Las tendencias del chiste

Las tendencias del chiste

Cuando al final del capítulo anterior registré la comparación de Heine del sacerdote católico con un empleado de una gran casa comercial, y del protestante con un pequeño comerciante autónomo, sentí una inhibición que quería moverme a no utilizar este símil. Me dije que entre mis lectores probablemente habría algunos para quienes no sólo la religión, sino su gobierno y su personal, son venerables; y aquella comparación no haría más que indignarlos, cayendo así en un estado afectivo que les arrebataría todo interés por el distingo en cuestión, a saber, si el símil parece chistoso en sí o sólo a consecuencia de algún otro añadido. En cuanto a otros símiles -P. ej., el vecino a este, el de la placentera claridad lunar que cierta filosofía arroja sobre las cosas-, no hay cuidado de que tengan esa consecuencia, perturbadora para nuestra indagación, sobre una parte de los lectores. Aun el más piadoso de los hombres conservaría de todos modos su aptitud para formarse un juicio acerca de nuestro problema. Es fácil colegir aquel carácter del chiste con el cual se relaciona la diversidad de reacción del oyente frente a él. Unas veces el chiste es fin en sí mismo y no sirve a un propósito particular, y otras veces se pone al servicio de un propósito de esa clase; se vuelve tendencioso. Sólo el chiste que tiene tendencia corre el peligro de tropezar con personas que no quieran escucharlo. El chiste no tendencioso ha sido designado por T. Vischer como chiste «abstracto»; prefiero llamarlo «inocente». Puesto que antes hemos diferenciado los chistes, según el material que su técnica aborda, en chistes en la palabra y chistes en el pensamiento, es forzoso que indaguemos el nexo de esa clasificación con la que acabamos de presentar. Ahora bien, chistes en la palabra y en el pensamiento, por un lado, y abstractos y tendenciosos, por el otro, no mantienen relación alguna de recíproco influjo; son dos clasificaciones, por entero independientes una de la otra, de las producciones chistosas. Quizás alguien haya podido recibir la impresión de que los chistes inocentes lo serían sobre todo en la palabra, mientras que la técnica, más complicada, del chiste en el pensamiento se utilizaría las más de las veces al servicio de fuertes tendencias. Sin embargo, existen chistes inocentes que trabajan con el juego de palabras y la homofonía, y otros igualmente inocentes que se valen de todos los recursos del chiste en el pensamiento. También es fácil mostrar que el chiste tendencioso puede ser, según su técnica, un mero chiste en la palabra. Por ejemplo, los que «juegan» con nombres propios, cuya tendencia es a menudo ultrajar y lastimar, pertenecen a los chistes en la palabra, como lo indica su designación misma. Empero, los más inocentes entre los chistes vuelven a ser chis tes en la palabra, como las rimas gemelas, tan en boga últimamente, cuya técnica consiste en la acepción múltiple del mismo material con una peculiarísima modificación: «Und weil er Geld in Menge hatte, lag stets er in der Hängematte». {«Como ganaba mucho dinero, bien lo pasaba el ducho minero».} Nadie pondrá en duda, espero, que el contento producido por estas rimas, que no tienen otras pretensiones, es el mismo que discernimos en el chiste. Buenos ejemplos de chistes en el pensamiento, abstractos o inocentes, se encuentran en abundancia entre las comparaciones de Lichtenberg, de las que ya conocemos algunas. He aquí otras: «Habían enviado a Gotinga un tomito en octavo y recibieron de vuelta en cuerpo y alma a un alumno en cuarto». «Para realizar este edificio convenientemente es preciso sobre todas las cosas ponerle buenos cimientos, y no conozco más sólidos que aquellos que por cada echada en pro llevan una en contra». «Uno engendra el pensamiento, otro lo apadrina, un tercero concibe hijos con él, el cuarto lo visita en el lecho de muerte y el quinto lo entierra». (Símil con unificación.) «Tanto no creía en fantasmas que ni siquiera les tenía miedo». El chiste reside exclusivamente, en este caso, en la figuración por contrasentido que consiste en poner en la frase de comparativo lo que suele estimarse en menos, y en la positiva lo que se juzga más importante. Sí la despojáramos de esta vestidura chistosa, diría: «Es mucho más fácil librarse con el entendimiento del miedo a los fantasmas que defenderse de él sí la ocasión llega». Esto último ya no tiene nada de chistoso, sino que es un conocimiento psicológico no suficientemente apreciado todavía, el mismo que Lessing expresó en las famosas palabras:

«No son libres todos los que se burlan de sus cadenas». Puedo aprovechar la oportunidad que aquí se ofrece para aventar un malentendido siempre posible. Chiste «inocente» o «abstracto» en modo alguno significa lo mismo que chiste «sin sustancia», sino que designa ni más ni menos lo opuesto de los chistes «tendenciosos» que luego consideraremos. Como lo muestra nuestro último ejemplo, un chiste inocente (o sea, desprovisto de tendencia) puede también tener mucha sustancia, enunciar algo valioso. Ahora bien, la sustancia de un chiste es por entero independiente de él; no es sino la del pensamiento que aquí se expresa de manera chistosa mediante un particular arreglo. Así como los relojeros suelen dotar de una preciosa caja a una máquina singularmente buena, también en nuestro caso puede ocurrir que las mejores operaciones de chiste se utilicen para revestir justamente los pensamientos con más sustancia. Pero si nos atenemos con firmeza al distingo entre sustancia de pensamiento y vestidura chistosa, llegamos a tina intelección capaz de esclarecernos muchas incertidumbres en nuestro juicio sobre los chistes. En efecto, resulta -lo cual es sin duda sorprendente- que es la impresión sumada de sustancia y operación del chiste la que nos produce agrado en este, y que fácilmente nos dejarnos engañar por uno de esos factores sobre la dimensión del otro. Sólo la reducción del chiste nos esclarece ese juicio engañoso. Por lo demás, esto mismo es válido para el chiste en la palabra. Cuando nos dicen que «la experiencia consiste en que uno experimenta lo que no desea experimentar», quedamos desconcertados, creemos haber escuchado una verdad nueva y pasa un rato antes que discernamos en ese disfraz el lugar común: «De los escarmentados nacen los avisados» (Fischer [ 1889, pág. 591 ). La certera operación de chiste que consiste en definir la «experiencia» casi exclusivamente por el empleo de la palabra «experimentar» nos engaña de tal suerte que sobrestimamos la sustancia de la oración. Lo mismo nos sucede en el chiste por unificación, de Lichtenberg, sobre «enero» (pág. 63), que no nos dice más que lo que harto sabemos: los deseos de Año Nuevo se cumplen tan rara vez como otros deseos; y así en muchos casos semejantes. Lo contrario experimentamos con otros chistes en que nos cautiva evidentemente lo acertado y correcto del pensamiento, de suerte que rotulamos a la oración como un chiste brillante cuando en verdad sólo el pensamiento lo es, en tanto que la operación del chiste suele ser endeble. justamente en los chistes de Lichtenberg el núcleo de pensamiento suele ser mucho más valioso que la vestidura del chiste, a la que extendemos luego de manera injustificada la estima que merece aquel. Por ejemplo, la observación sobre la «antorcha de la verdad» es una comparación apenas chistosa, pero tan acertada que tendemos a destacar la oración misma como particularmente chistosa. Los chistes de Lichtenberg descuellan sobre todo por su contenido de pensamiento y su acierto. Goethe ha dicho acerca de este autor, y con razón, que sus ocurrencias chistosas y chanzas esconden verdaderos problemas; mejor: rozan la solución de problemas. Por ejemplo, cuando anota, como una ocurrencia chistosa: «Siempre leía «Agamemnon» {«Agamenón»} en vez de «angenommen» {«supuesto»} tanto había leído a Homero» (lo cual técnicamente se compone de tontería + homofonía de la palabra), ha descubierto nada menos que el secreto del desliz en la lectura. Un caso semejante es el del chiste cuya técnica nos pareció bastante insatisfactoria: «Le asombraba que los gatos tuvieran abiertos dos agujeros en la piel justo donde están sus ojos». La tontería que aquí se exhibe es sólo aparente; en realidad, tras esa observación simplota se esconde el gran problema de la teleología en la organización animal; hasta que la historia evolutiva no esclarezca la coincidencia, no es cosa tan obvia que la fisura del párpado se abra en el lugar preciso para dejar expedita la córnea. Retengamos esto en la memoria: de una oración chistosa recibimos una impresión global en la que no somos capaces de separar lo que han aportado el contenido de pensamiento y el trabajo del chiste; quizás hallemos luego un paralelismo a esto, más significativo aún. Para nuestro esclarecimiento teórico sobre la esencia del chiste, por fuerza han de resultarnos de mayor socorro los chistes inocentes que los tendenciosos, y los insustanciales que los profundos. Es que los juegos de palabras inocentes e insustanciales nos plantearán el problema del chiste en su forma más pura, pues en ellos escapamos al peligro de que nos confunda su tendencia o de que engañe nuestro juicio su hondo sentido. Con un material de esta índole, puede que nuestro discernimiento haga un nuevo progreso. Escojo un ejemplo de chiste en la palabra, lo más inocente posible: Una muchacha que recibe el anuncio de una visita mientras hace su toilette exclama: « ¡Ah! Lástima grande que una no pueda dejarse ver justo cuando está más anziehend {«cuando está más poniéndose la ropa»; también, «cuando está más atractiva»}» (Kleinpaul, 1890). Pero como me asaltan dudas sobre si tengo derecho a declarar no tendencioso este chiste, lo sustituyo por otro, bien simplote, y al que se puede considerar exento de esa objeción: En una casa adonde me habían invitado a comer se sirvió al término de la comida el plato llamado «roulard», cuya preparación supone alguna destreza en la cocinera. «¿Hecho en casa?», pregunta uno de los convidados, y el anfitrión responde: «Sí, efectivamente, un home-roulard» (Home Rule). Esta vez no le indagaremos la técnica al chiste, sino que atenderemos a otro factor, que es por cierto el más importante. Escuchar este improvisado chiste deparó contento a los presentes -yo mismo me acuerdo muy bien-, y nos hizo reír. En estos casos, como en muchísimos otros, la sensación de placer que experimenta el oyente no puede provenir de la tendencia ni del contenido de pensamiento del chiste; no nos queda otra posibilidad que relacionarla con la técnica de este. Por tanto, sus recursos técnicos ya descritos -condensación, desplazamiento, figuración indirecta, etc.- tienen la capacidad de provocar en el oyente una sensación de placer, aunque todavía no podamos inteligir cómo resultan ellos dotados de esa capacidad. De esta manera, tan simple, obtenemos la segunda tesis para el esclarecimiento del chiste; la primera decía que el carácter de chiste depende de la forma de expresión. Pero reparemos en que esta segunda tesis en verdad no nos ha enseñado nada nuevo. Sólo aísla lo que ya estaba contenido en una experiencia que hicimos antes. En efecto, recordemos que cuando conseguíamos reducir el chiste, es decir, sustituir su expresión por otra conservando escrupulosamente su sentido, quedaba cancelado no sólo el carácter de chiste sino el efecto reidero, o sea, el contento que el chiste produce. Llegados a este punto, no podemos proseguir sin considerar lo que sostienen nuestras autoridades filosóficas. Los filósofos, que incluyen el chiste en lo cómico, y tratan lo cómico mismo dentro de la estética, caracterizan el representar estético mediante la condición de que en él no queremos nada de las cosas ni con ellas, no utilizamos las cosas para satisfacer alguna de nuestras grandes necesidades vitales, sino que nos conformamos considerándolas y gozando de su representación. «Este goce, esta manera de la representación, es la puramente estética, que descansa sólo en el interior de sí, sólo dentro de sí tiene su fin y no cumple ningún otro fin vital» (Fischer, 1889, pág. 20). No creemos contradecir estas palabras de Fischer, tal vez sólo traducimos su pensamiento a nuestra terminología, si destacamos que, empero, no puede decirse que la actividad chistosa carezca de fin o de meta, ya que se ha impuesto la meta inequívoca de producir placer en el oyente. Dudo mucho de que seamos capaces de emprender nada que no lleve un propósito. Cuando no necesitamos de nuestro aparato anímico para el cumplimiento de una de las satisfacciones indispensables, lo dejamos que trabaje él mismo por placer, buscamos extraer placer de su propia actividad. Conjeturo que esta es en general la condición a que responde todo representar estético, pero lo que yo entiendo de estética es demasiado escaso para pretender ponerme a desarrollar esta tesis; no obstante, y sobre la base de las dos intelecciones ya obtenidas, acerca del chiste puedo aseverar que es una actividad que tiene por meta ganar placer a partir de los procesos anímicos -intelectuales u otros-. Es verdad que también otras actividades llevan el mismo fin. Acaso se diferencien según el ámbito de actividad anímica del cual procuran conseguir placer, o acaso por los métodos de que se valen para ello. En este momento no podemos decidirlo; pero retengamos que como resultado de nuestra indagación la técnica del chiste y la tendencia al ahorro, que la gobierna parcialmente, han quedado vinculadas con la producción de placer. Ahora bien, antes de pasar a la solución de este enigma, a saber, cómo los recursos técnicos del trabajo del chiste pueden excitar placer en el oyente, recordemos que a fin de simplificar y de obtener una mayor trasparencia hemos dejado de lado los chistes tendenciosos. No obstante, estamos obligados a indagar cuáles son las tendencias del chiste y la manera en que él sirve a esas tendencias. Una observación, sobre todo, nos advierte que no debemos dejar de lado al chiste tendencioso en la indagación del origen del placer provocado por el chiste. El efecto placentero del chiste inocente es las más de las veces moderado; un agrado nítido y una fácil risa es casi siempre todo cuanto puede conseguir en el oyente, y de ese efecto, además, una parte debe cargarse en la cuenta de su contenido de pensamiento, como ya lo notamos en ejemplos apropiados. El chiste no tendencioso casi nunca consigue esos repentinos estallidos de risa que vuelven irresistible al tendencioso. Puesto que la técnica puede ser la misma en ambos, nos está permitido conjeturar que el chiste tendencioso por fuerza dispondrá, en virtud de su tendencia, de unas fuentes de placer a que el chiste inocente no tiene acceso alguno. Ahora bien, es fácil abarcar el conjunto de las tendencias del chiste. Cuando este no es fin en sí mismo, o sea, no es inocente, se pone al servicio de dos tendencias solamente, que aun admiten ser reunidas bajo un único punto de vista: es un chiste hostil (que sirve a la agresión, la sátira, la defensa) u obsceno (que sirve al desnudamiento). De antemano cabe apuntar, también aquí, que la modalidad técnica del chiste -que sea un chiste en la palabra o en el pensamiento- no tiene ninguna relación con esas dos tendencias. Más espacio requiere exponer la manera en que el chiste sirve a tales tendencias. Prefiero empezar esta indagación, no con el chiste hostil, sino con el desnudador. Por cierto, mucho más raramente se lo ha considerado digno de estudio, como si cierta repugnancia se hubiera trasferido aquí del tema de esos chistes al hecho positivo de su existencia; en cuanto a nosotros, no nos dejaremos despistar por ello, pues enseguida tropezaremos con un caso límite de chiste que promete esclarecernos más de un punto oscuro. Bien se sabe lo que se entiende por «pulla indecente» (Zote}: poner de relieve en forma deliberada hechos y circunstancias sexuales por medio del decir. No obstante, esta definición no es más exacta que cualquier otra. A pesar de ella, una conferencia sobre la anatomía de los órganos sexuales o sobre la fisiología de la concepción no tendrá ni un solo punto de contacto con la pulla indecente. Además, es propio de la pulla dirigirse a una persona determinada que a uno lo excita sexualmente, y en quien se pretende provocar igual excitación por el hecho de que, al escuchar la indecencia, toma noticia de la excitación del decidor. En lugar de excitada, puede ocurrirle que se vea avergonzada o turbada, lo cual no es sino un modo de reaccionar a su excitación y, por ese rodeo, una confesión de esta. Así, en su origen la pulla indecente está dirigida a la mujer y equivale a un intento de seducirla. Si luego relatar o escuchar tales pullas produce contento a un hombre en una sociedad de hombres es porque al mismo tiempo se representa la situación originaria, que no puede concretarse a consecuencia de inhibiciones sociales. Quien ríe por la pulla escuchada, lo hace como un espectador ante una agresión sexual. Eso sexual que forma el contenido de la pulla abarca algo más que lo particular de cada uno de los sexos; queremos decir que también comprende lo común a ambos, a lo cual se extiende la vergüenza: lo excrementicio en todo su alcance. Pero este mismo es el alcance que tiene lo sex ual en la infancia; en ella, para la representación, existe en alguna medida una cloaca dentro de la cual lo sexual y lo excrementicio se separan mal o no se separan. Por todo el orbe de pensamiento de la psicología de las neurosis, lo sexual incluye además lo excrementicio, se lo entiende en el antiguo sentido, infantil. La pulla es como un desnudamiento de la persona, sexualmente diferente, a la que está dirigida. Al pronunciar las palabras obscenas, constriñe a la persona atacada a representarse la parte del cuerpo o el desempeño en cuestión, y le muestra que el atacante se representa eso mismo. No cabe duda de que el motivo originario de la pulla es el placer de ver desnudado lo sexual. No podrá menos que aclarar las cosas el remontarnos aquí hasta los fundamentos. La inclinación a ver desnudo lo específico del sexo es uno de los componentes originarios de nuestra libido. A su vez quizá sea ya una sustitución, y se remonte a un placer, que hemos de suponer primario, de tocar lo sexual. Como es tan frecuente, también aquí el ver ha relevado al tocar. La libido de ver o tocar es en cada quien de dos maneras, activa y pasiva, masculina y femenina, y según sea el carácter sexual que prevalezca se plasmará predominantemente en una u otra dirección. En niños pequeños es fácil observar su inclinación al autodesnudamiento. Donde el núcleo de esta inclinación no ha experimentado su destino ordinario, el de la superposición de otras capas y la sofocación, se desarrolla hasta constituir aquella perversión de los adultos conocida como «esfuerzo exhibicionista». En la mujer, a la inclinación exhibicionista pasiva se le sobrepone de una manera casi regular la grandiosa operación reactiva del pudor sexual, pero ello no sin que se le reserve, en el vestido, una puertecita de escape. Apenas hace falta señalar lo extensible y variable, de acuerdo con la convención y las circunstancias, que es esta medida de exhibición permitida a la mujer. En el varón, un grado considerable de esta aspiración subsiste como pieza integrante de la libido y sirve como introducción al acto sexual. Cuando esta aspiración se hace valer en el primer acercamiento a la mujer, se ve precisada, por dos motivos, a servirse del decir. En primer lugar, para insinuársele y, en segundo, porque el despertar de la representación por medio del dicho pone a la mujer misma en la excitación correspondiente y es apto para despertar en ella la inclinación al exhibicionismo pasivo. Este dicho cortejante no es todavía la pulla indecente, pero se propasa hacia ella. En efecto, toda vez que la aquiescencia de la mujer sobreviene enseguida, el dicho obsceno es efímero, pronto deja sitio a la acción sexual. Distinto es cuando no puede contarse con la pronta aquiescencia de la mujer, y en cambio afloran las reacciones defensivas de ella. Entonces el dicho sexualmente excitador deviene fin en sí mismo como pulla; al verse interceptada la agresión sexual en su progreso hasta el acto, se detiene en provocar la excitación y extrae placer de los indicios de esta en la mujer. Con ello la agresión cambia también su carácter, en el mismo sentido que cualquier moción libidinosa que tropiece con un obstáculo; se vuelve directamente hostil, cruel, pide ayuda entonces, contra el obstáculo, a los componentes sádicos de la pulsión sexual. La inflexibilidad de la mujer es, pues, la condición inmediata para la plasmación de la pulla indecente; claro está, siempre que parezca significar una mera posposición y no haga perder esperanzas para un intento posterior. El caso ideal de una resistencia de esta índole en la mujer es el de la simultánea presencia de otro hombre, de un tercero, pues entonces el consentimiento inmediato de ella queda poco menos que excluido. Este tercero pronto cobra la máxima significación para el desarrollo de la pulla; al comienzo, empero, no se puede prescindir de la presencia de la mujer. Entre gentes campesinas o en posadas de mala muerte se puede observar que sólo la entrada de la camarera o la posadera hace que salga a relucir la pulla; únicamente en niveles sociales más elevados ocurre lo contrario: la presencia de una persona del sexo femenino pone fin a la pulla; los hombres se reservan este tipo de conversación, que en su origen presupone una mujer que se avergüence, hasta encontrarse solos, «entre ellos». Así, poco a poco, en lugar de la mujer es el espectador, y ahora el oyente, la instancia a que está destinada la pulla, mudanza con la cual el carácter de esta se aproxima ya al del chiste. A partir de este punto, dos factores pueden reclamar nuestra atención: el papel del tercero, el oyente, y las condiciones de contenido de la pulla misma. El chiste tendencioso necesita en general de tres personas; además de la que hace el chiste, una segunda que es tomada como objeto de la agresión hostil o sexual, y una tercera en la que se cumple el propósito del chiste, que es el de producir placer. Más adelante deberemos buscar el fundamento más profundo de esta constelación; por ahora nos atendremos al hecho que se anuncia en ella, a saber, que no es quien hace el chiste, sino el oyente inactivo, quien ríe a causa de él, o sea, goza de su efecto placentero. Es la misma relación en que se encuentran las tres personas en la pulla indecente. Cabe describir así el proceso: El impulso libidinoso de la primera despliega, tan pronto como halla inhibida su satisfacción por la mujer, una tendencia hostil dirigida a esta segunda persona, y convoca como aliada a la tercera persona, originariamente perturbadora. Mediante el dicho indecente de la primera, la mujer es desnudada ante ese tercero, quien ahora es sobornado como oyente -por la satisfacción fácil de su propia libido- Cosa curiosa, ese echar pullas es en todas partes quehacer predilecto entre la gente vulgar, e infaltable cuando se está de talante alegre. Pero también es notable que en ese complejo proceso que conlleva tantos de los caracteres del chiste tendencioso no se exijan a la pulla misma ninguno de los requisitos formales que distinguen al chiste.