La importancia del jugar en el desarrollo del niño

Ricardo Rodulfo

Primera Parte

El psicoanálisis de niños es en dos tiempos, antes y después de Winnicott y éste no
es un asunto fácil de fechar, porque el peso de la obra de Winnicott demoró en
empezar, sobre todo demoró en pesar en los textos en la vida de los textos, que, como
sabemos, tiene su propio espacio. Un síntoma de este a destiempo es la gran cantidad
de libros suyos, en estado acabado o fragmentario, que se fueron publicando después
de su muerte, bastante después de su muerte.
El tiempo antes – pero no es una cronología lo que estoy proponiendo; el tiempo
antes transcurre hoy aún, por endeble que sea su basamento – introduce el
psicoanálisis en el niño procurando, ante todo, que el psicoanálisis se altere lo menos
posible. Esto es así aún en innovaciones tan evidentes como las de Melanie Klein: ella
gana un acceso posible, regular, al niño mediante su “técnica de juego”, pero trata, e
insiste en ello, de que la disciplina del psicoanálisis siga inalterada; de ahí, por ejemplo,
su encuadre, fiel a los preceptos más estabilizados, lo que la hace mantenerse lo más
lejos posible de la familia del paciente y considerar que está haciendo un tratamiento
“individual”. En sus contenidos teóricos suena muy diferente de Freud, pero se
mantiene en el terreno de los mismos presupuestos metafísicos (y sus derivaciones en
la psicología) que éste, y aún con mayor esquematismo (por ejemplo en su manera
monádica de concebir el psiquismo), alentada por una ineptitud radical para la
escritura.
Pero ¿se ha visto lo que sucede apenas ingresan niños a un lugar? Como mínimo,
éste sufre cierto revoltijo, no queda igual, y esto no solo en el plano que llamamos “de
los hechos”; a poco que formule preguntas o haga sus propios comentarios, con esto
basta para inquietar al adulto y hasta hacerle perder el equilibrio.
Pues bien, con Winnicott es el niño el introducido en el psicoanálisis, introducido en
su interior, provocando una formidable convulsión. Como Winnicott no se deja
impresionar por teorías establecidas, como no le interesa y más bien no soporta andar
detrás de nadie, “ni siquiera detrás de Freud” (sic), deja que este ingreso plantee sus
preguntas y pueda llegar a desconfirmar “verdades” teóricas psicoanalíticas. En lugar
de hacerle al niño las preguntas establecidas por la teoría tradicional (en sus variantes
“freudiana”, “kleiniana”, “lacaniana”, etc.) hace que su experiencia – doble, como
pediatra, como psicoanalista – con aquel le pregunte al saber psicoanalítico. Esto
concierne no solo a rebatir tal o cual concepto o idea “teórica”, cuestionando más bien
los andamiajes –que generalmente no se ven- que permitieron erigir el psicoanálisis
como una disciplina con más de una “ortodoxia”. En este texto introductorio, que
empieza por introducir el niño en el psicoanálisis, tendremos que empezar por
enumerar algunas de las características más invariantes – es decir, que se mantienen a
través de teorías muy diferentes en su configuración de superficie – de ese
psicoanálisis que hemos llamado tradicional, psicoanálisis que se hace a sí mismo el
dudoso obsequio de insertarse con mucha dificultad en una época, la nuestra, tan
distinta a la de fines del siglo XIX o aún la de la primera mitad del siguiente.
He aquí algunos de estos rasgos invariantes:
* Dominancia del principio de inercia (Q = cero), a menudo bajo otros nombres
(como “pulsión o “instinto” de muerte). Este principio dice taxativamente que no hay
tendencia más originaria del psiquismo que la de lograr un estado de quietud absoluta,
cero de excitación. Cualquier otra tendencia es secundaria, derivación de aquella,
modificación de aquella, negociación de aquella con la realidad “exterior”. De una vez
para siempre, esta proposición – enunciada por Freud como una ley básica – impugna
al psiquismo de un carácter reactivo – ya que no puede haber deseo originario de
estimulación ni movimiento inmanente al ser para producirla, aquella molesta desde
afuera, obligando a reaccionar – y de un carácter regresivo – nada más apetecido que
el retorno al “silencio de las piedras”, según ironizaba un poco Lacan. Toda la
dimensión nostálgica que resuma el concepto de deseo, su conección siempre hacia
atrás y nunca hacia un objeto por venir, es función de aquel principio, que – invisible
detrás de la escena de la teoría manifiesta – tira de los hilos de estas y otras
cuestiones.
* Falocentrismo, que, por más denegaciones a las que se recurra (“no se trata del
pene…”) estructura inevitablemente un pensamiento teórico comprometido con una
mitopolítica secular que siempre ha subordinado a la mujer. La correspondencia de la
madre con la naturaleza y con la psicosis y del padre con la cultura (y con la neurosis)
es una típica organización “estructuralista” de esta preeminencia que tiñe al
psicoanálisis tradicional de un inocultable tinte patriarcal.
* Logocentrismo, no muy acentuado en Freud-; salvo en lo referente al niño!;
dudaba de la viabilidad de un análisis de éste, argumentando que “había que prestarle
demasiadas palabras”…- y que alcanza su desarrollo más elevado y consecuente en
Lacan. A propósito de esto, Derrida – un filósofo que nos dio los recursos y las
herramientas necesarias para desarmar el psicoanálisis tradicional, a fin de captar
mejor su funcionamiento, su “lógica”, y eventualmente poder ir más allá de él, tarea en
la que de entrada nos encontramos introducidos – se refirió a como en Lacan culmina
el logocentrismo de la lingüística sanssuriana y el falocentrismo freudiano, anudándose
en lo que llama
falogocentrismo
* Edipización de la subjetividad, que empieza por hacer del niño un “pequeño
Edipo” y convierte al complejo – a veces abreviado, sencillamente “el” Edipo – en
elemento “nuclear” del psiquismo. Además de los abusos que esto ha generado, de mil
lecturas reductoras que solo saben encontrar lo edípico en cualquier material, además
de que este Edipo del psicoanálisis está estructurado por una teoría de género falo-
adulto-céntrica, esta centración del psiquismo en el Complejo de Edipo arruina el
avance inaugurado al descentrar la vida psíquica de la conciencia: el centro cambia de
mano, pero sigue incólume, el “descentramiento” no descentra el centro de su lugar de
centro.
* Un determinismo – que en Lacan será “estructuralismo” – que quisiera fijarle
límites intraspasables a lo nuevo, a lo propiamente acontecimiento. Después de unos
pocos meses o años, todo será “reedición”, “sustituto”, “clisé” reactualizado. Entre
otras consecuencias, para mantenernos dentro de nuestro tema, esto impedirá ver en
la adolescencia todo lo que tiene de “inédito” (Gutton), de ajeno al niño, fuente de un
desencuentro radical entre cualquier terapia de giro “ortodoxo” y los adolescentes, que
no pueden reconocerse en su ámbito.
Todos estos puntos, con desigual intensidad, son puestos en entredicho a lo largo de
la obra de Winnicott, explícita e – más a menudo – implícitamente.
Todos estos puntos también hacen resistencia – y severa – para el trabajo del
psicoanalista y el psicólogo clínico de hoy en día en una ciudad como la nuestra y en
un país como el nuestro. O inducen a forjarse un retrato fantástico del bebé, del niño,
del púber y del adolescente (fantástico, no imaginativo, puesto que la imaginación
creadora nos ayuda a mejor captar los matices de la realidad, en vez de alterarla a
piacere) o consolidan una imagen deficitaria de algunos de aquellos – como la que pinta
al pequeño como infans, sin lengua, y no a partir de las capacidades que sí tiene -, o
bloquean al terapeuta para entender el material del niño, o todo esto a la vez,
superpuesto.
Pero hay que detenerse a tener bien en cuenta que es dejar que el niño ingrese al
psicoanálisis con toda su tumultuosidad, en vez de sentarlo para que se porte bien sin
tocar nada indebido de las grandes verdades establecidas lo que lo que posibilita aquel
inventario. Para lo cual hace falta desprejuiciarse – en suma, una actitud “científica” -, y
preguntarle al niño por su ser a través del vínculo de trabajo con él, en lugar de
limitarse a percibirlo a través de una rejilla originada y organizada por completo en el
trabajo con adultos.
Lo cual nos conduce a otro rasgo estructural del psicoanálisis y a uno que ha
complicado larga y hondamente las percepciones clínicas del niño, en especial las del
más pequeño:
* Patomorfismo, “retrospectivo”, como dice Stern: infancia y niñez se reparten en
diversos estadios caracterizados por una patología que sigue en general los carriles de
la psicopatología del adulto. Distintas enfermedades mentales se constituyen en
paradigmas de distintas épocas del desarrollo normal, sin que ni siquiera un esbozo de
una teoría psicoanalítica de los estados saludables contrapese semejante tentativa.
Así, el bebé será pensado, sucesiva o simultáneamente, según las pautas del
esquizofrénico y del autista (como si de un círculo cuadrado se tratase, se hablará
entonces, por ejemplo, de “autismo normal”). Consignemos de nuevo que
prácticamente todo esto se hizo a espaldas de una clínica del niño de carne y hueso,
con lo que se creyó poder inferir sentado a espaldas del adulto.
No habría como exagerar la importancia más bien negativa que esto ha tenido. A
caballo de la “teoría de la libido” y de sus “estadios” se psicopatologizó la fuente de
emergencia de la subjetividad. Para aprender cosas nuevas más ajustadas a nuestra
experiencia hay que desaprender esto: un niño pequeño no se parece en nada a un
esquizofrénico o a un paranoico, y así sucesivamente; un bebé no tiene nada en común
con un pequeño afectado de autismo; las enfermedades “mentales” no son
“regresiones” a etapas más tempranas de la existencia (en este punto al menos, Lacan
se apartó mucho de los senderos tradicionales, confluyendo con Winnicott, para no
obstante seguir en sus andariveles en lo que respecta a la manera de pensar el deseo).
Un punto donde este patomorfismo ha hecho particulares estragos ha sido en lo
tocante al deseo, dicho mejor, en lo tocante a la relación del sujeto con el deseo. Sigue
constituyendo un serio problema el que los impasses de la enfermedad neurótica como
enfermedad del deseo sean el referente por excelencia para caracterizar la
conformación del desear en los primeros años de la vida, con ese particular culto a la
“insatisfacción”. Por esta vía se confundió el deseo del niño de seguir deseando con la
idea -neurótica- que hace de la insatisfacción y del malestar la “esencia” del deseo
humano. Si Luis Hornstein indicaba lo inadecuado del sueño para erigirse en modelo
de la vida anímica (faltándole una dimensión tan fundamental, tan “primaria” inclusive,
como la de la motricidad), análogamente pensar la emergencia y el despliegue del
deseo humano en términos de una experiencia tan mutilada, anémica, y malograda
como es la del deseo enfermo de neurosis (su enfermedad más común, eso sí) es un
contrasentido que perturba toda nuestra concepción, y doblemente: de la infancia y del
desear… Como si para estudiar a un atleta se recurriese a la parálisis cerebral (si hay
“discapacidad” en las neurosis, es en lo referente a hacer del deseo un motor de la vida
psíquica, como si lo es en el niño sano, sobre todo bajo su figura privilegiada: la del
“deseo de ser grande”, tempranamente localizado por Freud).
Sintetizando mucho, puede decirse que
I) el funcionamiento general de los textos de Winnicott y sus ideas – ya no
responde al conjunto dibujado por estas invariantes, el movimiento de su pensamiento
no está regulado por ellas en absoluto;
II) yendo al caso por caso, Winnicott se desmarca de cada una de ellas, con más
vigor y explicitación en algunos puntos, más subterráneamente en otros. Pero ninguno
de aquellos rasgos se reproduce tal cual en su obra.
En este capítulo, por el momento, tocaremos con algún detalle uno solo, el que
concierne al principio de inercia freudiano. No solo porque es al que Winnicott se opone
más frontalmente – tanto a la idea misma como a su principal derivación, la pulsión de
muerte – sino por la magnitud colosal de la obturación (sin mencionar la oquedad) que
provoca en el estudio del bebé en adelante -y aún del feto en más- la idea de que no
habría tendencia más fundamental en el psiquismo que desembarazarse radicalmente
de la estimulación (y no de tal o cual estímulo displacentero o doloroso) llevándola al
cero o lo más cerca posible de él. Como estimulación implica diferencia – hecho ya
bien señalado por Freud – la consecuencia ineludible es imaginar un psiquismo de
entrada y definitivamente peleado con la diferencia (que se aceptará sólo a
regañadientes y con cuentagotas). Esto es grave, también por oscurecer el hecho
nodal de que, desde su emergencia más remota, en sus más tempanas
manifestaciones, la subjetividad incipiente no sólo busca el estímulo, sino que participa
de la construcción de lo que es estímulo para ella, como puede verificárselo estudiando
las más “primitivas” interacciones. Con lo que el obsoleto (y prepsicoanalítico) modelo
del “arco reflejo” o del “estímulo-respuesta” queda largamente sobrepasado. Trátase de
una vida psíquica que goza de la diferencia, lejos de aspirar a abolirla. Tampoco sigue
en pie la referencia freudiana a un principio del placer que regularía la actividad
psíquica: derivado apenas alterado de la ecuación Q = cero como ideal de “buen”
funcionamiento psíquico, este principio de placer solo propone la descarga y no el
encuentro con la diferencia. Cuando un bebé en su cuna se “mata” de risa ante un
sonido o expresión facial que lo sorprende y con el que se regocija, ¿está
“descargándose” de excitación o está disfrutando del encuentro con una pequeña
diferencia que acaba de constituirse en un juego con otro; reteniendo más bien la
excitación, graduando su flujo a “chorros” para jugar con la nueva estimulación?.
Apartado de todo esto – y estamos lejos de haber agotado todas las consecuencias,
nefastas, del primado del principio de inercia como postulado originario de Freud (nada
más originario en su pensamiento que él) – Winnicott no introduce principio alternativo
alguno, pero sí se refiere, una y otra vez, a la “tendencia a la integración” como la
fundamental del psiquismo, la que espontáneamente emerge. Lo que torna posible un
diálogo que no sea de sordos con la biología y en particular con la neurobiología, hecho
que nos importa; “tendencia a la integración”, en una escala de complejidad creciente y
de diversificación de diferencias es una idea inteligible para un físico, para un biólogo,
para un antropólogo cultural… tiene sentido, científicamente hablando; mientras que un
“aparato psíquico” empeñado en hacer del cero su destino – y aquí cero vale como la
extinción de toda diferencia y más aún de la diferencialidad como principio de toda
diferencia empírica – es una ficción no compartible ni compatible con ninguna
proposición científicamente fundada, que deja al psicoanálisis en un aislamiento
peligroso para su porvenir.
La contraprueba de esto que decimos es que, donde sí funciona un principio de
inercia como rector es en algunas patologías de extrema gravedad, aniquilantes de la
vida psíquica. Un niño autista, en particular, sí se comporta como “buscando” el cero y
reacciona con sumo rechazo y hasta con pánico a la introducción de una diferencia de
la que sus estereotipos lo mantienen lo más alejado posible. Pero tal niño no tiene nada
que ver con un desarrollo medianamente saludable. De otra manera, las fobias muy
severas también se caracterizan por la tentativa de neutralizar toda aparición o
emergencia de algo “nuevo”, para decirlo en vocabulario corriente.
Por una parte, entonces, esa tendencia a la integración – de la que Winnicott
destaca correctamente sus raíces biológicas, en lo más “oscuro” de la materia viviente, y como una de sus propiedades fundamentales – impulsa un desarrollo no de lo simple
a lo complejo (idea más metafísica que científica) sin de lo ya complejo a lo más
complejo aún. Por la otra, cada acto de integración integra – y así reconoce –
diferencias (por ejemplo, cuando un bebé junta la sonrisa de la madre a su voz y al olor
y tibieza del seno); la integración es siempre de diferencias, a cualquier nivel que se la
considere y es integración, no disolución, de ellas.
Con lo hasta aquí desarrollado, aún siendo tan poco, basta ya para hacerse cargo de
que “empezar de nuevo” con el psicoanálisis desde el lado del niño, de la experiencia
de trabajar con él, de investigar en él y estudiarlo “directamente” – es decir, no con
inferencias y reconstrucciones extraídas de la práctica clínica con adultos, sin jamás
tocar a un niño “de verdad” – conduce a proposiciones y abre caminos en ocasiones
muy diferentes de la perspectiva psicoanalítica tradicional. No que ésta hubiera que
desecharla en bloque: cada una de sus piezas deberá ser reexaminada, reubicada, a
veces abandonada, a la luz de esta nueva luz. Siguiendo a Jacques Derrida,
denominamos deconstrucción a esta tarea y a este trabajo.
Ahora bien, avanzando un paso más, ¿cuál será nuestro eje, de donde nos
agarraremos para avanzar y seguir pensando y fundar un psicoanálisis de niños no
tradicional y no adultomórfico? Esta pregunta prepara la introducción del jugar en
nuestra reflexión y ese será el tema de nuestra próxima clase.
Bibliografía:
RODULFO, R. (2004), El psicoanálisis de nuevo, Eudeba, Buenos Aires.
STERN, D (1992), El mundo interpersonal del infante, Paidos, Buenos Aires.
WINNICOTT, D. (1993), El proceso de maduración y el ambiente facilitador, Paidos, Buenos Aires.

Segunda Parte

El desplazamiento de la actitud positivista operado tan vigorosamente por
Winnicott – a despecho de un vocabulario donde se reconoce fácilmente al
pediatra – deja sitio a la irrupción del jugar al primer plano en lo que se refiere a la
constitución subjetiva, proceso que se opera lentamente: el jugar (playing) queda
coronado plenamente en 1971, (año de la muerte de su autor) con la publicación
de Playing and reality (desmañadamente traducido, con innecesaria inexactitud,
como Realidad y juego). Allí se constata más de un movimiento teórico:
* El psicoanálisis tradicional, tradicionalmente, se había interesado, ya con
Freud, en el significado inconsciente del juego, para interpretarlo según los
mismos criterios que regían para el sueño y otros materiales; el juego era
un material entre otros, pero Melanie Klein destacó, con razón, su carácter
de vía regia para ingresar a la vida psíquica del niño y desarrolló toda una
maquinaria técnica que permitía analizar al niño como si fuera un adulto. En
todo este movimiento, ni ella ni ninguno de sus seguidores se preguntó
jamás nada sobre el juego como hecho en sí, por su especificidad como
acción humana; simplemente se recurrió a sus producciones para usarlas
como material. En este justo punto, precisamente, se deslinda Winnicott
con una operación capital, distinguiendo del juego como producto
interpretable la dimensión del jugar, del ponerse a jugar, del estar jugando,
como práctica central del bebé y del niño. Volveremos sobre esto.
* El niño de la sexualidad infantil – fuera esencialmente autoerótica-polimorfa
o esencialmente edípica – creado por Freud – niño cuyo objetivo principal,
sino único, es el placer físico o la posesión exclusiva de la madre – queda
discretamente desplazado-re-emplazado por el niño jugando, el niño del
jugar, el niño que emerge y se constituye jugando. Esto no anula en
absoluto la existencia de la sexualidad temprana, anterior a la pubertad, ni
el importante movimiento de no reducirla a lo genital, pero la reinscribe, la
reinstala, formando parte y tomando parte en transformaciones teóricas de
gran alcance. Volveremos también sobre esto, pero por lo pronto
subrayemos que si el punto de partida es ahora el niño jugando antes que
el niño sexuando, no es el mismo niño y cambiará todo, entre otras cosas,
la perspectiva clínica para trabajar con él.
En su momento, el psicoanálisis había rozado el problema al referirse a los
juegos sexuales infantiles como hechos de suma importancia y gravitación (en
verdad, la masturbación no patológica formaba parte de dichos juegos), pero es
previsible que en ese tiempo la palabra juego pasara desapercibida; se trataba de
juegos sexuales. El desplazamiento que Winnicott empieza a hacer y que estamos
procurando continuar, escribe en cambio juegos sexuales infantiles. Vale la pena
detenerse aquí pues hay cosas esenciales que un examen detallado enseña:
Si un niño logra jugar sexualmente – sea con una exploración autoerótica o con
otros niños y niñas -, o sea, si una cualidad lúdica impregna su actividad sexual,
su desarrollo subjetivo está a salvo de enfermedad por ese lado. En la medida en
que su sexualidad ingrese a un campo de juego esto le permitirá una apropiación
tranquila (v. este término más adelante) de ella. Es decisivo entonces,
absolutamente decisivo, que “juego” signifique a “sexual”. Si lo sexual va sin juego
estaremos, por ejemplo, en el terreno de lo traumático, del abuso o la seducción, y
la sexualidad tomará un sesgo excitado y compulsivo, en el fondo más dedicada a
calmar ansiedad que a gozar. Los niños con síndrome de masturbación
compulsiva son un exponente cabal de esta situación. Dicho de otra manera, si la
sexualidad queda disyunta del jugar no se integra a la vida, se disocia, se escinde,
se reprime y retorna de modos patológicos y patógenos. Es fácil observar esto en
la sexualidad del adulto, cuando, valga el caso, una mujer no puede jugar con su
pareja y esto deriva en compromisos poco saludables: él acude a prostitutas para
poner en escena lo que con ella no se da; ella se masturba de manera culposa,
tortuosa, con esas mismas fantasías injugables.
Si comprendemos esto ya hemos adelantado mucho en lo que el pensar de
Winnicott inaugura: jugar no es un hecho entre tantos otros, es el hecho capital de
la existencia psíquica en su emerger, lo que lo pone en movimiento, la manera
originaria de subjetivarse: mucho antes de poder decir “yo” el niño, el bebé, lo
hace al jugar, cuando por ejemplo agarra algo con decisión para jugar con eso.
Esto es así, no solo a propósito de la sexualidad.
Ahora bien, el psicoanálisis tradicional no tenía “donde poner” el juego y esto por
profundas razones. Parafraseando a Lacan, es lícito decir que el jugar estaba
precluido de su conceptualización, no había modo de que ingresara en ella o se le
registrara allí. Analizaremos por qué.
El pensamiento de Freud es un pensamiento complejo y en esa medida, en la
medida de su complejidad, sigue vivo. Su complejidad se nota, privilegiadamente,
en sus contradicciones, tan numerosas como no asumidas. Estas contradicciones
son función, en gran medida, de la heterogeneidad de las referencias y de los
injertos que el texto de Freud (se) practica. Una y muy poderosa de esas
referencias es el positivismo, como filosofía dominante de la ciencia europea en la
segunda mitad del siglo XIX. Para el positivismo, solo cuenta lo que se puede
tocar, medir y pesar, lo “material” en el sentido más concreto (y convencional) del
término. Trasladado a la mirada que se haga del bebé, esto significa que las
“necesidades” serán lo primero. Primero comer, después jugar. Así es en Freud y
en muchos otros. “La amo porque me dio de comer”, no “como de ella porque nos
amamos” ni “puedo comer de ella porque como jugando y juego comiendo”. Y este
es el gozo, no el comer aislado en sí.
Una singular experiencia clínica en la década de 1940 rebatiría ese paradigma
clásico: “primero (la necesidad de) comer; después, (el deseo de) jugar”. Solo que
nadie se dio cuenta con plenitud de ello, no se extrajeron todas las consecuencias
posibles. El nombre de otro gran psicoanalista, René Spitz, quedó definitivamente
enlazado a ella. Lo que Spitz descubrió lo conocemos desde entonces como
hospitalismo. Tratábase de bebés internados por prematurez u otros accidentes
tempranos, internados no en cualquier lugar, en buenos hospitales con la mejor
tecnología de la época, a salvo de infecciones, bien balanceada su alimentación
en lo que respecta a proteínas y ese tipo de cosas. Sin embargo, enfermaban y
hasta morían, su crecimiento se detenía, perdían peso, exhibían un
comportamiento compatible con la palabra depresión.
¿Qué sucedía? Spitz – el primero en estudiar detalladamente la función del
rostro humano en el bebé de un modo puramente clínico, no especulativo – apuntó
al “pequeño detalle” de que estos bebés recibían de todo menos trato y contacto
humano; bien manipulados en tanto objetos–organismos, nadie les pensaba como
subjetividades, no se vinculaba con ellos afectivamente, dicho de otra manera,
nadie jugaba con ellos. Subrayemos este punto; el modo de que dispongo para
relacionarme en serio con un bebé es jugando con él de alguna manera, pues de
nada serviría le espetara discursos sobre la importancia de la afectividad. Los
adultos que “no saben” jugar con los bebés son impotentes para conectarse con
ellos, deben esperar a que el chico hable, y bastante, para poder acercarse. Los
que sí “saben” son instintivamente diestros en jugar con ellos, incluso con la voz:
los bebés no hablan, pero les gustan los juegos musicales y se incorporan a ellos
enseguida. Saber estar con un bebé es saber jugar con él y esto no es “posterior”
a comer ni a nada, es desde el principio más principio. Cuando un bebé recién
nacido no se prende al pezón, algo falla en ese encuentro de jugar con y
regularmente hallaremos una madre tensa, que “no sabe” manipular su pezón
como un juguete.
En ese hospital donde Spitz descubrió más de lo que descubrió (descubrió la
importancia de la relación con el otro más temprana, no que esto hacía crujir todo
el andamiaje metapsicológico del psicoanálisis basado en el principio del placer) el
paradigma positivista del niño que, antes que nada, solo necesita cuidados
“materiales” (más adelante jugará) se cayó a pedazos. Spitz no advirtió lo que sí
advirtió Winnicott: que no hay necesidad más perentoria del ser humano que la
necesidad de otro, y que esta necesidad tiene curso adecuado en la experiencia
de jugar con otro. “Donde el comer era, el jugar debía advenir” como una
rectificación teórica crucial (“el comer” o cualquier otra referencia “pulsional” que
antepusiera, por ejemplo, tal o cual manifestación “libidinal” al jugar. Porque lo
libidinal mismo queda trastocado: nada más “libidinal” que jugar con).
Encarémoslo por otra vía. Supongamos que observo a un bebé. Hay una sola
cosa, y solo una, que me va a dar la pauta de que no estoy en presencia de un
mero organismo, limitado a comer, llorar, dormir y cosas así: es descubrir, acaso
en un momento fugaz, que juega. El que juegue excede su naturaleza de
organismo; jugar no es un capítulo de la biología (sí de la etología y sobre todo de
la primatología, que ya son otra cosa). No puedo justificar el que juegue en
ninguna necesidad “básica” o “biológica” tradicionalmente considerada, no
responde a ninguna “apetencia” concreta determinable como tal. Otro punto
decisivo: no se lo enseñó nadie. El deseo de jugar, la necesidad de jugar, la
emergencia espontánea del jugar, no se lo enseñó nadie, es una emergencia
incondicionada, impredecible, irreductible. Esto es particularmente incómodo para
el adulto, acostumbrado a pensar – adultocéntricamente – que él “da” y el
pequeño “recibe”. Ciertamente, él juega con – si todo anda bien – pero no le “dio”
eso al bebé, eso que hace que cualquier cosa – un sonido, un pezón, un botón –
devenga objeto de juego. El no ha puesto eso allí. ¿Y entonces? Es a esta
emergencia incondicionada, originaria sin origen, que – siguiendo a Winnicott –
denominamos espontaneidad. No en el sentido corriente de que alguien “haga lo
que quiere” sino de que haga algo que nadie “quiere”, que nadie tenía previsto. Le
cambio los pañales; bien pronto descubre lo divertido que es patalear
desacomodando todo lo que intenta hacer la madre, no quedarse quieto. Esto no
estaba previsto en el encuadre adulto de los cuidados, donde el juego siempre es
inoportuno e innecesario.
Pues el ser humano empieza por necesitar eso innecesario y el no quedarse
quieto es capital. Jugar es no quedarse quieto, que algo no se quede quieto; por
eso desacomoda el sistema teórico oficial del psicoanálisis. El sistema teórico
necesita de cosas que se queden quietas.
Dos cosas más para concluir
1) La observación de bebés, psicoanalítica o no, (la psicoanalítica tuvo un
pionero ocasional en Freud y es todo un género de observación, un
psicoanalista mira a su propia manera) refuta categóricamente y sin
vueltas la asignación de “primer juego” que se hace al llamado juego del
“fort/da”. Antes que ese tipo de juego se dan múltiples juegos que habrá
que inventariar. El niño – el bebé – no espera al “fort/da” para jugar.
2) Se despliega una serie de nuevas preguntas que reacomodan sin eliminar
la clásica: ¿qué quiere decir este juego, que significa “inconscientemente”?
Veamos:
¿Qué hace el niño al y qué le hace el “simple” hecho de jugar?
¿Qué funciones cumple el jugar en tanto práctica específica del niño a lo largo
de su desarrollo?
¿Qué relaciones pueden establecerse entre jugar y pensar, jugar y aprender,
jugar y trabajar, a lo largo de toda la vida?
¿En qué condiciones se transforma el jugar en la adolescencia y la edad
adulta?
Todas y cada una de estas preguntas tienen una doble cara: teórica y
clínica. Con estas preguntas in mente se debe ir al encuentro del paciente o del
que consulta, lo cual da lugar a otras preguntas referidas a esta situación
terapéutica:
¿Qué funciones curativas cumple en un tratamiento el hecho de jugar, más
allá o más acá del desciframiento e interpretación del significado de un juego
dado?
Como pregunta “diagnóstica” fundamental, antes de cualquier encasillamiento en
la psicopatología, ¿en qué condiciones encuentro el jugar, la capacidad de jugar,
del que me viene a ver? ¿Cómo pensar, y eventualmente clasificar, las atrofias,
impasses, inhibiciones y hasta agujereamientos destructivos en la capacidad
lúdica? ¿Y cómo determinar la capacidad de respuesta clínica en transferencia
que pueda revivir, restaurar y poner en movimiento dicha capacidad dañada,
lesionada o frenada? De aquí parte un diagnóstico y un pronóstico más seguro.
Condensaremos todo esto en un ejemplo emblemático: en la época de Arminda
Aberastury, la gran introductora divulgadora del psicoanálisis de niños en nuestro
país, los analistas –así como los psicólogos estudiosos de la evolución del niño –
interrogaban en detalle a los padres acerca de si su hija o hijo en consulta había
sido alimentado a pecho, y en ese caso cuando se había destetado (pero esto
último ya es Winnicott; más bien averiguaban cuando se lo había destetado.
Aparte, preguntaban sobre los juegos favoritos del niño.
Hoy, después de Winnicott, de Stern y de nuestra propia obra, más bien
investigaremos, exploraremos de modos directos e indirectos en las entrevistas
con los padres a fin de establecer en qué medida la lactancia tuvo o no tuvo un
sello lúdico, en qué medida el niño se alimentó en el interior de una zona de juego
abierta entre su madre y él.
En la próxima clase dos términos escritos más de una vez, entre y con,
requerirán nuestra atención, a fin de seguir asediando y desplegando
minuciosamente la problemática del jugar y sus múltiples consecuencias.

Bibliografía:
Rodulfo, M. y R.: Clínica psicoanalítica en niños y adolescentes.
Lugar Editorial. Bs. As. 1986.
Rodulfo, R.: El niño y el significante. Editorial Paidós. Bs. As. 1989.
Stern, D.: El mundo interpersonal del lactante.
Editorial Paidós. 1991.
Winnicott, D.: Realidad y juego. Gedisa. España. 1979.