Los escritos técnicos de Freud contin.6

Los escritos técnicos de Freud contin.6

Este último verano escribí Función y campo de la palabra y del lenguaje sin emplear allí
adrede el término expresión, pues toda la obra de Freud se despliega en el sentido de la
revelación, no en el de la expresión. La revelación es el resorte último de lo que buscamos
en la experiencia analítica.
La resistencia se produce en el momento en que la palabra de revelación no se dice
—como escribe curiosamente Sterba al final de un artículo execrable, pero muy cándido,
que centra toda la experiencia analítica en torno al desdoblamiento del ego, una de cuyas
mitades debe acudir en nuestra ayuda contra la otra— en el momento en que el sujeto no
encuentra ya salida. Se engancha al otro porque lo que es impulsado hacia la palabra no
accedió a ella. El advenimiento inconcluso de la palabra, en la medida en que algo puede
quizá volverla fundamentalmente imposible, es el punto pivote donde la palabra, en el
análisis, fluye por entero hacia su primera vertiente y se reduce a su función de relación
con el otro. Si la palabra funciona entonces como mediación es porque no ha culminado
como revelación.
El problema consiste siempre en saber a qué nivel se produce el enganche del otro. Hay
que ser imbécil—como sólo se puede serlo a través de cierto modo de teorizar, dogmatizar
y enrolarse en la técnica analítica— para afirmar, como lo hizo alguien un día, que una de
las condiciones previas al tratamiento analítico era ¿qué?: que el sujeto tuviera cierta
realización del otro en tanto tal. ¡Por supuesto, pícaro! Pero se trata de saber a qué nivel
se ha realizado este otro, cómo, con qué función y en qué círculo de su subjetividad, a qué
distancia está de ese otro.
En el transcurso de la experiencia analítica esta distancia varía incesantemente. ¡Qué
estupidez pretender considerarla un cierto estadio del sujeto!
Partiendo de la misma inspiración Piaget habla de la noción egocéntrica del mundo del
niño. ¡Como si sobre este tema los adultos pudieran acaso dar clase a los niños! ¡Quisiera
saber qué pesa más en la balanza del Señor como aprehensión mejor del otro, la de
Piaget, en su posición de profesor y a su edad, o bien la que tiene el niño! Vemos a este
niño prodigiosamente abierto hacia todo lo que el adulto le aporta como sentido del
mundo. ¿Pensamos alguna vez acaso en lo que significa, en lo que se refiere al
sentimiento del otro, esta prodigiosa permeabilidad del niño frente a todo lo que sea mito,
leyenda, cuento de hadas, historia, esa facilidad para dejarse invadir por los relatos? ¿Se
piensa acaso que esto es compatible con los jueguecitos de cubos mediante los cuales
Piaget nos demuestra que el niño accede a un conocimiento copernicano del mundo?
Se trata de saber cómo, en determinado momento, asoma hacia el otro ese sentimiento
tan misterioso de la presencia. Quizás está integrado a aquello de lo cual Freud nos habla
en la Dinámica de la transferencia, es decir a todas las estructuras previas, no sólo de la
vida amorosa del sujeto, sino de su organización del mundo.
Si tuviese que aislar la primera inflexión de la palabra, el momento primero en que toda la
realización de la verdad del sujeto se marca en su curva, el nivel primero en el que la
captación del otro asume su función, lo haría mediante una fórmula que me dio alguien,
aquí presente, a quien controlo. Le pregunté un día: ¿En qué punto está su sujeto respecto
a usted esta semana? Me respondió entonces con una expresión que coincide
exactamente con lo que intentaba situar en esta inflexión: Me tomó como testigo.
Poco después aparecerá la seducción. Y más adelante aún, el intento de captar al otro en
un juego donde la palabra adquiere incluso —la experiencia analítica nos lo ha
demostrado— una función más simbólica, una satisfacción instintiva más profunda. Sin
tomar en cuenta el término último: desorganización total de la función de la palabra en los
fenómenos de transferencia, situación en la que el sujeto —señala Freud— se libera
totalmente y consigue hacer exactamente lo que le da la gana.
En resumidas cuentas, ¿no nos conduce esta consideración al punto del que partí en mi
trabajo sobre las funciones de la palabra? A saber, a la oposición entre palabra vacía y
palabra plena; palabra plena en tanto que realiza la verdad del sujeto, palabra vacía en
relación a lo que él tiene que hacer hic et nunc con su analista, situación en la que el
sujeto se extravía en las maquinaciones del sistema del lenguaje, en el laberinto de los
sistemas de referencia que le ofrece el sistema cultural en el que participa en mayor o
menor grado. Una amplia gama de realizaciones de la palabra se despliega entre estos
dos extremos.
Esta perspectiva nos conduce exactamente al siguiente punto: la resistencia de la que
hablamos proyecta sus resultados sobre el sistema del yo, en tanto el sistema del yo no
puede ni siquiera concebirse sin el sistema —si así puede decirse— del otro. El yo es
referencia! al otro. El yo se constituye en relación al otro. Le es correlativo. El nivel en que
es vivido el otro sitúa el nivel exacto en el que, literalmente, el yo existe para el sujeto.
En efecto, la resistencia se encarna en el sistema del yo y del otro. Allí es donde surge en
tal o cual momento del análisis. Pero parte de otro lado, a saber, de la impotencia del
sujeto para llegar hasta el final en el ámbito de la realización de su verdad. Según un
modo, más o menos definido sin duda para tal o cual sujeto en función de las fijaciones de
su carácter y estructura, el acto de la palabra siempre viene a proyectarse a determinado
nivel, en determinado estilo de la relación con el otro.
A partir de aquí, observen ustedes lo paradójica que es la posición del analista. Es en el
momento en que la palabra del sujeto es más plena cuando yo, analista, podría intervenir.
¿Pero sobre qué intervendría?: sobre su discurso. Ahora bien, cuanto más íntimo le es al
sujeto su discurso, más me centro yo sobre este discurso, más me siento llevado, yo
también, a aferrarme al otro, es decir, a hacer lo que siempre se hace en ese famoso
análisis de las resistencias, buscar el más allá del discurso, más allá, piénsenlo bien, que
no se encuentra en ningún sitio; más allá que el sujeto debe realizar, pero que justamente
no ha realizado y que está entonces constituido por mis propias proyecciónes, en el nivel
en que el sujeto lo realiza en ese momento.
La última vez, señalé los peligros de las interpretaciones o imputaciones intencionales que,
verificadas o no, susceptibles o no de verificación, no son a decir verdad más verificables
que cualquier otro sistema de proyecciónes. Allí está la dificultad del análisis.
Cuando decimos que interpretamos las resistencias nos topamos con esta dificultad:
¿cómo operar en un nivel de menor densidad de relación de la palabra? ¿Cómo operar en
esa inter psicología, del ego y del alter-ego, a la que nos reduce la degradación misma del
proceso de la palabra? En otros términos ¿cuáles son las relaciones posibles entre esa
intervención de la palabra que es la interpretación y el nivel del ego en tanto que siempre
supone correlativamente al analizado y al analista? ¿Qué podemos hacer para aún
manejar válidamente la palabra en la experiencia analítica, cuando su función se ha
orientado en el sentido del otro hasta un punto tal que ha dejado de ser mediación, para
ser sólo violencia implícita, reducción del otro a una función correlativa del yo del sujeto?
Se dan cuenta ustedes de la naturaleza oscilante de este problema. Nos conduce
nuevamente a esta pregunta: ¿qué significa ese apoyo tomado en el otro? ¿Por qué el
otro se vuelve cada vez realmente menos otro cuanto más asume exclusivamente esta
función de apoyo?
En el análisis se trata de salir de este círculo vicioso. ¿Pero no estamos acaso aún más
profundamente atrapados en él en tanto la historia de la técnica muestra que se ha puesto
siempre y cada vez más el énfasis en el aspecto yoico de las resistencias? El mismo
problema puede también formularse de otro modo: ¿Por qué el sujeto cuanto más se
afirma como yo, más se aliena?
Volvemos así a la pregunta de la sesión anterior: ¿Quién es pues, aquel que busca
reconocerse más allá del yo?
Introducción y respuesta a una exposición de
Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud.
10 de Febrero de 1954
El entrecruzamiento lingüístico. Las disciplinas filosóficas. Estructura de la alucinación. En
toda relación al otro, la denegación.
Quienes estuvieron presentes la última vez pudieron escuchar un desarrollo acerca del
pasaje central del texto de Freud La dinámica de la transferencia.
La totalidad de este desarrollo consistió en mostrarles que el fenómeno principal de la
transferencia surge de lo que llamaría el fondo del movimiento de la resistencia. Aislé ese
momento, enmascarado en la teoría analítica, en el que la resistencia, en su fundamento
más esencial, se manifiesta por un movimiento de báscula de la palabra hacia la presencia
del oyente, de ese testigo que es el analista. El momento en que el sujeto se interrumpe
es, comúnmente, el momento más significativo de su aproximación a la verdad. Captamos
aquí la resistencia en estado puro, la que culmina en el sentimiento, frecuentemente teñido
de angustia, de la presencia del analista.
Les enseñé también que la pregunta del analista cuando el sujeto se interrumpe —esa
pregunta que por haberles sido indicada por Freud, se convirtió para muchos en algo casi
automático: ¿No está usted pensando en algo que me concierne, a mí, analista? —no es
sino un activismo que cristaliza la orientación del discurso hacia el analista. Esta
cristalización sólo pone de manifiesto lo siguiente: el discurso del sujeto en la medida en
que no alcanza esa palabra plena en la que debería revelarse su fundamento
inconsciente, se dirige entonces al analista, está hecha para interesarle, y encuentra su
soporte en esa forma alienada del ser que llamamos ego.
La relación del ego con el otro, la relación del sujeto con ese otro mismo(18), con ese
semejante en relación al cual se ha constituido de entrada, en una estructura esencial de
la constitución humana.
Es a partir de esta función imaginaria que podemos concebir y explicar lo que es el
análisis. No hablo del ego en la psicología, donde es función de síntesis, sino del ego en el
análisis, función dinámica. El ego se manifiesta aquí como defensa, negativa. En él está
inscrita toda la historia de las sucesivas oposiciones que el sujeto ha manifestado ante la
integración de lo que, más tarde y sólo más tarde, se llamará, en la teoría, sus pulsiones
más profundas y desconocidas. En otros términos, en esos momentos de resistencia, tan
bien señalados por Freud, captamos lo que el movimiento mismo de la experiencia
analítica aísla como función fundamental del ego, el desconocimiento.
Les indiqué ya, a propósito del análisis del sueño, cuál es el resorte, el punto clave de la
investigación de Freud. Vieron allí en forma casi paradójica hasta qué punto el análisis
Freudiano del sueño supone la existencia de la función de la palabra. Esto queda
demostrado por el hecho de que Freud capta la huella última de un sueño desvanecido en
el momento preciso en que el sujeto se vuelve enteramente hacia él. Es en el punto
preciso en que el sueño no es sino huella, un resto de sueño, un vocablo aislado, que
encontramos su alusión transferencia!. He evocado ya esa interrupción significativa,
aislada que puede ser el punto de viraje de un momento de la sesión psicoanalítica. El
sueño se moldea pues según un movimiento idéntico.
Les mostré también la significación de la palabra no dicha porque ha sido rechazada,
porque ha sido verworfen, rechazada por el sujeto. Les hice sentir el peso propio de la
palabra en el olvido de un nombre —ejemplo tomado de la Psicopatología de la vida
cotidiana— y cuán visible es allí la diferencia entre lo que la palabra del sujeto habría
debido formular, y lo que le queda como resto para dirigirse al otro. En este caso, por
efecto de la palabra Herr, algo en la palabra del sujeto falta, el vocablo Signorelli, que no
podrá evocar con el interlocutor ante quien, de modo potencial, la palabra Herr fue poco
antes evocada en su plena significación. Este momento, revelador de la relación
fundamental entre resistencia y dinámica de la experiencia analítica, nos conduce pues a
un interrogante que puede polarizarse entre estos dos términos: el ego, la palabra.
Es éste un interrogante apenas profundizado —debería sin embargo ser para nosotros el
objeto de investigación esencial—; en alguna parte, en un texto de Fenichel, se afirma, por
ejemplo, que el sentido de las palabras llega incontestablemente al sujeto a través del ego.
¿Es preciso acaso ser analista para pensar que semejante afirmación es, al menos, digna
de cuestionamiento? ¿Incluso admitiendo que en efecto sea el ego —como suele
decirse— el que dirige nuestras manifestaciones motrices y, en consecuencia, la emisión
de esos vocablos que se llaman palabras, podemos decir que, en nuestro discurso
actualmente el ego sea el amo de todo lo que entrañan las palabras?
El sistema simbólico es sumamente intrincado; se halla marcado por esa
Verschlungenheit, propiedad de entrecruzamiento, que la traducción de los escritos
técnicos transformó en complejidad, término harto débil. Verschlungenheit designa el
entrecruzamiento lingüístico: todo símbolo lingüístico fácilmente aislado no sólo es solidario
del conjunto, sino que además se recorta y constituye por una serie de afluencias, de
sobre determinaciones oposicionales que lo sitúan simultáneamente en varios registros.
¿Este sistema del lenguaje, en el que se desplaza nuestro discurso, no supera acaso
infinitamente toda intención que podamos atribuirle y que sólo es momentánea?
La experiencia analítica juega precisamente sobre estas funciones, estas ambigüedades,
estas riquezas desde siempre implicadas en el sistema simbólico tal como lo ha constituido
la tradición, a la que más que deletrear y aprender, nos incorporamos en tanto individuos.
Considerando únicamente desde dicho ángulo este problema vemos que, en todo
momento, esta experiencia consiste en mostrar al sujeto que dice más que lo que cree
decir.
Quizá deberíamos considerar este problema desde el ángulo genético. Pero entonces
seríamos conducidos hacia una investigación psicológica que nos llevaría demasiado lejos
y que no podemos abordar ahora. No obstante parece incuestionable que no podemos
juzgar la adquisición del lenguaje como tal a partir de la adquisición del dominio de la
motricidad revelado por la aparición de las primeras palabras. Las listas de palabras que
los observadores se complacen en registrar dejan abierto por entero el problema de saber
en qué medida las palabras que en efecto emergen en la representación motriz, emergen
precisamente de una primera aprehensión de conjunto del sistema simbólico en tanto tal.
Las primeras apariciones, la clínica lo pone de manifiesto, tienen una significación
totalmente contingente. Todos saben la diversidad con que aparecen en la elocución del
niño los primeros fragmentos de lenguaje. Y también sabemos hasta qué punto es
sorprendente escuchar al niño pronunciar adverbios, partículas, palabras, desde los
quizás, o los aún no, antes de haber expresado un sustantivo, o cualquier nombre de
objeto.
Este planteo previo del problema parece indispensable para situar cualquier observación
válida. Es imposible partir de los hechos, sin de inmediato cometer los errores de
comprensión más groseros, si no se capta claramente la autonomía de la función simbólica
en la realización humana.
Como éste no es un curso de psicología general, no tendré indudablemente oportunidad
de examinar de nuevo estos interrogantes.
Hoy no creo poder introducir más que el problema del ego y la palabra, partiendo por
supuesto del modo en que se revela en nuestra experiencia.
Sólo podemos plantear este problema a partir del punto que ha alcanzado su formulación.
No podemos hacer como si la teoría Freudiana del ego no existiese. Freud opuso al ego el
ello, y esta teoría impregna nuestras concepciones teóricas y técnicas. Por eso quisiera
hoy llamarles la atención sobre un texto llamado la Verneinung.
Verneinung significa(19), como me lo señaló hace un momento Hyppolite, denegación y no
negación, como se lo ha traducido en francés. Así es como lo he evocado siempre, cada
vez que en mis seminarios tuve la oportunidad.
El texto es de 1925. Es posterior a la publicación de los artículos vinculados a la psicología
del yo y su relación con el ello. En particular es posterior al artículo Das Ich und das Es.
Freud vuelve a examinar allí la relación, siempre presente en él, entre el ego y la
manifestación hablada del sujeto en la sesión.
He creído, por razones que ya verán desplegarse, que Hyppolite, que nos hace el honor
de participar con su presencia, e incluso con sus intervenciones, en nuestro trabajo, podría
aportarnos el testimonio de una crítica avalada por todo lo que conocemos de sus trabajos
anteriores.
El problema en cuestión, lo verán, se refiere nada menos que al conjunto de la teoría, sino
del conocimiento, al menos del juicio. Por ello le he solicitado —sin duda con alguna
insistencia— no sólo que me reemplace, sino además que nos brinde lo que únicamente él
puede ofrecer a partir de un texto del rigor de Die Verneinung.
Creo que éste presenta dificultades para un pensamiento no formado en esas disciplinas
filosóficas de las que no podemos prescindir en la función que ocupamos. Nuestra
experiencia no consiste en un toqueteo afectivo. No tenemos que provocar en el sujeto
esas reapariciones de experiencias más o menos evanescentes, confusas, donde residiría
la magia toda del psicoanálisis. Cumplimos pues enteramente con nuestro deber al
escuchar, sobre un texto como éste, las opiniones de alguien consagrado al ejercicio de la
crítica del lenguaje y formado en las disciplinas filosóficas.
Este texto pone de manifiesto una vez más el valor fundamental de todos los escritos de
Freud. Cada palabra merece ser medida en relación a su incidencia precisa, a su énfasis,
a su expresión particular; merece insertarse en el análisis lógico más riguroso. Es en esto
en lo que se diferencia de los agrupamientos más o menos vagos de los mismos términos
realizados por sus discípulos, cuya aprehensión de los problemas fue —por así decirlo—
de segunda mano, y nunca plenamente elaborada, lo cual dio como resultado esa
degradación de la teoría analítica que se manifiesta sin cesar en sus vacilaciones.
Antes de ceder la palabra a Hyppolite, quisiera llamarles la atención sobre una
intervención que él hizo en el transcurso de esa especie de debate que provocó un cierto
modo de presentar las cosas respecto a Freud y a sus intenciones frente al enfermo.
Hyppolite proporcionó entonces una ayuda a zaborda…
SR. HYPPOLITE: -… momentánea.
-… sí, una ayuda momentánea. Si recuerdan, se trataba de ver cuál era la actitud
fundamental, intencional de Freud respecto a su paciente, en el momento en que
pretendía sustituir la subyugación ejercida por la sugestión y la hipnosis, por el análisis de
las resistencias mediante la palabra.
Expresé entonces mis reservas sobre saber si en Freud esto era una manifestación de
combatividad, incluso de dominación, reliquias del estilo ambicioso que podríamos ver
traicionarse en su juventud.
Creo que un texto es suficientemente decisivo. Se trata de un pasaje de Psicología de las
masas y análisis del yo. El yo, como función autónoma, aparece por vez primera en la obra
de Freud a propósito de la psicología de las masas, es decir de las relaciones con el otro
—simple observación que enfatizo hoy porque justifica la perspectiva bajo la cual yo
mismo la introduzco ante ustedes. Este pasaje se encuentra en el capítulo cuarto,
Sugestión y libido.
«De este modo estamos preparados para admitir que la sugestión (o más exactamente, la
sugestibilidad) es un fenómeno primario e irreductible, un hecho fundamental de la vida
psíquica humana. Así opinaba Bernheim de cuyos asombrosos experimentos fui testigo
presencial en 1889. Pero recuerdo también haber experimentado entonces una oscura
animosidad contra tal tirahía de la sugestión.
Cuando oía a Bernheim interpelar a un enfermo poco dócil con las palabras: «¿ Qué hace
usted? ¡Vous, vous contre suggestionnez!», no podía dejar de pensar que aquello
constituía una injusticia y una violencia. El sujeto poseía un evidente derecho a
contrasugestionarse cuando se le intentaba dominar por medio de la sugestión. Esta
resistencia mía asumió después la forma de una rebelión contra el modo de pensar según
el cual la sugestión, que todo lo explicaba, no necesitara de explicación alguna, y me
repetí, refiriéndome a ella, la antigua pregunta chistósa: Cristóbal llevaba a Cristo, —Cristo
sostenía el mundo entero. Decidme entonces ¿dónde apoyaba sus pies Cristóbal?
Verdadera rebelión pues la que experimentaba Freud ante la violencia que puede implicar
la palabra. Esta tendencia potencial del análisis de las resistencias, que Z* testimoniaba el
otro día, es precisamente el contrasentido que debe evitarse en la práctica del análisis.
Creo que, al respecto, este pasaje tiene todo su valor y merece citarse.
Pido sencillamente a Hyppolite que nos comunique su opinión sobre este texto al cual,
según ha llegado a mis oídos, ha consagrado una prolongada atención, agradeciéndole
nuevamente la colaboración que amablemente acepta prestarnos.
El comentario de J. Hyppolite se encuentra en los Écrits, páginas 879-887 o en Figuras del
pensamiento filosófico, escritos de Jean Hyppolite, París, 1971 – Tomo I, páginas 385-396.