LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

El mapa cerebral de la emoción: Este sistema emocional de reacción instantánea, casi reflejo, que parece imponerse a nuestra voluntad consciente, está bien guardado en las capas más profundas del cerebro. Su base de operaciones se encuentra en lo que los neurólogos conocen como sistema límbico, compuesto a su vez por la amígdala, que se podría definir como el asiento de toda pasión, y el hipocampo. Allí surgen las emociones de placer, disgusto, ira, miedo, y se guardan los «recuerdos emocionales» asociados con ellos.
Este núcleo primitivo está rodeado por el neocórtex, el asiento del pensamiento, responsable del razonamiento, la reflexión, la capacidad de prever y de imaginar. Allí también se procesan las informaciones que llegan desde los órganos de los sentidos y se producen las percepciones conscientes. Simplificando un poco las cosas, se podría decir, por ejemplo, que el impulso sexual corresponde al sistema límbico y el amor al neocórtex. Normalmente el neocórtex puede prever las reacciones emocionales, elaborarlas, controlarlas y hasta reflexionar sobre ellas. Pero existen ciertos circuitos cerebrales que van directamente de los órganos de los sentidos a la amígdala, «puenteando» la supervisión racional. Cuando estos recorridos neuronales se encienden, se produce un estallido emocional: en otras palabras, actuamos sin pensar. Otras veces las emociones nos perturban, sabotean el funcionamiento del neocórtex y no nos permiten pensar correctamente.Algunos pacientes neurológicos que carecen de conexión entre la amígdala y el neocórtex muestran una inteligencia normal y razonan como la gente sana. Sin embargo, su vida es una sucesión de elecciones desafortunadas que los lleva de un fracaso a otro. Para ellos los hechos son grises y neutros, no están teñidos por las emociones del pasado. En consecuencia carecen de la guía del aprendizaje emocional, componente indispensable para evaluar las circunstancias y tomar las decisiones apropiadas.Inteligentes, pero tontos.
En la situación ideal, claro está, los dos sistemas de nuestro cerebro se complementan para hacernos la vida más fácil, llevarnos mejor con los demás y elegir las alternativas más apropiadas, ya sea siguiendo las corazonadas súbitas o los razonamientos más cuidadosos. La inteligencia emocional, entonces, es la capacidad de aprovechar las emociones de la mejor manera y combinarlas con el razonamiento para llegar a buen puerto. Desde hace casi cien años el coeficiente intelectual (CI) es el más famoso y usado medidor de la inteligencia, a pesar de que calibra sólo unas cuantas habilidades de nuestra mente (en particular las matemáticas y las verbales). Según algunos autores, el CI sólo es responsable de veinte por ciento de la verdadera inteligencia, de la capacidad de desenvolverse con éxito y ser feliz. Según estadísticas realizadas en los Estados Unidos, un alto CI de un alumno universitario no es garantía de éxito profesional futuro ni de una vida satisfactoria, plena y equilibrada. La inteligencia emocional, en cambio, facilita las cosas. Goleman distingue dentro de ella cinco habilidades: la capacidad de reconocer los sentimientos propios, de administrarlos, la automotivación, el reconocimiento de las emociones de los demás y la empatía o capacidad para reaccionar correctamente ante los sentimientos de los otros (recuadro). Estas herramientas nos permitirían movernos entre la marejada de sentimientos y emociones propios y ajenos, siguiendo lo que un romántico poco conocedor de los vericuetos neuropsicológicos denominaría «la invisible brújula del corazón». Aunque la psicología conoce desde siempre la influencia decisiva de las emociones en el desarrollo y en la eficacia del intelecto, el concepto concreto de la inteligencia emocional, en contraposición al de coeficiente intelectual, fue planteado hace unos años por el psicólogo Peter Salovey, de la Universidad de Yale. Y si bien no existen tests para medirla con exactitud, varias pruebas o cuestionarios que valoran este aspecto pueden ser muy útiles para predecir el desarrollo futuro de una persona.Hace treinta años, un psicólogo de la Universidad de Stanford realizó un experimento con niños de cuatro años. Le mostraba a cada uno una golosina y le decía que podía comerla, pero que si esperaba a que volviera le traería dos; luego lo dejaba solito con el caramelo y su decisión. Algunos chicos no aguantaban y se comían la golosina; otros, elegían esperar para obtener una mayor recompensa. Catorce años después, hizo un seguimiento de esos mismos chicos: los que habían aguantado sin tomar el caramelo -y, por lo tanto, controlaban mejor sus emociones en función de un objetivo- eran más emprendedores y sociables. Los impulsivos, en cambio, tendían a desmoralizarse ante cualquier inconveniente y eran menos brillantes.