La teoría del deseo en Maurice Blanchot

¿Acaso no sería el deseo ya siempre su propia carencia, el
vacío mismo que lo haría infinito, carencia sin carencia?
Maurice Blanchot, El paso (no) más allá.

El anhelo de lo infinito. La teoría del deseo en Maurice Blanchot

Jorge Fernández Gonzalo
Universidad Complutense de Madrid
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ESTUDIOS

Resumen: En este artículo se apuntan algunas de las peculiaridades de la teoría del deseo que han quedado reflejadas en las obras de Maurice Blanchot, para quien el deseo establecería una suerte de movimiento infinito, trazado en el vacío, que no requiere de la carencia lacaniana y que no conecta con otro cuerpo en su despliegue, sino que formula un deseo de deseo, una forma de vaciamiento del deseo incapaz de cumplirse o de conformar objeto alguno.

Palabras clave: Deseo, irrelación, Orfeo, neutro

Aunque la palabra deseo («désir») aparezca en la gran mayoría de sus escritos, Maurice Blanchot escribió pocas páginas sobre la teoría del deseo o sobre el psicoanálisis, algo especialmente infrecuente en un autor que tuvo siempre una capacidad innata para conectar registros distantes entre sí como son la filosofía, la literatura o el arte, y que, sin embargo, no pudo o no llegó a reunir unas líneas lo suficientemente explícitas de su concepción psicoanalítica a lo largo de sus escritos.
Frente a otros autores muy próximos a él por amistad o afinidad intelectual como fueron Artaud,
Klossowski, Derrida, Foucault o Deleuze, Maurice Blanchot apenas cita en fragmentos sueltos a Freud, Leclaire o Winnicott, junto a unas mínimas indicaciones muy esparcidas sobre su propia concepción del deseo o de la corporalidad. Pareciera, a primera vista, que los grandes temas del psicoanálisis no tuvieran relación con su trabajo, salvo, quizá, esa concesión tan lacaniana que hace a la hora de pensar la relación entre la presencia y la ausencia, y que sin embargo tiene a Mallarmé como principal antecedente, junto a Hegel o a las famosas lecturas hegelianas que impartiera Alexandre Kojève.
Entonces, ¿cómo definir el deseo en la propuesta blanchotiana? Justamente, no tanto (o no sólo) por su andadura teórica, sino por la puesta en práctica de sus ideas, por su escritura [1] como forma de dar tensión a la experiencia del deseo, así como por ideas afines que se mueven bajo las mismas coordenadas de conocimiento: su reelaboración del mito de Orfeo o las definiciones que ofrece Blanchot de lo neutro, del olvido o de la muerte como experiencias inapropiables constituyen, de algún modo, propuestas concretas de ese vagabundeo del deseo blanchotiano que trataremos de desentrañar aquí.

El deseo: Freud y Lacan
Entonces, habría que empezar por definir la naturaleza del deseo. ¿Qué se entiende como tal?
Antes de Freud y de sus influyentes escritos sobre el psicoanálisis, el deseo no implicaba más que la dimensión de las apetencias humanas, sin mayor trascendencia o distinción que la de todo aquello que reclamaba la atención del hombre, ya fuera el deseo sexual, el deseo de calmar la sed o el deseo de escribir un libro. A partir de Freud, la teoría del deseo cobra una especial relevancia en la concepción del ser humano: éste se construye como tal mediante su deseo, no por el mero cúmulo de sus necesidades e instintos primarios, sino a través del deseo que es en cierto modo deseo del otro al que imita o debe reflejar, así como por una serie de leyes o normas (Edipo, castración) que participan y coartan la experiencia deseante. Todo ello con el fin de enfocar tal experiencia (de “sublimarla”) hacia actividades como puede ser la realización de obras de arte y otros productos culturales, no orientadas en modo alguno a solventar las necesidades primarias del ser humano, pero que servirían para cristalizar los lazos y vínculos de lo social. En nuestro ejemplo, pues, el deseo sexual recibiría un nombre muy concreto, el de libido, junto a los deseos que nos empujan a calmar la sed o a ingerir alimentos cuando se tiene hambre, que asumirían la condición de instintos (según algunas traducciones), frente a otro tipo de deseo más elaborado como el de escribir una novela, que constituiría una sublimación, esto es, un desplazamiento del deseo (deseo sexual, libido) hacia otro tipo de objetos que no son el verdaderamente deseado. Accedemos, por tanto, a una visión plural del deseo en la propuesta freudiana:

el deseo pensado bajo la categoría de la carencia, de lo negativo; y el deseo
producido en palabras, sonidos, colores, volúmenes, bajo la idea de los procesos
positivos. El deseo de algo, el deseo simplemente. El deseo que en el vacío modela
el doble (el fantasma, el sosias, la réplica, el holograma) de lo que le falta, el deseo
como trabajo, metamorfosis sin finalidad, juego sin memoria. Hay en Freud varias
acepciones (Lyotard, 1981: 265, en cursiva).

Esta multiplicidad del deseo como lo que produce, al moldearlo, el objeto de nuestras voliciones, llegará incluso a configurar nuestra realidad y acaba por agrupar una serie de discursos y prácticas alrededor de dichos objetos (el objeto de deseo es siempre un constructo de mi deseo, contorneado por mi actividad deseante); sin embargo, tal concepción se vio drásticamente alterada con las más que enigmáticas aportaciones al psicoanálisis de Jacques Lacan. En Lacan, el deseo es siempre carencia, carencia de algo. Incluso cuando el mismo autor señale la creación de objetos (fantasmas) como repertorio de imágenes que permitirían aplacar al deseo cuando el objeto de deseo no se logre obtener, los términos de la creación serán siempre negativos: la creación del fantasma supone un agujero en lo real, una representación sustitutiva que señala de manera aún más acusada el estado carencial. Dicho fantasma (en Freud se habla más frecuentemente de fantasías) supondrá un artificio imaginario, una construcción que nos separa (carencia) del objeto, que siempre está, por otro lado, realmente ausente, y que por lo tanto ha de definirse en términos negativos. Del mismo modo, si uno accede al pensamiento de autores posteriores como Jean Baudrillard, notará en qué medida nuestro dominio de la realidad se basa en la trabazón de los numerosos fantasmas con que hemos elaborado nuestro universo de referencias, en una conjunción de signos o simulacros que se superponen a otros signos y que, en último término, relegan lo supuestamente verdadero, lo realmente apuntado por los discursos, a la inexistencia, al “desierto de lo real”, como llegará a indicar el autor (Baudrillard, 1987: 9). No podemos hablar de la cosa en sí porque a medida que los discursos se solapan el objeto de nuestro análisis (y de nuestro deseo) se diluye entre los intersticios, en la maraña de espejos que presenta cada signo, cada intervención fantasmática en lo real.
Blanchot, por su parte, plantea el concepto de un espacio imaginario que no se resuelve por un intento de afirmarse en lo real, sino que nos restituye la ausencia de lo real como su verdadera condición de existencia. A pesar de las similitudes entre el fantasma lacaniano y la versión blanchotiana de un espacio irreal, la comparación no podría devolvernos reflejos tan dispares: en Lacan, el fantasma da consuelo al deseo, lo interrumpe, lo distrae de su verdadero objeto, aunque no llegue nunca a cumplirlo: es lo que ocurre, como proponía Freud, en el sueño, el teatro o incluso en la literatura, en donde nuestros anhelos se disuelven ante las formas de ficción que nos regalan determinadas representaciones imaginarias. Se obtiene, por tanto, algo a cambio de constatar una pérdida. Sin embargo, en Blanchot, tal y como aquí defendemos, el espacio imaginario no sirve de consuelo en la medida en que no se pretende la sustitución del ser, sino que se nos entrega su noser:
como escribiera Mallarmé, la palabra rosa nos entrega la ausencia de todos los ramos. ¿Qué
deseo se ha cumplido aquí? Lo que afirma este espacio imaginario, espacio, en muchos aspectos,
coincidente con el espacio de la ficción, es la posibilidad de hacer errar al deseo infinitamente sin el tope de la representación fantasmática como límite: “no soy dueño del lenguaje. Lo escucho sólo en su borrarse, borrándome en él, hacia ese límite silencioso al que espera ser reconducido para hablar, allí donde falla la presencia lo mismo que falla allí donde el deseo conduce” (Blanchot, 1994: 61).
Se pone en juego, por tanto, una dicotomía del deseo, dos versiones del deseo en donde una actúa como carencia (Lacan) y otra, la de nuestro autor, conectaría con el infinito.
El deseo blanchotiano no surge de la falta, no hace su nido en un ser constituido por una
carencia fundamental, sino que nace más allá de todo lo que pueda faltar al ser, de todo lo que
pueda satisfacerlo. Blanchot dirá que “el deseo quiere realizarse mediante la falta de lo que desea”
(2007: 213). Lo deseado no es el objeto, sino lo Otro, con mayúsculas, lo absolutamente Otro en
tanto que alteridad no reducible a lo Mismo, un Otro que no puede ser asimilado o incorporado,
que no funciona con la conciencia deseante, que no formará máquinas (Deleuze) sino que, en su
condición inasible, enteramente ajena, desplegará un vacío a través del cuál no puede ubicarse ni tan siquiera la distancia, sino sólo el deseo, el deseo como perpetuidad y movimiento haciendo las veces de esa distancia pero sin llegar a establecerse en un espacio real. El otro de lo otro constituye ese Otro inacotable, una otredad que no me construye, una extranjería hacia un lugar que no se une al territorio de nuestra existencia, de nuestro poder. El deseo, por tanto, tal y como lo concibe Blanchot, es el deseo de lo Otro ya enteramente desligado de él, sin la posibilidad de su satisfacción, sino tan sólo como búsqueda que no nos pertenece, que no nos acerca ese Otro bajo el signo de lo buscado, sino que lo eleva a la potencia del infinito desde las coordenadas del espacio neutro, el espacio imaginario, y de su renuncia a mirar el rostro de una ahora cuestionada realidad.

El espacio imaginario o La decisión de Orfeo.

El espacio imaginario constituye un extrañamiento del mundo, una dimensión neutral en la que
ya no podemos actuar, espacio interdicto entre nosotros y las cosas y que serviría de refugio para la literatura: una ubicación para la imagen poética que nos devuelve el ostracismo y la desmesura del ser, como si más allá de sus márgenes no hubiera nada que concebir o pensar sin que el pensamiento acabe por constituir un quiebro o una incertidumbre. En este espacio es el lenguaje el que habla, sin un yo o un tú que firmen la actividad deseante. No se trataría, por tanto, de una representación fantasmática como refuerzo a nuestra subjetividad y a la exigencia pulsional de nuestro deseo, sino de un momento de ruptura, una grieta en la relación del propio sujeto deseante y del objeto, en donde el deseo, como envarado en sus aguas, no haría sino navegar sin rumbo y sin origen. El lenguaje habla en este espacio imaginario y, al hablar, rompe con la presencia y deja de solicitar una unidad que la componga y sustituya; arrastra fuera de sí la mismidad y nos entrega su ser como un lugar inacotable, una otredad ya enteramente ajena, otredad incluso para sí misma que no puede ser apropiada, que no puede desearse, con lo que toda la actividad literaria arruina el deseocarencia pero no deja de suscitar el deseo como incremento, como ampliación del deseo, circulación y paso, flujo interminable de escritura.
Un deseo sin objeto, como reclama Blanchot en su reformulación del mito órfico. Y es que no
debemos olvidar que el deseo de Orfeo por poseer a Eurídice con la mirada habría, necesariamente, de destruirla. En palabras de nuestro autor, “el error de Orfeo parece ser entonces el deseo que lo lleva a ver y poseer a Eurídice; él, cuyo único destino es cantarle” (1992: 162). Esto le llevará a Blanchot a componer una teoría de la literatura inspirada por esa fuerza subrepticia del deseo que, en lugar de acercarnos a la obra, desata el espacio de su separación:

Escribir comienza con la mirada de Orfeo, y esa mirada es el movimiento del
deseo que quiebra el destino y la preocupación del canto; y en esa decisión inspirada
y despreocupada alcanza el origen, consagra el canto. Pero para descender hacia ese
instante Orfeo necesitó el poder del arte. Esto quiere decir: no se escribe si no se
alcanza ese instante hacia el cual, sin embargo, sólo se puede dirigir en el espacio
abierto por el movimiento de escribir. Para escribir ya es necesario escribir. En esta
contradicción se sitúan la esencia de la escritura, la dificultad de la experiencia y el
salto de la inspiración (1992: 166).

La escritura desea el imposible fin de la escritura, y lo desea escribiéndose, para lo cual la obra
necesita finalizarse, romperse, desobrarse, nos dirá Blanchot, hasta el punto de no entregarnos una unidad composible, sino una ruptura que no llegamos a abarcar, un objeto demasiado mal iluminado como para acercarlo a la luz de nuestro deseo y de nuestra razón. Porque el deseo de Orfeo no es llevar a Eurídice a la luz, sino alcanzar esa otra Eurídice esencial, oculta e invisible, y exponerla a la oscuridad de una noche imprecisa, “como si aquello que Orfeo deseara traer a la luz, y que es la razón de que no pueda mirar, no fuera Eurídice que volvería a la vida y a la visibilidad, sino más bien […] otra Eurídice, que pertenece a otra noche y que permanecerá invisible para siempre, muriendo de una muerte interminable” (Yébenes Escardó, 2007: 126-127). Lo que está en juego, entonces, es el deseo de la obra como una invisibilidad no unificable, como aquello que ya no puede ser un objeto en cuanto tal, sino una imposibilidad que arruina la obra. Orfeo no pierde a Eurídice, muy al contrario, la hace posible en su rechazo como lo separado de él, exterioridad más allá de cualquier otra relación, del mismo modo que la obra, ya no como construcción para nuestros sentidos o para nuestra lectura, se mantiene al margen de toda agresión en ese espacio neutro hacia donde se retira.
La literatura desea esa vaguedad que la comunica con su origen incierto y que, en último
término, hace de la escritura un deseo interminable. La experiencia literaria sería, según la propuesta blanchotiana, una manera de darse al abismo; un deseo, también, de alcanzar ese movimiento sin objeto de la caída abisal.
El éxito de esta teoría vendría marcado justamente por el viaje infinito que realiza Orfeo a causa de
su paciencia. Blanchot definía la paciencia como espera sin deseo, es decir, como la no-destrucción de lo esperado a causa de esa falta de relación con aquello que la paciencia resguarda: “el deseo está vinculado a la despreocupación por la impaciencia. Aquél que no es impaciente nunca llegará a la despreocupación, a ese instante en que la preocupación se une a su propia transparencia; pero quien se mantiene en la impaciencia nunca será capaz de la mirada despreocupada, ligera, de Orfeo”
(Blanchot, 1992: 165). Al igual que con el olvido (infra), pero hacia una dimensión prospectiva,
la paciencia nos separa de lo que ha de darse a través de la neutralidad del deseo, o mejor dicho,
mediante el deseo como neutralidad: “lo neutro usa el tajante filo de lo negativo, usa la apagada
afirmación de lo neutro. ¿En su falta de interés, será lo neutro la marca del deseo entendido como el error de aquello que siempre, de antemano, en su omitido atractivo, se ha separado de todo deseo?” (Blanchot, 1994: 108). Si el deseo, entendido a la manera lacaniana, propone una relación, la norelación de lo neutro nos despeja una incógnita en donde los términos no entran en concordancia, en donde no habría límites para el deseo blanchotiano: “Orpheus’ desire for Eurydice is a desire without limits. It is an infinite, unlimited desire, unlimited by anything else, whether the relational structure of the signifier or Apollonian measure and limits” (Newman, 1996: 159, en cursiva) [2].
Orfeo sacrifica la obra (pierde a Eurídice) para que el deseo siga, para que se torne infinito porque
ya no persigue a su amada, porque falta la unidad de la obra. Se trataría, entonces, de concebir el
deseo como paciencia que nos separa de lo deseado y que, sin embargo, deja que el deseo exista
ilimitadamente fuera de su origen (sujeto) y su finalidad (objeto).

Deseo, ley e irrelación

En su breve introducción al pensamiento de Simone Weil (cfr. Blanchot, 2008: 135-156), nuestro
autor propone una reconstrucción de la noción de deseo en la autora, deseo que es siempre deseo de bien y que, por la mera actividad o puesta en juego del deseo, propone el bien aun sin alcanzarlo: “el deseo del bien, siendo puro, no es deseo de poseerlo, sino sólo de desearlo (no sé nada del bien, y lo deseo con demasiada pureza como para apropiármelo). Estoy por tanto colmado por mi deseo mismo: constantemente tengo el bien cuando lo deseo, puesto que sólo deseo desearlo, y no tenerlo” (Ibíd.: 144). Se trata, por tanto, de un deseo de la imposibilidad misma, de lo imposible anhelado, no por la promesa de su restablecimiento y su restitución, sino a través de un deseo que se formula en un desequilibrio de fuerzas, en la incapacidad de sostenerse y de sostener incluso su propio objeto. Porque en Blanchot el deseo no remite al objeto, sino a la fragmentación, no a la unidad sino al desastre, no a la realidad sino a sus recovecos infinitos e impenetrables. Un deseo vagabundo, errante, por tanto, el que muestra Blanchot a través de sus escritos filosóficos, y qué duda cabe que también a través de los personajes nomádicos de sus creaciones literarias: personajes cuyo deseo es
el de vagar al mismo tiempo que la inacción, en una suerte de espera de lo infinito que sólo se cumple por ese merodeo interminable.
Por ello, el deseo blanchotiano, en tantos aspectos deudor del que postula Lévinas (cfr. Mèlich,
1998), no entiende de intercambios económicos o de retroalimentación. Las metáforas psicoanalíticas que computan el deseo como un juego de flujos e intercambios o como una especie de asimilación alimenticia por la “nutrición” mediante la adquisición del objeto de deseo no hacen sino comparar el deseo con los hechos físicos observables del movimiento de fluidos (algo que hiciera ya Marx en términos económicos, antecedente directo de la libido freudiana) y de la ingestión alimenticia.
Sin embargo, el deseo no sucede de acuerdo a estas dimensiones físicas, sino que se mueve lejos de “la comodidad de los intercambios” (Blanchot, 1990: 45), en el espacio vacío de una topología no
euclidiana que no conoce ni la línea ni la dirección, sino sólo la incrementación sobre esa nada, la
infinitud como espacio contenido en un punto, en donde el deseo habría de desarrollarse. Un deseo
sin circularidad, sin unión, sino como viraje hacia una falta que es la falta misma de objeto de deseo; un deseo metafísico (Lévinas) y que, por lo tanto, no consienta en esa asimilación del Otro por el Mismo, sino que se exponga a una exterioridad inabarcable. Deseo es, entonces, el nombre que da Blanchot a esta deriva entre lo finito de nuestro pensar y lo infinito del ser (Espinosa Proa, 2000: 10).
No debe confundirse, de todas formas, el deseo como carencia con el vacío como deseo. En
Blanchot asistimos a una falta fundamental que es la falta de relación con mi deseo, no una inapetencia radical, no la lasitud de la apatía, sino la irrelación como espacio para el movimiento insobornable del deseo [3]. La fuerza desiderativa de la escritura blanchotiana no haría sino remitirnos a ese mismo movimiento en fuga del deseo que propone el autor, un deseo que constituiría la ausencia de alteridad, que establecería y fundaría un espacio imaginario, como ya vimos, un espacio neutro que instaura una distancia con el acontecimiento fundada sobre la falta de relación. El deseo, así, se vería abandonado a su suerte, circularía sin límite en un territorio que ha roto con todas las dimensiones y que a un mismo tiempo se constituye como vacío y como infinito. Es decir: mi deseo está vacío (no representa un objeto, no elabora el fantasma) y por ello mismo se desencadena sin cierre alguno que lo contenga: él mismo es su propio espacio creándose y extendiéndose en las coordenadas del espacio imaginario. Como señala Joseph Suglia, en el personaje blanchotiano Thomas (cfr. Blanchot, 2002), “there is a transition from the absence of feeling, the absence of desire, and the absence of alterity to the exposure to an alterity. It is as if an extraordinarily dense experience of auto-affection forms the condition for an engagement with an infinite transcendence” (Suglia, 2001: 62) [4].
La trascendencia infinita del deseo blanchotiano consiente en una mirada filosófica ya no ligada a
las formas de la presencia, no circunscrita al código ni a la tentativa por recuperar el acontecimiento.
Hay una separación esencial que nos desune de las cosas, que no acaba por permitir la conexión (la máquina, el acoplamiento o el dispositivo, dirán Deleuze y Guattari), sino que me pone en relación con mi falta de relación y que deja que el deseo, ya sin ninguna correspondencia con la subjetividad, fluya igualmente sin pretensión de alcanzar un límite o frontera:

el deseo blanchotiano es, sin embargo, deseo de relación con algo que no admite
ninguna relación, ninguna unidad o contemplación, sino que separa, fractura el propio
yo como entidad constituida, y no termina nunca de realizarse en todo su esplendor.
Este deseo instaura una comunidad de seres singularmente separados, comunidad
no-comunitaria que se traza sobre la carencia, sobre un vacío de existencia que, al
igual que un acontecimiento mortuorio, dirá Blanchot, reúne alrededor de sí a una
comunidad que ha de velar ese cuerpo ya (o siempre) desconocido, para siempre otro,
ahora ya el más distante de sí (Ruiz de Samaniego, 1999: 153).

Esta trascendencia blanchotiana ha sido tratada por el autor a través de diferentes conceptos como son el olvido, la espera o la muerte. Así vemos cómo el olvido no llega nunca a caer bajo la fuerza de mi deseo (deseo entendido en su versión lacaniana), pues está ya totalmente separado de mí sin mostrarme aquello de lo que me priva (un objeto de deseo); la espera, del mismo modo, es siempre espera de algo que no me une a lo esperado, espera de la espera que cumple con esa distancia, con ese espaciamiento, puesto que la inminencia del objeto esperado destruiría mi espera; y la muerte, finalmente, tampoco logra ser deseada porque el que muere no podrá cumplir las expectativas de su deseo, aunque éste fuera el deseo de morir, sino que construye su deseo como una errancia, un vagar sin límite ni objeto, lo que obliga, por un lado, a que el movimiento hacia la muerte sea siempre un movimiento irrealizable y, por consiguiente, que cualquier otro movimiento del deseo, como el que anima el deseo sexual, conserve en su desplazamiento sin fronteras esa imposibilidad que es la imposibilidad de la muerte como si en el centro del orgasmo se alojara la violencia del acabamiento, una “pétite mort” que no sucediera al goce sino que lo afirmara con fuerza desde su interior hasta el punto de hacerlo insoportable, imposible, capaz de remitirnos esa (im)posibilidad de la muerte en la misma (im)posibilidad de los placeres:

la pasividad de la muerte hace que, por contraste, aparezca todo lo que aún queda
de acción, de impulso, de juego vivo en el rodeo o en el desgaste sexuales: al morir,
no gozamos de la muerte, incluso aunque la deseemos, mientras que el deseo, en el
juego sexual, aunque sea mortal, y aunque se aparte de todo goce y lo torne imposible,
nos promete aún o nos brinda el movimiento de morir como aquello que podrá ser
recogido –goce infinitamente repetido– de la vida, a expensas de la misma (Blanchot, 1994: 130).

Imposible morir, dirá Blanchot, en la medida en que la subjetividad, que constituye de algún
modo el órgano para ese deseo, se destruiría ante la venida de la muerte y no lograría que el deseo se cumpliese. Entonces, la subjetividad sería “el lugar herido, la desgarradura del cuerpo desfallecido ya muerto del que nadie pudiera ser dueño o decir: yo, mi cuerpo, aquello a que anima el único deseo mortal: deseo de morir, deseo que pasa por el morir impropio sin sobrepasarse en él” (1990: 32-33).
Este lugar herido de la subjetividad queda perfectamente reflejado en la obra La espera el olvido, en donde encontramos toda una serie de deseos incumplidos pero que no han agotado la inercia de su movimiento, deseos que aún continúan y que, en lugar de unir a los amantes que entablan el diálogo [5], construyen el espacio (neutro) de su separación. Ambos están “deseándose sin deseo”, como señala Blanchot, como si el deseo fuera tan sólo un movimiento (en el) vacío:

¿Desde cuándo había comenzado a esperar? Desde que se había liberado para la
espera perdiendo el deseo de las cosas particulares y hasta el deseo del fin de las cosas.
La espera comienza cuando ya no hay nada que esperar, ni siquiera el fin de la espera.
La espera ignora y destruye lo que espera. La espera no espera nada.
Sea cual fuere la importancia del objeto de la espera, está siempre infinitamente
superado por el movimiento de la espera. La espera vuelve igualmente vanas todas
las cosas igualmente importantes. Para esperar la menor cosa, disponemos de una
potencia infinita de esperar que parece que no puede ser agotada.
«La espera no consuela.» – «Los que esperan de nada han de ser consolados.»
(Blanchot, 2004: 30).

Esta formulación del deseo como aquello que no tiene objeto guarda ciertas similitudes con la
teoría deseante de Gilles Deleuze y Félix Guattari en El Antiedipo (1973): el deseo produce, produce máquinas, conexiones, crea flujos y absorbe otros, siempre intentado darse como incremento, en tanto que deseo de deseo, que produce deseo y al que no le falta nada. Todo sería deseo en la propuesta de ambos autores: tanto mi propio deseo como el deseo construido socialmente que dispone la ley y la castración. Sin embargo, Blanchot tiene una visión peculiar de la ley que no remite ni a las propuestas lacanianas ni a las que elaboran Deleuze-Guattari, sino que se vincula a la transgresión como fenómeno intrínseco a la ley, que la formula y la establece, y que permite, en esa circularidad de la ley que se interrumpe a sí misma, abrir un espacio del afuera para la circulación del deseo. El movimiento mismo de la transgresión conforma a su vez una ley, una ley semejante a la primera y que nuevamente habrá de ser transgredida en un orden superior, por un espaciamiento infinito de agresiones que deja fuera al deseo (la ley no puede contenerlo, no puede castrar a la manera lacaniana el flujo deseante) hasta ponerlo a buen recaudo lejos de su incremento de infracciones (cfr. 1994: 53).
Puede afirmarse que el deseo no existe en la propuesta blanchotiana como rompimiento de la ley
ni como observancia de la misma, sino como alejamiento de su diseño circular, como el afuera de
ese circuito en donde la ley se pronuncia a través de la transgresión y viceversa. En la metáfora de Orfeo, éste no infringe la ley al mirar a Eurídice, si no que decide devolver a la verdadera Eurídice al espacio sin-ley de la noche. Así, el amante logra postrar su deseo al infinito de la inspiración.
Esta desvinculación de la ley y de sus desvíos hace que el deseo avance sin fin, y sin necesidad,
como apuntará Castilla Cerezo al describir el deseo blanchotiano: “no es que mis deseos se frustren en lugar de hacerse realidad, sino que ni siquiera existe objeto posible en última instancia para mi deseo, de tal modo que éste no puede sino trazar una deriva que carece de todo lugar natural, de todo ‘fin necesario’” (Castilla Cerezo, 2005: 223).
El deseo blanchotiano, por tanto, se desvincula del poder, de toda forma de acción o dominación,
hasta el punto de separarnos de lo realizable por esa ausencia de proyecto o de representación que vulnerase lo real: “el uso de la noción de ‘deseo’, tan frecuente en diversas obras de Blanchot, nos orienta en la misma dirección: en un ámbito marcadamente schopenhaueriano, el desear sería la obra de la voluntad y por tanto este deseo […] sólo puede ser entendido como mera pulsión que no se circunscribe en el horizonte de una acción, proyecto o racionalidad realizables” (Gregorio, 2000: 151). El deseo no realiza porque no tiene poder, por lo que se aleja de esa correspondencia entre deseo y dominio que se puede leer fácilmente en los trabajos deleuzianos y foucaultianos: al no conectar con nada, al señalar simplemente la separación como su propio espacio para discurrir, el deseo no puede decir o crear (es decir, dominar) ninguna otra cosa. Se trataría de ver el deseo como azar o juego, en tanto que suerte:

la ley pretende que el deseo sólo puede darse en el espacio de juego hacia el que
ella lo atrae con la baza del entredicho, como tan pronto, y a la vez, el deseo pretende
convertir la ley en su juego o su juego en su propia ley o, asimismo, la ley en el mero
producto de una falta o disminución del deseo. (Lo que, no obstante, conduce a la
siguiente pregunta: ¿Acaso no sería el deseo ya siempre su propia carencia, el vacío
mismo que lo haría infinito, carencia sin carencia?) (Blanchot, 1994: 57).

El deseo atrae a la ley hacia la ley del juego, quiere disolver el poder que mueve la ley, mientras
que la ley pretende reclutar al deseo y castrar sus flujos. Sin embargo, Blanchot concluye que el
deseo se sostiene en un espacio neutro, del juego, como venimos indicando aquí, por lo que se
rompe su atracción hacia la ley: “jugar es desear, desear sin deseo y, ya, desear jugar” (Ibíd.: 59).
Su (no)lugar sería entonces el de un exterior no relacionable excepto por el juego y el azar o suerte:
“el deseo debe desear la suerte, sólo así es puro deseo” (Ibíd.: 58). Entonces el deseo, tal y como sugieren estas palabras, se vincularía en Blanchot con la figura mallarmeana de una tirada de dados [6]. Su espacio neutro, más allá de la ley o de la transgresión, más allá de toda alianza o relación, salvaguardaría al deseo y lo empujaría hacia una infinita trascendencia, al mismo tiempo que hacia un anhelo de lo infinito.

Conclusiones: el perfume de la rosa mallarmeana
Orfeo mira a Eurídice, desea poseerla, pero ante todo desea alejarla de la luz del día y protegerla
en el espacio oscuro de la noche total. Este deseo de leer lo que no puede ser leído, de aproximarse a la obra ya totalmente separada de nosotros, no hace sino comulgar con esa imposibilidad del deseo de la que hace gala la escritura blanchotiana: el deseo no puede existir sino como vagar, como exceso que no ha de construir la representación ni su falta, sino como pérdida pura, sin objeto que constituya esa carencia, como fatalidad infinita, desastre, sin que las formas plenas de la presencia se echen en falta. Es la ausencia misma, no la carencia que contornea el objeto, no la falta que restituye bajo su signo negativo lo que no llega a hacerse real como presencia, pero sí real como signo. Ausencia de lo ausente, como el perfume de la imposible rosa mallarmeana, distanciamiento infinito que no conoce el extremo de la cosa, el cabo adonde se habrá de anudar de manera infundada nuestra concepción del objeto; la locura del día, las trazas de la imposibilidad hechas ya flujos deseantes sin conexiones ni máquinas (Deleuze). Toda una teoría del deseo que, en tanto que no formulada, rompe a través de su silencio con las teorías de la representación y del sentido, con la partitura de lo real. El deseo blanchotiano no puede ofrecer teoría alguna, no puede aplicarse o trazarse, porque su expresión
traicionaría de entrada ese vagar sin medida que lo define. Quizá esa falta de teoría se deba sólo a que nosotros, equivocadamente, anhelamos que estuviera en su obra, la cual es justamente más necesaria y consistente por cuanto que carece de la pesada losa de la verdad, por la falta de relación que ofrece con respecto a una explicación sostenida, que acabaría por dejar que su pensamiento se traicionara a sí mismo.
Blanchot, en último término, platea un deseo sin poder, es decir, un deseo que no engendre categorías significantes (Lacan), que no reduzca lo real a sus condiciones opositivas, a su sentido, a clasificaciones e infinitas celdillas sobre las cuales el lenguaje y nuestra percepción va a levantar el entramado de las cosas, sus relaciones, las implicaciones de género y catalogación, etc. Deseo que no tiene el poder de construir o albergar en sí el objeto deseado, ni de ofrecérnoslo como representación, sino que vaga indefinidamente en la medida en que se vincula al desastre, en la medida en que las formas de la unidad y la presencia entran en crisis para el pensamiento blanchotiano y nuestra relación con lo real se ve alterada bajo el signo de una imposibilidad manifiesta. El deseo en Blanchot constituye un deseo que se mueve hacia lo infinito, que se establece por una diferencia absoluta, esto es, una diferencia ya diferida de cualquier categoría o sistema, y que no busca el objeto sino el espesor del movimiento infinito para darse como tal, un deseo “que no desea nada más que esta nada que él es” (2008: 147). Ese movimiento es un juego, supone una vinculación con el azar, y se sostiene sobre un espacio neutro, es decir, vacío pero, al mismo tiempo, infinito, por cuanto que la polaridad entre lo vacío y lo infinito no puede ser sostenida por ningún lenguaje.

Citas:
[1] En opinión de Todorov, el deseo de la escritura blanchotiana se podría definir como un intento por romper con las categorías del pensamiento y con la especulación crítica sobre lo verdadero: “la escritura misma de Blanchot confirma en todo momento ese deseo de liberar el «pensamiento» de toda referencia a los valores de verdad y a la verdad; de todo pensamiento se podría afirmar” (1991: 62). Por su parte, Blanchot mismo definía el deseo de su escritura como “el deseo no satisfecho y sin satisfacción aunque sin negativo” (1990: 17).
[2] “El deseo de Orfeo hacia Eurídice es un deseo sin límites. Se trata de un deseo infinito, ilimitado, no limitado por ninguna otra cosa, ni por la estructura relacional del significante ni por la medida o límites apolíneos”.
[3] Blanchot utiliza escasamente el término irrelación, que aparecería en La escritura del desastre, y que remite a esa relación neutra entre dos términos, por ejemplo “pensar” y “morir”: “la irrelación de pensar y morir es también la forma de sus relaciones, no porque pensar proceda hacia morir, procediendo hacia su otredad, sino que tampoco procede hacia su mismidad” (Blanchot, 1990: 40).
[4] “hay una transición desde la ausencia de sentimiento, la ausencia de deseo, y la ausencia de la alteridad hasta la exposición de una alteridad. Es como si una experiencia extraordinariamente densa de autoafecto actuara de condición para un compromiso con una transcendencia infinita”.
[5] El libro La espera el olvido mezcla algunas partes dialogadas con reflexiones filosóficas hasta el punto de situar la escritura en la frontera indiscernible entre el diálogo teatral o novelesco y el ensayo filosófico.
[6] La tirada de dados mallarmeana, vinculada al azar y la suerte, constituye esa apuesta contra el poder que no supone su transgresión, sino un juego de apertura capaz de permitir otros juegos del lenguaje ajenos a la razón y a las aporías que constituye el pensamiento de lo Mismo y la filosofía de la presencia (cfr. Fernández Gonzalo, 2011). Uno de esos juegos sería la poesía del propio poeta francés, en donde, tal y como podemos leer desde la perspectiva blanchotiana, el deseo trazaría un movimiento sin régimen ni límites, a manera de abanico que, abriéndose y plegándose, crearía un trayecto pendular de ida y vuelta sin acotar nunca el objeto de deseo.

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