La ética y la educación contin.1

La ética y la educación contin.1

Con respecto a la religión y a la idea de un Dios, encontramos dos extremos claros: el de quienes no saben que
el niño tiene capacidad para crear un Dios, y le implantan la idea lo antes posible, y el de quienes aguardan y
ven los resultados de sus esfuerzos por satisfacer las necesidades del infante en desarrollo. Estos últimos, como
ya he dicho, le presentarán al niño los dioses de la familia cuando él haya llegado a la etapa de su aceptación.
El patrón que establezcan será mínimo, mientras que en el primer caso lo que se desea es precisamente
establecer el patrón, y al niño sólo le cabe aceptar o rechazar esa entidad esencialmente extraña, el concepto de
Dios implantado.
Hay quienes propugnan que no se deje al alcance del niño ningún fenómeno cultural al que la criatura pueda
aferrarse y que pueda adoptar. Incluso conozco a un padre que se negó a permitir que su hija conociera ningún
cuento de hadas, ninguna idea de las brujas, las hadas o las princesas, porque quería que la niña tuviera una
personalidad exclusivamente suya. A esa pobre niña se le pedía que empezara desde cero a concebir las ideas y
las realizaciones artísticas producidas por la humanidad durante siglos. Este esquema no da resultados.
Del mismo modo, no constituye ninguna respuesta al problema de los valores morales esperar que el niño
tenga los suyos propios, sin que los padres le ofrezcan nada proveniente del sistema social local. Hay una
razón especial por la cual tiene que haber algún código moral accesible, a saber: que el código moral innato del
infante y el niño pequeño es demasiado feroz, demasiado tosco, demasiado mutilador. El código moral adulto
es necesario porque humaniza lo que en el niño es subhumano. El infante teme la venganza. En una
experiencia excitada de relación con un objeto bueno, el niño muerde y siente que también el objeto es
mordedor. El niño disfruta de una orgía excretoria, y el mundo se llena de agua que inunda e inmundicia que
entierra. Estos temores primitivos se humanizan principalmente en virtud de las experiencias del niño con los
padres, quienes desaprueban y se enojan pero no muerden, ni ahogan, ni lo queman en una retaliación que
corresponda exactamente al impulso o fantasía infantiles.
Gracias a su experiencia de vida, en la salud el niño llega a estar pronto a creer en algo que puede transferirse
como un Dios personal. Pero la idea del Dios personal no tiene ningún valor para un niño que carece de la
experiencia de los seres humanos, de personas que humanizan las pavorosas formaciones del superyó
directamente relacionadas con el impulso y la fantasía infantiles que acompañan al funcionamiento corporal, y
con las excitaciones rudas que envuelve el instinto (2).
Este principio que afecta la transmisión de los valores morales también se aplica a la entrega de la antorcha
total de la civilización y la cultura. El niño que puede escuchar a Mozart, Haydn y Scarlatti desde el principio,
tendrá un buen gusto precoz que podrá exhibirse en las reuniones sociales. Pero lo probable es que tenga que
empezar con los ruidos emitidos soplando un peine envuelto en papel higiénico, y que después pase
gradualmente a golpetear una olla, a soplar una vieja corneta; la distancia entre sus gritos o los ruidos vulgares
hasta Voi che sapete es muy amplia, y la apreciación de lo sublime debe ser un logro personal, no un implante.
Sin embargo, ningún niño puede escribir o interpretar su propio Mozart. Tenemos que ayudarlo a descubrir ese
y otros tesoros. En la vida, esto implica que les proveamos a nuestros hijos un ejemplo, sin pretender ser
mejores de lo que en realidad somos, no fraudulento, sino tolerablemente decente.
La moral más feroz es la de la infancia temprana, que subsiste como un filón de la naturaleza humana
discernible a lo largo de toda la vida del individuo. Para el infante la inmoralidad es obedecer a expensas del
modo de vida personal. Por ejemplo, un niño de cualquier edad puede sentir que comer está mal, incluso al
extremo de morir por ese principio. La obediencia genera recompensas inmediatas, y es sumamente fácil que
los adultos la confundan con crecimiento. Los procesos de la maduración pueden rodearse y reemplazarse por
una serie de identificaciones, de modo que lo que se ve clínicamente es un self falso que interpreta un papel,
quizás una copia de alguien; lo que podría denominarse self verdadero o esencial queda oculto y privado de
experiencia vital. Esto lleva a muchas personas que parecen haberse desempeñado bien a poner fin a sus vidas,
que se han vuelto falsas e irreales; el éxito irreal es la moral en su punto más bajo, y en comparación con él
apenas cuentan las transgresiones sexuales.
Debo referirme a una etapa del desarrollo del niño que tiene especial importancia, aunque sólo representa un
ejemplo adicional y mucho más complejo de la provisión ambiental que facilita los procesos de la maduración.
En la etapa a la que me refiero surge gradualmente en el niño la capacidad para experimentar un sentido de
responsabilidad que en su base es un sentimiento de culpa. El factor ambiental esencial en este caso es la
presencia sostenida de la madre o la figura materna durante el tiempo en el que el infante y el niño ajustan la
destructividad que forma parte de su constitución, y que pasa a ser cada vez más un rasgo de la experiencia de
las relaciones objetales. La fase del desarrollo a la que me refiero dura entre los seis meses y los dos años;
después de ella el niño ya puede realizar una integración satisfactoria de la idea de destruir al objeto y el hecho
de que ama al mismo objeto. Durante todo ese tiempo es necesaria la madre, en virtud de su valor de
supervivencia. Ella es una madre-ambiente y al mismo tiempo una madre-objeto, el objeto del amor excitado.
En este último rol es repetidamente destruida o dañada. Poco a poco el niño llega a integrar esos dos aspectos
de la madre y a poder amar a la madre superviviente, siendo al mismo tiempo afectuoso con ella. Esta fase
supone en el niño un tipo especial de angustia que se denomina sentimiento de culpa, culpa relacionada con
una idea de destrucción en la que también opera el amor. Es esta angustia la que impulsa al niño a conductas
constructivas o activamente afectuosas dentro de su mundo limitado, reviviendo el objeto, haciendo que se
reponga, reconstruyendo la cosa dañada. Si durante esta fase la figura materna está separada del niño, éste no
encuentra o pierde la capacidad para sentir culpa, y en lugar de ello experimenta una angustia salvaje
sencillamente inútil. (He descripto este proceso en otra parte más acabadamente de lo que puedo hacerlo aquí;
desde luego, debemos a Melanie Klein el principal trabajo que nos llevó a comprender esta parte del desarrollo
del niño: se encuentra en sus escritos bajo el título de "La posición depresiva".).
La provisión de oportunidades
Hay una etapa esencial en el desarrollo del niño que no tiene nada que ver con la educación moral, salvo en el
sentido de que, si se supera con éxito, la solución personal y propia del problema de la destrucción de lo amado
por parte del niño se convierte en un anhelo de trabajar o adquirir habilidades. Entonces la provisión de
oportunidades (y esto incluye la enseñanza de habilidades) satisface la necesidad del niño. Pero esta necesidad
es el factor esencial, y surge de la instauración en el self de la
capacidad para soportar el sentimiento de culpa con respecto a los
impulsos y las ideas destructivas, para soportar el sentirse en general
responsable de las ideas destructivas, gracias a haber adquirido
confianza en los impulsos reparadores y en las oportunidades para
aportar. Esto reaparece en gran escala en el período de la
adolescencia, y es bien sabido que la provisión a los jóvenes de
oportunidades de servir tiene mayor valor que la educación moral en el
sentido de enseñarles ética. Indiqué antes que retomaría la idea de la
maldad y los malos. Para el psiquiatra, los malos están enfermos. La
maldad forma parte del cuadro clínico producido por la tendencia
antisocial. Oscila entre la enuresis y el robo, pasando por la
mendacidad, e incluye la conducta agresiva, los actos destructivos, la
crueldad compulsiva y las perversiones. Para comprender la etiología de
la tendencia antisocial puede recurrirse a una vasta literatura, y aquí
sólo podemos decir algunas palabras. En síntesis, la tendencia
antisocial representa la única esperanza de un niño en otros sentidos
desesperado, desdichado e inofensivo; una manifestación de la tendencia
antisocial significa que en el niño se ha desarrollado alguna
esperanza, la esperanza de que puede encontrarse algún modo para salvar
una brecha. Esta brecha es la quiebra de la continuidad de la provisión
ambiental, experimentada en una etapa de dependencia relativa. En todos
los casos se ha experimentado una quiebra en la continuidad de la
provisión ambiental, y de ello ha resultado una detención de los
procesos de la maduración y un penoso estado clínico confusional en el
niño. A menudo, si el psiquiatra infantil puede abordar el caso antes
del desarrollo de un beneficio secundario, puede ayudar al niño a
volver al punto anterior a la ruptura, para que en lugar de aparecer el
robo se dé un retorno a una buena relación con la madre o con un
progenitor o figura materna. La maldad desaparece cuando se tiende un
puente sobre la brecha. Esta es una simplificación pero aquí tenemos
que conformarnos con ella. La maldad compulsiva es prácticamente lo
último que se cura o siquiera se detiene gracias a la educación moral.
El niño sabe íntimamente que su conducta malvada encierra esperanzas, y
que la obediencia o la socialización falsa está asociada con la
desesperación. Para el antisocial y la persona malvada, el educador
moral está en la posición errónea. La comprensión que puede ofrecer el
psicoanálisis es importante aunque de valor práctico limitado. El
pensamiento moderno, basado en gran medida en el psicoanálisis, permite
ver qué es lo importante en el cuidado del infante y el niño, y libera
a los padres de la carga de suponer que son ellos quienes tienen que
hacer buenos a los hijos. Evalúa los procesos de la maduración y los
relaciona con el ambiente facilitador. Examina el desarrollo del
sentido moral en el individuo, y demuestra que en la salud hay
capacidad para experimentar un sentido de la responsabilidad personal.
Lo que el psicoanálisis deja sin resolver tiene que ver con la
educación moral de los individuos que no han madurado en ciertos
aspectos esenciales, y en esa medida no tienen capacidad para la
evaluación moral ni para sentir responsabilidad. El psicoanalista dice
simplemente que esas personas están enfermas, y en algunos casos puede
proporcionarles un tratamiento eficaz. Pero subsiste el hecho de los
esfuerzos del educador moral por tratar a esos individuos, enfermos o
no. Al psicoanalista sólo le cabe pedirle al educador moral que no les
aplique a personas sanas sus métodos destinados a esos enfermos. La
gran mayoría de las personas no están enfermas, aunque por cierto
presentan todo tipo de síntomas. Las medidas enérgicas o represivas,
incluso el adoctrinamiento, pueden satisfacer las necesidades de la
sociedad en cuanto al manejo del individuo antisocial, pero esas
medidas son lo peor posible para las personas sanas, para quienes
pueden crecer desde dentro si cuentan con el ambiente facilitador,
sobre todo en las primeras etapas de su evolución. Son estas últimas
personas, las sanas, quienes se convierten en los adultos que
constituyen la sociedad, y colectivamente establecen y mantienen el
código moral para las décadas siguientes, hasta que sus hijos los
releven. Para citar de nuevo la primera conferencia del profesor
Niblett en este ciclo, no podemos desprendernos de los adolescentes
diciéndoles simplemente "ahora es cosa tuya". Tenemos que
proporcionarles durante la infancia, la niñez y la adolescencia, en el
hogar y en la escuela, un ambiente facilitador en el que cada individuo
pueda desarrollar su propia capacidad moral, un superyó que evolucione
naturalmente a partir de los elementos rudimentarios del superyó de la
infancia y encuentre su propio modo de emplear o no emplear el código
moral y el acervo cultural general de nuestra época. Cuando el niño
avanza hacia el estado adulto, el acento ya no está en el código moral
que nosotros le transmitimos, sino en eso más positivo que es el acervo
de los logros culturales del hombre. Y en lugar de educación moral
tenemos que darle al niño la oportunidad de ser creador, esa
oportunidad que le ofrecen la práctica de las artes y la práctica del
vivir a todas las personas que no se limitan a copiar y obedecer, sino
que auténticamente progresan hacia una autoexpresión personal. . NOTAS:
(1) Este estado de cosas primitivo pasa a emplearse como defensa contra
el dolor de la ambivalencia, y entonces se lo denomina "escisión" del
objeto. (2) Erikson ha escrito sobre este tema en los términos del
concepto de "virtud" (Erikson, 1961).