La curiosidad: ¿virtud o transgresión?

La curiosidad: ¿virtud o transgresión? (1)

Rebeca Grinberg

Resumen

La curiosidad fue un tema que despertó interés

en los primeros años del psicoanálisis, abandonado

luego largo tiempo y retomado en los últimos años

desde otros ángulos.

Es una de las tendencias fundamentales que

aparecen en el curso del desarrollo humano. Forma

parte de los cimientos del aprendizaje, permite que

el individuo funcione como una «entidad pensante»

y lo estimula a la búsqueda del conocimiento.

Todo conocimiento se origina en experiencias

primitivas de carácter emocional. Algunas

características inherentes a esa experiencia

emocional intervienen en posteriores experiencias

de descubrimiento de todo tipo.

Cualquiera que sea el punto de vista acerca de

su naturaleza, está claro que la curiosidad (o su

falta) tiene implicaciones relacionales. Lo

«particular» de esas relaciones es lo que les dará

especificidad.

A lo largo de este trabajo intentaré ver qué

calidades de vínculos pueden establecerse entre el

sujeto curioso y el objeto de su curiosidad.

¿Qué es lo que queremos conocer? ¿Cómo?

¿Para qué?

Según las respuestas que se puedan dar a estos

interrogantes se podrán diferenciar las formas en

que se manifiesta la curiosidad y sus deformaciones:

voyeurismo-exhibicionismo, inhibición, timidez,

uso maligno, defensivo, etcétera, y sus significados

a lo largo del desarrollo humano.

En los primeros tiempos del psicoanálisis, Freud

estuvo interesado en la cuestión y habló de un

«instinto de saber» vinculado a las preocupaciones

sexuales infantiles. Su acción correspondería, por

una parte, a una manera sublimada de

apoderamiento y, por la otra, trabaja con la energía

de la pulsión «escoptofílica». En la infancia, la

curiosidad recae en forma insospechablemente

precoz y con gran intensidad en dos enigmas

principales: el de las relaciones sexuales y de dónde

proceden los niños. Freud (1905) decía que

conociendo el niño desde el principio de su vida un

padre y una madre, acepta su existencia como una

realidad que no necesita investigación alguna ni

cuestiona la diferencia entre sus sexos. La

curiosidad se despertaría bajo el aguijón de los

sentimientos egoístas cuando se ven sorprendidos

por la aparición de un nuevo niño, situación

experimentada también, como posibilidad, por los

hijos únicos o menores, por su observación en otras

familias. La previsión de que, en adelante, deberá

compartir todo con el recién llegado aguza la

sensibilidad y el pensamiento del sujeto. Bajo el

estímulo de estos sentimientos y preocupaciones

comienza el niño a reflexionar y a preguntarse de

dónde viene ese rival a perturbar su vida, de dónde

vienen los otros niños, como si en el pensamiento se

viese planteada la labor de prevenir la repetición de

un suceso tan temido. Esta problemática le llevará a

buscar las, para él, oscuras vinculaciones entre el

nacimiento de los bebés y las relaciones de sus

padres y, finalmente, la preocupación de la

humanidad toda sobre los orígenes de la propia vida.

Éste es el interrogante insatisfecho más antiguo de

la humanidad, oculto sentido de mitos y tradiciones.

En las religiones la solución es proyectada en los

dioses, delegándoles el trabajo de crear el primer

hombre.

Pero la curiosidad no sólo cuestiona el origen de

la vida, sino que se remonta, según Melanie Klein

(1921), al comienzo mismo de la vida. Ella, como

Freud, consideró la curiosidad como una pulsión y

habló del instinto epistemofílico aunque situando su

acción como vigente desde el inicio de la vida y

dirigido originariamente hacia el interior del cuerpo

de la madre, de donde se desplazaría el interés al

propio cuerpo y al de otros. El bebé intentaría

confirmar fantasías arcaicas sobre la existencia de

penes y otros bebés dentro de la madre, intentando,

además, identificarse con objetos parciales como el

pecho o el pene, que son percibidos como fuente

inagotable de satisfacción pulsional.

En la primera publicación de Melanie Klein

(1921), que versaba sobre la observación del desarrollo de un niño, llegó a esa conclusión: que la

sed instintiva de conocimiento y comprensión

comenzaba tempranamente, en conexión con la

concepción del cuerpo de la madre, y que el interés

del niño es mayor cuanto más pequeño es él, cuando

la madre es aún su mundo. Estas concepciones

contribuyen a la formación de su mundo interno, y

se extienden, a través de la formación de símbolos,

sobre cuerpo y mente de otras personas, y así hacia

la exploración del mundo.

Bion (1966) fue el que dio a ese interés,

impulso, deseo, una categoría de tal importancia

como para ser equiparado a las emociones básicas

del ser humano como el amor y el odio, al establecer

el vinculo K, que se refiere a las emociones del

interés y el deseo de conocer, como de igual rango

que los vínculos L y H. Con esto Bion puso un

orden diferente en nuestra manera de pensar acerca

de las emociones, ya iniciada por Melanie Klein.

La curiosidad está conectada con las

necesidades corporales vitales. En la temprana

infancia se manifiesta a través de la zona oral, que

permite apreciar las cualidades gustativas de los

objetos aunque también diversas cualidades como

dureza, temperatura, suavidad, etcétera; en la fase

anal predomina la exploración de las cualidades

táctiles de los mismos y todas las sensaciones

derivadas de la piel, como el placer de

embadurnarse y jugar con agua y barro. Cuando se

alcanza la locomoción, es el espacio y sus

contenidos lo que se investiga; durante toda la vida

lo investigado es la propia persona y lo que con ella

se relaciona. El individuo intenta resolver así los

enigmas del nacimiento, de su forma de crecer, de la

diferencia de sexos, del significado de la muerte.

De lo dicho hasta ahora, parecería que el

funcionamiento de la curiosidad es favorable para la

evolución del individuo, el desarrollo de su intelecto

y su relación con los demás. Sin embargo, su

funcionamiento tropieza con grandes obstáculos,

externos e internos. La sociedad condena muchas

veces la curiosidad como ética o moralmente mala.

Ciertos temas se cubren de una atmósfera de

silencio o de secreto, como todo lo referente a la

sexualidad y a las funciones excretoras, aunque en

lo manifiesto parezca haber más permisividad

últimamente en nuestra cultura. Es éste uno de los

primeros conflictos psíquicos en la lucha por el

saber entre unos padres que rehusan información y

el niño que desea adquirirla. Si al niño que intenta

investigar estas áreas prohibidas se le castiga, éstas

adquieren entonces un carácter siniestro que puede

inhibir su curiosidad, pero conservando una fuerte

carga de ansiedad.

La ansiedad placentera es un sentimiento que

proviene del atractivo de lo prohibido, ya que actúan

simultáneamente el deseo de desafiar y burlarse del

superyó que prohibe, y también el temor a su

castigo. Estos sentimientos determinan muchas

actitudes especiales como el gusto por leer historias

de crímenes, ser espectador de deportes

emocionantes o realizarlos, elección de algunos

oficios expuestos o poder solamente tener relaciones

sexuales en situaciones de riesgo.

Las prohibiciones respecto de la curiosidad

sexual y las respuestas «de lado» a las incansables

preguntas infantiles defraudan la confianza del niño

en sus padres y llevan, a su vez, a que el niño oculte

sus pensamientos. La ingenuidad y, a veces, la

estupidez aparente pueden representar tanto una

obediencia como una rebelión contra los padres que

han frustrado la curiosidad, como diciendo: «ya que

quieren que me haga el tonto, lo soy». Esta forma de

comportarse, que puede incluir también el fracaso

escolar, sería una burla y una venganza inconsciente.

En otros casos, las mentiras de los padres dan lugar a

que los niños desarrollen una mitomanía como

identificación con padres mentirosos.

Puede ocurrir que el niño decida en su interior

que no puede contar con los padres para ciertas

cosas y decida investigar por su cuenta, aunque la

prohibición desafiada acarreará culpa e imprimirá a

lo sexual el sello de lo repugnante y prohibido. Sin

embargo, es indudable que no sólo la conducta de

los padres es la responsable de la connotación

temible de la curiosidad infantil, sino también las

fantasías inconscientes que encubre —incestuosas

entre otras—.

Algunos autores han hecho estudios sobre

material clínico de análisis de niños, mitos y cuentos

en relación con un juego universal: la búsqueda y

caza de tesoros, que representan el descubrimiento

del secreto de las relaciones sexuales y el embarazo,

y el deseo del niño de obtener del padre esos

secretos, especialmente el de la actividad sexual

con la madre. Los tesoros enterrados representan los

bebés enterrados, escondidos en la madre. Los

buscadores de los tesoros suelen ser piratas, los

cuales han sufrido algún tipo de castración por su

empeño en encontrar los tesoros y robarlos: tuertos

o con una pata de palo.

Es una experiencia bien conocida que los niños

pequeños perciben muy precozmente los embarazos

de sus madres y, en esas circunstancias, se

incrementa su tendencia a revisar todos los cajones

y armarios de la casa en busca del bebé oculto.

En algunos cuentos famosos se desarrolla la

fantasía de descubrimiento de secretos que permiten a los hombres obtener gran riqueza y poder. Por

ejemplo, Aladino, que frotando la lámpara

(masturbándose) descubre la actividad sexual del

pene (por casualidad, para no sentir culpa) y obtiene

toda la omnipotencia que atribuye al pene del padre.

En Alí Babá, de Las mil y una noches, se agrega otro

elemento: el ver y escuchar accidentalmente

palabras mágicas: el «ábrete, Sésamo», que abre la

cueva de los tesoros; otra iniciación en los misterios

sexuales.

Como resultado, el niño puede entonces

satisfacer a la madre u otra mujer inaccesible; por

ejemplo, se casa con una princesa. Estos son los

comienzos de una lucha que se mantendrá de por

vida, en que el saber otorga poder, la información

coloca en situaciones ventajosas a quien la posee: en

los negocios, en la política, en la guerra.

De todos modos, la satisfacción de esos deseos

es sentida como prohibida ya que significa quitar el

poder al padre y ocupar su sitio. ¿Qué mejor

ejemplo que el mismo Edipo, que por haber

descubierto el secreto de la Esfinge —representante

de ambos padres, como figura combinada femenina

y masculina, con pechos de mujer y cuerpo de

león— logró la realización de esas fantasías

incestuosas que implican vencer al padre y adquirir

su riqueza y poder? La ceguera a la que quedó

condenado condensa el castigo por ambos pecados:

pierde los ojos como ejecutores de la curiosidad y

como símbolos de órganos sexuales, cuya pérdida

significa quedar castrado.

En etapas anteriores de su evolución, otras

«cuevas de Alí Babá» —no sólo la vagina y el

útero— representan para el niño escondrijos donde

se ocultan cosas. El niño se interesa por su ano y

excrementos y por los actos de defecación y micción

en varones y mujeres. El interés por observar

gallinas poniendo huevos, buscar tesoros enterrados,

contiene junto con las fantasías genitales elementos

anales compensatorios de la curiosidad anal

frustrada.

Asimismo los demás orificios del cuerpo

despiertan la curiosidad del niño: los oídos, los ojos,

las fosas nasales, la boca. Todos los que hayan

tenido oportunidad de observar niños pequeños

habrán visto que meten sus dedos insistentemente en

todos los agujeros, la boca de la madre o de quien

sea, los ojos de otros niños, etcétera. Es también la

época en que los accidentes más frecuentes

provienen de meter los dedos en los enchufes

eléctricos, como desplazamiento y sustituto de esos

orificios, buscando un camino para ver qué hay

dentro, así como más tarde desarmarán relojes u

otras cosas para ver cómo son por dentro.

En los análisis de niños, es de aparición muy

frecuente el material en que la ansiedad está

centrada sobre el siguiente interrogante: ¿qué ocurre

con los alimentos dentro del cuerpo?, ¿por qué la

comida que entra por la boca es de diferentes

colores y formas y lo que sale como excremento es

una masa uniforme en que nada se reconoce? e

inventan juegos, con infinitas variantes, en que

diversas sustancias u objetos atraviesan tubos, cajas

o complicadas construcciones, poniendo la atención

en comparar su estado al entrar y al salir. Y no sólo

los niños. Un analizado adulto, estudiante de

medicina, sentía un gran placer cada vez que en el

análisis microscópico de materia fecal que realizaba

en el laboratorio, descubría elementos histológicos

que se conservaban intactos después de la digestión

y permitían identificar el tipo de alimentos ingeridos

(que equivalía a descubrir lo que habían comido,

con quién habían estado o tenido relaciones) y

también comprobar que no todo se destruía en su

tránsito por el cuerpo.

La generalización primaria, precursora del

simbolismo, surge del esfuerzo del niño por volver a

descubrir en cada objeto sus propios órganos y su

funcionamiento.

La ansiedad se hace más evidente cuando los

procesos que ocurren en el cuerpo cobran particular

importancia, como en la pubertad. Es común que los

púberes procuren satisfacer su curiosidad sexual y

calmar la ansiedad despertada por los cambios que

observan en su físico acudiendo a los diccionarios o

buscando información en enciclopedias y hasta en

pasajes de la Biblia. En esa época el pensamiento

reemplaza la acción, por miedo a la castración. El

interés intelectual sexual es el sustituto y prólogo de

la actividad sexual real.

Un paciente varón, de doce años, cuyo análisis se

desarrollaba desde tiempo atrás a través de dibujos,

manifestó de pronto deseos de realizar experimentos

de química. Y así fue como nos pasamos muchos

días haciendo destilación seca por calentamiento de

varias sustancias, evidente representación de su

excitación sexual, y examinando los residuos secos

(el estado en que suponía quedaría su pene,

equiparable a materia fecal), al mismo tiempo que

intentaba recuperar los gases desprendidos en la

operación. Toda esta investigación finalizó el día en

que se le ocurrió destilar agua y pudo recuperarla

condensándola en otro recipiente. Ese día coincidió

con su primera eyaculación. Su ansiedad desapareció

cuando pudo verificar, en forma desplazada, a través

de la experiencia en el tubo de ensayo, el

funcionamiento de su cuerpo y la capacidad de

recreación de sus contenidos.

Hemos visto qué es lo quo queremos conocer:

a nosotros mismos y al mundo, sobre el modelo

del interior del cuerpo y las funciones corporales;

y, de ahí, nuestra mente y la de otros. Veremos que

también el cómo es a imagen y semejanza de las

funciones corporales: «devoraremos con los

ojos», etc.

Pero todo ello está teñido de variados afectos e

interferido por prohibiciones y resistencias. Algunos

mitos expresan de un modo muy elocuente esta

prohibición de la curiosidad y los castigos

correspondientes a su transgresión.

La mitología bíblica sitúa la curiosidad en el

Génesis: el primer pecado, la curiosidad de Eva. En

ese mito y otros a los que me referiré, se aprecia

cómo el deseo de conocimiento y el desarrollo de

técnicas han sido considerados desde siempre como

un acto impío y una intrusión en el terreno de los

dioses.

En el mito de Edipo, en el de Babel y en el del

Edén, se encuentran modelos narrativos en los que

está incluido el deseo del ser humano por conocer y

una fuerza que se le opone, representada por un

Dios omnipotente que castiga su curiosidad con el

destierro, la confusión (de lenguas) o la muerte.

Se ha escrito mucho sobre la obstrucción al

progreso científico interpuesta por dogmas

establecidos, y uno no puede librarse de sentir como

que se cumpliera la primitiva maldición de

sacrilegio ligada a la exploración de lo desconocido.

Dice el mito que Prometeo enseñó a los hombres

muchas artes y, sobre todo, les proporcionó el fuego;

pero por ello Zeus hizo que fuese encadenado a una

roca y torturado eternamente. Es como si cierto tipo

de conocimientos y ciertas actividades fuesen

monopolio exclusivo de los dioses —como lo que

ocurre en la familia con lo que es prerrogativa de los

padres— y las personas, como los niños, cayeran en

pecado al llevar su curiosidad más allá de los limites

establecidos por ellos.

En el mito del Edén, Adán y Eva, impulsados

por la curiosidad estimulada por la serpiente, se

trasladaron a la zona prohibida del Paraíso donde se

encontraba el árbol del conocimiento, cuyo fruto

«era bueno para comer, agradable a los ojos y

codiciable para alcanzar la sabiduría»… «Eva

comió de su fruto y dio a su marido». «Fueron

abiertos los ojos de entrambos y supieron del Bien y

del Mal». Ello les valió la expulsión del Paraíso,

perdiendo sus gratificaciones y condiciones de

seguridad y de placer. Este exilio impidió que la

primera pareja humana pudiera llegar a la

adquisición de un conocimiento más profundo y

vivencial, que podría estar representado por el árbol

de la vida. La Biblia dice textualmente que «después

de echar al hombre y a la mujer del Paraíso…

Jehová colocó… al oriente del huerto del Edén

querubines con espadas encendidas que se revolvían

a todos lados para guardar el camino del árbol de la

vida». Es precisamente esta imagen superyoica y

prohibidora de Jehová y este modelo de castigo y

obstrucción para alcanzar el verdadero

conocimiento lo que se repite en las narrativas de

Babel y Edipo.

En el mito de Babel, la curiosidad estaba

expresada en la construcción de una torre con el

deseo de «llegar al Cielo» para alcanzar el

conocimiento de «otro mundo», distinto del

conocido. Pero esa curiosidad fue castigada con la

confusión de lenguas y la destrucción de la

capacidad de comunicación.

En el mito de Edipo, el enigma de la Esfinge

sería una expresión de la curiosidad del hombre

dirigida hacia sí mismo; curiosidad que está también

expresada por la determinación con que Edipo llevó

adelante su indagación del crimen a pesar de las

advertencias de Tiresias (esta curiosidad que tiene el

mismo status de pecado que en los mitos del Edén y

de Babel). La Esfinge estimula la curiosidad pero

amenaza con la pena de muerte el fracasar en

satisfacerla: implica una amenaza contra la

curiosidad que estimula.

Edipo vuelve a Tebas para indagar la verdad.

Pero en la narrativa del mito, un aspecto de Edipo

obstruye la determinación con que otra parte de sí

mismo intenta proseguir la indagación y saber la

verdad. Tiresias, quien —significativamente—

también había sido enceguecido por ver la escena

primaria prohibida, es quien intenta prevenir a

Edipo para que no siga adelante con la indagación.

Este conflicto es inherente a la naturaleza de todo

ser humano, entre una parte que reprime los

impulsos de arrebatar al padre su bien más valorado

y envidiado, y otra parte que tiende a llevarlo a cabo

exponiéndose al castigo.

La prohibición del conocer profundo parece

provenir de no poder sentirlo como símbolo, sino

como si fuera realmente una relación sexual

incestuosa, tomando al pie de la letra la expresión

bíblica de «conocer a una mujer» en el sentido de

vincularse sexualmente a ella. La ceguera de Edipo,

ya lo he dicho, condensa el castigo por ambos

pecados: pierde los ojos como instrumentos para la

satisfacción de la curiosidad, y como representante

simbólico de los órganos genitales que sufren la

castración.

La configuración subyacente a estos mitos en

relación con el «saber» encuentra su expresión en el individuo en cada etapa del desarrollo y adquisición

del conocimiento. La curiosidad estimulada busca

conocer, pero la intolerancia al surgimiento del

dolor y el temor a lo desconocido desencadenan

acciones tendentes a evadir o contrarrestar la

curiosidad.

Los mitos dan una versión narrativa del drama

del ser humano en la búsqueda de un conocimiento

que produce ansiedad cuando esta búsqueda se

refiere al conocimiento de uno mismo, como es la

investigación psicoanalítica. En ese sentido, Edipo

representa el triunfo de una decidida curiosidad

sobre la intimidación y puede ser considerado un

símbolo de la integridad científica, aunque su

investigación también puede ser vista como

arrogante.

La tolerancia al displacer y al dolor es, pues, un

pre-requisito para poder adquirir conocimientos y

capacidad para pensar. En cuanto a este punto, Bion

(1963) aplica su conocido modelo continente contenido

a la relación madre-hijo, que permite

comprender cómo se facilita al niño el aprendizaje y

se estimula su deseo de conocer. El bebé funciona

como un «contenido» lleno de ansiedades que

proyecta en el «continente» formado por la

capacidad de reverie o ensoñación de la madre: es

decir, de una madre suficientemente sana y

receptiva como para recibir las proyecciones

angustiosas del niño, contenerlas, metabolizarlas y

devolverlas en condiciones más tolerables para el

niño, o sea, transformar exitosamente su hambre en

satisfacción, su sentimiento de soledad y desamparo

en compañía y su desesperación en tranquilidad. Se

facilita así que la mente del niño pueda procesar las

sensaciones y emociones primitivas

convirtiéndolas en pensamientos, pudiendo crear

símbolos, lenguaje, y el poder de sublimar. Se

estimula así su curiosidad y su deseo de conocer.

Pero si el reverie de la madre fracasa por sus

propios conflictos, y no puede contener, modificar o

aliviar las ansiedades del niño, existe el riesgo de

que el niño tenga una evolución anormal, con el

predominio de una personalidad psicótica: y aquí

aparecen también las deformaciones de la

curiosidad. En este caso, Bion describe una triada

caracterizada por un tipo de curiosidad patológica,

arrogancia y una forma de estupidez, que puede

llevar a la ignorancia por ataque al conocimiento o a

un sentimiento de omnipotencia y omnisciencia que

pretende saberlo todo como si creyera haberse

apoderado de todo conocimiento.

Bion se ha referido también a la curiosidad a

través de la descripción de una reconstrucción

histórica muy arcaica. Aproximadamente tres mil

quinientos años antes de Cristo, fue enterrado un rey

en el cementerio real de la ciudad de Ur. De acuerdo

con la reconstrucción hecha por la expedición

conjunta del Museo Británico y de la Universidad de

Pennsylvania, en esta ceremonia estaba incluida una

procesión formada por las personas más

distinguidas de la corte que, vestidas con todo su

esplendor y sus joyas, descendían a un foso

especialmente preparado y bebían una poción

narcótica (supuestamente hachís). Luego, con

pompa y acompañamiento musical, el foso era

llenado con tierra y sus ocupantes enterrados vivos

con el monarca.

En relación con este cuadro, Bion se pregunta

¿qué fuerzas emocionales, culturales o religiosas,

llevaron a las personas de esa corte a una conducta

que, sin duda, las conducía a la muerte? Y plantea

una pregunta aún más inquietante: ¿hay alguna

fuerza equivalente operando hoy en día que no nos

permita ver que estamos en caminos obviamente

peligrosos para los ojos de nuestra posteridad, como

es para nosotros la conducta de los cortesanos de Ur

yendo al foso de la muerte, sin percatarnos de ello?

¿Y de qué fuerza se trata?, ¿un fanatismo religioso?,

¿omnipotencia?, ¿podemos llamarla ignorancia?

¿Deberíamos pensar que se trata de alguna fuerza

más dinámica, más desconocida?

A este primer cuadro, Bion agrega otro en sus

reflexiones: el de los «saqueadores de tumbas»,

cuyas actividades se desarrollaron en esos mismos

terrenos —santificados por los rituales y la

magia— unos quinientos años después, cuando el

entonces cementerio real ya no era sino una especie

de basural. Y ante ese cuadro se pregunta

nuevamente: ¿qué fuerzas emocionales movieron a

estos hombres a penetrar en un lugar, seguramente

todavía cargado de magia, venciendo su temor a

encontrarse con los espíritus de los muertos y la ira

de los dioses? Los saqueadores desafiaron los

temores que seguramente tenían y encontraron la

tumba real, robando allí muchos de los objetos

enterrados. ¿Sería la codicia la fuerza que los

movió? ¿O tal vez se habría agregado la

curiosidad? Tal vez, aunque suene paradójico,

añade Bion, se debería honrar a estos saqueadores

como pioneros de la ciencia, ¿o condenarlos por su

afán de descubrir lo oculto?

Estos cuadros sugieren muchas analogías para

modelizar de un modo enriquecedor algunas de las

situaciones y conflictos que se presentan en la

ciencia actual, sin ir más lejos en los secretos de la

genética que se están desvelando en nuestro tiempo,

y los que diariamente enfrenta el psicoanalista en su

práctica.

Si tratamos de rastrear la evolución de la

curiosidad a través de la vida del individuo vemos

que es una fuerza poderosa, que puede desarrollarse

de maneras variadas: según la posibilidad o no de

contar con una madre que ayude a poder pensar,

según el poder o no tolerar las insatisfacciones o los

temores, según los impulsos libidinosos o sádicos

que se asocien a la curiosidad que hacen al cómo la

curiosidad se manifieste, y los objetivos

inconscientes que se propone, es decir, al para qué

se ejerce la curiosidad.

El saber no se adquiere exclusivamente

mirando, pero los ojos son un medio muy

importante para ello, aunque todos los sentidos

intervengan para dar información, especialmente

todo el mundo sonoro que rodea al sujeto desde sus

comienzos. Todo primer aprendizaje está basado en

impulsos orales, donde la boca es el primer

«catador» del mundo, pero que se complementa con

el mirar la cara de la madre y escuchar su voz,

teniendo el pezón en la boca. Sólo más tarde la

mano y el ojo se independizan de la boca como

órganos de exploración.

A través de la escoptofilia, que es la

sexualización de las sensaciones del mirar, el

individuo intenta incorporar por los ojos los

objetos que ve. Se puede establecer la analogía de

que «los ojos son a la mente como la boca es al

alimento». Y toda la vida se sigue «comiendo o

devorando con los ojos», con fantasías

inconscientes de tragar el objeto para tenerlo

dentro de sí, ya sea para identificarse o para no perderlo.

Los impulsos sádicos se hallan también

presentes en la escoptofilia. Querer ver algo puede

significar también querer destruirlo. Resulta

entonces que el placer de mirar, ya sea por motivos

eróticos (como cuando algún objeto tiene

«especiales encantos» como diría Freud [1910]) o

motivos agresivos, puede convertirse en una

transgresión que es castigada. Es como si una voz

punitiva dijera: «puesto que quieres abusar de tu

vista para lograr un maligno placer, te está bien

empleado que no veas nada más». Esta perturbación

psicógena de la visión aparece frecuentemente en la

clínica y —cómo no— en mitos y leyendas. Es lo

que ocurre, por ejemplo, en la conocida historia de

Lady Godiva, que aceptó la condición de cabalgar

desnuda por las calles del pueblo en pleno día para

salvar a sus habitantes del pago de cargas de

impuestos excesivos. Todos los moradores

decidieron cerrar sus puertas y ventanas para

facilitar su acción altruista; pero el único que espió a

través de los visillos quedó ciego.

La mujer de Lot se transformó en estatua de sal

por mirar lo que estaba prohibido mirar.

El mito de Orfeo nos cuenta que éste perdió a

Eurídice, cuando ya la rescataba del mundo de los

muertos, porque se dio vuelta para mirarla

contraviniendo la prohibición que le había sido

impuesta como condición para recuperarla con vida.

La curiosidad puede sublimarse convirtiéndose

en epistemofilia que lleva a un interés auténtico por

la investigación, o bien su represión puede inhibir

todo interés intelectual. Ello dependerá de las

fantasías inconscientes y de experiencias asociadas

a esta curiosidad.

El impulso a introducir cosas en la mente por

medio de los ojos, oídos y los otros sentidos

satisface deseos frustrados por los objetos

primitivos. Pero el sujeto no lo hace sólo para

obtener satisfacción sino también como defensa. El

mundo es considerado también como peligroso y

se hace necesario conocerlo y saber cómo cuidarse

de él.

Un ejemplo que tuve ocasión de observar fue el

de un niño de cinco años que fue traído a consulta

por padecer de insomnio, desencadenado por una

amigdalectomía practicada sin habérsele advertido y

bajo los efectos de un hipnótico. En su primer

contacto conmigo, después de inspeccionar

detenidamente el cuarto, a mí y a los juguetes que le

ofrecí, dijo: «Yo no tengo miedo de entrar aquí,

porque estoy bien despierto; siempre estoy

despierto». Es obvio que este niño necesitaba no

dormirse y conocer bien lo que pasaba a su

alrededor, para evitar que se repitiera la traumática

situación de la operación, en que lo sorprendieron

dormido.

Algo parecido ocurre, aunque no en forma tan

explícita y por motivos diversos, en los pacientes

que sólo pueden analizarse «cara a cara» para

controlar al analista con la mirada, como sucede en

situaciones de pánico en que se intenta inmovilizar

con la mirada, por ejemplo, a un animal que asusta.

Cuando en la escoptofilia predominan los

elementos agresivos, el mirar mismo es percibido

inconscientemente como un sustituto del destruir.

Sustituto que permite negar la culpa, ya que permite

pensar: «yo no lo hice, sólo lo miré», excusa

frecuentemente usada por los niños, que persiste en

el inconsciente del adulto. Esto se puede observar,

por ejemplo, en personas de las «incapaces de hacer

daño a una mosca» pero que no pierden ocasión de

ir a ver cuanta catástrofe o accidente se produce.

Estas situaciones, al mismo tiempo, tratan de

asegurar al individuo de que él está a salvo: «no es a

mí a quien eso ocurrió». En cierta medida, todas estas fantasías están presentes y nos producen placer

cada vez que concurrimos al cine o al teatro, leemos

una novela o somos espectadores de algo.

La exageración patológica de esa situación es la

perversión voyeurista, en que ser espectador, espiar,

se convierte en una necesidad compulsiva e

imprescindible para obtener gratificación y

reaseguramiento, fundamentalmente contra la

angustia de castración. El voyeur intenta negar su

temor a ser castrado, espiando las relaciones

sexuales de otros y no participando en ellas. Sin

embargo, como no existe un espectáculo capaz de

brindar el reaseguramiento que estos pacientes

anhelan, se crea una situación de insaciabilidad;

tienen que mirar una y otra vez, y ver más y más,

con creciente intensidad.

La contraparte del voyeurismo es el

exhibicionismo, aunque habitualmente aparecen

juntos, predominando uno u otro. El exhibicionista

conserva un carácter más narcisista. Su placer

erógeno se vincula siempre a un incremento

exagerado de la autoestima intentando ser mirado

por los demás. Este objetivo también es utilizado

como reaseguramiento contra los temores de

castración. Sienten la necesidad imperiosa de exhibir

sus genitales. Al enseñarlos intentan que sus

espectadores sean testigos que contrarresten sus

dudas internas. Esto explica por qué alcanzan su

máximo placer si se exhiben ante niñas pequeñas que

se asustan. El exhibicionista también busca que la

mujer que ve su pene se identifique con él y fantasee

tenerlo, para abonar la creencia de que nadie carece

de él y, por lo tanto, él tampoco.

Mientras el exhibicionista masculino se

tranquiliza enseñando su pene, la mujer, que carece

de él, trata de ocultar esa carencia y desplaza su

exhibicionismo de los genitales a todo el cuerpo.

Sus fantasías mágicas serían las de hechizar a los

espectadores para que dependan de su poder, como

en el mito de Circe. En síntesis, el exhibicionista

proyecta su curiosidad en el «otro».

La timidez y el excesivo pudor representan

reacciones opuestas al exhibicionismo, que pueden

deberse a fuertes tendencias exhibicionistas

inconscientes.

Podemos apreciar entonces que no siempre la

curiosidad equivale a la búsqueda de la verdad, sino

que puede responder al impulso de conocer lo que

otros poseen intentando satisfacer tanto deseos

libidinosos como agresivos.

Es bien sabido que existen miradas de odio, muy

temidas, y a las que supersticiosamente se atribuye

ser dañinas y mortales. Todas las historietas o

comics en que hay personajes que emiten rayos

mortíferos con los ojos, ejemplifican esta fantasía.

En la clínica vemos, a veces, fantasías similares,

como una paciente que llegó un día a sesión con una

fuerte ansiedad persecutoria, porque vio que en el

piso vecino al de su analista había un velatorio.

Contó entonces que, días atrás, estando abierta la

puerta de ese piso, ella había mirado dentro

pensando «ojalá los parta un rayo» y suponía que,

efectivamente, el rayo de su pensamiento

omnipotente y su mirar habían matado a alguien.

En múltiples circunstancias, la curiosidad va

acompañada de deseos agresivos, como conocer al

«otro» para criticarlo, burlarse, censurar o delatarlo,

conocer sus debilidades para vencerle, etcétera. Es

decir, el para qué varía grandemente.

La curiosidad puede establecer un vínculo entre

un sujeto y un objeto, que para el inconsciente

equivale a comerlo, orinarlo, defecarlo, poseerlo,

dominarlo, castrarlo o matarlo. Por lo tanto, el cómo

actúa la curiosidad depende del tipo de afectos que

la motiva. No es lo mismo si está movida por el

amor, la admiración, la simpatía, el deseo de ser

igual, la necesidad de defenderse o la rivalidad, los

celos o la envidia.

El sentimiento considerado más destructivo es la

envidia. La superstición del «mal de ojo» atribuye al

mirar un poder maléfico que se dirige

específicamente hacia algo apreciado: por ejemplo,

la idea de que se puede dañar a un bebé elogiándolo

o provocar la pérdida de la leche en la madre que

amamanta y, para contrarrestarlo, es muy común

que la gente agregue al elogio del bebé la frase:

«que Dios se lo guarde».

La culpa por esos sentimientos que tantas veces

mueve a la curiosidad es muy intensa, porque se

dirige a objetos admirados. Como dijo un poeta: es

el «dragón de ojos verdes que aborrece el alimento

que lo nutre».

Para defenderse de la envidia y la curiosidad

envidiosa el individuo recurre a técnicas diversas.

Entre ellas, el ataque a la propia percepción: no ver,

ser miope, no entender para no enterarse que el

objeto envidiado existe, no comer para no reconocer

que alguien, envidiado por tal razón, es capaz de dar

comida (anoréxicos). Todo esto puede ir disfrazado

de burla, desprecio o no-interés por el objeto, que

son las defensas más corrientes contra los

sentimientos de envidia. Cuando éstos son muy

intensos, hasta la misma situación edípica queda

teñida por la envidia y ya no hay una madre deseada

y un padre rival o viceversa sino que lo único que

importa es que no se unan entre sí. Esto explica por

qué muchas personas se sienten compelidas a

separar parejas, aún cuando no deseen quedarse con uno de los integrantes de la misma; más aún, no

pueden a su vez formar pareja, porque también

atacan al vínculo con su partenaire. Si estos

sentimientos están asociados a la curiosidad, el

ataque a la propia percepción, a la capacidad de ver

y entender, tienen también el significado de cortar

los vínculos con el mundo externo y castrarse en las

propias capacidades y posibilidades.

Existen pues, como vemos, deformaciones o

desviaciones patológicas de la curiosidad: su

exageración compulsiva, de la que el exponente más

característico es el voyeurismo, al que habría que

agregar el espiar del paranoico, por temor y

necesidad de controlar a los que supone enemigos;

su forma proyectiva, el exhibicionismo; sus formas

negativas (pudor, timidez, por represión); la

cavilación obsesiva (por retorno de lo reprimido, en

que el pensar se sexualiza, como lo puntualiza

Laplanche [1980]). Ya he señalado que tanto la

actitud de los padres y ambiente general frente a la

curiosidad infantil (prohibición, mentiras, castigos),

como las fantasías del niño implicadas en la

curiosidad pueden interferir en el destino ulterior de

esta tendencia, que normalmente se sublima en

funciones intelectuales tendentes a adquirir

conocimientos (desexualizados) mientras el

remanente forma parte de los placeres previos a la

unión genital.

La comprensión de las relaciones entre el afán

de conocer y el placer oral, y más tarde el agarrar

con la mano, el control anal y las funciones

sexuales, permiten comprender por qué en las

inhibiciones intelectuales las represiones en los

distintos niveles tienen un papel tan importante.

En el complicado proceso del aprendizaje las

dificultades pueden aparecer con relación a

cualquiera de las etapas: ya sea una perturbación en

la capacidad de adquirir conocimientos o en la de

asimilarlos, conservarlos, correlacionarlos o poder

expresarlos y comunicarlos.

Es obvio que si, por ejemplo, el placer oral ha

sido sobre estimado o inhibido, la habilidad para

incorporar psíquicamente puede ser afectada

negativamente. A veces no ocurre así, pero es a

costa de una disociación por la cual puede

acentuarse la habilidad para estudiar, a pesar de las

malas experiencias tempranas pero renunciando, por

ejemplo, a la sexualidad. O bien, la disociación

funciona de otra manera como, por ejemplo,

aprendiendo sólo lo intranscendente, superficial y

no lo realmente importante.

El manejo conflictivo del alimento-conocimiento

dentro de la mente puede dar lugar a

dificultades de distinto orden, como dije hace un

momento. Y los niños las expresan de formas muy

características: los que no pueden controlar sus

esfínteres o tienen «ausencias», sienten una especie

de enuresis mental o lagunas, que representan en sus

dibujos y construcciones como casas con agujeros

en el techo por donde sienten que se les escapan las

ideas o conocimientos, en contraste con los niños

muy obsesivos y controlados que se comportan

como verdaderos estreñidos mentales, tratando a los

conocimientos como a sus materias fecales,

reteniéndolos.

Algunas dificultades de aprendizaje derivan de

temores claustrofóbicos a quedar encerrados en el

objeto de conocimiento, debido al uso excesivo de

mecanismos de identificación proyectiva. En ese

sentido, son típicos los sueños de estudiantes de

psiquiatría en que algún portero no los deja salir del

hospital psiquiátrico porque los confunde con un

loco, y el soñante, desesperado, no logra

convencerlo que él es el doctor Fulano de Tal.

Si las necesidades del niño de movimiento,

exploración y juego no encuentran satisfacción,

pueden aumentar las ansiedades y sufrir regresiones.

En estas condiciones, las tendencias escoptofílicas

adquieren también características regresivas

patológicas: la contemplación sin realización. Es,

por ejemplo, el niño sentado largas horas delante del

televisor, sin moverse, sin correr, sin jugar, sin

creatividad, mirando hipnotizado la pantalla como

la primitiva alucinación del pecho para compensar

su ausencia. Mira vivir pero no vive. En este

sentido, usa un procedimiento mágico para retener

una madre ilusoria, idealizada, pero que no le ha

facilitado la creación del espacio transicional

intermedio del que habla Winnicott (1971), que es el

espacio del juego y de la creatividad, que luego será

también el espacio de la cultura. Este espacio

ayudaría también a la transformación de las

fantasías inconscientes contenidas en el impulso de

la curiosidad que tiende a buscar, en última

instancia, los secretos del propio yo ayudando a

surgir todas las partes reprimidas y ocultas para el

propio sujeto. En esa línea, Bion modifica el

concepto kleiniano según el cual la curiosidad está

dirigida en forma predominantemente sádica hacia

el interior del cuerpo de la madre; para él lo que

predomina es el anhelo de conocimiento que busca

alimento para la mente.

En conclusión: todas las circunstancias

desfavorables en la evolución a las que me he

referido —prohibiciones, frustraciones, falta de

afecto, incremento de la voracidad, celos, envidia,

culpa o factores constitucionales que incapacitan

para tolerar frustraciones— pueden determinar que la curiosidad adopte una dirección regresiva y

patológica, mientras que si su funcionamiento es

favorecido se constituye en factor de progreso e

independencia, que impulsa a la adquisición de un

mayor conocimiento de sí mismo y de los otros y un

mayor desarrollo de la cultura. Transforma la

escoptofilia en epistemofilia, sin la cual el

psicoanálisis no sería posible.

Notas

1. Aunque no se mencionan el texto, este artículo se vincula

estrechamente con otros escritos por la autora: Características

de una relación de objeto en una claustrofobia (1959); Los

significados del mirar (1960); Sobre la curiosidad (1961). Así

como con el artículo de L. Grinberg Si yo fuera usted (1957).

 

Bibliografía

BION, W. R. (1963) Elementos de psicoanálisis. Buenos Aires:

Hormé. 1966.

FREUD, S. (1905) Tres ensayos sobre una teoría sexual. En:

Obras Completas (O.C.). Buenos Aires: Amorrortu Editores

(AE). vol. VII

—(1910) Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. En: O.C.,

AE, vol. XII.

KLEIN, M. (1921) «El desarrollo de un niño». En:

Contribuciones al Psicoanálisis. Buenos Aires: Hormé, 1964.

LAPLANCHE, J. (1980) La sublimación. Problemática III.

Buenos Aires: Amorrortu, 1987.

WINNICOTT, D. (1971) Playing and Reality. New York: Basic

Books. 1971.