio y
verdadero camino. ¿Quién podrá vanagloriarse —aun fundado en el mayor
conocimiento posible de su propio carácter— de poder determinar por
anticipado esa única posibilidad? Ciertamente, con la voluntad se puede
alcanzar mucho; pero yerra radicalmente quien, en vista del destino de ciertas
personalidades, especialmente enérgicas, quiera también someter a su
voluntad su propio destino a cualquier precio. Nuestra voluntad es una
función dirigida por nuestra reflexión; depende, por lo tanto, de la naturaleza
de nuestra reflexión. Nuestra reflexión, si ha de ser tal reflexión, debe ser
racional, es decir, proceder conforme a razón. ¿Pero se ha demostrado nunca,
o podrá demostrarse alguna vez, que la vida y el destino concuerdan con
nuestra razón humana, es decir, sean también racionales? Por el contrario,
tenemos fundadas sospechas de que son irracionales, o, dicho con otras
palabras, que en último término se basan en fundamentos situados allende
la humana razón. La irracionalidad de la vida se muestra en la llamada
contingencia, que nosotros, naturalmente, debemos negar, porque a priori no
podemos pensar ningún acontecimiento que no esté causal y necesariamente
determinado, y, por lo tanto, que sea contingente; pero prácticamente la
contingencia se muestra dondequiera, y con tanta insistencia, que podemos
muy bien guardarnos en el bolsillo nuestra filosofía causal. La plenitud de la
vida es regular y no regular, racional e irracional. Por eso, la razón y la
voluntad fundada en razón no valen sino durante un corto trayecto. Cuanto
más extendamos esta dirección racionalmente elegida, tanto más seguros
podremos estar de que excluimos la posibilidad irracional de la vida,
posibilidad, empero, que tiene también su derecho a ser vivida. Ha sido
ciertamente una gran conveniencia para el hombre el estar en situación de
imprimir una orientación a s u vida. Con razón y con justicia se puede
afirmar que la mayor conquista de la humanidad es el haber adquirido la
racionalidad. Pero no está dicho que esta razón impere en todas las
circunstancias. La terrible catástrofe de la guerra europea ha echado una raya
muy gruesa sobre las cuentas del racionalismo más optimista. En el año 1913
escribía Ostwald las siguientes palabras (8): «Todo el mundo está de acuerdo en
que el estado actual de la paz armada es insostenible y, poco a poco,
imposible. Exige de las distintas naciones enormes sacrificios, que superan
con mucho los gastos para fines culturales, sin obtener por ello resultados
positivos. Si la humanidad encontrara medios y caminos para eliminar estos
armamentos destinados a guerras que nunca llegan, esta organización de una
gran parte del pueblo en la edad más vigorosa y productiva, con miras a fines
guerreros y, en fin, todos los innumerables daños que el actual estado de
cosas produce, lograría con ello un ahorro tan enorme de energía, que desde
aquel momento podría esperarse un florecimiento insospechado de la
cultura. Porque la guerra, lo mismo que la lucha personal, es ciertamente el
medio más antiguo de resolver diferencias, pero también el más
inconveniente y el que acarrea más dañoso despilfarro de energía. La
completa eliminación, tanto de la guerra potencial como de la guerra actual,
se halla, por lo tanto, dentro del espíritu del imperativo energético y es uno
de los más importantes problemas culturales de nuestros días».
Pero la irracionalidad del destino no se atemperó a la racionalidad de
pensadores bien intencionados, ni siquiera se contentó con emplear las armas
y soldados acumulados, sino que quiso todavía mucho más: quiso una
espantosa y disparatada devastación, un destrozo en masa de tal naturaleza
que la humanidad ha podido sacar la conclusión de que, con previsiones
racionales, sólo puede dominarse un aspecto del destino.
Lo que decimos de la humanidad en general puede también decirse de cada
individuo, pues de simples individuos se compone toda la humanidad. Y lo
que es la psicología de la humanidad, eso mismo es también la psicología del
individuo. Durante la guerra europea hemos asistido a una terrible
liquidación de las racionales previsiones de la organización cultural. Lo que
en el individuo se llama «voluntad», en las naciones se llama «imperialismo»;
pues la voluntad es la declaración de la potencia sobre el destino, es decir, la
exclusión de lo fortuito. La organización cultural es la sublimación racional y
«adecuada» de energías libres e indiferentes, lograda con voluntad y
previsión. En el individuo es lo mismo. Y así como el pensamiento de una
general organización cultural ha experimentado con esta guerra una cruel
rectificación, así también el individuo ha de experimentar frecuentemente en
su vida que las llamadas energías «disponibles» no permiten que se disponga
de ellas a capricho.
En América me consultó en cierta ocasión un hombre de negocios, de unos
cuarenta y cinco años, cuyo caso ilustra muy bien lo dicho anteriormente. Se
trataba de un típico selfmademan americano, que se había elevado a fuerza de
puños. La suerte le había favorecido y llegó a fundar un negocio de gran
amplitud. Poco a poco fue organizando su negocio en tal forma, que pudo
pensar en retirarse de la dirección. Dos años antes de verlo yo, se había
retirado. Hasta entonces sólo había vivido para su negocio y en él había
concentrado toda su energía, con esa increíble intensidad y exclusivismo que
es propia del hombre de negocios americano. Había comprado una magnífica
posesión, donde pensaba «vivir», imaginando la vida como un continuo
montar a caballo, ir en automóvil, hacer excursiones, jugar al golf y al tennis,
etc. Pero no contó con lo imprevisto.
La energía «disponible» no entró por todas estas halagadoras perspectivas,
sino que se encaprichó en otra dirección. Efectivamente, pocas semanas antes
de comenzar la proyectada vida de recreo, empezó a sentir vagas sensaciones
en el cuerpo, y dos semanas bastaron para precipitarle en una inaudita
hipocondría. Sus nervios dieron un estallido. Aquel hombre sano, de fuerzas
físicas extraordinarias y sumamente enérgico, se convirtió en un niño llorón.
Y con esto acabó toda su magnificencia. Pasaba de una angustia a otra y se
atormentaba con cavilaciones hipocondríacas, hasta casi morir. Consultó
entonces a un famoso especialista, que comprendió en seguida que a este
hombre no le faltaba otra cosa sino el trabajo. También el paciente lo comprendió
así, y volvió a ocupar su anterior puesto. Pero su desengaño fue
enorme al ver que no sentía interés alguno por su negocio. Ni la paciencia ni
la decisión sirvieron para nada. La energía no quiso volver a encauzarse hacia
el negocio por ningún medio. Entonces, naturalmente, su estado empeoró
todavía más. Todo lo que anteriormente había sido en él energía creadora, se
volvió ahora contra él mismo, con fuerza terriblemente destructiva. Su genio
creador se alzó en cierto modo contra él, y así como antes había creado en el
mundo grandes organizaciones, así también su demonio creó ahora refinados
sistemas de sofismas hipocondríacos que le aniquilaban por completo.
Cuando yo le vi, era ya una ruina moral sin esperanza. De todos modos,
intenté explicarle que una cantidad tan gigantesca de energía pudo desasirse
del negocio sin duda; pero la cuestión era: ¿para aplicarla a qué? Los más
hermosos caballos, los automóviles más rápidos y los juegos más
entretenidos no son a veces estímulo alguno para la energía, aun cuando
había pensado, muy racionalmente, que un hombre dedicado toda su vida al
trabajo serio tenía en cierto modo un derecho natural a gozar de la vida. Si el
destino procediera «humanamente», así habría de ser: primero el trabajo,
luego el descanso bien ganado. Pero procede irracionalmente, y con la mayor
incongruencia la energía exige un cauce a su gusto; de lo contrario se estanca
y se torna destructiva. Naturalmente, no encontraron acogida mis argumentos,
como era de esperar. Un caso tan avanzado sólo puede ser defendido
de la muerte, pero nunca curado.
Muestra este caso claramente que no está en nuestra mano aplicar, a nuestro
gusto, una energía «disponible» a un objeto racionalmente escogido.
Exactamente lo mismo sucede, en general, con aquellas energías, aparentemente
disponibles, que obtenemos cuando por medios curativos
psicoanalíticos hemos destruido sus formas inútiles, listas energías, como se
ha dicho, no pueden aplicarse arbitrariamente, en el mejor de los casos, sino
por un corto tiempo. Pero generalmente se resisten a apoderarse de las
posibilidades racionales, en ningún tiempo, por corto que sea. La energía
psíquica es antojadiza, y tiene que ver cumplidas sus propias condiciones.
Por mucha energía que tengamos, no podremos utilizarla mientras no
logremos abrirle cauce. Todo mi trabajo de investigador, en los últimos diez
años, se ha concentrado sobre este problema.
La primera etapa ha sido el reconocimiento del campo de validez en que se
verifican las dos teorías citadas.
La segunda etapa consistió en descubrir que esas dos teorías corresponden a
dos tipos psicológicos opuestos, que yo he llamado tipo introvertido y tipo
extravertido. Ya William James (9) encontró estos dos tipos en los pensadores y
los distinguió con las denominaciones de tender minded y de tough minded.
También Ostwald (10) halló en los grandes sabios análoga diferencia entre el
tipo clásico y el romántico. Así, pues, no soy yo el único en sustentar esta idea
de los dos tipos; y eso que no he citado más que dos autores conocidos, entre
otros muchos. Investigaciones históricas me han demostrado que no pocas de
las grandes discusiones en la historia del espíritu obedecen a la oposición de
estos dos tipos. El caso más notable, en este orden, es la oposición entre el
nominalismo y el realismo, que se inició con la diferencia entre la escuela
platónica y la megarense y fue heredada por la filosofía escolástica, en la que
Abelardo tuvo el mérito de intentar, por lo menos, con el conceptualismo, la
unificación de los puntos de vista opuestos. Esta disputa se ha continuado
hasta nuestros días, manifestándose en la oposición entre el espiritualismo y
el materialismo. Y así como la historia general del espíritu, así también cada
individuo participa en este contraste de tipos. Una detenida investigación
conduce a la consecuencia de que ambos tipos tienden a unirse en
matrimonio para —inconscientemente— completarse uno a otro. La índole
reflexiva del introvertido le impulsa a meditar siempre o recogerse siempre
antes de obrar. Esto retrasa, naturalmente, su acción. Su miedo y su
desconfianza ante los objetos le inducen a la vacilación, y así encuentra
siempre dificultades al querer adaptarse al mundo exterior. Por el contrario,
el extravertido mantiene una relación positiva con las cosas. Es, por decirlo
así, atraído por ellas. Le halagan las situaciones nuevas y desconocidas. Por
averiguar algo desconocido, salta en ello a pies juntos. Generalmente, obra
primero, y piensa después. Por eso su acción es rápida y no está sometida a
objeciones y aplazamientos. Ambos tipos son, por lo tanto, muy adecuados
para una simbiosis (o vida en común). El uno cuida de la reflexión, y el otro
de la iniciativa y de la obra práctica. Cuando ambos tipos conviven en
matrimonio, pueden formar una pareja ideal. Mientras ambos viven, en el
matrimonio, enteramente ocupados en adaptarse a las múltiples necesidades
exteriores de la vida, adáptanse también uno a otro perfectamente. Pero si el
marido gana bastante dinero, o le cae de las nubes una gran herencia, y cesa
con esto la necesidad exterior de la vida, entonces tienen tiempo para
ocuparse uno de otro. Antes se apretaban hombro a hombro y se defendían
contra la necesidad. Ahora se miran frente a frente y quieren comprenderse;
pero descubren que nunca se han comprendido. Cada uno de ellos habla un
idioma diferente. Así comienza la discusión entre ambos tipos. Esta lucha es
venenosa, violenta y llena de mutuo menosprecio, aun cuando se desarrolle
muy suavemente y en lo más íntimo. Pues lo que es valioso para uno, es sin valor
para el otro. Debiera pensarse racionalmente que cada uno de ellos, en la
conciencia de su propio valor, puede tranquilamente reconocer el valor del
otro, resultando de esta suerte superfluo todo conflicto. Yo he conocido
bastantes casos que argumentaban en esta forma, y, sin embargo, no llegaron
a ningún fin satisfactorio. Es más, cuando se trata de hombres enteramente
normales, podrá salvarse más o menos airosamente este período crítico de
transición. Entiendo por hombre normal aquel que puede existir en todas las
circunstancias, con tal de encontrar en ellas el mínimo necesario de
posibilidad de vida. Pero son muchísimos los que no pueden hacer esto; de
donde se infiere que no hay muchos hombres normales. Lo que entendemos
comúnmente por «hombre normal» es propiamente un hombre ideal, cuya
afortunada complexión constituye un caso relativamente raro. La mayor
parte, con mucho, de los hombres más o menos diferenciados, exigen
condiciones de vida que alcancen a más que a la relativa seguridad de comer
y dormir. Para éstos, el término de una relación simbiótica significa una grave sacudida.
No puede comprenderse, de primera intención, por qué esto ha de ser así.
Pero cuando pensamos que ningún hombre es simplemente introvertido o
simplemente extravertido, sino que cada uno tiene las dos posibilidades de
complexión, aunque sólo una se desarrolle como función de adaptación,
caeremos al punto en la sospecha de que en el introvertido la extraversión
esta como dormida, arrinconada, en estado embrionario y que, análogamente,
en el extravertido, la introversión lleva una existencia oscura. Y así sucede en
efecto. El introvertido tiene de hecho también su complexión extravertida;
pero le es inconsciente, porque la mirada de su conciencia se dirige
constantemente al sujeto. Ve, sin duda, el objeto, pero tiene de él
representaciones desvaloradoras, o, por lo menos, represivas, de suerte que
se mantiene siempre lo más distante posible, como si el objeto fuera algo
poderoso y peligroso. Un ejemplo explicará lo que quiero decir con esto: Dos
jóvenes pasean juntos por el campo. Llegan a un hermoso castillo. Ambos
quisieran ver el interior del palacio. El introvertido dice: «Quisiera saber cómo
es por dentro». El extravertido contesta: «Pues entremos», y se dispone a pasar
la puerta. El introvertido se retrae y dice: «Quizá la entrada esté prohibida», y
tiene vagas representaciones de guardias, multas, perros bravos, etc., en el
fondo. A lo cual contesta el extravertido: «Podemos preguntar; ya nos dejarán
pasar», y tiene representaciones de viejos guardianes benignos, de
hospitalarios castellanos y de posibles aventuras románticas en el castillo. Por
influjo del optimismo extravertido, llegan ambos, efectivamente, al interior.
Pero ahora ocurre la peripecia. El castillo está por dentro reconstruido, y no
contiene sino un par de salas, con una colección de manuscritos antiguos.
Estos son el encanto del joven introvertido. Apenas los divisa, siéntese como
transportado, surtiese en la contemplación de aquellos tesoros y se expresa
con palabras entusiastas; traba conversación con el celador para obtener las
mayores informaciones posibles, y, como el resultado es escaso, busca al
archivero, con el fin de hacerle preguntas abundantes. Su miedo ha
desaparecido, los objetos han adquirido un brillo seductor, y el mundo ha
tomado otro aspecto. En cambio, el animo del joven extra vertido decae cada
vez más; su rostro se alarga; comienza a bostezar. No hay aquí bondadosos
guardianes, ni caballeros castellanos, ni huella de aventuras románticas, sino
simplemente un castillo transformado en un museo. Pero manuscritos hay de
sobra en casa. Mientras el entusiasmo del uno sube, el humor del otro baja; el
palacio le aburre, los manuscritos le recuerdan la biblioteca, la biblioteca se
asocia a la idea de la Universidad, la Universidad a la del estudio y a la de los
exámenes inminentes. Y poco a poco se tiende un velo espeso sobre el castillo,
tan interesante y seductor al principio. El objeto se hace negativo, «¿No tiene
gracia —exclama el joven introvertido— que hayamos descubierto aquí una
maravillosa colección?» «Pues yo la encuentro soberbiamente aburrida»,
replica el otro de mal talante. El primero se enfada y decide en su fuero
interno no volver a pasear con el extravertido. El último se enfada del enfado
del otro, y medita en que siempre ha creído que el otro era un egoísta
inconsiderado, que derrochaba por sus intereses egoístas el hermoso tiempo
de primavera, de que puede disfrutarse en el campo.
¿Qué es lo que ha sucedido aquí? Los dos amigos caminaban en gozosa
simbiosis juntos, hasta que llegaron al castillo fatal. Allí, el que piensa de
antemano, el prometeico introvertido dice: «Podríamos verlo por dentro». Y el
que no piensa hasta después de obrar el epimeteico extravertido, abre la
cancela. Pero en este momento se invierten los tipos: El introvertido, que antes se
resistía a entrar, no quiere salir, y el extravertido reniega del momento en que
entró en el castillo. El primero queda fascinado por el objeto: el último se sume
en sus pensamientos negativos. Cuando el primero se da cuenta de los
manuscritos, cambian las cosas para él; su temor desaparece; el objeto se
apodera de él, y él se entrega al objeto de buen grado. En cambio, el segundo
siente una aversión creciente contra el objeto, y acaba por caer en la
cautividad de su malhumorado Yo. El primero se convirtió en extravertido, y
el último en introvertido. Pero la extraversión del introvertido es distinta de
la extraversión del extravertido, y la introversión del extravertido es distinta
de la introversión del introvertido. Mientras ambos caminaban antes en
gozosa armonía, no chocaron uno contra otro, porque cada uno estaba en su
elemento natural. Ambos eran positivos uno para otro, porque sus
temperamentos se completaban mutuamente. Pero se completaban porque la
complexión de uno incluía siempre la del otro. Vemos esto, por ejemplo, en el
breve diálogo frente a la puerta. Ambos quisieran entrar en el castillo. La
duda del introvertido sobre si la entrada sería posible, afecta también al otro.
La iniciativa del extravertido afecta también al compañero. De suerte que la
complexión del uno incluye también al otro. Y éste es siempre, más o menos,
el caso, cuando un individuo se encuentra en la complexión para él natural;
pues esta complexión está más o menos colectivamente adaptada. También
ocurre lo propio con la complexión del introvertido, aun cuando arranca
siempre del sujeto. Va simplemente del sujeto al objeto, mientras que la
complexión del extravertido va del objeto al sujeto.
Pero tan pronto como en el introvertido el objeto prepondera sobre el sujeto y
arrastra a éste, su complexión pierde ya el carácter social. Olvida la presencia
de su amigo; no le incluye en su pensamiento, se anega en el objeto y no ve lo
que su amigo se aburre. A su vez, el extravertido ya no tiene consideración al
otro, al ver que su esperanza subjetiva se ha defraudado, y se recoge entonces
en sus representaciones y caprichos subjetivos.
Podemos, pues, formular el suceso de la manera siguiente: En el introvertido,
la influencia del objeto ha producido una extraversión de baja ley; en el
extravertido ha producido, en cambio, una introversión de baja ley; en ambos
casos ha desaparecido la actitud social. Esto nos hace volver al principio de
donde partimos: «Lo que es valor para uno, es sin valor para el otro».
Acaecimientos positivos o negativos pueden hacer que aflore la
contrafunción despreciada. Y una vez que esto ha ocurrido, se presenta la
susceptibilidad. La susceptibilidad es el síntoma de una desvalorización. Con esto
están ya dados los fundamentos psicológicos para la discordia y la
incomprensión; y no sólo para la discordia entre dos hombres, sino también
para la discordia de uno consigo mismo. La esencia de la función desvalorada
se caracteriza por la autonomía; esta función es independiente; nos asalta, nos
fascina, nos envuelve, de suerte que ya no somos dueños de nosotros
mismos, ni mantenemos la balanza equilibrada entre nosotros y los demás.
Y, sin embargo, para el desarrollo del carácter es de necesidad que tomemos
también en consideración el otro aspecto de nosotros mismos, precisamente
esa otra función menos valiosa. No podemos, en efecto, dejar siempre a otro
que cuide simbióticamente una parte de nuestra personalidad, pues puede
llegar el momento en que necesitemos también de esa otra función, y nos
encontraríamos entonces desprevenidos, como demuestra el anterior ejemplo.
Y las consecuencias pueden ser fatales. El extravertido pierde con ello la
relación, para él ineludible, con los objetos, y el introvertido, la relación con
su propio sujeto. Por otra parte, es también indispensable que el introvertido
consiga obrar y actuar, y su actividad no se vea detenida constantemente por
objeciones y recelos; como también es necesario que el extravertido medite en
sí mismo, sin menoscabar por eso de una manera fatal sus relaciones.
El problema de los tipos, suscitado por el conflicto entre Freud y Adler, nos
lleva, pues, a un nuevo problema: al problema de la oposición. Como se ve, la
extraversión y la introversión constituyen dos complexiones psicológicas
naturales, opuestas entre sí, o dos movimientos contrariamente dirigidos, que
Goethe designó en cierta ocasión con el nombre de diástole y sístole. En
armónica sucesión, debieran producir el ritmo de la vida. Pero al parecer se
necesita un gran arte para lograr este ritmo. O habría que ser completamente
inconsciente, para que la ley natural no fuese perturbada por ningún acto
consciente, o habría que ser consciente en grado eminente, para hallarse en
disposición de querer y ejecutar los movimientos opuestos. Como no podemos
retroceder a la inconciencia animal, sólo nos queda el difícil camino de
proseguir adelante, hasta llegar a una más alta conciencia. Desde luego, esa
conciencia, que nos permitiría vivir libre y deliberadamente la gran
afirmación y negación de la vida, es un ideal casi sobrehumano; pero
constituye una orientación, un norte. La condición actual de nuestro espíritu
sólo nos permite querer conscientemente la «afirmación» y padecer
constantemente la «negación». Si así sucede, no es poco lo que se ha logrado.
El problema de la oposición, como principio inherente a la naturaleza humana,
constituye la tercera etapa de nuestro ulterior proceso de investigación. Por lo
general, es éste un problema de la edad madura. Con este problema no se puede
establecer el tratamiento analítico práctico de un enfermo, sobre todo si se
trata de un joven. Las neurosis de los jóvenes proceden, en general, de un
choque entre las fuerzas de la realidad y una actitud infantil insuficiente, que
se caracteriza en sentido causal por una enorme dependencia de los padres
reales o imaginarios, y en sentido final, por ficciones insuficientes, es decir,
propósitos y aspiraciones insuficientes. Aquí están en su lugar las
reducciones de Freud o de Adler. Pero hay muchas neurosis que no surgen
hasta la edad madura, o estallan, realmente, en tal grado, que los pacientes se
hacen incapaces de empleo. Naturalmente, en tales casos se puede comprobar
que en la juventud existió ya una dependencia neurótica de los padres, y
existieron también todas las posibles ilusiones infantiles; pero todo esto no
impidió al interesado emprender una profesión, ejercitarla con éxito, casarse
y, a tuertas o a derechas, hacer vida de matrimonio hasta el momento, ya en
la edad madura, en que de pronto fracasa la disposición anterior. En semejante
caso aprovecha poco, naturalmente, hacer surgir a la conciencia las
fantasías de la niñez, la dependencia de los padres, etc., aun cuando esto sea
una parte necesaria del procedimiento y muchas veces no produzca efectos
desfavorables. Pero, en el fondo, la terapia, en tal caso, sólo comienza cuando
el paciente ve que ya no hay padre ni madre que se ponga en el camino, sino
que él mismo, es decir, una parte inconsciente de su personalidad, sigue
representando el papel de padre y de madre. Pero también esta averiguación,
aunque muy útil, es todavía negativa; limítase a declarar: «Caigo en la cuenta
de que no hay padre ni madre que se opongan a mí, sino yo mismo». ¿Pero
quién es ese que en él mismo se opone a él mismo? ¿Qué parte es esa parte
misteriosa de su personalidad que, oculta tras las imágenes del padre y la
madre, le ha hecho creer tanto tiempo que el fundamento de su mal debía
venir de fuera? Esta parte es la parte contraria de su disposición consciente,
que no le deja descanso y le perturba, hasta que es admitida. Sin duda, en los
jóvenes puede bastar la liberación del pasado, pues ante ellos se abre un
sugestivo porvenir rico en posibilidades. Basta desatar algunos lazos; el
impulso de la vida se encarga de lo demás. Pero cuando se traía de gentes
que tienen ya tras de sí un gran pretérito de vida, nos hallamos frente a otro
problema. A estas personas ya no se les presentan grandes posibilidades para
lo futuro ni pueden esperar más que obligaciones de antiguo contraídas y el
dudoso contentamiento de la edad.
Si logramos libertar de su pasado a los jóvenes, vemos que trasladan las
imágenes de sus padres a otras figuras más idóneas, que las sustituyen. El
sentimiento, que recaía sobre la madre, se dirige ahora a la esposa, y la
autoridad del padre se traslada a venerados maestros y superiores o a
instituciones. No es ésta una solución fundamental; pero sí es un camino
práctico que recorre, inconscientemente, incluso el hombre normal, sin
obstáculos ni resistencias.
De otra suerte, se presenta el problema para el adulto que ha recorrido ya
esta trayectoria, con más o menos molestias. Hace ya tiempo, acaso, que se ha
desprendido de los padres difuntos; ha buscado y encontrado ya en la mujer
a la madre, o en el marido al padre; ha venerado a los padres y a las
instituciones; él mismo ha llegado ya a ser padre o madre, y acaso ha
superado ya esta etapa de la vida, y ha aprendido que lo que al principio
significaba para él aliciente y satisfacción, es un pesado error, una ilusión
juvenil, a la que vuelve los ojos ahora, en parte con sentimiento, en parte con
envidia, porque no le queda sino la edad y el término de todas las ilusiones.
Aquí no hay ya padres ni madres; todo lo que él proyectó, las ilusiones sobre
el mundo y sobre las cosas, han refluido poco a poco sobre él, fatigado ya y
gastado. La energía que recobra de todas estas relaciones cae en lo
inconsciente y anima allí todo lo que hasta entonces había el sujeto tratado de desarrollar.
Las fuerzas instintivas, encadenadas en la neurosis, dan a los jóvenes, cuando
se disparan, empuje y esperanza y posibilidad de otra expansión más amplia
de su vida. Para el hombre de edad madura, el desarrollo de la función
oposicionista, que dormita en lo inconsciente, significa una renovación vital.
Pero este desarrollo no consiste ya en la liberación de vínculos infantiles, en la
destrucción de ilusiones infantiles y en el traslado de las viejas imágenes a
figuras nuevas, sino que recae en el problema de la oposición.
Este principio de la oposición existe, naturalmente, en el fondo del espíritu
juvenil, y una teoría psicológica del alma juvenil habría de tomar en cuenta
este hecho. Las ideas de Freud y de Adler se contradicen, pues, sólo por
cuanto aspiran a constituirse en teoría. Pero si se conforman con ser
representaciones técnicas auxiliares, no se contradicen ni se excluyen
mutuamente. La neurosis, en un introvertido juvenil, rara vez permite echar
de menos la psicología subrayada por Adler, y siempre es conveniente y aun
imprescindible tomar en consideración los puntos de vista de Freud, sobre
todo la teoría sexual, cuando se trata de extra vertidos jóvenes. Pero una
teoría científica que quiera ser algo más que un simple medio auxiliar técnico,
tiene que fundarse sobre el principio de la oposición; pues, sin éste, sólo
conseguiría reconstruir una psique, sin la necesaria compensación neurótica.
No hay ningún equilibrio ni sistema ninguno que tengan autorregulación sin
oposición. La psique, empero, es un sistema con autorregulación.
Volviendo a recoger el hilo que habíamos soltado, podemos decir que ahora
se ve claramente hasta qué punto se encuentran en la neurosis aquellos
valores de que el individuo carece. Podemos volver ahora al caso de aquella
joven, y aplicarle la doctrina esbozada. Se trataba de una extravertida con
neurosis histérica. Supongamos que esta enferma ha sido «analizada», es
decir, que el tratamiento le ha dado a conocer la clase de pensamientos
inconscientes que se ocultaban detrás de sus síntomas, con lo cual recupera
aquella energía psíquica inconsciente que constituía la fuerza de los síntomas.
Se presenta entonces la cuestión práctica. ¿Qué se ha de hacer con semejante
energía disponible? Sería racional, teniendo en cuenta el tipo psicológico de la
enferma, extraverter esa energía, trasladarla a un objeto, por ejemplo, a la
actividad filantrópica o a alguna cosa útil. Por excepción es posible este camino,
cuando se trata de naturalezas particularmente enérgicas, que no se
asustan de atormentarse a sí mismas, incluso hasta llegar a la sangre, o
cuando se trata de personas a quienes gusta el ajetreo de tales ocupaciones;
pero generalmente no es posible. Porque no hay que olvidar que la libido
(nombre técnico de la energía psíquica), tiene ya inconscientemente su objeto;
tal es el joven italiano u otro sustitutivo humano real. En estas circunstancias,
esa hermosa sublimación es, naturalmente, tan deseable como imposible.
Generalmente el objeto real ofrece a la energía un cauce mejor que ninguna
actividad ética, por bella que sea. Desgraciadamente, son muchos los
hombres que hablan de cómo deben ser las personas, y no de cómo son
realmente. Pero el médico ha de habérselas siempre con el hombre verdadero,
que permanece tenazmente el mismo, hasta que se descubre su realidad. La
educación sólo puede arrancar de la realidad desnuda y no de una imagen
ideal engañosa del hombre.
Sucede, por desgracia, que a tal energía disponible no se le puede señalar
arbitrariamente una dirección.
Ella sigue por sí misma su pendiente. Es más; la ha encontrado ya, aun antes
de que nosotros la hayamos completamente desprendido de su vínculo con la
forma inconsciente. Es decir, descubrimos que las fantasías de la paciente,
que antes versaban sobre el joven italiano, se han trasladado ahora al medico
mismo. El médico se ha convertido, por lo tanto, en objeto de la libido
inconsciente. Si este caso no se ofrece, o si la enferma no quiere reconocer de
ningún modo el hecho de la trasposición, o el médico no comprende el fenómeno
o lo comprende mal, se presentan fuertes resistencias, que tienden a
hacer en todos sentidos imposible la relación con el médico. Entonces los
enfermos se van y buscan otro médico u otro hombre que los entienda, o si
abandonan esta pesquisa, se hunden en la degeneración.
Cuando la trasposición se orienta hacia el médico y es aceptada, encuéntrase
con ello una forma natural, que no sólo sustituye la forma antigua, sino que
hace posible un desahogo del proceso energético, relativamente libre de
conflictos. Por consiguiente, cuando se deja que la libido siga su curso natural,
ella encuentra por sí misma el camino de la trasposición. Si no sucede así, es
porque se trata de rebeliones contra las leyes de la naturaleza o de una
desgraciada intervención del médico.
En la trasposición proyéctanse, en primer lugar, las posibles fantasías
infantiles, que deben ser resueltas por reducción. Anteriormente, a este
proceso se le daba el nombre de «solución de la trasposición». Por este medio,
la energía vuelve a desvincularse de esta forma inconveniente, y otra vez nos
hallamos ante el problema de la energía disponible. También en este caso
debemos confiar en que la naturaleza, antes de que nosotros lo busquemos,
habrá elegido un objeto que ofrezca a la energía el cauce más favorable.

Notas:
7 * Una discusión completa del problema de los tipos se encontrará en mi obra Psychologische Typen.
Rascher, Zürich, segunda edición, 1925.
8 * Die Philosophie der Werte (La filosofía de los valores).
9 * Pragmatism.
10 ** Grosse Münner (Grandes hombres).

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