K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: La necesidad neurótica de afecto

LA NECESIDAD NEURÓTICA DE AFECTO
No cabe duda de que bajo nuestras condiciones culturales estas cuatro
formas de acorazarse contra la angustia pueden adquirir decisiva
importancia en la vida de muchas personas. Entre estas personas se
cuentan: las que por encima de todo desean ser amadas y estimadas,
valiéndose de cualquier recurso con tal de satisfacer ese deseo; aquellas
en las cuales la conducta se caracteriza por la tendencia a someterse, a
ceder y a no adoptar ninguna actitud afirmativa; aquellas cuyos anhelos
se hallan gobernados por la ambición de éxito, de poderío o de posesión;
las que propenden a aislarse del mundo e independizarse de los demás.
Sin embargo, cabría preguntarse si nos asiste razón al aducir que estos
anhelos representan una protección contra la angustia básica. ¿Acaso
no son expresiones de impulsos que caen dentro de los límites normales
de las posibilidades humanas? Al argumentar así cometemos el error de
plantear la cuestión de un modo alternativo. En realidad, ambos puntos
de vista no son contradictorios ni mutuamente excluyentes. Pues el
deseo de amor, la tendencia a someterse, el afán de dominio o éxito y la
tendencia al aislamiento, los presentamos todos en las más variadas
combinaciones, sin que por ello indiquen en absoluto una neurosis.
Por otra parte, cualquiera de estas tendencias puede constituir la actitud
predominante en ciertas culturas, hecho que nuevamente revelaría la
posibilidad de que se tratase de características normales de la especie
humana. Así, las actitudes de cariño, de amparo maternal y de sumisión
a los deseos ajenos prevalecen en la cultura arapesh, descrita por
Margaret Mead; las tendencias a conquistar prestigio en forma más bien
brutal son normas aceptadas y reconocidas entre los kwakiutl, conforme
lo señaló Ruth Benedict; y la tendencia a retraerse del mundo es un
rasgo dominante de la religión budista.
Nuestro concepto no pretende negar la índole normal de estos impulsos,
sino destacar que todos son susceptibles de ponerse al servicio del
reaseguramiento contra la angustia y que, además, al asumir esta
función protectora truecan sus cualidades, convirtiéndose en algo
enteramente distinto. Ésta diversidad quedará mejor explicada con una
analogía. Podemos encaramarnos a un árbol porque deseamos probar
nuestra fuerza y habilidad o queremos contemplar el paisaje desde lo
alto, pero, asimismo, tal vez, porque nos acosa un animal salvaje. En
ambas situaciones trepamos al árbol, pero por motivos muy diferentes.
En el primero por placer, mientras en el segundo nos impele el miedo y
el dictado de la seguridad: Además, en el primer caso tenemos libertad
de subirnos o no, en tanto que en el segundo nos obliga una apremiante
necesidad.. En el primero también nos es dable escoger el árbol
adecuado para nuestro propósito, pero en el otro sólo tenemos la
alternativa de recurrir al que antes se halle a nuestro alcance, y en última
instancia ni siquiera necesita ser un árbol, sino un mástil o una casa, con
tal que convenga al objetivo de la protección.
Esta diferencia de las fuerzas propulsoras trae aparejados una
conducta,y un sentimiento distintos. Si nos mueve el deseo directo de
lograr una satisfacción cualquiera, nuestra actitud tendrá el carácter de
espontaneidad y discriminación; en cambio, si se trata de la angustia, los
sentimientos y actos serán compulsivos e indiscriminados. Desde luego,
también hay estados intermedios. Así, en los impulsos instintivos, como
el hambre y el sexual, determinados en gran parte, por tensiones
fisiológicas resultantes de la privación, la tensión física puede
acumularse en tal grado que la satisfacción se imponga con intensísima
perentoriedad e indiscriminación, como en otros casos sólo las presentan
las pulsiones determinadas por la angustia.
Esa diferencia influye asimismo sobre el tipo de satisfacción, que, sin
entrar en detalle, se puede reducir a la diferencia entre el placer y el
sentimiento de seguridad (33). No obstante, esta diferencia es menos
pronunciada de lo que parecería a primera vista. La satisfacción de
impulsos instintivos como el hambre o el sexual comúnmente dispensa
placer, mas si la tensión física producida por ellos ha llegado a
acumularse, la satisfacción alcanzada con su descarga es muy similar a
la de la liberación de la angustia. En ambos casos se alivia una tensión
intolerable. En,cuanto a su magnitud, el placer y el sen.timiento de
seguridad pueden ser igualmente poderosos. Una satisfacción sexual,
aunque diferente en especie, es susceptible de ser tan enérgica como
los sentimientos de una persona de pronto ¡ibeyada de violenta angustia;
en términos generales, pues, no sólo es posible que las tendencias a
recuperar la tranquilidad sean,tan vigorosas como las instintivas, sino
también que proporcionen una satisfacción no menos intensa.
Los anhelos de seguridad que hemos considerado en el capítulo
precedente también suministran otras fuentes secundarias de satisfacción.
Así, por ejemplo, el sentimiento de ser amado o apreciado, de
tener éxito o influencia puede ser sumamente satisfactorio, aparte del
beneficio que ofrece en cuanto a seguridad. Además, según veremos a
continuación, las diferentes vías que conducen al sentimiento de
seguridad permiten asimismo una considerable descarga de la hostilidad
acumulada, procurando de esta suerte otra forma de aligerar la tensión instintiva.
Hemos visto que la angustia puede ser la fuerza impulsora oculta tras
ciertas tendencias y se ha pasado revista a las más importantes
pulsiones así engendradas. Ahora examinaremos con mayor detenimiento
aquellas dos tendencias que cumplen en realidad máximo papel
en las neurosis: la necesidad de afecto y el afán de poderío y dominio.
El anhelo de recibir afecto y cariño es tan común en los neuróticos y tan
fácil de advertir para todo observador idóneo, que puede conceptuárselo
como uno de los más fieles signos de la angustia reinante y de su
intensidad aproximada. Nada de extraño hay en esto, si tenemos
presente que al sentirse totalmente desarmado frente a un mundo
siempre amenazador y hostil, el neurótico tratará de obtener cariño y
amor como el recurso más lógico y directo para ser objeto de
benevolencia, ayuda o aprecio, cualquiera sea su forma.
Si las condiciones psíquicas del neurótico fuesen en realidad tales como
suelen parecerle a él, nada le resultaría más sencillo que conquistar el
afecto de los otros. A fin de expresar en pocas palabras lo que el mismo
neurótico con frecuencia sólo sospecha en forma vaga, éstas son,
aproximadamente, sus impresiones: es tan poco lo que quiere, sólo que
la gente sea amable con él, que lo aconseje, que comprenda que es un
alma pobre, inofensiva y solitaria, ansiosa de agradar y de no herir la
sensibilidad ajena. Esto es cuanto percibe o siente. No se percata, en
cambio, a qué punto su hipersensibilidad y hostilidad latente y sus
rigurosas exigencias entorpecen sus propias relaciones sociales;
tampoco es capaz de advertir el efecto que produce en los otros o las
reacciones de éstos frente él. Como resultado, le es imposible
comprender por qué sus amistades, su matrimonio, sus amoríos, sus
conexiones profesionales fracasan tan a menudo. Tiende a concluir, por
el contrario, que la culpa es de los demás, que todos son inconsiderados,
desleales, aprovechados, o que por algún motivo ignoto él carece del
don de gentes. Así persigue sin cesar el fantasma del amor.
Si el lector recuerda que señalamos cómo la angustia es engendrada por
la hostilidad reprimida y de qué modo ésta, a su vez, suscita hostilidad, o
sea que la angustia y la hostilidad están entrelazadas en forma
indisoluble, sin dificultad reconocerá cómo el neurótico se engaña a sí
mismo al pensar de esta manera, y cuáles son las razones de sus
fracasos. Sin saberlo, el neurótico se halla preso en el dilema de ser
incapaz de amar y, a la vez, de necesitar premiosamente el amor de los
demás. Henos aquí ante una de esas cuestiones en apariencia tan
elementales, y que son empero tan difíciles de solucionar: ¿qué es el
amor?, o ¿qué entendemos por amor en nuestra cultura? Suele definirse
sencillamente el amor como aptitud de dar y recibir afecto, respuesta que
si bien contiene cierta verdad, es harto simple para contribuir a
esclarecer las dificultades con que tropezamos. Casi todos somos
capaces de ser afectuosos en ocasiones, mas esta cualidad puede ir
acompañada de una completa ineptitud para amar. Lo importante es la
postura de la cual emana dicho afecto: ¿es la expresión de una actitud
básica positiva frente a los demás, o es, verbigracia, producto del miedo
de perder al prójimo, o del deseo de tener al «partenaire» en sus manos?
En otros términos, no es posible adoptar como criterio del amor ninguna
de sus actitudes manifiestas.
Aunque es muy arduo establecer qué es el amor, en cambio nos es
factible declarar sin lugar a dudas lo que no es, o qué componentes le
son ajenos. Se puede sentir profundo afecto hacia una persona y, no
obstante, enojarse a veces con ella, negarle ciertos deseos o no querer
verla. Pero estas reacciones circunscritas de ira o rechazo son muy
diferentes de la actitud del neurótico, que está permanentemente en
guardia contra los demás, que experimenta como un menospreció el
menor interés dedicado a otros, que interpreta cualquier solicitud como
un insoportable urgimiento, o toda crítica como una humillación. Esto, por
cierto, no es amor. Así, tampoco es incompatible con el amor la crítica
constructiva de ciertas cualidades o actitudes, con miras a contribuir a
enmendarlas en lo posible; pero, evidentemente, no es amor mostrar,
conforme suele hacerlo el neurótico, una intolerable exigencia de
perfección, una demanda que implica la amenaza de «¡pobre de ti si no
eres perfecto!»
También juzgamos inconciliable con nuestra noción del amor que una
persona sólo utilice a otra para realizar determinado propósito, es decir,
exclusiva o principalmente porque responde a ciertas necesidades. Esto
sucede, claro está, cuando el prójimo no es deseado sino para lograr una
satisfacción sexual o, en el matrimonio, nada más por razones de
prestigio. Sin embargo, también estos casos-pueden ser muy confusos,
en particular si las necesidades que interviénen son de índole psíquica.
De este modo, una persona podría con facilidad engañarse creyendo
que ama a otra si, por ejemplo, sólo la necesita por la aprobación ciega
que ésta le profesa. En tal caso, empero, no es difícil que el objeto sea
repentinamente abandonado, o aun que el amor se convierta en
hostilidad apenas aquél comience a asumir una actitud crítica, dejando
así de llenar la función de admirador gracias a la cual era amado.
Pero al exponer los contrastes entre lo que es y lo que no es amor,
debemos cuidarnos bien de no ser demasiado estrictos. Aunque el amor
es incompatible con el aprovechamiento de la persona amada para
obtener alguna gratificación, no significa ello que habrá de ser plena y
exclusivamente altruista y abnegado. Tampoco es cierto que sólo
merezca llamarse amor el sentimiento que nada exige para sí. Quienes
expresan tales convicciones, más bien que un convencimiento elaborado
a fondo, manifiestan la propia resistencia a dar afecto. Es natural que se
desee algo de la persona que se quiere: le pedimos satisfacciones,
lealtad, ayuda; hasta podemos requerirle sacrificios, si es preciso. De
ordinario, el ser capaz de expresar tales deseos, o inclusive de luchar
por ellos, es índice de salud psíquica. La diferencia entre el amor y la
necesidad neurótica de afecto estriba en el hecho de ser el sentimiento
afectuoso primario en aquél, mientras en el neurótico el sentimiento
básico lo constituye el impulso de recuperar su seguridad, y la ilusión de
amar sólo es secundaria. Desde luego, existen asimismo toda suerte de
estados intermedios.
Si alguien requiere del afecto de otro para asegurarse contra su
angustia, casi nunca lo notará conscientemente, pues ignora que se halla
dominado por la ansiedad y que, en consecuencia, busca en forma
desesperada cualquier modo de cariño a fin de recobrar la seguridad
perdida. Únicamente sabe que se encuentra ante una!persona que le
gusta, en quien confía, o por la que siente atracción. Sin embargo, lo que
percibe en calidad de amor espontáneo puede no ser sino una reacción
de gratitud por alguna amabilidad o por una emoción de esperanza o
afecto que alguien o algo ha suscitado en él. La persona que de una
manera explícita o implícita infunde esperanzas de esta naturaleza será
automáticamente revestida de gran importancia: sentimiento que al punto
se manifestará como ilusión de amor. Dichas esperanzas pueden
despertarse por el solo hecho de ser tratado con gentileza por alguien
que ostente poder o influencia, o que meramente impresione poseer
mayor seguridad. Pueden también animarlas los intentos de seducción
erótica o sexual, aunque nada tengan que ver con el amor. Asimismo,
son susceptibles de nutrirse en lazos ya existentes que entrañan la
promesa de ayuda o apoyo emocional: vínculo de familia, de amistad, y
los que,ligan al paciente con su médico. Muchas de estas relaciones
transcurren bajo el disfraz del amor, es decir, con la convicción subjetiva
del cariño, cuando ese amor en verdad sólo consiste en que el sujeto se
aferre a los demás para satisfacer sus propias necesidades psíquicas. El
fácil rechazo que sobreviene cuando la persona supuestamente amada
no atiende algún deseo del sujeto, denuncia que no nos encontramos
ante un consistente sentimiento de genuino cariño. Es evidente que en
estos casos falta uno de los factores esenciales que integran nuestra
noción del amor: ya la solidez, ya la constancia del sentimiento.
Con ello tácitamente hemos mencionado una última característica de la
incapacidad de amar, pero volveremos a destacarla aquí: nos referimos
a la inconsideración de la personalidad, las peculiaridades, los defectos,
las necesidades, los deseos y el desarrollo del prójimo. Esta
inconsideración es, en parte, resultado de la misma angustia que le
impone al neurótico la tenaz unión a otra persona. Quien se halla en
peligro de ahogarse y se aferra a un nadador, no suele pensar en la
disposición o capacidad de éste para salvarle. Esta inconsideración
también es, en parte, expresión de la hostilidad básica hacia los otros,
cuyos contenidos más comunes son el desprecio y la envidia. Puede
encubrirse con desesperados esfuerzos de ser considerado y hasta abnegado,
pero tal empeño usualmente no logra impedir que emerjan
ciertas indiscretas reacciones. Así, una esposa puede estar interiormente
persuadida de su profunda devoción por el marido y, no obstante,
mostrarse resentida, quejándose o deprimiéndose cuando el cónyuge
dedica su tiempo al trabajo, a otros intereses o a sus amistades. Una
madre sobreprotectora puede estar convencida de sacrificarlo todo en
favor de la felicidad de su hijo, y, sin embargo, desatender por completo
la necesidad de que el niño se desarrolle con independencia.
Los neuróticos cuyo mecanismo de defensa consiste en el anhelo de
recibir afecto, difícilmente se percatarán de su incapacidad de amar. La
mayoría confunde su necesidad del prójimo con una presunta disposición
al amor, ya sea por determinada persona o la humanidad en general.
Una imperiosa razón los lleva a sustentar y defender tal ilusión, pues
abandonarla implicaría revelar el dilema de sentirse a la vez básicamente
hostiles contra los demás, y, empero, muy necesitados de su afecto. No
es posible despreciar a una persona, desconfiar de ella, querer destruir
su felicidad o su independencia, y al par ansiar su afectó, su ayuda y su
apoyo. A fin de conseguir ambos objetos, en rigor inconciliables, es
preciso mantenerla disposición hostil estrictamente apartada de la
conciencia. En otras palabras, la ilusión del amor, aunque resultado de
un comprensible equívoco entre el auténtico apego y la necesidad
neurótica; cumple la indudable función de permitir la conquista del cariño.
Al tratar de satisfacer su hambre de afecto, el neurótico todavía tropieza
con otra dificultad fundamental: si bien le es dable obtener, al menos
transitoriamente, el cariño buscado, en realidad es incapaz de aceptarlo.
Cabría esperar que acogiese todo afecto con las mismas ansias con que
el sediento se sacia de agua. En verdad, sucede así, pero sólo
momentáneamente. Los médicos conocen la influencia que pueden
ejercer la amabilidad y la consideración. Todos los trastornos orgánicos y
psíquicos son susceptibles de desaparecer de pronto, aunque sólo se
haya ofrecido al paciente una atención hospitalaria adecuada o sometido
a un detenido examen clínico. Una neurosis de situación, por muy grave
que sea, puede esfumarse radicalmente cuando su víctima se siente
amada por alguien. Elizabeth Barrett Browning es un célebre testimonio
de ello (34). Inclusive en las neurosis del carácter, semejantes atenciones,
ya consistan en amor, interés humano o cuidados médicos, podrán ser
suficientes para liberar la angustia, mejorando así el estado psíquico.
Cualquier muestra de afecto puede suministrarle al neurótico una
tranquilidad superficial o hasta una sensación de felicidad, pero en lo
más profundo esas manifestaciones chocan con su desconfianza o
desencadenan su resistencia y ansiedad. No cree en ellas, porque está
firmemente persuadido de que nadie podría amarle jamás: sentimiento
que muchas veces se convierte en una convicción consciente e
inconmovible por las experiencias reales contrarias a él. Hasta es posible
aceptar que nunca llegan a preocuparle en forma consciente, pues por
contradictorio que sea, ese convencimiento es tan imperturbable como si
siempre hubiese sido consciente. También puede disfrazarse bajo una
actitud de indiferencia, de ordinario dictada por el orgullo, y en tal caso
es harto probable que su revelación tropiece con grandes obstáculos. La
convicción de ser indigno del amor se vincula íntimamente con la
incapacidad de sentirlo y, en realidad, es un reflejo consciente de ésta.
Quien sea capaz de encariñarse de verdad con otro, tampoco abrigará la
menor duda de que los demás pueden sentir por él idéntico cariño.
Si la angustia es realmente profunda, todo afecto brindado provocará
desconfianza y al punto se supondrá que obedece a intereses ocultos;
en el psicoanálisis, verbigracia, tales pacientes creen qué el analista sólo
quiere ayudarlos con miras a satisfacer su ambición, o que únicamente
les dedica palabras de aprecio o de estímulo por motivos terapéuticos.
Así, una enferma nuestra se sintió muy humillada cuando se le propuso
asistirla durante el fin de semana, cierta vez que sufría una honda
conmoción emocional. Todo cariño ostensiblemente manifestado se
interpreta con facilidad a manera de un insulto, y si una joven agraciada
le demuestra su afecto a un neurótico, éste se inclinará a interpretarlo
como una burla o aun como una deliberada provocación, pues no le es
posible imaginar que la joven sienta verdadero cariño por él.
No sólo es factible que el cariño dedicado a tales personas pueda
suscitar su recelo, sino también una cabal ansiedad. Reaccionan como si
ceder a un sentimiento implicase quedar cautivo en una telaraña, o como
si confiar en el cariño equivaliera a abandonar toda prudencia entre
salvajes antropófagos. Un neurótico inclusive puede experimentar
auténtico terror cuando se halla a punto de comprender que alguien le
ofrece sincero cariño o amor.
Por último, las muestras de afecto son capaces de despertar el temor a
la dependencia. Según veremos pronto, la dependencia afectiva
constituye un peligro auténtico para quien no puede vivir privado del
amor del prójimo, y toda circunstancia que de lejos se le asemeje es
susceptible de promover una desesperada lucha en contra. Tales
personas deben eludir a toda costa las reacciones emocionales positivas
de cualquier índole, pues éstas de inmediato acarrearían el peligro del
sometimiento. A fin de evitarlo necesitan cerrarse a la comprensión de
que los demás son amables o solícitos con ellas, procurando descartar
en cualquier forma toda manifestación de afecto y persuadiéndose, en
sus propios sentimientos, de que los demás son brutales, indiferentes y
hasta malévolos. La situación así planteada equivale a la de una persona
que muriéndose de hambre no osara tocar la comida que se le brinda por
miedo a que estuviese envenenada.
En suma, pues, quien esté dominado por su angustia básica y, en
consecuencia, requiera el cariño ajeno como medio protector, tiene
escasas probabilidades de obtenerlo, pues la misma situación que
configura esa necesidad también impide su satisfacción.

Notas:
33- H. S. Sullivan, en su trabajo A Note an the Implications of Psychiatry, the Study of
Interpersonal Relations, for Investigation in the Social Sciences (Comentarios sobre la
importancia de la psiquiatría como estudio de las relaciones interpersonales, para la
investigación sociológica), publicado en el «American Journal of Sociology», vol. 43, 1937,
señaló que los anhelos de satisfacción y seguridad constituyen principios básicos
reguladores de la vida.
34- En efecto, los mortales padecimientos de Elizabeth Barrett desaparecieron cuando, por
fin, a los cuarenta años, casó con Robert Browning -¡pero en estricto secreto!-, en
setiembre de 1846. Sin embargo, mal podríase llamar «neurosis de situación» a la de
Elizabeth, teniendo en cuenta las peculiares relaciones con el ‘padre y la intervención de la
muerte de su hermano Edward en el desencadenamiento -¿en la etiología?- de su enfermedad. Por lo demás. son muchos los problemas irresueltos que plantea esta Electra-
Yocasta de la literatura inglesa. [T.]

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