LECCION IV LOS ACTOS FALLIDOS

LECCION IV LOS ACTOS FALLIDOS (Cont.)

De la labor hasta aquí realizada podemos deducir que los actos fallidos tienen un sentido, conclusión que tomaremos como base de nuestras subsiguientes investigaciones. Haremos resaltar una vez más que no afirmamos, ni para los fines que perseguimos nos es necesario afirmar, que todo acto fallido sea significativo, aunque consideraríamos muy probable esta hipótesis. Pero nos basta con hallar que tal sentido aparece con relativa frecuencia en las diferentes clases de actos fallidos. Además, estas diversas clases ofrecen, por lo que respecta a este punto de vista, grandes diferencias. En las equivocaciones orales, escritas, etc., pueden aparecer casos de motivación puramente fisiológica, cosa, en cambio, poco probable en aquellas otras variantes de la función fallida que se basan en el olvido (olvido de nombres y propósitos, imposibilidad de encontrar objetos que uno mismo ha guardado, etc.). Sin embargo, existe un caso de pérdida en el que parece no intervenir intención alguna. Los errores que cometemos en nuestra vida cotidiana no pueden ser juzgados conforme a estos puntos de vista más que hasta cierto límite. Os ruego conservéis en vuestra memoria estas limitaciones para recordarlas cuando más adelante expliquemos como los actos fallidos son actos psíquicos resultantes de la interferencia de dos intenciones.

Es este el primer resultado del psicoanálisis. La Psicología no ha sospechado jamás, hasta el momento, tales interferencias ni la posibilidad de que las mismas produjeran fenómenos de este género. Así, pues, el psicoanálisis ha extendido considerablemente la amplitud del mundo de los fenómenos psíquicos y ha conquistado para la Psicología dominios que anteriormente no formaban parte de ella.

Detengámonos todavía unos instantes en la afirmación de que los actos fallidos son <actos psíquicos> y veamos si la misma expresa algo más de lo que ya anteriormente dijimos, o sea que dichos actos poseen un sentido.

A mi juicio, no tenemos necesidad ninguna de ampliar el alcance de tal afirmación, pues ya nos parece de por si harto indeterminada y susceptible de equivocadas interpretaciones. Todo lo que puede observarse en la vida anímica habrá de designarse eventualmente con el nombre de fenómeno psíquico. Mas para fijar de un modo definitivo esta calificación habremos de investigar si la manifestación psíquica dada es un efecto directo de influencias somáticas orgánicas y materiales, caso en el cual caerá fuera de la investigación psicológica, o si, por el contrario, se deriva directamente de otros procesos anímicos, mas allá de los cuales comienza la serie de las influencias orgánicas. A esta última circunstancia es a la que nos atenemos para calificar a un fenómeno de proceso psíquico y, por tanto, es más apropiado dar a nuestro principio la forma siguiente: el fenómeno es significativo y posee un `sentido’, entendiendo por `sentido’, un `significado’, una `intención’, una `tendencia’ y una `localización en un contexto psíquico continuo’.

Hay otros muchos fenómenos que se aproximan a los actos fallidos, pero a los que no conviene ya esta denominación, y son los que llamamos actos casuales y sintomáticos (Zufalls-und Symptomhandlungen). También estos actos se muestran, como los fallidos, inmotivados y faltos de trascendencia, apareciendo, además, claramente superfluos. Pero lo que en rigor los distingue de los actos fallidos propiamente dichos es la ausencia de otra intención distinta a aquella con la que tropiezan y que por ellos queda perturbada.

Se confunden, por último, con los gestos y movimientos encaminados a la expresión de las emociones. A estos actos casuales pertenecen todos aquellos pequeños actos, en apariencia carentes de objeto, que solemos realizar, tales como andar en nuestros propios vestidos o en determinadas partes del cuerpo, juguetear con los objetos que se hallan al alcance de nuestras manos, tararear o silbar automáticamente una melodía, etc. El psicoanálisis afirma que todos estos actos poseen un sentido y pueden interpretarse del mismo modo que los actos fallidos, esto es, como pequeños indicios reveladores de otros procesos psíquicos mas importantes. Habremos, pues, de concederles la categoría de actos psíquicos completos.

A pesar del interés que el examen de esta nueva ampliación del campo de los fenómenos psíquicos no dejaría de presentar, prefiero no detenerme en él y reanudar el análisis de los actos fallidos, los cuales nos plantean con mucha mayor precisión los problemas más importantes del psicoanálisis.

Entre las interrogaciones que hemos formulado a propósito de las funciones fallidas, las más interesantes -que, por cierto, no hemos resuelto aún- son las siguientes: hemos dicho que los actos fallidos resultan de la interferencia de dos intenciones diferentes, una de las cuales puede calificarse de perturbada y la otra de perturbadora. Las intenciones perturbadas no plantean ningún problema. En cambio, por lo que respecta a las perturbadoras, quisiéramos saber de qué genero son tales intenciones capaces de perturbar otras y cuál es la relación que con estas últimas las enlaza.

Permitid que escoja de nuevo la equivocación oral como representativa de toda la especie de los actos fallidos y que responda en primer lugar a la segunda de las interrogaciones planteadas.

En la equivocación oral puede haber, entre la intención perturbadora y la perturbada, una relación de contenido, y en tal caso la primera contendrá una contradicción, una rectificación o un complemento de la segunda; pero puede también suceder que no exista relación alguna entre los contenidos de ambas tendencias, y entonces el problema se hace más oscuro e interesante.

Los casos que ya conocemos y otros análogos nos permiten comprender sin dificultad la primera de estas relaciones.

En casi todos los casos en los que la equivocación nos hace decir lo contrario de lo que queríamos, la intención perturbadora es, en efecto, opuesta a la perturbada, y el acto fallido representa el conflicto entre las dos tendencias inconciliables. Así, el sentido de la equivocación del presidente de la Cámara puede traducirse en la frase siguiente: <Declaro abierta la sesión, aunque preferiría suspenderla.> Un diario, acusado de haberse vendido a una fracción política, se defendió en un artículo que terminaba con las palabras que siguen:

<Nuestros lectores son testigos de que hemos defendido siempre el bien general de la manera más desinteresada.> Pero el redactor a quien se confió esta defensa escribió: <de la manera más interesada>, equivocación que, a mi juicio, revela su verdadero pensamiento: <No tengo más remedio que escribir lo que me han encargado, pero sé que la verdad es muy distinta.> Un diputado que se proponía declarar la necesidad de decir al emperador toda la verdad, sin consideraciones (ruckhaltlos), advirtió en su interior una voz que le aconsejaba no llevar tan lejos su audacia y cometió una equivocación en la que el <sin consideraciones> (ruckhaltlos), quedo transformado en <sin columna vertebral> (ruckgratlos), o sea <doblando el espinazo> [*].

En los casos que ya conocéis y que nos producen la impresión de contracciones y abreviaciones, se trata de rectificaciones, agregaciones o continuaciones con las que una segunda tendencia logra manifestarse al lado de la primera. <Se han producido hechos (zum Vorschein gekommen) que yo calificaría de cochinerías (Schweinereien); resultado: <zum Vorschwein gekommen>. <Las personas que comprenden estas cuestiones pueden contarse por los dedos de una mano; pero no, no existe, a decir verdad, más que una sola persona que las comprenda>; resultado: <Las personas que las comprenden pueden ser contadas con un solo dedo.> O también: <Mi marido puede comer y beber lo que él quiera; pero como en el mando yo_, podrá comer y beber lo que yo quiera.> Como se ve, en todos estos casos la equivocación se deriva directamente del contenido mismo de la intención perturbada o se halla en conexión con ella.

Otro género de relación que descubrimos entre las dos intenciones interferentes nos parece un tanto extraño. Si la intención perturbadora no tiene nada que ver con el contenido de la perturbada, ?qué origen habremos de atribuirle y como nos explicaremos que surja como perturbación de otra intención determinada? La observación -único medio de hallar respuesta a estas interrogaciones- nos permite darnos cuenta de que la perturbación proviene de una serie de ideas que había preocupado al sujeto poco tiempo antes y que interviene en el discurso de esta manera particular, independientemente de que haya hallado o no expresión en el mismo. Trátese, pues, de un verdadero eco, pero que no es producido siempre o necesariamente por las palabras anteriormente pronunciadas. Tampoco falta aquí un enlace asociativo entre el elemento perturbador y el perturbador pero en lugar de residir en el contenido es puramente artificial y su constitución resulta a veces muy forzada.

Expondré un ejemplo de este género, muy sencillo y observado por mi directamente. Durante una excursión por los Dolomitas encontré a dos señoras que vestían trajes de turismo. Fui acompañándolas un trozo de camino y conversamos de los placeres y molestias de las excursiones a pie. una de las señoras confeso que este ejercicio tenía su lado incómodo. <Es cierto- dijo -que no resulta nada agradable sentir sobre el cuerpo, después de haber estado andando el día entero, la blusa y la camisa empapadas en sudor.> En medio de esta frase tuvo una pequeña vacilación, que venció en el acto. Luego continuo y quiso decir: <Pero cuando se llega a casa y puede uno cambiarse de ropa_>, más en vez de la palabra <Hause> (casa) se equivocó y pronuncio la palabra Hose (calzones). La señora había tenido claramente el propósito de hacer una más completa enumeración de las prendas interiores, diciendo blusa, camisa y pantalones, y por razones de conveniencia social había retenido el ultimo nombre. Pero en la frase de contenido independiente que a continuación pronuncio se abrió paso, contra su voluntad, la palabra inhibida, surgiendo en forma de desfiguración de la palabra Hausa.

Podemos ahora abordar la interrogación principal cuyo examen hemos eludido por tanto tiempo, o sea la de cuáles son las intenciones que se manifiestan, de una manera tan extraordinaria, como perturbaciones de otras. Tratase evidentemente de intenciones muy distintas, pero en las que intentaremos descubrir algunos caracteres comunes. Si examinamos con este propósito una serie de ejemplos, veremos que los mismos pueden dividirse en tres grupos. En el primero reuniremos aquellos casos en los que la tendencia perturbadora es conocida por el sujeto de la equivocación y se le ha revelado además con anterioridad a la misma. Así, en el ejemplo <Vorschwein> confiesa el sujeto no solo haber pensado que aquellos hechos merecían ser calificados de <cochinerías> (Schweinereien), sino también haber tenido la intención -que después reprimió- de manifestar verbalmente tal juicio peyorativo.

El segundo grupo comprenderá aquellos casos en los que la persona que comete la equivocación reconoce en la tendencia perturbadora una tendencia personal, mas ignora que la misma se hallaba ya en actividad en ella antes de la equivocación. Acepta, pues, nuestra interpretación de esta última, pero no se muestra sorprendida por ella. En otros actos fallidos encontraremos ejemplos de esta actitud más fácilmente que en las equivocaciones orales. Por último, el tercer grupo entraña aquellos casos en los que el sujeto protesta con energía contra la interpretación que le sugerimos, y no contento con negar la existencia de la intención perturbadora antes de la equivocación, afirma que tal intención le es ajena en absoluto. Recordad el brindis del joven orador que propone hundir la prosperidad de su jefe y la respuesta un tanto grosera que hube de escuchar cuando revele al equivocado orador su intención perturbadora. Sobre la manera de concebir este caso no hemos podido ponernos todavía de acuerdo. Por lo que a mi concierne, la protesta del sujeto de la equivocación no me inquieta en absoluto ni me impide mantener mi interpretación; pero vosotros, impresionados por la resistencia del interesado, os preguntáis, sin duda, si no haríamos mejor en renunciar a buscar la interpretación de los casos de este género y considerarlos actos puramente fisiológicos en el sentido pre psicoanalítico. Sospecho que es lo que os lleva a pensar así. Mi interpretación representa la hipótesis de que la persona que habla puede manifestar intenciones que ella misma ignora, pero que yo puedo descubrir guiándome por determinados indicios, y vaciláis en aceptar esta suposición tan singular y tan preñada de consecuencias. Comprendo vuestras dudas; mas he de indicaros que si queréis permanecer consecuentes con vuestra concepción de los actos fallidos, fundada en tan numerosos ejemplos, no debéis vacilar en aceptar esta última hipótesis, por desconcertante que os parezca. Si esto es imposible, no os queda otro camino que renunciar también a la comprensión, tan penosamente adquirida, de dichos actos.

Detengámonos aun un instante en lo que enlaza a los tres grupos que acabamos de establecer; esto es, en aquello que es común a los tres mecanismos de la equivocación oral. Afortunadamente, nos hallamos en presencia de un hecho irrefutable. En los dos primeros grupos, la tendencia perturbadora es reconocida por el mismo sujeto, y, además, en el primero de ellos, dicha tendencia se revela inmediatamente antes de la equivocación. Pero lo mismo en el primer grupo que en el segundo, la tendencia de que se trata se encuentra rechazada, y como la persona que habla se ha decidido a no dejarla surgir en su discurso, incurre en la equivocación; esto es, la tendencia rechazada se manifiesta a pesar del sujeto, sea modificando la expresión de la intención por el aceptada, sea confundiéndose con ella o tomando su puesto. Tal es el mecanismo de la equivocación oral.

Mi punto de vista me permite explicar por el mismo mecanismo los casos del tercer grupo. Para ello no tendré mas que admitir que los tres grupos que hemos establecido se diferencian entre sí por el distinto grado de repulsa de la intención perturbadora. En el primero, esta intención existe y es percibida por el sujeto antes de hablar, siendo entonces cuando se produce la repulsa, de la cual la intención se venga con el lapsus. En el segundo, la repulsa es más adecuada, y la intención resulta ya imperceptible antes de comenzar el discurso, siendo sorprendente que una tal represión, harto profunda, no impida, sin embargo, a la intención intervenir en la producción del lapsus. Pero esta circunstancia nos facilita, en cambio, singularmente, la explicación del proceso que se desarrolla en el tercer grupo y nos da valor para admitir que en el acto fallido pueda manifestarse una tendencia rechazada desde largo tiempo atrás, de manera que el sujeto la ignora totalmente y obra con absoluta sinceridad al negar su existencia. Pero, incluso dejando a un lado el problema relativo al tercer grupo, no podéis menos de aceptar la conclusión que se deduce de la observación de los casos anteriores, o sea la de que la supresión de la intención de decir alguna cosa constituye la condición indispensable de la equivocación oral.

Podemos afirmar ahora que hemos realizado nuevos progresos en la comprensión de las funciones fallidas. Sabemos no solo que son actos psíquicos poseedores de un sentido y una intención y resultantes de la interferencia de dos intenciones diferentes, sino también que una de estas intenciones tiene que haber sufrido antes del discurso cierta repulsa para poder manifestarse por la perturbación de la otra. Antes de llegar a ser perturbadora, tiene que haber sido a su vez perturbada. Claro es que con esto no logramos todavía una explicación completa de los fenómenos que calificamos de funciones fallidas, pues vemos en el acto surgir otras interrogaciones y presentimos, en general, que cuanto más avanzamos en nuestra comprensión de tales fenómenos, más numerosos serán los problemas que ante nosotros se presentan. Podemos preguntar, por ejemplo, por que ha de ser tan complicado el proceso de su génesis. Cuando alguien tiene la intención de rechazar determinada tendencia, en lugar de dejarla manifestarse libremente, debíamos encontrarnos en presencia de uno de los dos casos siguientes: o la repulsa queda conseguida, y entonces nada de la tendencia perturbadora podrá surgir al exterior, o, por el contrario, fracasa, y entonces la tendencia de que se trate lograra manifestarse franca y completamente. Pero las funciones fallidas son resultado de transacciones en las que cada una de las dos intenciones se impone en parte y en parte fracasa, resultando así que la intención amenazada no queda suprimida por completo, pero tampoco logra -salvo en casos aislados- manifestarse sin modificación alguna. Podemos, pues, suponer que la génesis de tales efectos de interferencia o transacción exige determinadas condiciones particulares, pero no tenemos la más pequeña idea de la naturaleza de las mismas, ni creo tampoco que un estudio más penetrante y detenido de los actos fallidos logre dárnosla a conocer. A mi juicio, ha de sernos de mayor utilidad explorar previamente otras oscuras regiones de la vida psíquica, pues en las analogías que esta exploración nos revele hallaremos valor para formular las hipótesis susceptibles de conducirnos a una explicación más completa de los actos fallidos. Pero aún hay otra cosa: el laborar guiándose por pequeños indicios, como aquí lo hacemos, trae consigo determinados peligros. Precisamente existe una enfermedad psíquica, llamada paranoia combinatoria, en la que los pequeños indicios son utilizados de una manera ilimitada, y claro es que no puede afirmarse que las conclusiones basadas en tales fundamentos presenten una garantía de exactitud. De estos peligros no podremos, por tanto, preservarnos, sino dando a nuestras observaciones la más amplia base posible, esto es, comprobando que las impresiones que hemos recibido en el estudio de los actos fallidos se repiten al investigar otros diversos dominios de la vida anímica.

Vamos, pues, a abandonar aquí el análisis de los actos fallidos. Mas quiero haceros previamente una advertencia. Conservad en vuestra memoria, a título de modelo, el método seguido en el estudio de estos fenómenos, método que habrá ya revelado a vuestros ojos cuales son las intenciones de nuestra psicología. No queremos limitarnos a describir y clasificar los fenómenos; queremos también concebirlos como indicios de un mecanismo que funciona en nuestra alma y como la manifestación de tendencias que aspiran a un fin definido y laboran unas veces en la misma dirección y otras en direcciones opuestas. Intentamos, pues, formarnos una concepción dinámica de los fenómenos psíquicos, concepción en la cual los fenómenos observados pasan a segundo término, ocupando el primero las tendencias de las que se los supone indicios.

No avanzaremos más en el estudio de los actos fallidos; pero podemos emprender aun una rápida excursión por sus dominios, excursión en la cual encontraremos cosas que ya conocemos y descubriremos otras nuevas. Durante ella nos seguiremos ateniendo a la división en tres grupos que hemos establecido al principio de nuestras investigaciones, o sea: 1o., la equivocación oral y sus subgrupos (equivocación en la escritura, en la lectura y falsa audición); 2o., el olvido, con sus subdivisiones correspondientes al objeto olvidado (nombres propios, palabras extranjeras, propósitos e impresiones); 3o., los actos de termino erróneo, la imposibilidad de encontrar un objeto que sabemos haber colocado en un lugar determinado y los casos de pérdida definitiva. Los errores no nos interesan más que en tanto en cuanto tienen una conexión con el olvido o con los actos de término erróneo.

A pesar de haber tratado detenidamente de la equivocación oral, aún nos queda algo que añadir sobre ella. Con esta función fallida aparecen enlazados otros pequeños fenómenos afectivos, que no están por completo desprovistos de interés. No se suele reconocer gustosamente haber cometido una equivocación, y a veces sucede que no se da uno cuenta de los propios lapsus, mientras que raramente se nos escapan los de los demás. Obsérvese también que la equivocación oral es hasta cierto punto contagiosa, y que no es fácil hablar de equivocaciones sin comenzar a cometerlas por cuenta propia. Las equivocaciones más insignificantes, precisamente aquellas tras de las cuales no se oculta proceso psíquico ninguno, responden a razones nada difíciles de descubrir. Cuando a consecuencia de cualquier perturbación sobrevenida en el momento de pronunciar una palabra dada emite alguien brevemente una vocal larga, no deja nunca de alargar, en cambio, la vocal breve inmediata, cometiendo así un nuevo lapsus destinado a compensar el primero. Del mismo modo, cuando alguien pronuncia impropia o descuidadamente un diptongo, intentara corregirse pronunciando el siguiente como hubiera debido pronunciar el primero, cometiendo así una nueva equivocación compensadora. Diríase que el orador tiende a mostrar a su oyente que conoce a fondo su lengua materna y no quiere que se le tache de descuidar la pronunciación. La segunda deformación, compensadora, tiene precisamente por objeto atraer la atención del oyente sobre la primera y mostrarle que el sujeto se ha dado cuenta del error cometido. Las equivocaciones más simples, frecuentes e insignificantes, consisten en contracciones y anticipaciones que se manifiestan en partes poco aparentes del discurso. Así, en una frase poco larga suele cometerse la equivocación de pronunciar anticipadamente la última palabra de las que se pensaban decir, error que da la impresión de cierta impaciencia por acabar la frase y testimonia, en general, cierta repugnancia del sujeto a comunicar el contenido de su pensamiento o simplemente a hablar. Llegamos de este modo a los casos límites, en los que desaparecen las diferencias entre la concepción psicoanalítica de la equivocación oral y su concepción fisiológica ordinaria. En estos casos existe, a nuestro juicio, una tendencia que perturba la intención que ha de ser expuesta en el discurso, pero que se limita a dar fe de su existencia sin revelar sus particulares intenciones. La perturbación que provoca sigue entonces determinadas influencias tonales o afinidades asociativas y podemos suponerla encaminada a desviar la atención de

aquello que realmente quiere el sujeto decir. Pero ni esta perturbación de la atención ni estas afinidades asociativas bastan para caracterizar la naturaleza del proceso, aunque si testimonian de la existencia de una intención perturbadora. Lo que no podemos lograr en estos casos es formarnos una idea de la naturaleza de dicha intención observando sus efectos, como lo conseguimos en otras formas más acentuadas de la equivocación oral.

Los errores en la escritura que ahora abordamos presentan tal analogía con las equivocaciones orales, que no pueden proporcionarnos nuevos puntos de vista. Sin embargo, quizá nos sea provechoso espigar un poco en este campo. Las pequeñas equivocaciones, tan frecuentes en la escritura, las contracciones y anticipaciones testimonian manifiestamente nuestra poca gana de escribir y nuestra impaciencia por terminar. Otros efectos más pronunciados permiten ya reconocer la naturaleza y la intención de la tendencia perturbadora. En general, cuando en una carta hallamos un lapsus calami podemos deducir que la persona que la ha escrito no se hallaba por completo en su estado normal; pero no siempre nos es dado establecer que es lo que le sucedía. Análogamente a las equivocaciones orales, las cometidas en la escritura son rara vez advertidas por el sujeto. A este respecto resulta muy interesante observar los siguientes hechos: hay personas que tienen la costumbre de releer antes de expedirlas las cartas que han escrito. Otras no tienen esta costumbre; pero cuando alguna vez lo hacen por casualidad hallan siempre alguna grave equivocación que corregir. ? Como explicar este hecho? Diríase que estas personas obran como si supieran que han cometido alguna equivocación al escribir. ? Deberemos creerlo así realmente?