K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: La Angustia

LA ANGUSTIA
Antes de que abordemos la exposición detenida de las neurosis de
nuestra época, será preciso retomar uno de los cabos que se han dejado
en el primer capítulo, aclarando qué comprendemos bajo el término
«angustia». Nada más importante, pues, como ya hemos dicho, la
angustia es el núcleo dinámico de las neurosis y por consiguiente
tendremos que enfrentarla constantemente.
Hemos usado este término como sinónimo de «miedo», indicando así un
parentesco entre los dos. pues ambos son, en efecto, reacciones
afectival ante’ el peligro, pudiendo estar acompañados por sensaciones
físicas como temblor, sudor y palpitaciones cardíacas; fenómenos
capaces de alcanzar violencia tal que el miedo intenso y repentino bien
puede llevar a la muerte. Y, sin embargo, existen diferencias entre ellos.
Hablamos de angustia, por ejemplo, cuando una madre teme que su hijo
se muera porque le ha brotado un granito en la cara o porque sufre un
ligero resfrío; pero si está atemorizada porque el niño sufre una grave
enfermedad, llamamos miedo a su reacción. Si alguien se atemoriza al
encontrarse a cierta altura o cuando debe discutir un tema que conoce
perfectamente, calificamos su reacción de angustia; mas si ese mismo
temor se presenta al perderse en las montañas durante una tormenta de
nieve. tenderíamos a denominarlo miedo. Con lo dicho ya tenemos una
distinción simple y neta: el miedo sería una reacción, proporcionada al
peligro que se debe encarar, mientras la angustia es una reacción
desproporcionada al peligro, o inclusive una reacción ante riesgos
imaginarios (15).
No obstante, esta diferenciación adolece de una falla, pues para decidir
si la reacción es proporcionada es menester ajustarse a la noción media
de peligro que rige en una cultura particular. Pero aun si esta noción
demostrase que determinada actitud es infundada, el neurótico no
hallaría la menor dificultad para dar a sus actos un fundamento racional.
Efectivamente, pretender probarle a un paciente que su temor de ser
atacado por un loco furioso no es más que una angustia neurótica,
significaría sumergirse en interminables argumentaciones. Aquél bien
podría señalar que su aprensión es real, aduciendo la ocurrencia de
sucesos análogos al que teme. Un hombre primitivo mostraría idéntico
empecinamiento si se intentase considerar algunas de sus reacciones
angustiosas como desproporcionadas al peligro real. Así, verbigracia, el
miembro de una tribu cuyos tabúes vedan comer ciertos animales,
quedaría mortalmente asustado si por casualidad llegase a ingerir carne
de éstos. Como observadores exteriores, cualquiera de nosotros juzgaría
desproporcionada esta reacción, e inclusive la declararía completamente
injustificada; pero conociendo las creencias de la tribu acerca de las
carnes prohibidas, nos veríamos obligados a comprender que esa
situación representa para el salvaje un auténtico peligro: el de que sus
territorios de caza o de pesca queden desiertos, o el riesgo de contraer
una enfermedad.
Hay, empero, cierta diferencia entre la angustia del hombre primitivo y la
que en nuestra cultura conceptuamos neurótica. En disparidad con
aquélla, el contenido de la angustia neurótica no concuerda con las
opiniones generalmente sustentadas por todo el mundo. Ambos tipos de
angustia pierden su carácter de reacciones desproporcionadas cuando
se llega a penetrar su significado. Existen personas, verbigracia,
incesantemente dominadas por la angustia de morir, pero en quienes sus
mismos sufrimientos nutren, por otro lado, un secreto deseo de muerte.
Sus diversos temores ante ésta, combinados con sus ideas optativas
ante la muerte, suscitan en ellas una poderosa aprensión, un fuerte y
profundo recelo de peligros inminentes. Conociendo todos estos
factores, no cabe sino considerar su angustia ante la muerte como una
reacción adecuada. Otro ejemplo mas simple lo tenemos en aquellas
personas que son presas de terror al hallarse cerca de un precipicio, de
una ventana alta o de un puente elevado. También aquí, vista desde
fuera, la reacción ansiosa no parece guardar proporción alguna con el
peligro, pero semejantes situaciones son susceptibles de imponer o
desencadenar en esas personas un conflicto entre el deseo de vivir y la
tentación de precipitarse al vacío, cualquiera sea su motivo. Es
justamente este conflicto el que puede crear la angustia.
Todas estas consideraciones indican la conveniencia de modificar
nuestra definición. El miedo y la angustia son, ambos, reacciones
proporcionales al peligro, pero en el caso del miedo el peligro es
evidente y objetivo, en tanto que en el de la angustia es oculto y .
subjetivo. En otras palabras, la intensidad de la angustia es proporcional
al significado que la situación tenga para la persona afectada; aunque
ella ignore esencialmente las razones de su ansiedad.
En la práctica, la distinción entre miedo y angustia se reduce a la
inutilidad de todo intento por librar a un neurótico de su angustia
mediante la argumentación pesuasiva, pues esa angustia no se refiere a
la situación, tal como objetivamente existe en la realidad, sino como el
neurótico la ve. Por consiguiente, el objetivo terapéutico sólo podrá ser
investigar el significado que determinadas situaciones tienen para aquél.
Habiendo así establecido qué comprendemos por angustia, es menester
fijar nociones acerca del papel que desempeña. El hombre común de
nuestra cultura apenas advierte la preeminencia que la angustia tiene en
su vida. Por lo general, únicamente recuerda que sufrió algunas
ansiedades en su infancia, que tuvo uno o más sueños de angustia y que
sintió descomunal recelo en situaciones ajenas a sus costumbres diarias:
por ejemplo, antes de entrevistas decisivas con personas de influencia o
antes de los exámenes.
Las informaciones que los neuróticos nos suministran al respecto
carecen de la menor uniformidad. Algunos neuróticos se dan clara
cuenta de que los acosa la angustia, pero sus manifestaciones son de lo
más variables: puede aparecer como ansiedad difusa, bajo la forma de
accesos ansiosos; mas también es susceptible de estar vinculada a
situaciones precisas, como las alturas, las calles y las presentaciones en
público; puede tener señalado contenido, como el temor de volverse
loco, de padecer un cáncer o de tragarse alfileres. Otras personas
reparan que de vez en cuando sienten angustia, conociendo o no las
condiciones que la provocan, pero sin atribuirle importancia alguna. Por
fin, hay neuróticos que sólo se percatan de que sufren depresiones,
sentimientos de incapacidad, trastornos de la vida sexual y otras
perturbaciones semejantes, pero no tienen la menor noción de haber
sentido jamás angustia. Sin embargo, una observación más reposada
suele demostrar que ello no es cierto, pues al analizarlos invariablemente
se encuentra, en lo profundo, tanta angustia como en los casos del
primer grupo, o aun más. En el análisis estos neuróticos adquieren
conciencia de su angustia previa, llegando a recordar también sueños
ansiosos o situaciones en las que sufrieron recelo o temor. No obstante,
el volumen de angustia que reconocen espontáneamente no suele
sobrepasar el normal, lo que nos revela que es posible sufrir angustia sin saberlo.
Planteándolo así, este problema no acusa toda su trascendencia, pero,
en efecto, integra una cuestión más general. Podemos experimentar
sentimientos tan fugaces de cariño, cólera o sospecha, que jamás
invaden la conciencia, y tan pasajeros que los olvidamos al punto. En
realidad, estos sentimientos acaso sean nimios y transitorios, pero no es
menos factible que tengan tras sí una intensa fuerza dinámica. Lo
esencial de la cuestión es que el grado de conciencia de un sentimiento
no indica en modo alguno la magnitud de su fuerza o importancia (16). En
cuanto a la angustia, esto no sólo significa que podemos hallarnos
angustiados sin saberlo, sino también que la ansiedad es susceptible de
ser el factor determinante de nuestra vida sin que poseamos la más
ligera conciencia de ello.
Más aún: parecería que ningún recurso nos resultase excesivo a fin de
escapar a la angustia o de evitar sentirla. Tal actitud obedece a múltiples
razones, siendo la más común que uno de los afectos más
atormentadores que no es dable sentir es, precisamente, el de la angustia
intensa. Todo paciente que haya sufrido un violento acceso de
angustia nos dirá que preferiría morir antes que pasar otra vez por esa
experiencia. Además, ciertos elementos del afecto ansioso pueden ser
particularmente insoportables para el sujeto. Uno de ellos es la
indefensión. Por cierto, se puede ser activo y valiente frente al mayor de
los peligros, pero sentirse -en realidad encontrarse- por completo inerme
en un estado de angustia. La indefensión es mucho más intolerable para
aquellas personas en las que el poderío, el predominio y el sentimiento
de poder superar cualquier situación constituyen ideales prevalentes.
Impresionadas por la visible desorbitancia de sus reacciones, se
resienten por éstas, como si les demostrasen su debilidad o su cobardía.
Otro elemento propio de la angustia es su manifiesto carácter irracional.
Dejarse gobernar por cualquier factor irracional les resulta más
insoportable a algunos individuos que a otros, en especial a aquellos
que, en el fondo, perciben el secreto peligro de ser presos de sus
conflictos irracionales y que han aprendido a ejercer siempre, en forma
automática, un estricto dominio intelectual sobre sí mismos. Así, no
tolerarán conscientemente ningún elemento irracional, reacción que,
además de sus motivos individuales, entraña un factor cultural, pues
nuestra cultura otorga máximo valor al pensamiento y a la conducta
racionales, estimando inferior la irracionalidad o cuanto tenga aspecto de tal.
El último de los elementos que discernimos en la angustia está, en cierta
medida, vinculado con el anterior. Precisamente por su irracionalidad, la
angustia es una advertencia implícita de que algo anda . mal en
nosotros, y, por lo tanto, nos avisa que debemos proceder a algún
arreglo de nuestros mecanismos. No es que la percibamos coirscientemente
a guisa de advertencia, pero de un modo tácito lo es,
aceptémosla como tal o no. A nadie le gustan semejantes-irivitaciones, e
inclusive podría decirse que nada despierta en nosotros tanta oposición
como comprender que hemos de modificar alguna actitud nuestra. Sin
embargo, cuanto más desesperadamente una persona se sienta
atrapada en la compleja red de sus angustias y de sus mecanismos
defensivos; cuanto más tienda a aferrarse a la ilusión de que es acertada
y perfecta en todo, con tanta mayor energía repudiará instintivamente
cualquier sugerencia -aunque sólo sea indirecta o tácita- de que algo no
anda bien en ella y requiere ser modificado.
Nuestra cultura nos ofrece cuatro vías principales para escapar a la
angustia: racionalizarla, negarla, narcotizarla o evitar toda idea,
sentimiento, impulso o situación capaz de despertarla.
El primero de estos métodos -la racionalización- es el mejor recurso para
eludir toda responsabilidad. Estriba en convertir la angustia en un temor
racional. Si pasásemos por alto el valor psíquico de tal desplazamiento,
nos sería dable suponer que con él no ha cambiado mucho. En efecto,
una madre sobreprotectora estará igualmente preocupada por sus hijos,
ya admita que tiene angustia o la interprete como una aprensión
justificada. Puede repetirse al infinito el experimento de decirle a esta
madre que su reacción no constituye un temor racional, sino una
ansiedad, probándole su desproporción frente al peligro real y su
motivación por factores personales. No dejará de contestarnos
rechazando esta insinuación y procurará demostrarnos con toda energía
que nos hallamos totalmente equivodados. ¿Acaso Luisita no se
contagió en la escuela? Y Juanito, ¿cómo se rompió la pierna, sino
trepando a un árbol? ¿Por ventura no sucedió hace poco que un hombre
trató de seducir a unos niños ofreciéndoles caramelos? ¿Quién podría
dudar, pues, que sólo el cariño y el sentido del deber dictan su
conducta?
Siempre que nos encontremos con una tan enérgica defensa de
actitudes irracionales, podremos estar seguros de que ellas tienen importantes
funciones que cumplir para el individuo. Así, en lugar de
sentirse presa indefensa de sus emociones, aquella madre está convencida
de que puede enfrentarse activamente con la situación. En vez
de reconocerlas como una debilidad, se sentirá orgullosa de sus altas
cualidades. En lugar de verse forzada a admitir que su actitud se halla
saturada de elementos irracionales, se siente completamente racional y
justificada en ella. Lejos de reconocer y cumplir la advertencia de
enmendar algo en sí misma, puede continuar atribuyendo la
responsabilidad al mundo exterior, soslayando así la necesidad de
encarar sus propias motivaciones. Desde luego, tales ventajas momentáneas
le cuestan el precio de no poder librarse jamás de sus
preocupaciones, y son los niños, en particular, quienes deben pagarlo.
Pero la madre no lo entiende así y, en última instancia, tampoco quiere
enterderlo, pues en lo más hondo de su intimidad se aferra a la ilusión de
que nada necesita reformar en sí misma y que, no obstante, podrá
arreglarse para obtener todos los beneficios que tal cambio le reportaría (17).
Idéntico principio rige en todas las tendencias a interpretar la angustia
como un temor racional, cualquiera sea su contenido: miedo al
embarazo, a enfermedades, a los desórdenes dietéticos, a las catástrofes o la pobreza.
El segundo recurso para escapar a la angustia consiste en negar su
existencia. En realidad, nada se hace con ella en tales casos, excepto
negarla, es decir, excluirla de la conciencia. Lo único que entonces se
exterioriza de la angustia son sus concomitancias somáticas, o sea el
temblor, el sudor, la taquicardia, las sensaciones de sofocación, la
frecuente necesidad de orinar, la diarrea, los vómitos y, en la esfera
mental, una sensación de inquietud, de ser impulsado o paralizado por
algo desconocido. Asimismo, podemos presentar todos estos
sentimientos y sensaciones somáticas al experimentar miedo con plena
conciencia; como también pueden éstos constituir la expresión exclusiva
de una angustia existente, ya suprimida. En el último caso, lo único que
el individuo sabe acerca de su estado son aquellas manifestaciones
externas: por ejemplo, que en determinadas condiciones se ve obligado
a orinar con frecuencia, que sufre náuseas cuando viaja en tren, que en
ocasiones tiene profusos sudores nocturnos, siempre sin la menor causa física.
Sin embargo, también es posible negar conscientemente la angustia,
intentando superarla mediante un esfuerzo de voluntad, a semejanza de
lo que se hace en el nivel normal cuando se procura vencer el miedo
negándolo atrevidamente. En este nivel, el ejemplo más conocido es el
del soldado que, dominado por el impulso de sobreponerse a su miedo,
realiza actos de heroísmo.
También el neurótico puede resolverse conscientemente a superar su
angustia. Así, una niña atormentada casi hasta la pubertad por su
angustia, sobre todo en relación con ladrones, resolvió conscientemente
librarse de ésta durmiendo sola en el jardín de su casa o que dándose
sola en ella y paseándose por las habitaciones desiertas. El primer
sueño que trajo al análisis reveló varias formas de esta actitud. Contenía
algunas situaciones en verdad pavorosas, pero siempre: las abordaba
con toda valentía. En una de ellas oía pisadas en el jardín y se asomaba
al balcón, preguntando: «¿Quién es?». .así logró perder-el miedo a los
ladrones, pero como nada había cambiado en los factores causales de
su angustia, persistieron otras de sus consecuencias. Continuó siendo
una muchacha ensimismada y tímida que, se sentía despreciada y a la
que no le era posible decidirse a efectuar ningún trabajo productivo.
Muchos neuróticos no llegan a adoptar tal determinación consciente, que
a menudo se produce en forma automática. Empero, su diferencia del
sujeto normal no está en el grado de conciencia de la decisión, sino en el
resultado obtenido. Todo lo que el neurótico puede lograr «haciéndose
fuerte», es sobreponerse a una de las manifestaciones de su angustia,
como la muchacha citada que venció el miedo a los ladrones. No es
nuestro propósito desmerecer estos resultados, que al reforzar la
autoestima -pueden efectivamente tener valor práctico y también
psíquico. Pero como suelen sobrevalorarse, es preciso demostrar
asimismo su faz negativa (18). No sólo dejan inalterados los dinamismos
esenciales de la personalidad, sino que el neurótico, al desaparecer
dicha exteriorización llamativa de sus trastornos, pierde también un
importante incentivo para liberarse de ellos.
El proceso de superar atrevidamente la angustia desempeña destacado
papel en múltiples neurosis y no siempre se reconoce en su verdadera
cuantía. La agresividad, por ejemplo, que numerosos neuróticos
despliegan en ciertas situaciones, suele considerarse expresión directa
de una verdadera hostilidad, mientras que en realidad puede ser,
básicamente, una de esas osadas superaciones de la timidez bajo el
estímulo de sentirse agredido. Aunque siempre manifiesta cierta
hostilidad, el neurótico puede exaltar mucho su verdadera agresividad
cuando la angustia le impulsa a vencer la timidez. Si pasásemos por alto
estas diferencias, correríamos peligro de confundir la temeridad con una
cabal agresividad.
La tercera manera de librarse de la angustia consiste en narcotizarla, ya
sea literal y conscientemente, con el alcohol y los narcóticos, o con
muchos otros recursos de función anestésica no tan evidente. Uno de
ellos es el de precipitarse en las actividades sociales por miedo a quedar
solo, siendo indiferente si este temor se reconoce como tal o si
únicamente aparece como una vaga sensación de desasosiego. Otra
forma de narcotizar la angustia es la de ahogarla en el trabajo, método
que se traduce por el carácter compulsivo de éste y por la inquietud del
sujeto en los domingos y días festivos. Idéntico fin puede cumplirse por
la necesidad desorbitada de dormir; aunque de ordinario en estas
condiciones el dormir no prodiga gran reposo. Por último, también las
actividades sexuales son susceptibles de servir como válvula de
seguridad para descargar la angustia. Siempre se supo que la
masturbación compulsiva puede ser provocada por aquélla, pero igual
cosa sucede con toda clase de relaciones sexuales. Aquellas personas
en quienes estas relaciones sirven predominantemente como medio de
aplacar la angustia se tornan harto inquietas e irritables cuando no tienen
oportunidad de satisfacerlas, aunque sólo sea por breve tiempo.
El cuarto expediente para escapar a la angustia es, sin duda alguna, el
más radical: consiste en rehuir toda situación, idea o sentimiento
capaces de despertarla. Puede tratarse de un proceso consciente, como
cuando una persona temerosa de la natación o del alpinismo esquiva
estas actividades. Hablando en términos más precisos, una persona
puede percatarse de su angustia y, al mismo tiempo, de que procura
evitarla. Pero también puede ocurrir que sólo tenga escasa o ninguna
conciencia de la angustia y que sólo advierta vagamente, o nada en
absoluto, su tendencia a eludir estas actividades. Puede, por ejemplo,
aplazar en forma indefinida la solución de todo asunto que, sin saberlo el
propio sujeto, entraña angustia, como tomar una decisión, consultar al
médico o escribir una carta. O bien «fingir»; es decir, despojar
subjetivamente de toda importancia a ciertas actividades inminentes,
como participar en una discusión, impartir órdenes a los empleados o
separarse de otra persona. Del mismo modo puede «fingir» que no le
agrada hacer ciertas cosas, razón por la cual las descarta. Así, una
muchacha para quien las fiestas importan el temor de ser desatendida,
puede evitarlas por completo convenciéndose a sí misma de que no le
gustan las reuniones sociales.
Dando un paso más, hasta el punto donde tal evitación se produce
automáticamente, encontramos el fenómeno de la inhibición. Consiste
ésta en la incapacidad de hacer, sentir o pensar determinadas cosas, y
su función es evitar la angustia que se produciría si la persona
pretendiese hacerlas, sentirlas o pensarlas. Entonces el sujeto no tiene
conciencia de la angustia ni es capaz de superar su inhibición mediante
un esfuerzo consciente. Su forma más espectacular y dramática la
vemos en las inhibiciones funcionales de la histeria: ceguera, mutismo o
parálisis histérica de un miembro. En la esfera sexual la frigidez y la
impotencia representan inhibiciones semejantes, aunque la estructura de
estos impedimentos sexuales puede ser muy compleja. En la esfera
mental, son fenómenos bien conocidos las inhibiciones de la capacidad
de concentración, de la formación o expresión de opiniones y de las
relaciones con los demás.,
Valdría la pena dedicar algunas páginas exclusivamente a énumerar
inhibiciones a fin de ofrecer al lector una impresión cabal de la variedad
de sus formas y lo común de su aparición. Creemos, sin embargo, que
bien podemos dejar a su cargo la tarea de repasar sus propias
observaciones al respecto, pues en nuestros días las inhibiciones son
fenómenos perfectamente conocidos y de fácil individualización, siempre
que estén bien expresados. No obstante, convendrá exponer en breves
términos las precondiciones necesarias a fin de percatarse de la
existencia de inhibiciones. De otro modo, correríamos el riesgo de
subestimar su frecuencia, pues por lo general no nos percatamos de las
numerosas inhibiciones que en realidad nos aquejan.
En primer lugar, es preciso que tengamos idea del deseo de hacer algo a
fin de poder notar nuestra incapacidad para ejecutarlo. Por ejemplo, es
menester que conozcamos perfectamente nuestras ambiciones si
queremos captar las inhibiciones que nos impiden satisfacerlas. Cabría
plantearnos la cuestión de si siempre sabemos, por lo menos, qué
queremos, y resueltamente deberíamos contestarnos que no. Tomemos
el caso de una persona que escucha una conferencia y que tiene ideas
críticas acerca de ella. Una inhibición pequeña consistiría, entonces, en
la timidez de expresar su reserva; una más intensa le impediría organizar
sus pensamientos, con el resultado de que sólo se le ocurrirán una vez
cerrada la discusión, o al día siguiente. Pero la inhibición es susceptible
de alcanzar tal punto que ni siquiera permita surgir los pensamientos
críticos, y en tal caso esa persona se inclinará a aceptar ciegamente
cuanto se ha dicho, o inclusive a admirar la exposición del
conferenciante, creyendo al mismo tiempo que en realidad asume una
postura crítica y evitando así reconocer en lo más mínimo sus
inhibiciones. En otros términos, si una inhibición llega a anular todo
deseo o impulso, el sujeto puede no tener la menor noción de su presencia.
Un segundo factor susceptible de impedir la conciencia de la inhibición
interviene cuando ésta desempeña tan significativo papel en la vida del
sujeto, que él prefiere aceptarla como hecho inmutable. Si sufre, por
ejemplo, una angustia invencible de cualquier especie frente a toda clase
de trabajos, con la consecuencia de que el menor intento de emprender
una tarea le produce intensa fatiga, la persona puede insistir en que no
dispone de fuerzas suficientes para acometer labor alguna: esta creencia
la protege, sin duda, pues si admitiese la existencia de la inhibición
podría verse obligada a retornar al trabajo, exponiéndose así a la temida angustia.
La tercera eventualidad nos lleva otra vez a los factores culturales.
Acaso resulte imposible enterarse jamás de las inhibiciones personales
si éstas coinciden con las formas colectivamente aceptadas o con las
ideologías imperantes en ese medio. Un enfermo con graves inhibiciones
ante toda tentativa de aproximarse a una mujer no se daba cuenta de
ellas, pues juzgaba su conducta a la luz de la idea reinante de que la
mujer es sagrada. La inhibición de exigir algo de los demás puede
justificarse con facilidad mediante el dogma de que la modestia es una
virtud; también son susceptibles de escapar a nuestra atención las
inhibiciones de todo pensamiento crítico contra dogmas vigentes en
política, en religión o en cualquier otro campo específico del interés
humano. Por último, podemos carecer de toda noción de la existencia de
angustia de exponernos a castigos, a críticas o al aislamiento social. Sin
embargo, a fin de apreciar la situación, es necesario conocer
perfectamente los factores- individuales. Así, la ausencia de ideas
críticas no implica necesariamente la existencia de inhibiciones, pues
acaso obedezca a pereza mental, a estupidez o a convicciones del
sujeto que realmente coinciden con el dogma dominante.
Cualquiera de estos tres factores puede llevarnos a la incapacidad de
reconocer las inhibiciones existentes y a que hasta un psicoanalista
experto encuentre dificultades en percibirlas. Pero aunque aceptásemos
que podemos reconocerlas en su totalidad, no por ello nuestro cálculo de
su frecuencia dejaría de ser demasiado bajo, pues aún quedarían sin
tomar en consideración todas aquellas reacciones que, si bien no son
inhibiciones plenamente desarrolladas, se encuentran en camino de
llegar a serlo. En las actitudes a que nos referimos todavía conservamos
la capacidad de efectuar ciertas cosas, pero la angustia que éstas
producen ejerce cierta influencia sobre su realización misma.
En primer lugar, el iniciar actividades que suscitan angustia despierta
sensaciones de esfuerzo, fatiga o agotamiento. Así, verbigracia, una
enferma nuestra que se estaba curando de su miedo a caminar por la
calle, pero que aún sufría en ello una angustia bastante acentuada, se
sentía completamente rendida después de un paseo dominical. Que este
agotamiento, no obedecía a debilidad física alguna, estaba demostrado
por la circunstancia de que era capaz de llevar a efecto pesadas tareas
domésticas sin experimentar el menor cansancio. Por cierto, era la
angustia vinculada al andar por la calle la que producía en ella
agotamiento; sin embargo, esa angustia había disminuido lo suficiente
como para permitirle pasear, pero esta actividad todavía bastaba para
dejarla extenuada. Muchos de los trastornos que comúnmente se
atribuyen al agotamiento no son causados, en realidad, por el esfuerzo
mismo, sino por la angustia que provoca el trabajo o las relaciones con
los compañeros de tareas…
En segundo término, la angustia que determinada actividad entraña,
ineludiblemente acarreará un trastorno de esa función. Por ejemplo, si un
sujeto tiene angustia al impartir órdenes, las dará de manera tímida e
ineficaz. La angustia de andar a caballo engendrará la incapacidad de
dominar al animal. Al respecto, el grado de conciencia que el sujeto es
susceptible detener de su impedimento varía y, en efecto, una persona
puede reparar en que la angustia le impide realizar sus tareas a
satisfacción, o sólo poseer un difuso sentimiento de que no es capaz de
hacer nada bien.
En tercer lugar, la angustia en conexión con una actividad malogrará el
placer que ella promueve en otras circunstancias; lo que no rige para las
angustias de menor intensidad, las cuales pueden, por el contrario,
contribuir a aumentar el deleite. Así, podría ser más emocionante patinar
sobre hielo con cierta aprensión, mientras que si hay intensa angustia el
patinaje se convertirá en un tormento. Las relaciones sexuales cumplidas
con fuerte ansiedad no proporcionarán el menor placer, y si el sujeto no
advierte su angustia, tendrá la impresión de que esas relaciones nada significan para él.
Este último punto acaso induzca a confusión, pues señalábamos antes el
hecho factible de que las sensaciones de desagrado sean aplicadas a
manera de recursos para evitar la angustia, en tanto establecemos ahora
que el desagrado puede ser una consecuencia de ésta. En rigor, ambas
cosas son exactas. El desagrado puede ser, en efecto, el recurso para
evitar y la consecuencia de experimentar angustia. He aquí un pequeño
ejemplo de las múltiples dificultades que se oponen a la comprensión de
los fenómenos psíquicos, fenómenos cuya complejidad e interrelación
nos impedirán notablemente progresar en nuestros conocimientos
psicológicos mientras no comprendamos en forma cabal la necesidad de
tener presente sus innumerables y entrelazadas interacciones.
Al exponer cómo podemos defendernos contra la angustia no nos ha
guiado el propósito de ofrecer una descripción exhaustiva de todas las
eventuales defensas. En efecto, pronto nos encontraremos con arbitrios
más radicales para imposibilitar que emerja la angustia. Aquí, nuestra
finalidad primordial es la de fundamentar la aseveración de que se puede
tener, en realidad, mucha más angustia de la que aparentemente se
advierte en uno mismo, o experimentarla sin percatarse de ella en lo más
mínimo, señalando a la vez algunos de los puntos en que es dable
hallarla con frecuencia.
En suma, pues, la angustia podrá encubrirse tras sentimientos de
malestar físico, como las palpitaciones y la fatiga; hallarse escondida
bajo toda una serie de temores que parecen racionales y justificados; ser
la fuerza oculta que nos lleva al alcoholismo o a precipitarnos en toda
suerte de distracciones. En síntesis, la hallaremos frecuentemente como
causa de la incapacidad de hacer o gozar ciertas cosas, y siempre nos
encontraremos con ella como factor causal de las inhibiciones.
Por motivos que desarrollaremos luego, nuestra cultura engendra gran
cantidad de angustia en los individuos que de ella participan. De ahí que
prácticamente todos hayamos erigido en nosotros una u otra de dichas
defensas. Cuanto más neurótica sea una persona, tanto más
impregnada y dominada estará su pesonalidad por tales defensas y tanto
mayor será el número de tareas que es incapaz de cumplir o que ni
siquiera se propone acometer, a pesar de que, de acuerdo con su
vitalidad, con sus capacidades mentales o con su educación cabría
esperar que pudiese realizarlas. En pocas palabras, cuanto más grave
sea la neurosis, tanto más inhibiciones sutiles o groseras presentará el
individuos (19).

Notas:
15- En el capítulo sobre «La angustia y la vida instintiva» de sus Nueras aportaciones al
psicoanálisis. Freud establece una distinción análoga entre la angustia «objetiva» y la
«neurótica», calificando a la primera como «reacción inteligible frente al peligro».
16- Esto no es sino una paráfrasis dcl hallazgo básico de Freud, o sea de la importancia de
los factores inconscientes.
17- Véase Sandor Rado, An Over-Solicitous Mother (Una madre sobreprotectora).
18- Freud siempre la ha subrayado al señalar que la desaparición de los síntomas no es
índicio suficiente de curación.
19- En su obra Efnfuehrung in die Psychoanalyse (Introducción al psicoanálisis), H. Schultz-
Hencke ha destacado particularmente la suprema importancia de las Luecken («lagunas»),
es decir, de los vacíos que comprobamos en la vida y en la personalidad de los neuróticos.

Volver al índice principal de ¨Obras de Karen Horney: La personalidad neurótica de nuestro tiempo (1937)¨