D. Winnicott: La ética y la educación

La ética y la educación

Conferencia perteneciente a un ciclo, pronunciada en el Instituto de Educación de la Universidad de Londres, en 1962, y publicada por primera vez (con el título de «The Young Child at Home and at School») en Moral Education in a Changing Society, comp. de W. R. Niblett (Londres, Faber, 1963) El título de mi conferencia me permite desarrollar no tanto el tema de la sociedad que cambia como el de la naturaleza humana que no cambia. La naturaleza humana no cambia. Desde luego, esto puede discutirse. Pero daré por sentado que esta idea refleja la verdad, y la tomaré como base. Es cierto que la naturaleza humana ha evolucionado, del mismo modo que los cuerpos y los seres humanos, en el curso de cientos de miles de años. Pero tenemos pocas pruebas de que se haya modificado en el breve lapso de la historia registrada; en el mismo sentido apunta el hecho de que lo que vale para la naturaleza humana en el Londres de hoy en día también es cierto en Tokio, Accra, Amsterdam y Tombuctú. Se aplica por igual a blancos y negros, a gigantes y pigmeos, a los hijos de los científicos de Harwell o Cabo Cañaveral y a los hijos de los aborígenes australianos. En cuanto al tema que consideramos (la educación moral hoy en día) esto significa que existe un campo de estudio que podría denominarse «capacidad del niño humano para ser educado moralmente». En esta conferencia me limitaré a ese campo, el del desarrollo en el niño humano de la capacidad para tener sentido moral, experimentar un sentimiento de culpa y establecer un ideal. Algo análogo sería profundizar en la idea de «creencia en Dios» hasta llegar a la idea de «creencia» o, como yo prefiero decirlo, de «creencia en». A un niño que desarrolla la «creencia en» puede transmitírsele el Dios de la familia, o de la sociedad que es la suya. Pero para un niño sin ninguna «creencia en», Dios es en el mejor de los casos un recurso pedagógico y, en el peor, una prueba de que las figuras parentales no tienen confianza en los procesos de la naturaleza humana y temen a lo desconocido. En la conferencia inicial de este ciclo, el profesor Niblett se refirió a Keate, el director de escuela que le dijo a un niño: «Hoy a las cinco de la tarde, si todavía no crees en el Espíritu Santo, te zurraré hasta que creas». El profesor Niblett subrayaba la futilidad de enseñar valores o religión por la fuerza. Yo estoy tratando de plantear este importante tema y de examinar las alternativas. Mi principal idea es que existe una buena alternativa, y que ella no se encuentra en una enseñanza más sutil de la religión. La buena alternativa tiene que ver con la provisión al infante y al niño de condiciones que permitan el desarrollo, a partir del funcionamiento de los procesos interiores del niño individual, de cosas tales como la confianza y la «creencia en», y de ideas acerca de lo que está bien y lo que está mal. Esto podría denominarse evolución de un superyó personal. Las religiones han atribuido mucha importancia al pecado original, pero no todas han llegado a la idea de la bondad original; al quedar recogida en la idea de Dios, la bondad es al mismo tiempo separada de los individuos que colectivamente crean ese concepto de la divinidad. La frase de que el hombre hizo a Dios a su imagen se considera habitualmente un ejemplo divertido de perversidad, pero la verdad que hay en ella podría ponerse de relieve con una reformulación: el hombre continúa creando y recreando a Dios como un lugar en el que deposita todo lo que es bueno en él mismo y que podría echar a perder si lo conserva en sí junto con el odio y la destructividad que también se encuentran en su interior. La religión (¿o acaso la teología?) le sustrajo el bien al niño individual en desarrollo, y después estableció un sistema artificial para inyectar lo mismo que había robado; a esto se lo ha denominado «educación moral». En realidad, la educación moral no da resultados a menos que el infante o el niño haya desarrollado en sí, en virtud del proceso evolutivo natural, la materia prima que, cuando se la ubica en el cielo, recibe el nombre de Dios. El éxito del educador moral depende de que en el niño se produzcan los desarrollos que le permiten aceptar a ese Dios del educador como una proyección de la verdad que forma parte de él mismo y de su experiencia real de la vida. Por lo tanto, en la práctica, sea cual fuere nuestro sistema teológico, nos vemos reducidos con cada niño nuevo a depender del modo como haya sido o esté siendo capacitado para desarrollarse exitosamente. ¿Ha podido el niño pasar su examen de ingreso en sentido moral (para decirlo de este modo), o pudo adquirir esto que yo llamo creencia en? Me aferro a esta frase fea e incompleta: «creencia en». Para completar lo que se ha empezado a decir, alguien tiene que hacerle saber al niño en qué creemos nosotros en esta familia y en este rincón de la sociedad, en este preciso momento. Pero este proceso de completamiento tiene una importancia secundaria, porque si no se ha llegado a la «creencia en», la enseñanza de la ética o la religión no es más que pedagogía keateana, que se acepta que es objetable o ridícula. No me satisface la idea que suelen expresar personas, en otros sentidos bien informadas, en cuanto a que el enfoque mecanicista Freudiano de la psicología, o el hecho de que Freud se haya basado en la teoría de la evolución del hombre a partir del animal, obstaculizan los aportes que el psicoanálisis podría hacer al pensamiento religioso. Es incluso probable que la religión aprenda algo del psicoanálisis, algo que salve a la práctica religiosa de perder su lugar entre los procesos de la civilización y en el proceso de la civilización. La teología, al negar al individuo en desarrollo la creación de todo lo ligado con el concepto de Dios, la bondad y los valores morales, vacía a ese individuo de un importante aspecto de creatividad. Seguramente la señora Knight no estaba desvalorizando a Dios al compararlo con Papá Noel en su polémica de hace algunos años; decía o trataba de decir que podemos poner algunas partes del niño en la bruja del cuento tradicional, parte de la confianza y generosidad del niño puede transferirse a Papá Noel, y que ideas y sentimientos bondadosos de todo tipo, propios del niño y de sus experiencias internas y externas, pueden sacarse de esos ámbitos y rotularse como «Dios». Del mismo modo, la malignidad del niño puede denominarse «el demonio y sus obras». La rotulación socializa un fenómeno que en otros sentidos es personal. La práctica del psicoanálisis durante treinta años me lleva a pensar que son las ideas ligadas a la organización de la educación moral las que vacían al individuo de su creatividad individual. Hay razones para que las ideas del educador moral se resistan a morir. Por ejemplo, es obvio que existen personas malvadas. En mi propio lenguaje, esto significa que en todas las sociedades y en todas las épocas ha habido personas detenidas en su desarrollo emocional, que no llegaron a una etapa de «creer en» ni a una etapa de moral innata que abarcara toda su personalidad. Pero la educación moral destinada a esas personas enfermas no es adecuada para la vasta mayoría de quienes de hecho no están enfermos en este aspecto. Más adelante volveré a referirme a las personas malvadas. Hasta aquí he hablado como un teólogo aficionado; ahora bien, se me ha pedido que hable como un psiquiatra infantil profesional. Para que mi aporte sea útil, tengo que presentar ahora una breve descripción del infante y el niño. Sabemos que desde luego éste es un tema extremadamente complejo y que esa descripción no puede hacerse en pocas palabras. Hay muchas maneras de encarar el tema del crecimiento emocional, y yo trataré de utilizar diversos métodos. La base del desarrollo del niño es la existencia física del infante junto con sus tendencias heredadas, entre las que se cuentan los impulsos madurativos hacia el desarrollo. Digamos que un infante tiende a usar tres palabras al año de edad, a caminar más o menos a los catorce meses, y a alcanzar la misma forma y estatura que uno de sus progenitores, y a ser inteligente, estúpido, caprichoso, o a tener alergias. De modos menos visibles surge en el infante y continúa en el niño la tendencia hacia la integración de la personalidad; la palabra «integración» va adquiriendo un significado cada vez más complejo con el paso del tiempo y a medida que el niño va haciéndose mayor. El infante tiende también a vivir en su cuerpo y a construir el self sobre una base de funcionamiento corporal a la que corresponden las elaboraciones imaginativas que se vuelven rápidamente muy complejas y constituyen la realidad psíquica específica de ese infante. El infante se establece como una unidad, experimenta un sentimiento de yo soy, y enfrenta valientemente el mundo con el que ya es capaz de formar relaciones, relaciones afectuosas y también (en contraste) una pauta de relaciones objetales basadas en la vida instintiva. Y así siguiendo. Todo esto, y mucho, mucho más, es cierto y siempre lo ha sido respecto de los infantes humanos. Es la naturaleza humana desplegándose. Pero, y éste es un pero muy importante, para que los procesos de la maduración adquieran realidad en el niño, y lo hagan en los momentos apropiados, es necesaria una provisión ambiental suficientemente buena. Se trata de la antigua discusión sobre la naturaleza y la crianza. Sostengo que este problema es susceptible de formulación. Los padres no tienen que hacer al bebé como el pintor a su cuadro o el alfarero a su jarrón. El bebé crece a su propio modo si el ambiente es suficientemente bueno. Alguien se ha referido a la provisión suficientemente buena como al «ambiente previsible promedio». El hecho es que, a lo largo de los siglos, las madres y los padres, y los sustitutos parentales, por lo general han provisto exactamente las condiciones que el infante y el niño pequeño necesitan al principio, en la etapa de mayor dependencia, e incluso algo más tarde cuando, ya niños, los infantes se van separando un tanto del ambiente y se vuelven relativamente independientes. Después de esto las cosas tienden a no ser tan buenas para el niño, pero al mismo tiempo ese hecho importa cada vez menos. Se observará que estoy refiriéndome a una edad en la que la enseñanza verbal no encuentra aplicación. Ni Freud ni el psicoanálisis necesitaron explicarles a madres y padres cómo debían proveer esas condiciones. El proceso empieza con un alto grado de adaptación de la madre a las necesidades del infante y gradualmente se transforma en una sucesión de fallas de adaptación; esas fallas son también un cierto tipo de adaptación, porque están relacionadas con la creciente necesidad del niño de enfrentar la realidad, lograr la separación y establecer una identidad personal. (Joy Adamson nos ha dado una hermosa descripción de todo con el relato de la crianza de la leona Elsa y los cachorros que ahora son por siempre libres.) Parecería que aunque la mayoría de las religiones han tendido a reconocer la importancia de la vida familiar, le ha correspondido al psicoanálisis señalarles a las madres de los bebés y a los padres de los niños muy pequeños el valor -o mejor, la naturaleza esencial- de su tendencia a proveer a cada infante lo que él necesita absolutamente, a través de la crianza. La madre (no excluyo al padre) se adapta tan bien que sólo cabe decir que está estrechamente identificada con el bebé, de modo que sabe lo que se necesita en cada momento, y también de un modo general. Desde luego, en esta primera y más temprana etapa el infante se encuentra en un estado de fusión, sin haber separado todavía el «yo» por un lado, y por el otro la madre y los objetos «no-yo», de modo que lo que en el ambiente es adaptativo o «bueno» se almacena entre las experiencias de la criatura como una cierta calidad del self, al principio indistinguible por el mismo infante de su propio funcionamiento sano. En esta etapa temprana el infante no registra lo que es bueno o adaptativo, pero reacciona a cada falla de la confiabilidad y por lo tanto la conoce y la registra. La reacción a la inconfiabilidad del proceso de cuidado del niño constituye un trauma; cada reacción es una interrupción del «seguir siendo» del infante y una ruptura de su self. Para resumir esta primera etapa de mi esquema simplificado del desarrollo del ser humano, diremos que el infante y el niño pequeño son habitualmente cuidados de un modo confiable; este «ser cuidado lo suficientemente bien» genera en el infante una creencia en la confiabilidad, a lo cual puede añadirse una percepción de la madre, el padre, la abuela o la niñera. En un niño que inicia su vida de este modo, a continuación puede surgir naturalmente la idea de la bondad y de un progenitor confiable y personal, o Dios. Al niño que no tiene experiencias suficientemente buenas en las etapas tempranas no puede transferírsele la idea de un Dios personal como sustituto del cuidado del infante. La comunicación sutil y vitalmente importante entre la madre y el infante es anterior a la etapa en que se suma la comunicación verbal. El primer principio de la educación moral es que ella no sustituye al amor. Al principio el amor sólo puede expresarse como cuidado del infante y del niño, lo que para nosotros significa la provisión de un ambiente facilitador o suficientemente bueno, y que para el infante significa la oportunidad de evolucionar de un modo personal acorde con la graduación regular del proceso de la maduración. ¿Cómo puedo continuar desarrollando este tema, tomando en cuenta la complejidad rápidamente creciente de la realidad interior del niño individual y el acervo en expansión de las experiencias internas y externas del niño¡, recordadas u olvidadas por economía? En este punto debo decir algo sobre el origen, en el infante o el niño pequeño, de los elementos que pueden describirse y yuxtaponerse con las palabras «bien» y «mal». Desde luego, en esta etapa no es necesario que se ofrezcan las palabras mismas; sin duda incluso a los sordos puede comunicársele la aprobación y la desaprobación, lo mismo que a los infantes en una etapa muy anterior al inicio de la comunicación verbal. En efecto, en el infante se desarrollan ciertos sentimientos opuestos, totalmente independientes de la aprobación y desaprobación que le transmiten los progenitores, y son esos sentimientos los que deben observarse y tal vez rastrearse hasta su fuente. En el acervo en desarrollo de recuerdos personales y de los fenómenos que constituyen la realidad psíquica interior del niño individual, aparecen elementos que al principio están simplemente opuestos. Puede denominárselo elementos de apoyo y destrucción, amistosos y hostiles, o benignos y persecutorios; surgen en parte de las satisfacciones y frustraciones del infante en la experiencia de vida que incluye las excitaciones y, en parte, esta acumulación de elementos positivos y negativos depende de la capacidad del infante para evitar el dolor de la ambivalencia absteniéndose de juntar los objetos sentidos como buenos o malos (1). No puedo evitar aquí el empleo de las palabras «bueno» y «malo», aunque con él burlo mi propio objetivo, que es describir fenómenos anteriores al empleo de palabras. El hecho es que estos hechos importantes que ocurren en el infante y el niño pequeño en desarrollo exigen una descripción en términos de bien y mal. Todo esto está estrechamente entretejido con la percepción de la aprobación y desaprobación maternas, pero en este caso (como en todos) el factor interno y personal es más importante que el externo o ambiental, precepto éste que está en el corazón mismo de esta comunicación. Si me equivoco en este aspecto, mi tesis es errónea. Si mi tesis es errónea, los infantes y niños pequeños dependen realmente de que se haya inyectado en ellos lo correcto y lo incorrecto. Esto significa que los progenitores deben aprobar y desaprobar en lugar de amar, y en realidad ser educadores morales en lugar de padres. ¡Cuánto lo detestarían ellos! El niño necesita encontrar aprobación o desaprobación, pero los padres por lo general aguardan, absteniéndose de demostrarlas hasta descubrir en su infante los rudimentos de un sentido de los valores y del bien y el mal, de lo correcto e incorrecto, en el ámbito particular del cuidado infantil que importa en ese momento. Ahora es necesario echar una mirada a la realidad psíquica interior del infante y el niño. Esa realidad interior se vuelve un mundo personal en rápido crecimiento, localizado por el niño tanto dentro como fuera del self, que acaba de establecerse como una unidad con una «piel». Lo que está adentro forma parte del self, aunque no intrínsecamente, y puede ser proyectado. Lo que está afuera no es parte del self, aunque tampoco intrínsecamente, y puede ser introyectado. En la salud se produce un intercambio constante mientras el niño vive y recoge experiencias, de modo que el mundo externo es enriquecido por el potencial interior, y el interno se enriquece con lo que pertenece al exterior. Está claro que la base de estos mecanismos mentales es el funcionamiento de la incorporación y la eliminación en la experiencia corporal. Finalmente el niño, que se ha convertido en un individuo maduro, puede percibir que existe lo verdaderamente ambiental, y esto incluye las tendencias heredadas así como la provisión ambiental, el mundo pasado y futuro, y el universo hasta ese momento desconocido. Es evidente que a medida que el niño crece de este modo, él mismo no es el único contenido de su self personal. Cada vez más la provisión ambiental modela al self. El bebé que adopta un objeto casi como una parte del self no podría haberlo hecho de no haber estado ese objeto allí, listo para la adopción. Del mismo modo, los introyectos no sólo son exportaciones reimportadas, sino también verdaderas mercaderías extranjeras. El infante no puede saberlo hasta que se haya producido una considerable maduración y la mente se haya vuelto capaz de abordar intelectual e inteligentemente fenómenos que no tienen ningún sentido en los términos de la aceptación emocional. En los términos de la aceptación emocional, el self, en su núcleo, es siempre personal, está aislado y no lo afecta la experiencia. Este modo de considerar el desarrollo emocional es importante para mi argumentación, pues a medida que la criatura crece de este modo se prepara la etapa en la que los encargados del cuidado del infante y el niño pondrán a su alcance no sólo objetos (por ejemplo: muñecas, ositos o trenes de juguete) sino también códigos morales. Estos códigos morales se transmiten de modo sutil mediante expresiones de aceptación o con amenazas de retiro del amor. De hecho, para designar el modo como las ideas de lo correcto y lo incorrecto pueden comunicarse a los infantes y los niños pequeños, en los términos de la transformación de la incontinencia en autocontrol socializado, se ha utilizado la frase «moral de esfínteres». El control de las excreciones es sólo un ejemplo más bien obvio entre una multitud de fenómenos análogos. No obstante, en los términos de la moral de esfínteres es fácil ver que los padres que esperan que el niño pequeño cumpla con las regulaciones antes de llegar a la etapa en la que el autocontrol tiene significado, privan al niño de la sensación de logro y de la fe en la naturaleza humana inducidas por el progreso natural hacia ese proceso. Este tipo de actitud errónea respecto del «entrenamiento» ignora la maduración del niño, e ignora el deseo del niño de ser como las otras personas y animales que están en su mundo. Sin duda hay y siempre habrá quienes por naturaleza y cultura prefieran implantar normas morales, así como existen quienes por naturaleza y cultura prefieren esperar los desarrollos naturales -tal vez esperarlos mucho tiempo-. Pero estas cuestiones pueden discutirse. La respuesta es que siempre hay más que ganar con el amor que con la educación. En este caso el amor significa la totalidad del cuidado del infante y el niño, ese cuidado que facilita los procesos de la maduración. También incluye el odio. La educación significa sanciones y la implantación de valores parentales o sociales externos al crecimiento y la maduración interiores del niño. La educación como enseñanza de la aritmética tiene que esperar el grado de integración personal del infante que le da significado al concepto de uno, y también a la idea contenida en el pronombre de la primera persona singular. El niño que conoce el sentimiento del yo soy, y que puede retenerlo, conoce el uno, e inmediatamente quiere que le enseñen a sumar, restar y multiplicar. Del mismo modo, la educación moral sigue naturalmente a la llegada de la moral en virtud de los procesos evolutivos naturales que el buen cuidado facilita. El sentido de los valores Pronto surge una pregunta: ¿qué decir de un sentido de los valores en general? ¿Cuál es el deber de los padres acerca de esto? Esta cuestión más general viene a continuación del manejo de los problemas más específicos de la conducta del infante. También en este caso hay quienes temen esperar e implantan, así como existen los que esperan, y están preparados para presentar las ideas y expectativas que el niño puede usar cuando llega a cada nueva etapa evolutiva de integración y de capacidad para la consideración objetiva.