Jung, C. G. : Los complejos y el inconsciente. Libro Segundo: Los complejos. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente

Libro segundo: Los complejos
3. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente
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La psicología no es magia negra; es una ciencia: la ciencia de la conciencia y
de sus datos; es, también, la ciencia del inconsciente, pero sólo en segundo
lugar, pues el inconsciente no es directamente asequible, precisamente
porque es inconsciente. Es cierto que hay personas que no temen afirmar: «El
inconsciente carece de secretos para mí; le conozco como a la palma de mi
mano.» Yo les respondo: «Usted quizá ha recorrido todo su consciente, pero
su inconsciente lo desconoce completamente, pues el inconsciente es en
verdad inconsciente; es, precisamente, aquello de lo que no estamos
informados.» No olvidemos este preámbulo; pues el término de
«inconsciente» se utiliza con despreocupación, hablando, por ejemplo, de
datos inconscientes, de ideas, imágenes, fantasías inconscientes, etc. Es ésta
una deplorable costumbre verbal. Cada corporación, como sabemos, tiene sus
abreviaturas, su jerga. No se me reproche, pues, si llego a hablarles de una
representación imaginativa inconsciente. Con todo rigor habría que
decir una representación imaginativa que ha sido inconsciente; pues el
inconsciente deposita en las playas de la conciencia una multitud de aportaciones,
y cuando se les llama «inconscientes», no se hace sino designar su
origen. Todo aquello de lo que somos conscientes es, naturalmente, asociado
al yo por intermedio de la conciencia. El inconsciente, en cambio, no nos es
directamente asequible; es preciso recurrir a métodos especiales que
transfieren a la conciencia los contenidos inconscientes. La psique
inconsciente es de una naturaleza enteramente desconocida; sus productos
son expresados siempre por la conciencia en términos de conciencia, esto es
todo lo que podemos hacer; no podemos pasar de aquí y debemos tener siempre
presentes estas circunstancias en nuestra mente como último criterio de
nuestro juicio, cuando tratemos de inferir, de la calidad particular de los
productos del inconsciente, la naturaleza de aquello de lo que deben haber salido .
Cuando nos preguntamos por la naturaleza de la conciencia, el hecho—
maravilla entre maravillas— que más profundamente nos impresiona es que
apenas se produce un acontecimiento en el cosmos, se crea simultáneamente
y se desarrolla paralelamente una imagen de él en nosotros, convirtiéndose
así en consciente .
La conciencia no es continua. Es cierto que se habla de la continuidad de la
conciencia, pero, en realidad, esta continuidad no existe y la impresión que
nos la hace sentir es consecuencia del recuerdo. La conciencia es intermitente,
discontinua. Si se suman las fases conscientes de una vida humana
obtendremos la mitad o los dos tercios de su duración total; el resto está
formado de vida inconsciente: durante la noche estamos entregados al sueño,
y durante la jornada son numerosas también las horas en las que no se es
consciente más que a medias o en una tercera parte. En el fondo son pocos los
momentos en los que se es realmente consciente, en los que la conciencia
alcanza un cierto nivel y una cierta intensidad. Lo que se manifiesta en los
sueños no es más que un despreciable residuo de conciencia; en los sueños
tenemos un papel esencialmente pasivo: los sufrimos .
El inconsciente, en cambio, es un estado constante, duradero, que, en su
esencia, se perpetúa semejante a sí mismo; su continuidad es estable, cosa que
no se puede pretender del consciente. A veces la actividad consciente cae en
cierto modo por debajo de cero y desaparece en el inconsciente, donde
continúa bajo forma de actividad inconsciente. Cuando nuestra conciencia
presenta su nivel habitual o incluso cuando alcanza una agudeza particular,
el inconsciente no por ello deja de proseguir su actividad, es decir, su sueño
perpetuo. Mientras escuchamos, hablamos o leemos, nuestro inconsciente
continúa funcionando, aunque no percibamos nada. Con la ayuda de métodos
apropiados se puede demostrar que el inconsciente teje perpetuamente
un vasto sueño que, imperturbable, sigue su camino por debajo de la
conciencia, emergiendo a veces durante la noche en un sueño o causando
durante la jornada singulares y pequeñas perturbaciones. Ciertas personas,
dotadas de una poderosa intuición y de la facultad de percibir sus procesos
interiores, o al menos de presentirlos, cuentan que pueden también observar
fragmentos de tal sueño en estado de vigilia, bajo forma de ideas repentinas,
de imaginaciones, ínfimas parcelas que no consienten que se las restablezca
en su conjunto continuo; se puede mostrar que estas briznas se revelan durante
la vida diurna por síntomas, perturbaciones del lenguaje, actos fallidos
y que todas estas perturbaciones tienen entre sí secretas relaciones, a manera
de raíces subterráneas entrelazadas. No siendo los contenidos del
inconsciente como los del consciente inmediatamente asequibles, necesitamos
dividirlos en tres clases:
1. Contenidos inconscientes asequibles .
2. Contenidos inconscientes mediatamente asequibles .
3. Contenidos inconscientes inasequibles .
1. Los contenidos inconscientes asequibles están hechos de elementos de los que
podríamos tener también conciencia, aunque, en general, no la tengamos. Así,
por ejemplo, no tenemos de un modo claro conciencia de la posición de
nuestro cuerpo en el espacio, de ciertos gestos o de ciertas expresiones de
nuestro rostro, etc., sin que, no obstante, nada nos lo impida (ciertas
personas, sin embargo, experimentan más dificultades para ello que otras) .
Hay también una multitud de cosas que efectuamos inconscientemente. Si yo
le pregunto, por ejemplo, a cuántas personas se ha encontrado usted por la
calle hoy o a cuántas ha evitado, usted no es capaz de darme una respuesta,
pues no ha prestado atención y no puede acordarse de ello. De todos es
conocido el caso de la persona que saca su reloj de bolsillo, lo mira y se lo
vuelve a guardar. Si un momento después, se le pregunta la hora, tiene que
volver a mirar el reloj, pues todos aquellos gestos los ha hecho sin darse
cuenta y no ha adquirido un conocimiento consciente del tiempo
transcurrido. La orientación en el tiempo, sin embargo, revela una continuidad
inconsciente; a menudo tenemos un sentido preciso del tiempo transcurrido,
incluso durmiendo y sin ayuda de ningún medio consciente. Gracias a la
hipnosis se puede hacer, por ejemplo, la experiencia siguiente: se sugiere a la
persona hipnotizada que cuente los segundos a partir de un momento dado;
el sujeto, despierto, los cuenta sin percatarse de ello; si se le hace dormir
durante ciertos intervalos y se le pregunta luego cuántos segundos han
transcurrido, es capaz de responder el número exacto .
Además, está también la masa de objetos y de acontecimientos de nuestra
vida que han caído normalmente en el olvido, de los que no tenemos
conciencia en un momento dado, pero que nos son asequibles en todo
momento por poco que concentremos sobre ellos nuestra atención .
2. Los contenidos inconscientes mediatamente asequibles son ya más coriáceos. Sin
duda, a todo el mundo le ha ocurrido alguna vez, por ejemplo, conocer el
nombre de una persona y no poderlo recordar; como suele decirse, se le tiene
«en la punta de la lengua», sin lograr, no obstante, pronunciarlo: de momento
es inasequible. Con la ayuda de pequeños recursos se consigue cazar al fin el
nombre huidizo. O bien se hace un nudo en el pañuelo para recordar al verlo
que se ha olvidado tal o cual cosa, lo que constituye ya un recuerdo mediato.
Hechos análogos pueden producirse también espontáneamente. He aquí un
ejemplo: un psicólogo se pasea por el campo y pasa ante una granja.
Continúa su paseo, pero, de pronto, se siente asaltado por recuerdos de
infancia tan intensos que se imponen a su atención; sorprendido, se pregunta:
«¿Por qué me he ido de pronto a pensamientos de esa época? ¿Cuándo
empezó esto?» Remontando el curso de sus pensamientos acude a su mente
que los recuerdos infantiles comenzaron a surgir en él aproximadamente
unos cinco minutos antes, al pasar por delante de la granja. Vuelve, pues,
sobre sus pasos para buscar el posible motivo de sus reminiscencias. Al
acercarse de nuevo a la granja percibe un olor muy especial, el de un criadero
de ocas, olor que estaba asociado a sus primeros años y del que había
conservado el recuerdo. Al pasar la primera vez lo había respirado sin darse
cuenta; pero el olor no dejó por ello de actuar sobre su inconsciente, que
empezó a elaborar recuerdos de sus primeros años. Se trataba, pues, de un
contenido mediatamente asequible .
3. Pasemos a los contenidos inconscientes inasequibles. Pueden existir en número
indeterminado, pues ignoramos la amplitud que puede alcanzar el
inconsciente, así como la posible riqueza de sus contenidos. Sabemos que
ciertos vestigios, de los que podríamos, a decir verdad, acordarnos, son
inconscientes en nosotros, tales como las reminiscencias de la vida infantil,
pues recordamos, sí, una multitud de incidentes de nuestra vida de niños,
pero también olvidamos mucho: hasta la edad de cinco o seis años—y para
ciertas personas hasta la edad de diez e incluso de quince años— la infancia
está cubierta por una densa oscuridad .
Hay sujetos, como, por ejemplo, Spitteler, capaces de acordarse de sueños que
se remontan a su segundo año; sin embargo, incluso cuando los recuerdos de
la infancia se remontan a edades muy tempranas, los largos tramos de
existencia vivida que se intercalan entre ellos han naufragado sin dejar
rastros. La conciencia infantil, considerada retrospectivamente, se parece a un
archipiélago de imágenes aisladas que emergen de las aguas .
Hay, también, en el hombre síntomas neuróticos que indican la presencia de
contenidos inconscientes y que el sujeto no puede precisar ni definir .
Hay incluso estados en los que se es presa de sensaciones, de humores, de
una tonalidad muy determinada, pero difíciles de describir, pues hunden sus
raíces en las esferas que están fuera del alcance de la conciencia .
Hay en el inconsciente, además, acontecimientos totalmente inaccesibles en
un momento dado, por la buena razón de que no han sido nunca todavía
conscientes: las ideas creadoras, por ejemplo, que brotan en nuestro espíritu
de forma inesperada y que, previamente, no estaban todavía adscritas de
modo alguno a nuestro consciente; carecíamos de relaciones con ellas y por
ello dormitaban encerradas en la ganga del inconsciente, como siguen haciéndolo sus hermanas .
Citemos también percepciones más sutiles todavía, los presentimientos y las
intuiciones: poco antes de que estallara la guerra de 1914, numerosas personas
tuvieron presentimientos singulares, estados afectivos que las dejaban
atónitas, al no existir todavía la realidad a la que había que adscribirlos .
La conciencia es, por naturaleza, una especie de capa superficial, de epidermis
flotante sobre el inconsciente, que se extiende en las profundidades, como un
vasto océano de una continuidad perfecta. Kant lo había presentido: para él,
el inconsciente es el dominio de las representaciones oscuras que constituyen
la mitad de un mundo. Si juntamos el consciente y el inconsciente, abarcamos
casi todo el dominio de la psicología. La conciencia se caracteriza por una
cierta estrechez; se habla de la estrechez de la conciencia, por alusión al hecho
de que no puede abarcar simultáneamente sino un pequeño número de
representaciones. He encontrado un caso que ilustra perfectamente este
hecho: a una paciente que sufría una neurosis obsesiva se le había metido en
la cabeza que tenía que interpretar al piano dos melodías a la vez y se
martirizaba con este ejercicio hasta que le daba un síncope. Este caso
demuestra lo poco capaces que somos de mantener a la par dos representaciones en la conciencia.
La conciencia es una especie de órgano de percepción y de orientación
dirigido, en primer lugar, hacia el mundo ambiente. Está localizada en los
hemisferios cerebrales, de los que es una de las funciones, mientras que el
resto de la psique, según toda probabilidad, no está localizado en los
hemisferios cerebrales, sino en algún otro lugar. Lo mejor para persuadirse de
ello es hablar con primitivos. Tuve una vez una conversación con un jefe de
indios pueblos, cuya confianza me había ganado diciéndole que yo era
también de una tribu dedicada a la cría de ganado, pero que no vivía en el
continente americano. Me habló con toda franqueza de las particularidades
de los americanos y me dijo cosas muy interesantes, válidas también para los
europeos. He aquí el punto culminante de nuestra conversación: —Los
americanos están locos .
—Pero, ¿por qué? —¡Dicen que piensan con la cabeza! —¿Y no es así? —
¡Claro que no: se piensa con el corazón! Para este hombre la conciencia
intensa está formada de la intensidad del sentimiento, o, en términos
científicos, llama psique a lo que afecta al corazón. Los miembros de ciertas
tribus negras primitivas pretenden que el pensamiento tiene su asiento en el
vientre; son tan primitivos e inconscientes que sólo la actividad psíquica que
les afecta a las entrañas llega hasta su conciencia y es considerada como
expresión de la psique. Así, cuando algo les estomaga, «les muele el hígado»
o les crea ciertos trastornos funcionales del abdomen, lo perciben y concluyen
de ello que es ahí, en el abdomen, donde está localizada la psique. Esto está
también en el origen de ciertos sistemas hindúes de meditación, muy
curiosos, que presentan una serie de escalones que comienzan en la región de
la vesícula (las primerísimas manifestaciones psíquicas han sido percibidas
en relación con trastornos de la vesícula) y que culminan en la cabeza, tras
haber franqueado las etapas del estómago, del corazón y del cuello. Para
nosotros, la conciencia está localizada en el cerebro. Pero la conciencia no es
toda la psique; la psique es todo el cuerpo y cuyo centro, filogenéticamente,
no estaba en la cabeza, sino en el vientre, en su amasijo de ganglios. Estos
últimos constituyen sin duda la base original de la entidad psíquica, mientras
que los hemisferios cerebrales han contribuido esencialmente a la elaboración
de la conciencia, cuya localización indica ya que constituye una función
perceptiva, un órgano de percepción. En efecto, todos los nervios sensoriales
principales terminan en el cerebro, donde son registradas y agrupadas las
comunicaciones enviadas por la superficie sensorial. Por consiguiente, es
históricamente comprensible que la psicología en tanto que ciencia, cuyos
comienzos se remontan a los siglos xvii y xviii, haya comenzado por
interesarse por las percepciones de los sentidos y que los psicólogos hayan
empezado por hacer derivar la conciencia de los sentidos, como si aquélla no
consistiera sino en datos sensoriales. Toda la psicología científica, en sus
comienzos, está basada en las sensaciones, y vemos que esto perdura hasta en
pleno siglo xix; la concepción central que de ello resulta, a saber, la primacía
de los sentidos y de la conciencia, continúa hasta cierto punto dominando
aún en nuestros días; por ejemplo, en la obra de Freud, cuya teoría hace
derivar el inconsciente del consciente. De hecho, las cosas se presentan de
forma esencialmente diferente; siendo las funciones psíquicas originarias
estrechamente solidarias del sistema nervioso simpático, yo diría más bien
que el elemento primero es, evidentemente, el inconsciente, del que poco a
poco se desprende la conciencia .
¿Qué es la conciencia? Ser consciente es percibir y reconocer el mundo exterior, así
como al propio ser en sus relaciones con este mundo exterior. No es éste el lugar
para hablar del mundo exterior, ya que el objeto propio de la psicología es el
hombre. Verse en las relaciones con el mundo exterior significa reconocerse a
sí mismo en su ambiente. ¿Qué es este «sí mismo»? Es, ante todo, el centro de
la conciencia, el yo. Cuando un objeto no es susceptible de ser asociado al yo,
cuando no existe un puente que una el objeto con el yo, el objeto es
inconsciente; es decir, que para aquél es como si no existiera. Por
consiguiente, se puede definir la conciencia como una relación psíquica con
un hecho central llamado el yo. ¿Qué es el yo? El yo es una magnitud
infinitamente compleja, algo como una condensación y un amontonamiento de datos
y de sensaciones; en él figura, en primer lugar, la percepción de la posición que
ocupa el cuerpo en el espacio, las de frío, calor, hambre, etcétera, y luego la
percepción de estados afectivos (¿estoy excitado o tranquilo?, ¿me es
agradable o desagradable tal cosa?, etc.); el yo implica, además, una masa
enorme de recuerdos: si mañana yo me despertara sin recuerdos, no sabría
quién soy. Necesito disponer de un tesoro, de un fondo de recuerdos, que son
como relaciones o notas que informan sobre lo que fue. No podría haber
conciencia sin todo esto. Sin embargo, el elemento esencial parece ser el estado
afectivo: cuando estamos dominados por un afecto es cuando tomamos
conciencia de nosotros mismos con mayor agudeza, cuando nos percibimos a
nosotros mismos con mayor intensidad. Por ello no es improbable pensar que
la conciencia originaria surgió durante un afecto; un golpe en la cara, por
ejemplo, podría ser el origen de las primeras reflexiones del individuo sobre sí mismo .
Hay gran número de seres que no son sino parcialmente conscientes; incluso
entre los europeos, muy civilizados, se encuentra un número importante de
sujetos anormalmente inconscientes, para los que una gran parte de la vida
transcurre de forma inconsciente. Saben lo que les pasa, pero sólo
imperfectamente se representan lo que hacen y lo que dicen. Son incapaces de
percatarse del alcance de sus acciones; ¿qué es, en definitiva, lo que les hace
conscientes? Si sobreviene un hecho inesperado o chocan con alguna
costumbre o con algún hábito firmemente establecido, y si esta colisión
provoca fatales consecuencias, la luz se hará en su espíritu, iluminando los
motivos de su acción, haciéndoles sobresaltarse y convertirse en conscientes.
Muchos sujetos no llegan a ser conscientes sino de esta forma, pues el yo sólo
es intensamente consciente en el curso de momentos afectivos de esta
naturaleza. Del mismo modo los animales sacan enseñanzas, sobre todo de
los estados afectivos; cuando, por ejemplo, un animal ha comido algo bueno o
cuando ha recibido un golpe, queda en él una impresión que le deja huella y
que crea, amalgamándose con las otras experiencias de la misma naturaleza,
una cierta continuidad. Por esta razón es preciso considerar que también los
animales, en cierto sentido, tienen un yo. Como se ve, este yo previo es una
condición sine qua non de toda conciencia. Dentro de esta relación es
importante ser egoísta o egocéntrico, al objeto de la toma de conciencia de sí
mismo. El egoísmo, hasta un cierto grado, es una pura necesidad. Sin este
poderoso impulso fundamental no podríamos mantener nuestra conciencia y
volveríamos a caer en un estado crepuscular. Difícilmente nos hacemos una
idea de ello, pero observen a un primitivo y constatarán que, si no es
animado por algún acontecimiento, nada se produce en él; permanece
sentado durante horas en una inercia total; si le preguntamos en qué piensa,
se ofende, pues pensar es a sus ojos el privilegio de los locos. No hay, pues,
motivos para suponer que en él se agite un pensamiento; sin embargo, su
estado está asimismo muy lejos de ser un estado de reposo absoluto; el
inconsciente ejerce en él una actividad vivaz, de la que pueden brotar ideas
repentinas e interesantes, pues el primitivo es un maestro en el «arte» de
dejar hablar a su inconsciente y de prestarle una fina atención .
La conciencia, órgano de orientación, utiliza ciertas funciones para orientarse
en el espacio exterior, en su ambiente. (Tiene a su cargo, además, la orientación
en el espacio interior; volveremos sobre esto.) En el espacio exterior figuran
objetos que son manifiestamente diferentes de nosotros mismos. Para percibir
este mundo de objetos y para orientarnos en él, utilizamos sobre todo las
impresiones sensoriales. No hablaré en lo que sigue de las impresiones
sensoriales tomadas una a una; las reúno bajo la rúbrica de «la sensación»,
que las engloba a todas .
La sensación nos indica, por ejemplo, si el espacio en el que nos encontramos
está vacío o si figura en él algún objeto, si el objeto está en estado de reposo o
si se mueve. La sensación, en tanto que función psíquica, es por esencia irracional.
¿Por qué? Lo vamos a comprender. Si deseamos percibir una sensación
en forma todo lo espontánea y pura que sea posible, debemos prescindir de
toda previsión respecto a lo que vamos a percibir, pues, en general, esta
previsión perjudicaría ya a la sensación futura. Si desearnos experimentar
una sensación y nada más que una sensación, debemos excluir todo lo que
sea susceptible de perturbar su percepción. Debemos ser todo ojos y oídos,
pero no hacer nada ni tolerar tampoco la menor intromisión: guardémonos,
por ejemplo, de reflexionar sobre el origen de la excitación sensorial. No
debemos saber nada sobre él; de no ser así, nuestra percepción sería de
antemano sofisticada, desfigurada, incluso reprimida. Cuando, por ejemplo,
un espectáculo cautiva nuestra atención, nos olvidamos de escuchar y a la
inversa. La sensación, para ser pura y viva, no debe incluir ningún juicio, ni
ser influenciada o dirigida; debe ser irracional .
Una segunda función nos dice, una vez que la sensación ha constatado la
presencia de un objeto en el espacio en el que nos encontramos, lo que este
objeto es. Este acto, esta función de conocimiento es, en un plano primitivo, lo
que se llama el pensamiento. Éste es una función racional: juzga, excluye; es su
tarea primordial; a él le corresponde precisar lo que una cosa es. Debe
aprehender su especificidad, diferenciarla de lo que no es, cosa que es una función racional.
Una vez que hemos constatado la presencia de un objeto en nuestra
proximidad y que nos hemos enterado de que es esto o aquello, nuestras
informaciones se limitan todavía a la impresión sentida en el momento
presente. Ahora bien, este dato actual, instantáneo, tiene un pasado y un
futuro. Ha sido y devendrá. Representa, pues, en ese instante, una fase de un
proceso de metamorfosis, pues a la larga nada es, todo se transforma. Por
consiguiente, la cosa cuya existencia actual hemos constatado posee rasgos
que denotan el pasado y hacen presentir el futuro. Estos rasgos, sin embargo,
no están incorporados a la forma actual; sólo prestan a ésta una atmósfera
que flota y la rodea. Sin duda, también aquí los sentidos pueden sernos de
alguna utilidad, y el pensamiento, asimismo, puede realizar ciertas
constataciones; pero, además, tenemos el dominio de las suposiciones, de los
presentimientos, de las «impresiones vagas», como las llamamos. Tenemos
cierto olfato para el origen de las cosas y presentimos su evolución, su
devenir futuro: esta es la esfera de la intuición. La intuición es una función
que, normalmente, se emplea poco, tanto más cuanto se vive una vida
regular, entre cuatro paredes, forzada a un trabajo rutinario. Pero si uno se
ocupa de la bolsa o vive en el África central, emplea sus hunches (6) con toda
naturalidad. No podemos, por ejemplo, prever si a la vuelta de un matorral
nos vamos a encontrar con un tigre o un rinoceronte, pero sí podemos tener
un hunch que quizá nos salve la vida. La gente que vive expuesta a las
condiciones naturales hacen un gran uso de la intuición; también la utilizan
todos aquellos que arriesgan algo en un dominio desconocido, que son
pioneros de una u otra forma: los inventores, los jueces, etcétera. En cuanto
uno se encuentra en presencia de condiciones nuevas, todavía vírgenes de
valores y de conceptos establecidos, se depende de esta facultad de intuición .
Tras haber constatado las cosas en su objetividad, no debemos perder de vista
que no son únicas en el universo; también nosotros estamos incluidos en él.
Entre la cosa y yo o entre mí mismo y la cosa hay relaciones, lazos; de una u
otra forma yo soy afectado por todos los objetos, agradables o desagradables,
interesantes o repugnantes, deseados u odiados por mí: esta es la esfera del
sentimiento. El sentimiento me dicta el valor que un objeto tiene para mí. Es
una función racional que formula un juicio preciso, mientras que la intuición,
percepción espontánea de posibilidades vagas, es una función irracional .
Provistos de estas cuatro funciones de orientación que nos dicen si una cosa
existe, qué es, de dónde procede y hacia dónde tiende, y, en fin, lo que ella
representa para nosotros, estamos ya orientados en nuestro espacio psíquico.
De este modo se encuentran también precisadas las necesidades de nuestra
orientación. En general, podemos utilizar estas cuatro funciones como queramos:
quiero mirar, observar, oír (sensación); quiero saber lo que es tal cosa
(pensamiento), qué valor tiene para mí (sentimiento), etc. Pero también
sabemos por experiencia que estas mismas funciones son susceptibles de
ejercerse automáticamente; por ejemplo, cuando una sensación irrumpe en
nuestra pasividad al margen de todo deseo por parte nuestra o incluso
imponiéndosenos en contra de nuestra voluntad. Si resuena fuera un
cañonazo, no hay nada que me haya preparado para oírlo y, sin embargo, la
detonación me ensordece: la percibo involuntariamente .
Todas estas funciones no se ejercen sólo en la conciencia, sino también en el
inconsciente. Si resuena una detonación mientras duermo, puedo, quizá,
percibirla y amalgamarla con un sueño. Soy, entonces, enteramente pasivo;
de la misma manera, relaciones y juicios intelectuales o sentimentales pueden
formarse en el inconsciente y desarrollarse involuntariamente durante el
sueño. Nuestras cuatro funciones primordiales no son, pues, únicamente
patrimonio del consciente; son en sí mismas funciones psíquicas, susceptibles
de ejercerse sin la participación de la conciencia .
Estas funciones están dotadas cada una de energía específica; les es inherente
una tensión energética que preside su actividad; existe, evidentemente, un gran
margen de variaciones individuales. El caso ideal sería aquel en que las
cuatro funciones estuvieran dotadas de los mismos recursos energéticos; se
ejercerían entonces las cuatro en igual proporción. Grados de actividad muy
diferentes en ellas pueden ser el origen de perturbaciones. Así, no debemos ni
podemos contentarnos con constatar simplemente que una cosa existe; nos es
preciso también enterarnos de lo que es, sentir el valor que tiene para
nosotros, olfatear, inducir de dónde procede y hacia qué tiende. Si una de estas
funciones no es empleada, se desarrolla y se pierde en el inconsciente; provoca
entonces una activación poco natural de éste, pues la evolución humana ha llegado a
un estadio en el que estas funciones pueden y deben ejercerse en la conciencia. En la
mayoría de las personas, una de las funciones es ejercida, desarrollada y diferenciada
con predilección, en detrimento de las otras, que vegetan en una
inconsciencia más o menos vasta, lo que provoca en estos sujetos una
unilateralidad singular. Subrayemos, por otra parte, que no es posible hacer
simultáneamente a todas las funciones conscientes en alto grado ni
diferenciarlas todas a la vez. En general, solemos dar la preferencia a una de
las funciones; probablemente porque nuestras aptitudes, nuestra diferenciación
cerebral o la energía de que disponemos no bastan para proveer
igualmente a las cuatro funciones a la vez. De ello resultan diferenciaciones
singulares y específicas de la psique humana .
La energía propia, inherente a una de las funciones en ejercicio, puede ser
decuplicada, por lo que llamamos la atención y la voluntad. La atención no
constituye más que un aspecto de la voluntad. Podemos aumentar la energía
específica de una función por un acto de voluntad, que nos permite dirigirla,
hacerla exclusiva, adecuando ciertos registros suyos a expensas de algunas de
las restantes. Así, en un concierto nos concentramos y somos todo oídos. El yo
está dotado de un poder, de una fuerza creadora, conquista tardía de la humanidad,
que llamamos voluntad. Al nivel primitivo, la voluntad no existe todavía; el yo
no está hecho sino de instintos, de impulsos y de reacciones; de la voluntad
no ha aparecido todavía la menor traza. También en los animales se encuentra
una multitud de instintos, pero una cantidad mínima de voluntad. He
aquí un ejemplo, observado por mí mismo, de la debilidad de la voluntad en
los primitivos. Durante algún tiempo estuve en África Oriental entre una
tribu muy primitiva. Era buena gente, que no querían sino ayudarme .
Cierta vez tenía que mandar unas cartas y necesité un mensajero. Fui a ver al
jefe y le rogué que me mandara uno. Poco después un joven indígena se
presentó a mí y me dijo que era el mensajero que había pedido. Había que
recorrer aproximadamente una distancia de ciento veinte kilómetros hasta el
término del ferrocarril de Uganda, donde se encontraban los blancos más
próximos. Tendí al mensajero las cartas formando un paquete y le dije: «Lleva
estas cartas a la estación de los hombres blancos de tal lugar.» El mensajero,
por toda respuesta, me miró con ojos extraviados y vacíos y ni siquiera tendió
la mano hacia el paquete. «Toma estas cartas y vete», repetí. El mensajero me
había comprendido, sin duda, pero no lograba reaccionar ante aquella
invitación singular. Pensé, primeramente, que no le interesaba. Vino entonces
un negro somalí que me cogió las cartas de la mano y me dijo: «Te portas de
una manera torpe y tonta; te voy a mostrar cómo hay que hacer.» Cogió un
látigo y avanzó amenazador hacia el hombre, diciéndole: «Estas son las
cartas, tú eres el mensajero, y éste es el bastón (el bastón tenía una ranura por
la que se introducía las cartas; era el ‘bastón del mensajero’, con el que las
llevaban): tienes que cogerlas.» Y le pegó en los costados con el bastón, le
sacudió y le maldijo a él y a sus antepasados hasta la séptima generación.
«Tienes que correr de esta forma», gritó el negro somalí remedándole
mediante una danza lo que el indígena tenía que hacer. El hombre, poco a
poco, se despertó, sus ojos se iluminaron y esbozó una ancha sonrisa: había
comprendido. Partió como una bala de cañón y recorrió los ciento veinte
kilómetros hasta la estación en una sola etapa. ¿Qué había pasado? El
primitivo no es capaz de querer: tiene que reunir sus energías; había sido
necesario que a nuestro hombre le pusieran en condiciones de sentirse
mensajero; de ahí la razón de ser y la necesidad de esta ceremonia: había
despertado en él el estado de ánimo que le había convertido en correo; desde
ese momento tenía las cartas del hombre blanco en la mano, las llevaba hacia
su destino y todos los indígenas que encontraba en su camino se decían: «Sí,
es el correo, es el mensajero.» Esto hacía de él el hombre importante del
momento, le confería una dignidad a la que no habría llegado si antes, con la
ayuda de los latigazos, no le hubieran puesto en el estado de ánimo de un
mensajero. Se trataba de un caso de sugestión; los indígenas, para emprender
algo, necesitan, en cierto modo, ser debidamente hipnotizados. Este ejemplo
demuestra que falta la relación entre la palabra y la acción, que la función de
la voluntad no está educada en ellos y que no actúan sino bajo el influjo de
los humores y los afectos. Al comienzo de mi estancia en África me
sorprendía la brutalidad con que eran tratados los indígenas, pues el látigo
era moneda corriente; al principio me pareció superfluo, pero tuve que
convencerme de que era necesario; desde entonces llevé continuamente
conmigo un látigo de piel de rinoceronte. Aprendí a simular sentimientos que
no tenía, a gritar a voz en cuello y a dejarme llevar por la cólera. Todo esto es
preciso para suplir la voluntad deficiente de los indígenas. Esta concepción la
confirman innumerables ritos que sólo ella permite comprender. Los
indígenas, antes de partir para la caza, ejecutan danzas, imitan la caza, cuya
búsqueda emprenden; realizan el indispensable «rito de entrada» para crear
en ellos el humor, el estado de ánimo, la emoción necesarios para la acción a
efectuar, para concentrar la energía difusa, su interés en la acción a realizar,
es decir, para despertar la voluntad; el retorno de la caza da lugar, a su vez, a
ceremonias complicadas y análogas que persiguen el objeto inverso del
restablecimiento del humor pacífico y cotidiano. Cuando los dinkas del Nilo
Blanco, por ejemplo, matan un hipopótamo, le abren el vientre y uno de ellos
penetra en su cuerpo, se arrodilla ante la columna vertebral y le dirige al alma
del hipopótamo, que consideran está en la médula espinal, la siguiente plegaria:
«Querido y buen hipopótamo: perdónanos por haberte matado. No ha
sido por maldad, sino porque apreciamos tu carne. No les digas a tus
hermanos y a tus hermanas que te han matado, diles que amas a los hombres.
También nosotros te amamos y te comemos gustosos. Si tú te enfadaras, les
dirías a tus hermanos y hermanas que se alejaran, y nosotros no tendríamos
ya carne.» Después de pronunciar esta plegaria vienen las danzas del «rito de
salida», cuyo objeto es liberar a los cazadores de los apetitos y de la atmósfera
sanguinaria de la caza y restablecer en ellos la atonía de «todos los días». Se
asiste a un espectáculo no menos singular y revelador cuando los guerreros
han combatido y cuando uno de ellos ha hecho una víctima (lo que es, por
otra parte, muy raro, pues allí las luchas son, en general, poco sangrientas). El
que ha matado regresa como vencedor, como guerrero valeroso. ¿Cómo le
honran los demás? Sus congéneres se apoderan de él, le aprisionan y le
someten durante dos meses a un régimen vegetariano, a fin de que pierda la
costumbre de hacer derramar la sangre .
Entre nosotros, el yo está dotado de una energía disponible, gracias a la cual
podemos influir sobre el curso natural de los acontecimientos. Podemos,
como ya hemos dicho, querer mirar, pensar, prever; podemos incluso querer
experimentar tal o cual sentimiento. La voluntad es una gran maga que,
además, añade a sus encantos la paradoja de sentirse y de aspirar a ser libre.
Experimentamos el sentimiento de libertad, incluso cuando se puede probar la
existencia de causas precisas que, con toda necesidad, debían entrañar tal o
cual consecuencia, que, precisamente, hemos realizado: a pesar de ello, el
sentimiento de libertad es, no obstante, muy vivo en nosotros. Sabemos, por
otra parte, que no existe nada que no tenga su causa, lo que nos obliga a
pensar que la voluntad también debe depender de algunas determinantes.
¿Entonces? Si la voluntad está marcada por esa libertad soberana que la
caracteriza, ello se debe a que es una parcela de esa oscura fuerza creadora
que yace en nosotros, que nos conforma, que edifica nuestro ser, que
reacciona frente a nuestro cuerpo, que mantiene o destruye su estructura y
que crea vías nuevas. Esta energía aflora, en cierto modo, en el seno de la
voluntad y hasta en la esfera de la conciencia humana, aportando consigo ese
sentimiento absoluto y soberano de imperecedera libertad que no se deja alterar
o restringir por ninguna filosofía. Podemos invocar todos los sistemas
filosóficos que queramos: el sentimiento de libertad se mantiene siempre
presente en el corazón del hombre, indestructible, riéndose de los sistemas,
constituyendo un dato quizá singular, pero, en todo caso, original de la naturaleza .

Esquema 1
Jung, los complejos y el incosciente, libro segundo, esquema 1
Intentemos resumir en un esquema los conocimientos que acabamos de
adquirir sobre la conciencia .
En este dibujo esquemático el yo, cruzado por una línea AA’, aparece
fraccionado en dos partes. La parte inferior de este yo existe sin que yo me dé
cuenta de ella, no me es consciente ©; en ella hay cosas que desconozco de un
modo radical. Nos vemos obligados a suponer que partes integrantes de
nuestra totalidad psíquica de ser viviente, de nuestro sí mismo, llevan una
existencia oscura e inconsciente. Estas partes ocupan el puesto situado bajo la
línea AA’. El círculo más central representa al yo, en torno al cual se puede
hacer figurar sus cuatro funciones primordiales en un orden que,
naturalmente, varía de forma individual. Este esquema constituye sólo una
estructura, la trama sobre la que se aplican las diferentes envolturas
personales con que el yo se rodea. Si conocemos superficialmente a una
persona cuyas funciones responden a la disposición que aquí hemos representado,
creemos primero que estamos tratando a un ser sensorial, sensitivo;
poco después descubrimos que esa persona no se detiene en la apariencia
sensorial, manifiesta, de las cosas, sino que reflexiona sobre su naturaleza.
Luego, poco a poco, comprobamos en ella la existencia de la intuición y, por
fin, del sentimiento. En ese caso no podría ser de otro modo. Sin embargo, la
necesidad singular que hace suceder una función racional a una función
irracional no está suficientemente expresada en el esquema anterior. La
pondrá más de relieve otro esquema, que deriva, naturalmente, de que la
conciencia es la instancia que preside nuestra orientación. Ahora bien, si
queremos orientarnos en la superficie de la tierra, tendremos que conocer los
cuatro puntos cardinales; «por tanto, no es forzar las analogías el situar en la
esfera psíquica las funciones que nos revelan los cuatro aspectos
fundamentales de las cosas en las cuatro esquinas de nuestro horizonte espiritual».
Debemos observar que estas funciones presentan entre sí ciertas
incompatibilidades, hecho que se tiene presente en el esquema, contraponiéndolas
entre sí. La sensación y la intuición ofrecen el ejemplo más claro.

Esquema 2
Jung, los complejos y el inconsciente, libro segundo, Esquema 2
Percibiremos su oposición observando con atención la forma en que un ser
sensorial, por un lado, y un ser intuitivo, por otro, examinan las cosas. Sus
disposiciones fundamentales se revelan en su forma de ver. El que ve las
cosas como son las aprehende, las aferra, en cierto modo, entre sus ejes
ópticos: es el ser sensorial. El intuitivo, por su parte, engloba, envuelve las
cosas con su mirada, que irradia y resplandece, los ojos de Goethe son un
ejemplo notable de esto). Podemos concluir de ello que el intuitivo, en el
fondo, no ve las cosas; no percibe más que su atmósfera; mira más allá del
objeto, no se preocupa de observarlo, constituyendo para él un dato sin
mucha importancia. Lo que está curioso de conocer es el clima de las cosas, su
origen y su destino. Por eso se fija en su conjunto, buscando aclaraciones
sobre su naturaleza particular y sobre su vida específica, sobre la forma en
que este conjunto se desliza en la corriente de los acontecimientos, en la
trama del devenir. Por consiguiente, podemos constatar desde el primer
momento si una persona pertenece o no al tipo intuitivo, según que su
mirada emita o no esa singular aureola, esa especie de irradiación que tantea
los objetos, que trata de penetrar el misterio de su intrincación y que falta
totalmente en el tipo sensorial. Y ello es así, pues, si deseamos ver las cosas
como son, no debemos mirar lo que las rodea, no debemos concentrarnos en
sus circunstancias. Es preciso que fijemos las cosas y que las desvinculemos,
en la medida en que podamos, de todo lo que resulta de su recíproca
intrincación. Una incompatibilidad análoga existe entre el pensamiento y el
sentimiento. Si deseamos pensar —y pensar acertadamente, según la sana
lógica— no debemos dejarnos llevar al mismo tiempo por el sentimiento,
pues la lógica del corazón puede arrastrar fácilmente a nuestro pensamiento
fuera de sus propios caminos. Si reflexionamos sobre la biología de la rana,
no debemos dejarnos llevar hasta decir: «¡Oh, qué bello animal!» En este caso
debemos excluir de nuestras reflexiones al sentimiento. Por eso los objetos
sometidos al pensamiento deben estar situados momentáneamente al margen
de los valores, cualesquiera que sean los que pueden constituir por sí
mismos. Saber si algo tiene o no para mí valor no entra en una categoría del
pensamiento, sino en la del sentimiento. El sentimiento inquiere el valor que
una cosa tiene para el sujeto, verificación que el pensamiento—función, en
cierto modo, neutral en este debate y que obstruiría el campo limitado de la
conciencia—no podría sino estorbar. En resumen, tanto para el pensamiento
como para el sentimiento la función contraria debe ser excluida. Del mismo
modo, como hemos visto, la intuición y la sensación se excluyen entre sí.
Estas cuatro funciones se oponen, pues, dos a dos. En este esquema el sujeto
figura en el centro; es el yo, que debemos representarnos dotado de la energía
específica llamada voluntad; cada función en particular está dotada también
de una parte de energía que le es propia; la distribución de la energía acarrea
las variaciones individuales que hemos mencionado más arriba .
Estos desarrollos no constituyen, naturalmente, sino esquemas, con cuya
ayuda no se podría explicar todo, pero que tienen su utilidad como tablas de
orientación en el laberinto de los hechos psicológicos. Pues estas diferencias
juegan un gran papel en la psicología práctica. No piensen que yo me paso el
tiempo clasificando a las personas en tal o cual categoría y diciendo: «Es un
intuitivo» o «Es del tipo pensador e intelectual». Con frecuencia son otros
quienes me preguntan: «¿A qué tipo pertenece tal persona?» Las más de las
veces me veo precisado a contestarles que no he reflexionado sobre ello, lo
que es cierto. Resulta bastante estéril poner etiquetas a las personas y comprimirlas
en categorías. No obstante, si nos encontramos en presencia de
numerosos documentos humanos, hacen falta principios críticos que permitan
introducir en ellos un orden. Esto es particularmente importante cuando
los seres en cuestión son personas de psiquismo turbado o confuso, o también
cuando hay que explicarle una persona a otra. Por ejemplo, si tenemos que
explicar cómo es una mujer a su marido o un marido a su mujer, es de una
gran ayuda el disponer de criterios objetivos. De no ser así, nos quedaremos
siempre en frases como: «El dice que……ella dice que….. .
etcétera.» Pasemos ahora a otro campo, al de la orientación en el espacio interior.
Entiendo por ello la orientación en el seno de los acontecimientos psíquicos
que se producen realmente en nosotros, en el corazón de nuestro yo, como si
la esfera central en nuestro esquema estuviera hueca y fuese el campo de
incidentes significativos, de los que debemos .
formarnos una idea. Si la línea AA’ (esquema I, página 109) representa el
umbral de la conciencia, tenemos en (B) la parte consciente «del yo y en © su
parte inconsciente, el mundo de la sombra. En © el yo es oscuro y apenas si
distinguimos algo en él; somos un enigma para nosotros mismos. Conocemos
la parte de nuestro yo representada por (B), pero no conocemos la
representada por ©. Así se explica que descubramos siempre algo nuevo en
nosotros mismos. Casi cada año surge en nosotros algo que no habíamos
sospechado hasta entonces. Aunque siempre pensamos que hemos acabado
con estos descubrimientos, no obstante seguimos descubriendo que somos
también tal o cual cosa, haciendo incluso a veces constataciones asombrosas.
Esto demuestra perfectamente que siempre hay una parte de nuestra
personalidad que es inconsciente, que está en vías de formación; estamos
eternamente inacabados, crecemos y cambiamos. La personalidad futura que
seremos está ya en nosotros, pero todavía oculta en la sombra. El yo, en cierto
sentido, es como una rendija móvil que se desplaza sobre un film, progresivamente.
Las potencialidades futuras del yo dependen de su sombra
presente. Sabemos lo que hemos sido, pero ignoramos lo que seremos .
Pero dejemos ahora a un lado la sombra, la parte © del yo, y concentrémonos
en el inventario de los elementos discernibles de nuestra vida inferior. Nos
encontramos, en primer lugar, con el recuerdo y la memoria, que brotan
indudablemente del interior. Están hechos de cosas que hemos almacenado y
que, desde el interior, vuelven a desfilar ante nuestro espíritu, nos ocupan,
nos torturan o nos encantan. La función de la memoria nos liga con las cosas
que han desaparecido de nuestra conciencia, que se han convertido en
subliminales, que han sido rechazadas o desechadas. Lo que llamamos
memoria es una facultad de reproducción de los contenidos inconscientes. Es
la primera función que podemos distinguir claramente en las relaciones que
existen entre nuestra conciencia y los contenidos que no están presentes en
ella actualmente. Los contenidos de la esfera interior del yo no se agotan
señalando la presencia de la memoria y de la masa de los recuerdos, aunque,
vista desde la conciencia, nuestra esfera interior tenga una apariencia
bastante pobre. La estrechez de la conciencia no nos permite tampoco sino
algunas representaciones simultáneas, que parten, asimismo, de algunos
recuerdos simultáneos: hay motivos, al parecer, para que nos sintamos siempre
impresionados por el vacío, por la indigencia, de este reino interior que
llevamos en nosotros. Pero si observamos y registramos durante un cierto
lapso de tiempo la cantidad de recuerdos que afloran a la conciencia, para
abandonarla inmediatamente después, constataremos que este espacio
interior contiene riquezas mucho más considerables que las que
imaginábamos al principio. Sin embargo, son raros los que hacen esta
experiencia; y cuando el hombre conserva de la vida interior sólo su primera
impresión de pobreza, ésta constituye una de las causas de la excesiva
subestimación que afecta comúnmente a las cosas del alma. Normalmente no
podemos representarnos en un instante la totalidad de nuestro ser psíquico,
ni siquiera la totalidad de nuestros recuerdos. Una representación global de
esta naturaleza supone un estado de suprema tensión, como el que se produce
a veces durante un accidente. El profesor Heim cuenta cómo, en un
accidente de montaña, toda su vida pasó ante sus ojos en el espacio de unas
fracciones de segundo. Es como si, en esos momentos de indescriptible
tensión, la conciencia adquiriera una extensión explosiva, de suerte que su
haz luminoso, adquiriendo de pronto una amplitud inusitada, abarcara un
número inmenso de recuerdos y de representaciones (hipermnesia). En
circunstancias habituales, nada semejante ocurre: el cuadro que se ofrece a
nuestra memoria, tanto espontánea como voluntaria, es pobre; como por un
ojo de buey contemplamos algunos de nuestros recuerdos, pero no la
totalidad, no la plenitud de las imágenes de que estuvo formada nuestra vida.
Si fuéramos capaces de esta memoria, lo psíquico se nos aparecería bajo una
luz distinta y gozaría de una estima muy diferente. San Agustín, en sus
Confesiones, ha escrito un capítulo revelador sobre la memoria .
La vida interior incluye, junto a los recuerdos, otros elementos; fijémonos
ahora—en un orden de interioridad creciente—en lo que yo llamo las contribuciones
subjetivas de las funciones: no es posible hacer, pensar, sentir o
querer una cosa sin que se mezcle inmediatamente algo subjetivo .
Supongamos que estamos contemplando un objeto perfectamente objetivo,
digamos una locomotora; afirmamos que el objeto de nuestra percepción es
una locomotora. Esta representación, en sí, es ya el fruto de una síntesis de
sensaciones y también de imágenes, la cual integra, bajo la mirada del
pensamiento, múltiples rasgos en una unidad. En efecto, junto a esta
representación objetiva se insinúan incidencias subjetivas, que se deslizan al
margen o en el seno de la representación central y que, al embrollar y volver
confuso el trabajo de síntesis, hacen que se diga, por ejemplo: «Me parece
que… etc.», en lugar de: «Hay…». Una significación subsidiaria se introduce
de improviso; se tiene la sensación de algo que se añade y supera el dato
puramente objetivo. He aquí un ejemplo: un estudiante que necesita dinero
envía un telegrama a su padre: «Querido papá, mándame dinero.» El padre,
al recibir el telegrama, se encoleriza; de regreso en su casa, arroja el telegrama
sobre la mesa diciéndole a su mujer: «Mira el pillastre de tu hijo; me envía un
telegrama: ‘Querido papá, mándame dinero’; ¡si al menos hubiera puesto:
Queridísimo papá, etc…!». He aquí otro ejemplo: cuando conocemos a una
persona a la que no habíamos visto nunca, pensamos de ella
espontáneamente ciertas cosas que no siempre conviene decir, pues son a
menudo erróneas o falsas: están formadas por reacciones manifiestamente
subjetivas. Las contribuciones subjetivas se abren paso, pues, en forma de
prejuicios, de prevenciones, de «subjetivismos» más o menos manifiestos,
más o menos sabiamente disfrazados. Cuando reflexionamos sobre un tema,
pensamos marginalmente—como en sordina ó como un acompañamiento, en
razón inversa a nuestra concentración—, en toda una serie de cosas diversas;
sentimos incluso impresiones dispares que no tienen nada que ver con
nuestra preocupación central. Esto es cierto también en el curso de la actividad
del sentimiento, de la sensación, de la intuición. Pase lo que pase en el
espíritu, cada vez que una función consciente se aplica a su objeto, encontramos
regularmente estas contribuciones subjetivas, especies de
subproductos desposeídos y atesorados. Esas contribuciones responden a una
disposición latente para reaccionar de una cierta manera, disposición que, a
menudo, no es muy afortunada. Todos sabemos que estas cosas ocurren en
nosotros, pero nadie admite gustosamente ser sujeto de semejantes
fenómenos. Se prefiere dejarlos en la sombra, lo que permite pretender que se
es totalmente inocente, honrado y recto, y que «sólo se desea mucho que…».
Conocemos estas frases. De hecho, no es cierto. Tenemos toda clase de
reacciones subjetivas, pero no es decoroso admitirlas. Estas contribuciones
subjetivas forman una buena parte de nuestras relaciones con nuestro mundo
interior, relaciones que, por ello mismo se convierten en decididamente
penosas. No nos gusta mirar a la parte de sombra de nosotros mismos; son
numerosos los miembros de nuestra sociedad civilizada que, en cierto modo,
se han desembarazado de su sombra y que la han perdido; a partir de este
momento, son como seres de dos dimensiones, privados de la tercera: el espesor,
la corporalidad, el cuerpo. El cuerpo es para el hombre un amigo
dudoso; a menudo produce lo que no nos gusta; nos mantenemos en guardia
respecto a él, pues hay demasiadas cosas en el cuerpo que no pueden ser
mencionadas. El cuerpo nos sirve a menudo psicológicamente para personificar
nuestra sombra .
Del interior nos vienen igualmente los afectos. No constituyen una función
voluntaria, sino acontecimientos interiores cuyo campo somos nosotros. Es
singular constatar que siempre imaginamos que los afectos son de
procedencia exterior y extraña; pero esto no es más que un espejismo. Cuando
una persona nos dice algo desagradable—que acaso no lo es, pero que nos
lo parece—, nos domina la cólera, acceso que emana indudablemente de
nosotros mismos; pues un afecto es una reacción involuntaria de naturaleza
espontánea. Esto es lo que expresa el lenguaje mediante frases como, «Dejarse
llevar por la cólera», «las lágrimas le suben a los ojos», «la tristeza le
embarga», «la angustia le cierra la garganta», «la melancolía le abruma», etc.,
o, aún, en un grado más intenso, por: «Está poseído por el demonio». Estas
expresiones muestran cómo el sentido común concibe estos estados: se le
aparecen como estados pasivos que sufrimos y a los que, una vez bajo su
influjo, nos vemos entregados. Se trata de una liberación, de un
desencadenamiento de energía que escapa a nuestro control. Los afectos
determinan inervaciones corporales, tensan los músculos, excitan ciertas
glándulas, etc. Cuando nos dejamos llevar por la cólera, hasta que la sangre
no se nos sube a la cabeza no hay peligro. El «demonio» no entra en danza
hasta que no se produce una vasodilatación, hasta que no sentimos que
nuestro rostro se enciende. Pues ello, resultado del afecto naciente, refuerza a
su vez tal afecto y hace perder realmente la cabeza y el dominio de sí mismo
Los afectos alteran la conciencia; nos convierten en objetos suyos y nos
empujan a un comportamiento insensato; no es, momentáneamente, el yo el
dueño de la plaza, sino, en cierto modo, otro ser, una entidad diferente del
yo, lo que explica que algunas personas manifiesten durante un afecto un
carácter radicalmente opuesto al que se les conoce de ordinario.

Continuación de ¨3. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente¨

NOTAS:
5- Primera conferencia de una serie pronunciada en Basilea, en la Société de Psychologle, en
1934, reunidas luego con el titulo de Introduction d la psychologie analytique. El texto está
tomado de las notas taquigráficas de un oyente, notas que fueron revisadas luego por el
propio Jung; el doctor Roland Cahen, que cuidó su primera edición, hizo de él una
adaptación, con algunas modificaciones de detalle y varias «amplificaciones», con objeto
de dar a la forma «oral» de las conferencias un tono y un aire más propios para la
impresión, aunque sin quitarle su viveza y su espontaneidad. Las frases interpoladas por
el doctor Cañen van entre corchetes. Asimismo en el texto se Incluyen algunas interpolaciones
complementarlas de las conferencias que Jung pronunció en Londres, en el
Institute of Medical Psychology, en 1935.
6- «I’ve got a hunch» («Yo tengo una impresión, una idea»): locución empleada en el slang
americano para designar la intuición, término que falta en su vocabulario .

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