Lección II los actos fallidos 2

El intento de explicación que los dos autores antes citados creyeron poder deducir de su colección de ejemplos me parece por completo insuficiente. A su juicio, los sonidos y las silabas de una palabra poseen valores diferentes, y la inervación de un elemento poseedor de un valor elevado puede ejercer una influencia perturbadora sobre las de los elementos de un menor valor. Esto no sería estrictamente cierto más que para aquellos casos, muy poco frecuentes, de anticipaciones y ecos, pues en las equivocaciones restantes no interviene para nada este hipotético predominio de unos sonidos sobre otros. Los lapsus más corrientes son aquellos en los que se reemplaza una palabra por otra que presentan cierta semejanza con ella, y esta semejanza parece suficiente a muchas personas para explicar la equivocación. Así la cometida por un catedrático que al querer decir en su discurso de presentación: <No soy el llamado (Ich bien nicht geeignet) a hacer el elogio de mi predecesor en esta cátedra>, se equivocó y dijo: <No estoy, inclinado (Ich bin nicht geneigt

), etc.> O la de otro profesor que dijo: <En lo que respecta al aparato genital femenino, no hemos logrado, a pesar de muchas tentaciones_, perdón, tentativas_>.

Pero la equivocación oral más frecuente y la que mayor impresión produce es aquella que consiste en decir exactamente lo contrario de lo que queríamos. Las relaciones tonales y los efectos de semejanza quedan ya aquí muy alejados de toda posible intervención, y en su lugar aparece, en el mecanismo de la equivocación, la estrecha afinidad existente entre los conceptos opuestos y la proximidad de los mismos en la asociación psicológica. De este género de equivocaciones poseemos ejemplos históricos. Así aquel presidente de la Cámara austro-húngara que abrió un día la sesión con las palabras siguientes: <Señores diputados: Hecho el recuento de los presentes y habiendo suficiente número, se levanta la sesión.>

Cualquier otra fácil asociación, susceptible de surgir inoportunamente en determinadas circunstancias, puede producir efectos análogos a los de la relación de los contrarios. Cuentas, por ejemplo, que en una fiesta celebrada con ocasión de la boda de una hija de Helmholz con el hijo del conocido inventor y gran industrial W. Siemens, el famoso fisiólogo Dubois-Reymond termino su brillante brindis con un viva a la nueva firma industrial <Siemens y Halske>, título de la sociedad industrial ya existente. La equivocación se explica por la costumbre de referirse a la citada firma industrial, popular en Berlín.

Así, pues, a las relaciones tonales y a la semejanza de las palabras habremos de añadir la influencia de la asociación de estas últimas. Pero tampoco esto es suficiente. Existe toda una serie de casos en los que la explicación del lapsus observado no puede conseguirse sino teniendo en cuenta la frase que ha sido enunciada o incluso tan solo pensada anteriormente. Nos hallaremos, por tanto, ante un nuevo caso de eco, semejante a los citados por Meringer; pero la acción perturbadora seria ejercida aquí desde una distancia mucho mayor. Más debo confesaros que con todo lo que antecede me parece habernos alejado más que nunca de la comprensión del acto fallido de la equivocación oral.

No creo, sin embargo, incurrir en error diciendo que los ejemplos de equivocación oral citados en el curso de la investigación que precede dejan una nueva impresión merecedora de que nos detengamos a examinarlos. Hemos investigado, en primer lugar, las condiciones en las cuales se produce de un modo general la equivocación oral, y después las influencias que determinan tales deformaciones de la palabra, pero no hemos examinado aun el efecto del lapsus en sí mismo e independientemente de las circunstancias en que se produce. Si, por fin, nos decidimos a hacerlo así, deberemos tener el valor de afirmar que en algunos de los ejemplos citados la deformación en la que el lapsus consiste presenta un sentido propio. Esta afirmación implica que el efecto de la equivocación oral tiene, quizá, un derecho a ser considerado como un acto psíquico completo, con su fin propio, y como una manifestación de contenido y significación peculiares. Hasta aquí hemos hablado siempre de actos fallidos; pero ahora nos parece ver que tales actos se presentan algunas veces como totalmente correctos, solo que sustituyendo a los que esperábamos o nos proponíamos.

Este sentido propio del acto fallido aparece en determinados casos en una manera evidente e irrecusable. Si las primeras palabras del presidente de la Cámara son para levantar la sesión en lugar de para declararla abierta, nuestro conocimiento de las circunstancias en las que esta

equivocación se produjo nos inclinara a atribuir un pleno sentido a este acto fallido. El presidente no espera nada bueno de la sesión, y le encantaría poder levantarla inmediatamente. No hallamos, pues, dificultad ninguna para descubrir el sentido de esta equivocación. Análogamente sencilla resulta la interpretación de los dos ejemplos que siguen: Una señora quiso alabar el sombrero de otra, y le pregunto en tono admirativo: <?Y ha sido usted misma quien ha adornado ese sombrero?> Mas al pronunciar la palabra adornado (aufgeputzt) cambio la u de la última silaba en a, formando un verbo relacionado íntimamente con la palabra Patzerei (facha). Toda la ciencia del mundo no podrá impedirnos ver en este lapsus una revelación del oculto pensamiento de la amable señora: <Ese sombrero es una facha.> Una casada joven, de la que se sabía que ordenaba y mandaba en su casa como jefe supremo, me relataba un día que su marido, sintiéndose enfermo, había consultado al médico sobre el régimen alimenticio más conveniente para su curación, y que el médico le había dicho que no necesitaba observar régimen especial ninguno. <Así, pues -añadió-, puede comer y beber lo que yo quiera.> Esta equivocación muestra claramente todo un enérgico programa conyugal.

Si conseguimos demostrar que las equivocaciones orales que presentan un sentido, lejos de constituir una excepción, son, por el contrario, muy frecuentes, este sentido, del que hasta ahora no habíamos tratado en nuestra investigación de los actos fallidos, vendrá a constituir el punto más importante de la misma y acaparara todo nuestro interés, retrayéndolo de otros extremos. Podremos, pues, dar de lado todos los factores fisiológicos y psicofisiológicos y consagrarnos a investigaciones puramente psicológicas sobre el sentido de los actos fallidos; esto es, sobre su significación y sus intenciones. Con este objeto someteremos a observación desde este punto de vista el mayor acervo posible de material investigable.

Mas antes de iniciar esta labor quiero invitaros a acompañarme en una corta digresión. Más de una vez se han servido diversos poetas de la equivocación oral y de otros actos fallidos como medios de representación poética. Este solo hecho basta para probarnos que el poeta considera el acto fallido (por ejemplo, la equivocación oral) como algo pleno de sentido, pues lo hace producirse intencionadamente, dado que no podemos pensar que se ha equivocado al escribir su obra y deja luego que su equivocación en la escritura subsista, convirtiéndose en una equivocación oral de su personaje. Por medio de tales errores quiere el poeta indicarnos alguna cosa que podremos fácilmente averiguar, pues veremos en seguida si la equivocación se encamina a hacernos ver que el personaje que la comete se halla distraído, fatigado o amenazado de un ataque de jaqueca. Claro es que no deberemos dar un valor exagerado al hecho de que los poetas empleen la equivocación oral como un acto pleno de sentido, pues, en realidad, podía la misma no tenerlo sino en rarísimas excepciones o ser, en general, una pura casualidad psíquica, y deber en estos casos su significación a la exclusiva voluntad del poeta, que, haciendo uso de un

perfecto derecho, la espiritualizaría, dándole un sentido determinado para ponerla al servicio de sus fines artísticos. Más, sin embargo, no nos extrañaría tampoco que, inversamente, nos proporcionaran los poetas, sobre la equivocación oral, un mayor esclarecimiento que el que pudiéramos hallar en los estudios de los filólogos y psiquiatras.

Un ejemplo de equivocación oral lo encontramos en el Wallenstein, de Schiller (<Los Piccolomini>, acto primero, escena tercera). En la escena precedente Max Piccolomini, lleno de entusiasmo, se ha declarado decidido partidario del duque, anhelando la llegada de la bendita paz, cuyos encantos le fueron descubiertos en un viaje en que acompaño al campamento a la hija de Wallenstein. A continuación comienza la escena quinta:

<QUESTENBERG. -! Ay de nosotros! ?A esto hemos llegado? ?Vamos, amigo mío, a dejarle marchar en ese error sin llamarle de nuevo y abrirle los ojos en el acto?

OCTAVIO. -(Saliendo de profunda meditación.) Ahora acaba el de abrírmelos a mí y veo más de lo que quisiera ver.

QUESTENBERG. -?Que es ello, amigo mío?

OCTAVIO. -Maldito sea el tal viaje!

QUESTENBERG. -?Por que? ?Que sucede?

OCTAVIO. -Venid. Tengo que perseguir inmediatamente la desdichada pista. Tengo que observarla con mis propios ojos. Venid. (Quiere hacerle salir.)

QUESTENBERG. -?Por que? ?Donde?

OCTAVIO. -(Apresurado.) Hacia ella.

QUESTENBERG. -Hacia_

OCTAVIO. -(Corrigiendose.) Hacia el duque, vamos.>

Octavio quería decir: <Hacia él, hacia el duque.> Pero comete un lapsus y revela a los espectadores, con las palabras <hacia ella> que ha adivinado cual es la influencia que hace ansiar la paz al joven guerrero.

O. Rank ha descubierto en Shakespeare un ejemplo, aún más impresionante, de este mismo género. Hallase este ejemplo en El mercader de Venecia y en la célebre escena en la que el feliz amante debe escoger entre tres cofrecillos que Porcia le presenta. Lo mejor será copiar la breve exposición que Rank hace de este pasaje:

<Otro ejemplo de equivocación oral delicadamente motivado, utilizado con gran maestría técnica por un poeta y similar al señalado por Freud en el Wallenstein, de Schiller, nos ensena que los poetas conocen muy bien la significación y el mecanismo de esta función fallida, y suponen que también los conoce o los comprenderá el público. Este ejemplo lo hallamos en El mercader de Venecia (acto tercero, escena segunda), de Shakespeare. Porcia, obligada por la voluntad de su padre a tomar por marido a aquel de sus pretendientes que acierte a escoger una de las tres cajas que le son presentadas, ha tenido hasta el momento la fortuna de que ninguno de aquellos amadores que no le eran gratos acertase en su elección. Por fin, encuentra en Bassanio el hombre a quien entregaría gustosa su amor, y entonces teme que salga también vencido en la prueba. Quisiera decirle que, aun sucediendo así, puede estar seguro de que ella le seguirá amando, pero su juramento se lo impide. En este conflicto interior le hace decir el poeta a su afortunado pretendiente:

<Quisiera reteneros aquí un mes o dos antes de que aventurarais la elección de que dependo. Podría indicaros como escoger con acierto. Pero si así lo hiciera seria perjura, y no lo seré jamás. Por otra parte, podéis no obtenerme, y si esto sucede, haríais arrepentirme, lo cual sería un pecado, de no haber faltado a mi juramento. !Mal hayan vuestros ojos! Se han hecho dueños de mi ser y lo han dividido en dos partes, de las cuales la una es vuestra y la otra es vuestra, digo mía; mas siendo mía, es vuestra, y así soy toda vuestra.>

Así, pues, aquello que Porcia quería tan solo indicar ligeramente a Bassanio, por ser algo que en realidad debía callar en absoluto, esto es, que ya antes de la prueba le amaba y era toda suya, deja el poeta, con admirable sensibilidad psicológica, que aparezca claramente en la equivocación, y por medio de este artificio consigue calmar tanto la insoportable incertidumbre del amante como la similar tensión del público sobre el resultado de la elección.

Observamos también con que sutileza acaba Porcia por conciliar las dos manifestaciones contenidas en su equivocación y por suprimir la contradicción que existe entre ellas, dando, sin embargo, libre curso a la expresión de su promesa: <Mas siendo mía, es vuestra, y así soy toda vuestra.> Con una sutil observación ha descubierto también, ocasionalmente, un pensador muy alejado de los estudios médicos el sentido de una función fallida, ahorrándonos el trabajo de buscarlo por nuestra cuenta. Todos conocéis al ingenioso satírico Lichtenberg (1732-1799), del que Goethe decía que cada uno de sus chistes escondía un problema. Precisamente en un chiste de este autor aparece la solución del problema que nos ocupa, pues refiriéndose a un erudito en una de sus chistosas y satíricas ocurrencias, dice que a fuerza de haber leído a Homero había acabado por leer Agamenon siempre que encontraba escrita ante sus ojos la palabra angenommen (admitido). Y esta es precisamente toda la teoría de la equivocación en la lectura.

En la próxima lección examinaremos la cuestión de saber si podemos ir de acuerdo con los poetas en esta concepción de las funciones fallidas.